Bomarzo (18 page)

Read Bomarzo Online

Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
5.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

De noche, cuando nadie se enteraba de ello, yo me dirigía a su aposento de puntillas, metiéndome con un cirio parpadeante por los pasillos solitarios. Cuidaba de ella una mujer de la casa de Clarice, llamada Nencia, hembra madura ya, cuarentona, de caderas fuertes, cuyo tufo acre se mezclaba al de las pócimas y que, no bien llegaba yo, me acogía con una sonrisa cómplice, me hacía una reverencia cortesana, abandonándome la silla donde cabeceaba junto al lecho y se apartaba hacia el fondo de la sala en penumbra. Me acomodaba allí; estiraba los pies sobre un taburete; y toda mi tarea consistía en velar a mi adorada, cuyo delirio, salpicado de palabras confusas, crecía con el amanecer. A veces llevaba uno de mis libros, para combatir la modorra, y entonces la habitación se colmaba de encantamientos. Como Ariosto multiplica en su poema los nombres de los sitios de Italia que se prolongan desde los Alpes hasta Sicilia, los episodios cobraban para mí una alarmante realidad. Entrecerraba los ojos e invocaba a Merlín, para que acudiera y, con un filtro, con un ademán, salvara a Adriana. Otras veces Nencia se adelantaba a hablarme quedamente, como si brotara, con su rostro enérgico y un andar inesperadamente elástico para su volumen, de las vagas colgaduras que contribuían a la magia del lugar, pues damas prisioneras habían tejido en esos paños, siglos atrás, las figuras de otras damas, como ellas reservadas y tristes, que se marchitaban eternamente entre lebreles y árboles. Nencia era soltera y ya entonces confieso que su proximidad me inquietaba un poco, porque de repente su mirar se inflamaba sobre la autoritaria nariz y, aunque extremaba las fórmulas de respeto, su presencia acechante se añadía a la perturbación que nacía del ámbito. Me hablaba de su niñez, en una aldea de los aledaños de Roma. Su devoción por los Orsini rayaba en la extravagancia. Se le llenaba la boca cuando aludía a uno de los nuestros. Sentía, en seguida lo advertí, una admiración ciega por las viejas familias, por los títulos, por la gloria de los linajes. De tanto en tanto se atrevía a formular una pregunta y yo, adulado por su curiosidad, me apresuraba a responder, desenredando la madeja de los parentescos y de las vidas, como si alzara ante sus ojos ávidos una punta del velo que cubría al orsiniano sanctasanctórum. También departíamos, para burlar al sueño, sobre consejas de duendes y de milagrería. Le conté lo que en Plinio había leído, acerca del hipocentauro que desde Egipto enviaron al emperador, conservado en miel; y ella me refirió lo que sabía del monstruo que exhibieron en Roma, en el Campo di Fiore, cerca del Palacio Orsini, y que tenía cuerpo de niña, cola y cabeza de gato. Cuando la escuchaba, oteaba hacia los rincones, temeroso de espectros.

Esa intimidad estimuló su audacia, y una noche —recuerdo que Nencia se había sentado a los pies de la cama y que yo estaba en mi ubicación habitual, alargado sobre el taburete, con el libro abierto en las rodillas— en mitad de una conversación en la que yo, a media voz, le explicaba la posición de mi abuelo Franciotto dentro de la corte de Clemente VII, exagerando quizás su crédito en la camarilla del pontífice, la mujer avanzó el busto redondo, extendió una mano y me tocó una pierna, como obedeciendo al interés que en ella despertaba el relato. Aquel contacto insólito, envuelto en un soplo de su olor recio, me produjo asco y cierta desazón difícil de clasificar, sensual sin duda, que no era desagradable, de modo que, sonrojado, volví a la lectura de
Orlando Furioso
. Me halagaba, por supuesto, observar la importancia que la solterona concedía a cuanto se relacionaba con los míos (me había dicho, en una oportunidad: «los Orsini están hechos de otra pasta que los Médicis, señor Pier Francesco»), pero me halagaba más comprender que, aunque muy mozuelo y jorobado, yo había sido capaz de provocar —yo mismo, yo solo, yo, por mis propios y miserables méritos— un interés especial en esa mujer hecha y derecha, con una sombra de bozo en el labio y unas carnes firmes sobre las cuales jugueteaba, en el escote, el oro de las velas. Mas al punto, como arrepentida de su temeridad, Nencia se alejó hacia el fondo del cuarto, hacia el refugio verdinegro de los tapices, como si se esfumara en un boscaje, y recobré la calma lentamente, en la contemplación de la inspiradora de mis versos, que se desvanecía, fantasmal, bajo el desorden de las coberturas, tras la geométrica irrealidad cristalina que proyectaba con su tornasol el reflejo de los frascos. Luego, como en pasadas ocasiones, terminé por adormecerme, y no sé si soñé que Nencia me acariciaba o si en verdad me acarició, resbalando sus manos trémulas sobre mis piernas desiguales, como si rozara una reliquia, porque eso éramos los Orsini para ella, unas reliquias mundanas y guerreras, unos relicarios de divina sangre que se veneraban en los palacios más nobles de Europa, ya que en todo gran palacio contábamos con aliados y parientes y los cuarteles de nuestro escudo se entrelazaban con los de las casas principales en Italia y allende sus fronteras; y entonces hasta yo, por participar de la sangre de la Osa, hasta yo, que cuando tropezaba con mi propia efigie en un espejo daba vuelta la cabeza, merecía que se me idolatrara secretamente y que se me tocara y acariciara con supersticioso temor y deleite, como si de mí emanara un fluido sacro, antiguo y triunfal como nuestra raza obedecida. Pero esta vez, en la duermevela —y, lo repito, acaso soñando— creí discernir en la presión reverencial que se me dedicaba un elemento más, voluptuoso, lujurioso, algo que me iba dirigido individualmente y que se desprendía y desplazaba de aquella atmósfera de admiración general hacia sectores míos, algo que nadie podía compartir. Insisto en que quizás se tratara de una alucinación elaborada por mi íntima y dolorosa lascivia en permanente acecho, siempre pronta a inventar propicias imágenes, si bien, cuando retorné como un espectro a mis habitaciones, llevé conmigo, entre repugnante y ufana, la sensación de una conquista que me causaba una nueva inquietud.

Entre tanto, Adriana parecía mejorar despacio, como si su adolescencia fuera triunfando del mal. Muy débil, sujeta aún a intermitentes desvaríos cada vez más espaciados, me reconoció y me agradeció mi solicitud. La mujer se borró entonces, como si no existiera, confundiéndose lo mismo que en los primeros días con los pliegues neblinosos de los tapices, pero yo —tal era la debilidad de Adriana— no arriesgaba a prolongar la charla con la pequeña, de modo que un oscuro silencio solía pesar sobre nosotros. Me entretenía meditando en mi pasado injusto y en mis perspectivas futuras. Nadie me vedaba imaginar, y en mis fantasías el destino de Adriana y el mío se anudaban, porque yo, prodigiosamente, ya no era jorobado, así que retornábamos a Bomarzo juntos, a reinar al lado de mi abuela. Otras quimeras —la de un porvenir heroico, digno de las hazañas de los Orsini; la de ensalzadas victorias literarias; la de la venturosa amistad del negro Abul, compartida con Adriana; la de la privilegiada inmortalidad que me prometía el horóscopo de Sandro Benedetto— flotaban alrededor, aleteantes, reverberantes como el mundo de los
Orlandos
; y la verdad es que si yo volvía noche a noche a acurrucarme a la vera de mi pobre amada, lo hacía no sólo para vigilar su sueño intranquilo, sino para gozar, en su aposento callado, de una vida ficticia y gloriosa, recreada sin cesar. Hacíalo también porque al alivio que allí experimentaba, trenzado con utópicas ilusiones que lograban la consistencia de una realidad feliz, se sumaba la turbadora emoción que me causaba la presencia de la otra mujer, la mujer que hubiera podido ser mi madre pero que me desasosegaba con sensaciones equívocas, y que yo vislumbraba, más allá de los candelabros, como algo denso y escudriñante.

Un día, al alba, nuestra soledad se rompió. Abrióse la puerta del cuarto, y Beppo entró por ella, fija en la cara la sonrisa de siempre. Me dijo que había estado en mi habitación, suponiendo que yo lo había llamado, y que al no encontrarme a horas tan altas, agitado, había salido a buscarme por los salones. La evidencia del pretexto me irritó. Me irritó que me hubiera descubierto allí y seguramente hubiera perdido los estribos y lo hubiera castigado, como en Arezzo cuando me propuso que compartiese su cama y su ramera, de no mediar la proximidad de Nencia y de Adriana. Me limité, pues, a ordenarle que se retirase, dominando apenas mi cólera, y mientras le hablaba velozmente observé con qué velocidad sus ojos andaban por la habitación, apoderándose de cuanto ésta contenía, desde mi figura, cuya giba abrumó más aún mis espaldas, hasta la figura yacente del lecho, que a su vez lo envolvió en la claridad afectuosa de su mirada, y hasta la tercera figura que, asomada en la media luz de su ángulo, lo saludaba con una corta inclinación y respondía a su sonrisa eterna con otra sonrisa cordial.

Aquella intromisión efímera quebró el encanto. Desde entonces se me antojó que la atmósfera había cambiado, como si en ella se hubiera introducido un tósigo impalpable. La noche siguiente, Nencia dejó su aislamiento para preguntarme si Beppo estaba a mi servicio hacía mucho tiempo y para inquirir, con enojosa indiscreción, sobre su familia. Barrunté que tendría noticias de la leyenda de su origen, que lo convertía en mi hermano bastardo, y que el propio Beppo habría difundido sin duda, en la cuadra de los pajes, para aumentar su crédito. Le contesté bruscamente, zanjando la cuestión con una mueca despreciativa, sin darme cuenta de que así confirmaba los rumores, pero comprendí que no había conseguido vencerla y, a medida que la semana fue andando, una sospecha cruel —la de que Beppo, tal vez de mañana, cuando yo asistía con los Médicis a las clases de Messer Valeriano, era muy capaz de visitar a escondidas el aposento de Adriana dalla Roza— creció en mi ánimo, sin que nada firme contribuyera a alimentarla; creció como una intuición, como aviso sutil de peligro. Interrogué a Ignacio y a Abul al respecto, con subterfugios, pues me parecía desdoroso revelarles una duda tan agraviante, pero no supieron aclararme nada. Interrogué también a Nencia, quien no me entendió o simuló no entenderme ya que yo presentaba mi demanda sibilina con tales vueltas y excusas que era muy posible que no se me entendiera. Con Clarice y Catalina era inútil hablar: por miedo del contagio de esa desconocida fiebre, jamás penetraban en la parte del palacio donde Adriana padecía entre la impotencia enfática de los médicos. Lo incuestionable es que el encanto se había quebrado, y que aunque continué acudiendo al lugar de mi desazón —y en dos ocasiones llegué a él antes de mediodía, escapándome con una evasiva de la clase— nada pude averiguar, y, de no haber sido yo tan celoso y desconfiado, quizás hubiera olvidado el incidente y las consecuencias que maliciaba mi aprensión.

Por esa época intensificó mi alarma la pérdida del topacio de mi amiga. Noté que no estaba en su anular una noche, no bien me instalé, y con alterada voz lo indiqué a su acompañante. Era imposible consultar a Adriana, postrada en un semisopor, de suerte que la mujer y yo nos pusimos a rastrearlo por el suelo y las cobijas, alzando el candelabro cuyo resplandor molestaba tanto a Adriana que ella me rogó que lo alejase. Nencia me prometió que a la mañana siguiente investigaría mejor, cuando acomodara a la enferma, y que estaba segura de hallarlo. Pero el anillo, el mágico anillo que constituía para Adriana una defensa semejante a la de una armadura hechizada, no apareció entre las cuatro paredes.

Para que se valore la intensidad de la agitación que me causó el extravío de la sortija, debo insistir en los rasgos supersticiosos de mi espíritu que yo compartía, por otra parte, con los hombres más cultos del siglo. El papa Pablo III Farnese que ciñó la tiara poco después, vivió rodeado de ocultistas y de astrólogos, y al proceder así participaba de la convicción agorera de Boccaccio, quien, dos centurias atrás, creía a pie juntillas en el presagio por los sueños y que Eneas había visitado el Infierno realmente. Las sapientes damas que conversaban en latín, los señores famosos que gobernaban los estados, daban por verdadera la sustancia de los duendes y la posibilidad de escudriñar en lo pasado y en lo porvenir. Obraban como los dictadores contemporáneos nuestros —Hitler es un ejemplo célebre—, los cuales, a semejanza de los remotos monarcas de Egipto, de Caldea, de Grecia y de Roma, que interrogaban al vuelo de las aves, a las entrañas de las víctimas, a la lengua de las sacerdotisas inspiradas por arcanos vapores, no dieron un paso sin consultar los signos en las estrellas, en los naipes o en el dibujo de las manos. La inclinación a lo oculto ejerce sobre los hombres un raro y justificado poder. Thomas de Quincey calculó que por cada superstición del tipo de las que desvelaban a los paganos, nosotros poseemos veinte. Lo calculaba en el siglo XIX; ahora probablemente poseemos más. Recuérdese, respecto a este asunto, la curiosidad que en mi caso desató el horóscopo de Benedetto, augur de un capitán tan serio como Nicolás Orsini, cuya hija, por lo demás, casó con un hermano del pontífice Farnese que cité antes, lo cual anudó de linaje a linaje los lazos de la superstición. Por lo que atañe a tan arduo problema habría mucho por escribir. Se han escrito libros enteros y seguirán escribiéndose. Yo constituyo, de todos modos, la prueba viva de que los planteos aparentemente lógicos que rigen el mundo, para tranquilidad de sus habitantes, son susceptibles de modificarse de súbito, violando las leyes de reputación más sólida. Y no hay que olvidar que yo he visto al Diablo,
vu, de mes yeux vu
. He creído y creo que algunos de los seres que llamamos muertos son capaces de aparecérsenos, en condiciones determinadas. Creo que nos rondan siempre. Creo que nos espían desde los balcones del cielo que menciona Baudelaire y que si lo juzgan oportuno se descuelgan de ellos por escalas de neblina. Y he creído y creo que ciertos objetos, ciertos árboles, ciertos edificios, no son lo que afectan, en su fingida inmovilidad obediente. En aquel entonces, por descontado, moviéndose en un clima más propicio, entre brujas volantes y eruditos que afirmaban, como Paracelso, la efectividad de silfos y ninfas, o que juraban poseer, como Cardano y, algo más tarde, Torcuato Tasso, un demonio familiar, mi fe etrusca en las fuerzas secretas, y en su injerencia en nuestro medio absorto, se robustecía continuamente. A corta distancia de Florencia, hacia Fiésole, en Fontelucente, hechiceras de ojos y dientes postizos extraían el agua mágica. Más al sur, en Norcia, cerca de Spoleto, se alzaba, amenazador, el gran centro nigromántico de los Apeninos, donde se consagraban los libros esotéricos y donde residían, en un pozo, las hermanas de la Sibila de Norcia y la tía del hada Morgana. Aretino lo anota, quizás por burla, quizás también con disfrazado pavor. Se deducirá, sobre la base de tantos antecedentes, la angustia con que comprobé la falta de la sortija de Adriana.

Other books

Slow Dreaming by Anne Barwell
Hollow Space by Belladonna Bordeaux
Craving Redemption by Nicole Jacquelyn
Natural Consequences by Kay, Elliott
Kiss Me Goodnight by Michele Zurlo
Code Of Silence by J.L. Drake
Losing Lila by Sarah Alderson
Brute Strength by Susan Conant
Sex Made Easy by Debby Herbenick