—A punto llegas, duque. Oye lo que declara Plotino: las estrellas poseen una fuerza análoga a la de los vientos que empujan a las naves; pueden agitar el cuerpo sobre el cual viaja el alma, pero ésta es libre. De ese modo se concilia la existencia del libre arbitrio con la de una acción oculta de los orbes celestes, y se comprende que el cardenal Farnese, príncipe de la Iglesia Católica, consulte a los horóscopos sin religiosa condena.
Quise interrumpirlo, pero estaba demasiado metido en su asunto:
—He analizado en estos días tres horóscopos de Nuestro Señor Jesucristo: el de Cecco d’Ascoli, a causa del cual su autor pereció en la hoguera; el de Tiberius Russilianus Sextus de Calabria y el de Gerolamo Cardano, quien sueña sus libros, como un iluminado, antes de componerlos; y te aseguro que es cosa de maravillar. Todo está allá arriba —añadió señalando por la ventana la encendida bóveda—; las estrellas son los ojos con los cuales nos observa Dios, quien cumple procesos naturales utilizando esas estrellas animadas, dotadas de ciencia y conocimiento. Escucha ahora lo que dice Guido Bonatti, astrólogo de los Montefeltro, en su
Liber Astronomicus
…
Solté el puñal sobre la mesa y el ruido seco despertó a Porzia, que dormía en un jergón. Su asombrada hermosura, realzada por la nieve de los pechos descubiertos, redondos, que tapó rápidamente, se alzó como una lámpara en la estancia penumbrosa.
—Vete, Porzia —le ordené—, tenemos que conversar.
La muchacha escapó hacia abajo y yo me tendí en el camastro que conservaba su olor, comunicándome un viril enardecimiento.
—Han pretendido asesinarme esta noche, Silvio. Alguien persigue mi muerte. Necesito hallar al culpable.
El secretario guardó silencio; después chistó suavemente.
—¿Sospechas de alguno, Silvio?, ¿de Pantasilea… de Messer Manucio… de… de mi hermano?
Volvió a callar. Las oscilaciones de la vela daban extraña vida a la serpiente del
Agatomaidon
, como si sus anillos se retorcieran en la pared bajo la diadema zodiacal.
—Tendría que examinar tu horóscopo.
—¿Y tus demonios?, ¿no nos ayudarán?, ¿sospechas de alguno?
—Luego se sabrá. Todo está en las estrellas, instrumentos, según Alberto Magno, con los cuales la Primera Causa gobierna al mundo. Los edictos de Augusto, de Domiciano y de Adriano nada consiguieron contra la astrología.
—Dime quién es el asesino.
—Luego se sabrá. Ahora me prestarás tu horóscopo.
Descendimos juntos, sin cambiar palabra, hasta la habitación donde había escondido el escrito de Sandro Benedetto.
—Entre tanto, Excelencia, no te quites jamás la cota de búfalo. Duerme con ella.
—¿Hablarás con tus demonios?
—Luego se sabrá. Mira… Marte y Venus, regentes de la Casa de la Muerte, instalados en la de la Vida… triunfo de lo inverosímil…
Delante de nosotros, en el decorado dibujo del físico de Nicolás Orsini de Pitigliano, uníanse los triángulos, las letras y las cifras. Aguzando el oído, era posible percibir un rumor que procedía quizás de los distantes arroyos, como de esferas que rotaban levemente sobre la gravedad del silencio.
—Nadie, ni Astolfo, ni Orlando, ni Alcina, ni Marfisa, ni Merlín, te podría matar, duque de Bomarzo. Nadie.
La fractura de Maerbale se soldaba lentamente. Habíanlo entablillado y pasaba las tardes primaverales al sol, leyendo o charlando con Orso y Mateo. Luego, a medida que la curación progresaba, comenzó a caminar, apoyándose en un bastón y en el hombro de uno de sus primos. Renqueaba y eso hubiera debido aproximarnos, pues compartíamos fugazmente por lo menos una, la más benigna, de mis irregularidades, pero no fue así. Desde Bolonia, advertía yo que un muro nuevo se levantaba entre nosotros, y esa valla se podía atribuir a dos hechos, quizás a ambos: a su inclinación por Julia Farnese, acaso exagerada por mis celosas sospechas, y a la evidencia oficial de la pequeñez de su posición junto al duque, ya que si Carlos Quinto no lo había armado caballero ello no se debió al accidente (como el propio Maerbale difundió en Bomarzo), pues nunca se mentó esa posibilidad antes de que el derrumbe de los andamios en San Petronio lo tornara prácticamente irrealizable, sino a que la poca jerarquía de mi hermano no lo hacía digno de un honor reservado a los grandes. Supongo que tales comprobaciones removieron su humor pernicioso. Lo que supe, en forma concreta, es que había escrito a nuestro abuelo, en Roma, exigiéndole una explicación definitiva acerca del asunto de la púrpura, porque de desechar (como le correspondió hacer sin consultarlo) ese vedado camino espléndido, anhelaba forjarse un nombre, lo mismo que nuestros antecesores de más prestigio, por medio de las armas. El cardenal no le contestó. No dudo de que la misiva de mi hermano, al enrostrarle su falta de influencia, con artificios de aparente cortesía, habrá irritado hondamente a Franciotto Orsini. En cuanto a mí, no bien me enteré de que Maerbale proyectaba, al recobrar el uso de su pierna, ensayar el régimen de vida memorable y remunerativo de los condottieri, me torturaron negras cavilaciones.
Desde mi vuelta a Bomarzo había creído captar en torno, como un zumbido imposible de localizar, la inquietud de mis vasallos con referencia al futuro duque. Estaban al tanto del modo en que me había acogido y armado el emperador —no de mi postergación protocolar, celosamente ocultada por mi abuela, mi hermano y mis primos, pues era algo cuyo disimulo nos interesaba a todos, incidiendo sobre el valimiento de la casa— y ahora calculaban que yo seguiría las huellas de mi padre y de mis mayores guerreros, empuñando la espada bendecida y participando de expediciones militares junto a los príncipes heroicos. No paraban mientes en las circunstancias físicas que me lo impedían. Mi gloria sería la gloria de Bomarzo, y de ella, como de la de quienes me habían precedido, se ufanarían ante las gentes de los pueblos cercanos que escapaban a mi jurisdicción. Estaban habituados, a lo largo de los siglos, a ver salir a los mozos de Bomarzo detrás de las banderas osunas, a las órdenes del heredero, y descartaban, por obvio y natural, que esa tradición inseparable de mi ubicación en el mundo continuaría cumpliéndose. Para ellos yo no era ya el muchacho jorobado, sino el duque, y como tal me alcanzaban obligaciones ineludibles. La idea de que el carácter ducal eliminaba mi giba, convirtiéndome en un símbolo de perfección, hubiera debido alegrarme y robustecerme, pero, al contrario, añadió una angustia a las que me roían. No me sentía con fuerzas para blandir una lanza, actitud que hubiera subrayado ridículamente lo intrincado de mi estructura y que repugnaba a mi ánimo, movido desde la niñez por otras preocupaciones. Observe el lector que ese zumbido, esa atmósfera expectante, tal vez no existían en la realidad y habían sido imaginados por mi desconfianza alerta y que lo más verosímil es que quienes de mí dependían barruntaran que un jorobado no estaba destinado a los ejercicios bélicos, mas yo reaccionaba siempre así, aguijoneado por el recelo, y veía doquier fantasmas perturbadores. Ahora, la conocida decisión de Maerbale agravaba mi zozobra. Él haría lo que yo hubiera debido hacer, y esa eventualidad me desesperaba. Sin comunicarlo a nadie, escribí yo también a nuestro abuelo, insistiendo en que era sustancial, para el crédito de los Orsini de Bomarzo, que Maerbale fuera exaltado al cardenalato, y tampoco obtuve respuesta. El traslado de Maerbale a Roma, al Sacro Colegio, hubiera significado para mí, por distintas razones, el fin de una pesadilla. De cualquier manera, quise sacar algún fruto de mi actitud, diciéndole a mi hermano que había intervenido ante Franciotto Orsini en la cuestión de la púrpura: de esa suerte obligaba a su agradecimiento, y si Maerbale percibía, por transparentes, los verdaderos móviles que me habían impulsado a proceder así, no me importaba; lo importante era que supiera que yo, el duque, velaba por el provecho de los míos.
Dos acontecimientos inesperados me distrajeron entonces de mi tribulación de combatiente presunto: en Bomarzo nació un niño, a quien bautizaron con el nombre de Fulvio, y en mi correspondencia llegó una carta equivocada.
La madre de Fulvio, una aldeana de veinte años, juró que Maerbale —que a la sazón contaba diecisiete— era el padre precoz de la criatura. Maerbale se negó a reconocerlo, pero la insistencia de la pobre moza y un cúmulo de detalles nos aseguraron que era hijo suyo. Informado del caso, dispuse que la aldeana y el niño fueran enviados a nuestro palacio de Roma, con falsa magnanimidad, pues odiaba a los bastardos y lo que quería era que el pequeño desapareciera. Ése fue el famoso Fulvio Orsini, escritor, arqueólogo y anticuario, que llegó a canónigo de San Juan de Letrán y publicó las admirables
Imagines et elogia virorum illustrium et eruditorum ex antiquis lapidus et numismatibus expressa cum annotationibus
, y que más tarde me ayudó en la clasificación de mis colecciones. Por el momento su nacimiento me encolerizó profundamente. Maerbale se me adelantaba hasta en la tarea de prolongar la estirpe, cuando yo ignoraba, con mis complejos, si sería capaz de hacerlo. Imaginé con rabia el riesgo, por las turbias flaquezas de mi sensualidad, de que Bomarzo pasara algún día a manos de los herederos de Maerbale —sin tener en cuenta que mi fabulosa condición de inmortal parecía otorgarme el ducado eternamente— y suspiré porque mi boda con Julia se consumara cuanto antes, pues de repente ansiaba un vástago. También yo había andado con campesinas, como Maerbale; también yo las había tumbado en la paja de los graneros, pero de hijos naturales —que en ese momento ambicionaba y rechazaba simultáneamente— no tuve la menor noticia.
Y la carta… la carta que me entregaron por un error del emisario ebrio encargado de traerme las que me escribía Julia Farnese, no estaba dirigida a mí sino a Maerbale. ¡Maerbale, siempre Maerbale, mi obsesión, mi solapado enemigo! Nada me indicaba, dentro de su brevísimo texto que recorrí con angustia estupefacta, que existiera un entendimiento culpable entre mi hermano y mi prometida. Julia se limitaba a darle unas noticias anodinas de su vida en Roma y a destacar su deseo de establecerse pronto en Bomarzo. Se despedía de él respetuosamente. Podía ser una simple carta fraternal, resultado de la amistad ingenua que entre ambos había crecido en Bolonia, pero también cabía suponer que su redacción insípida derivaba del temor de que cayera en mis manos. Lo indiscutible es que entre ellos se había establecido una correspondencia secreta, a mis espaldas.
La ira, la decepción, me anonadaron. ¿Planearía Maerbale despojarme de lo que había conquistado y en consecuencia sería él quien atentaba, por medio de mercenarios espadachines, contra mi tenaz permanencia en el mundo? La misiva incógnita de Julia me indicaba que el sortilegio de la muñeca hechizada por Silvio de Narni no había obrado. Lo otro, lo de la supresión oportuna de mi padre, a raíz del conjuro de la terraza de Bomarzo, bien pudo haber sido una casualidad. Y la narración de Palingenio —el primero que me reveló la fuerza mágica del paje, en la carretera de Roma, cuando me habló de los demonios— acaso fue fruto de la extravagancia del filósofo alucinado. Si el paje carecía en realidad de ese dominio diabólico, si me había engañado aprovechando las coincidencias, para medrar a costa de mi candor, yo estaba perdido, pues harto sabía que solo, desprovisto de un socorro fantástico, no me atrevería a enfrentar la vida con mis débiles armas.
Pensé obligar a Silvio a mostrar el juego, para resolver a qué atenerme, pero temí, si erraba, quedarme sin su alianza valiosa. Lo más inteligente —y lo que más se avenía con mi carácter irresoluto— sería dejar transcurrir el tiempo. Ya veríamos. «Luego se sabrá», había dicho mi secretario. Le hice llegar la carta a Maerbale, para no despertar sospechas, y después de haber conjeturado que si abrazaba la profesión de condottiero eso contribuiría a mi descrédito, me empeñé, tan mudable era mi ánimo sacudido por las adversas corrientes, para que siguiera la senda de nuestros antepasados. Me consumía la urgencia de que partiera de Bomarzo cuanto antes: que se cubriera de gloria, pero que me dejara en paz, con Julia, con mi castillo, con mis colecciones, con mi dulce vergüenza, con mi inmortalidad gravosa. La perspectiva de eliminarlo cruzó por mi mente. Había muerto Beppo; había muerto Girolamo… Matar a Maerbale… borrarlo… Mi cobardía no lo osó. Que se fuera.
Entre tanto, sin quitarme la cota de búfalo ni para dormir, como me había aconsejado Silvio; sin salir nunca solo de la fortaleza; sin comer nada que otro no hubiera probado; encerrado, la mayor parte del tiempo, con mi abuela y sus mujeres, o con mis perros y mis cuadros de genealogía, me apliqué a escribirle a Julia unas cartas encendidas en las que deslizaba trampas astutas. Ella no cayó ni una vez. Eludía las emboscadas con suelta elegancia. Redoblé el acecho de los correos; no trajeron nada para Maerbale a Bomarzo; si se comunicaban lo harían a través de cómplices, en las vecinas aldeas.
Hasta que un día Silvio de Narni me manifestó que según Saracil, Sathiel y Jana, mi único hermano era el que deseaba mi muerte. Me propuso que lo suprimiéramos en seguida. Sería fácil, por dinero, conseguir la colaboración de Mateo y de Orso. Esa misma tarde, Maerbale me anunció que a la mañana siguiente, si yo no resolvía otra cosa, se iría a Venecia, a incorporarse a las huestes de Valerio Orsini de Monterotondo, camarada y primo de mi padre, que luchaba a las órdenes de la República Serenísima. Lo autoricé, vacilando. Por la noche, para infundir vigor a mi despecho, rumié los recuerdos dolorosos del tiempo en que, con Girolamo, me perseguía. Lo vi, torcido sobre mí, cuando el primogénito me martirizó y me horadó la oreja. Me vestí, desenvainé la daga, caminé hacia la habitación de Silvio, pero antes de llegar las fuerzas me abandonaron. No podía hacerlo. No podía matar a Maerbale.
Y Maerbale partió con Mateo, con Orso y con doscientos hombres a quienes había convocado para la empresa y que se desgarraban de Bomarzo radiantes de júbilo frente a la perspectiva de los saqueos. Alejóse de la roca la cabalgata, como en la época de mi padre, como en la época de mi abuelo, como siempre, desde que los Orsini éramos dueños de la heredad. La gente se agolpó para mirarlos. Los bendijo el capellán. Gritaban las mujeres su despedida, y la familia de Fulvio, el bastardo, lloró como si perdiera un pariente. Un ancho vuelo de palomas ondulaba sobre los estandartes. Todo, el castillo, los jardines, el bosque, la iglesia, el pueblo apretado alrededor de los bastiones con los cuales se confundía su costra herrumbrosa, resplandecía con distinta luz, dorado, porque los nuestros se iban a la guerra. ¿A la guerra? ¿No iría Maerbale a raptar a Julia, a robármela? ¿Y yo?, ¿qué hacía, qué maquinaba yo para defenderla? Yo, acodado en una balaustrada, junto a Messer Pandolfo, a Silvio, a Porzia, a Juan Bautista Martelli y a Bernardino Niccoloni, el intendente, oteaba el vasto azul, las marmóreas nubes, las colinas, las manchas verdes y grises, el alejarse de la columna de hormigas. Mi abuela se asomó a su ventana y agitó un velo.