Blanca como la nieve roja como la sangre (16 page)

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Authors: Alessandro D'Avenia

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Blanca como la nieve roja como la sangre
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—No sé por qué hoy no has ido a clase, y por eso te mereces un castigo, que forma parte del juego de asumir responsabilidades. No lo sé ni quiero saberlo. Me fío de ti.

El mundo está cambiando. Es probable que en cualquier momento se ponga a girar hacia el otro lado, que Homer Simpson se vuelva un marido modélico y que el ínter gane la Champions. Mi padre está contando cosas increíbles. Parece una película. Exactamente las palabras que necesito. Me pregunto por qué no lo ha hecho hasta ahora. Y la respuesta llega puntual, sin que yo haya formulado la pregunta.

—Ahora me doy cuenta de que estás dispuesto a arriesgar un año por lo que te importa, y estoy seguro de que no son tonterías.

Permanezco callado, preguntándome cómo por hacer novillos un solo día, tu vida puede pasar del blanco y negro al color. Primero Beatrice, ahora papá. Lo único que consigo decir es:

—¿Qué castigo te pusieron aquella vez?

Mi padre se vuelve hacia mí con una sonrisa irónica.

—Ya hablaremos de eso. Conozco dos o tres trucos que puedo enseñarte para no cometer ciertos errores de principiante.

Sonrío a mi vez. Y esa sonrisa que cruzo con mi padre es la sonrisa de un hombre a otro hombre. Mi padre sale del cuarto y cuando ya casi ha cerrado la puerta por fin me atrevo:

—Papá...

Vuelve a meter la cabeza, estilo caracol.

—Solo quisiera poder salir para ir a ver a Beatrice. Hoy he estado en su casa.

Mi padre permanece serio un instante y me preparo para su «ni hablar». Baja la mirada al suelo y enseguida la levanta.

—Permiso concedido, pero solo para eso. Si no...

Lo interrumpo:

—...Me reducirás al polvo de mi sombra, lo sé, lo sé...

Compongo una sonrisa casi perfecta.

—¿Y mamá?

—Yo hablaré con ella.

La puerta ya se ha cerrado cuando lo dice.

—Gracias, papá.

Lo repito dos veces. Las palabras ruedan por el suelo, mientras, tumbado sobre la cama, miro cómo el techo blanco se transforma en un cielo estrellado. La sangre bombea rápido en las venas y las inflama. Por primera vez tras un castigo no odio a mis padres ni a mí mismo. Y el polvo de mi sombra es polvo de estrellas.

Como no puedo salir de casa hasta que terminen las clases, me esperan más de dos meses de reclusión, exceptuando las visitas a Beatrice, que mamá ha ratificado como cláusula de nuestro armisticio. Estoy contento a pesar del castigo, pues me permiten salir para lo único que considero de verdad importante. Ya me inventaré algo para el torneo de fútbol... Además, gracias al castigo quizá pueda salvar el curso. Sin distracciones e imposibilitado de salir mis actuales ocupaciones son: estudiar (casi siempre con Silvia, que se esmera, yo no); estar frente al ordenador (pero también en este caso con horarios fijados el 21 de marzo, el día de la visita a Beatrice y del consiguiente castigo); leer libros, mejor dicho, leer un libro, el enésimo que me presta Silvia, titulado
Alguien con quien correr,
y tengo que reconocer que al menos el título no está mal, aunque trate de un perro al que hay que sacar a pasear (... es una persecución); tocar la guitarra (Niko viene de vez en cuando a casa y tocamos dos canciones juntos. Entretanto, él ha dejado a Alice, o mejor dicho, Alice lo ha dejado a él por otro); y, por increíble que parezca, mirar las estrellas.

Sí, mirar las estrellas, sencillamente porque papá me ha contagiado su pasión por la astronomía. Conoce todos los nombres de las constelaciones y es capaz de reconocer las estrellas creando con la punta del índice invisibles telarañas de plata que se unen como en una infinita sopa de letras.

A lo mejor algún día me resulta útil con Beatrice. Quiero enseñarle todas las estrellas e inventar para ella una constelación con su nombre. ¿Qué forma tendrá? ¿Qué forma tiene un sueño?

Entro en el cuarto de Beatrice con mi guitarra en bandolera. Me siento como uno de esos músicos ambulantes que van por los vagones del metro, y que al final mendigan un poco de felicidad.

Beatrice sonríe: he mantenido mi promesa; está echada en la cama boca abajo, leyendo, mientras el equipo de música hace resonar en las paredes del cuarto la voz de Elisa, que trata de salir por una rendija de la ventana cerrada.

—¡Así que hoy empezamos! —dice recogiendo en su sonrisa también el verde de sus ojos, como si estuviésemos por comenzar algo que no fuera a terminar nunca.

—Quiero aprender a tocar esta canción —dice señalando con la cabeza el equipo de música.

He esperado mucho tiempo

algo que no existe,

en vez de contemplar

la salida del sol...

—Con un maestro como yo eso está chupado... Eso sí, tendré que venir todos los días...

Beatrice ríe con el corazón en sus ojos reclinando la cabeza y tapándose la boca con la mano, como si quisiera frenar un gesto que excede el que puede permitirse, ella que podría permitirse cualquier cosa.

—Me encantaría, Leo, pero sabes que no estoy en condiciones...

Saco la guitarra de la funda como si fuese The Edge.

Me siento en el borde de la cama, cerca de Beatrice, que se incorpora. Quisiera apresar el aroma de sus movimientos en una grabadora de olores, si existiera algo así. Le pongo la guitarra sobre las piernas y le enseño cómo apretar el mástil, que parece demasiado voluminoso para el cuerpo débil de Beatrice. Mi brazo la ayuda desde atrás a colocarse bien y durante un instante mi boca está tan cerca de su cuello que se pregunta qué espera el cerebro para ordenarle que la bese.

La canción de Elisa ya no se oye.

—Bien, ahora tienes que mantener la cuerda apretada contra el mástil, presionando con el pulgar desde atrás y pellizcar la cuerda con la mano derecha.

Beatrice aprieta los labios en su esfuerzo por lograr que brote un sonido que sigue sordo en el cuarto ahora silencioso, el mismo sonido de su cuerpo sin fuerzas. Su cuerpo, que tendría que llenar el mundo con una armonía jamás oída, con una sinfonía ilimitada, tan solo puede producir una nota desgarbada. Apoyo mi mano sobre la suya y aprieto con un dedo, delicadamente. Las manos se sobreponen como cuando rezaba de niño.

—Así.

Y la cuerda empieza a vibrar.

Con mi cuerpo permito que el de Beatrice se ponga a tocar.

Beatrice me mira y sonríe como si le hubiese mostrado un tesoro oculto desde hace milenios, cuando simplemente le he enseñado a pellizcar una cuerda.

Me da la guitarra, impaciente.

—Enséñame cómo lo haces tú, así aprenderé más rápido.

Cojo la guitarra mientras ella se aparta un poco, doblando las piernas y estrechando las rodillas entre los brazos.

Comienzo a rasguear los acordes de la canción de Elisa. Beatrice los reconoce, cierra los ojos en busca de algo perdido.

—¿Por qué no cantas? —me pregunta.

—Porque no conozco la letra —me apresuro a responder, pero la verdad es que me da vergüenza cantar por miedo a desentonar.

Beatrice, con los ojos cerrados, abre la boca, levemente, y una voz frágil brota de sus cuerdas vocales como un manantial nuevo.

Y milagrosamente

no puedo no esperar.

Y si hay un secreto es hacer

todo como si solo viese el sol...

Mis dedos se vuelven parte de su voz, sobre los que discurre como si se hubiesen convertido en el lecho fluvial de aquel curso de agua vocal. Su voz llena cada rincón del cuarto, también aquellos donde la luz nunca llega, y se desborda por la ventana para recorrer la ciudad dormida, ciega en su tráfago gris y repetitivo, ablandando los ángulos rectos de la vida cotidiana y las mandíbulas contraídas por el dolor y el cansancio.

Un secreto es

hacerlo todo como si,

hacerlo todo como si

solo viese el sol,

solo viese el sol,

solo viese el sol,

y no algo que no existe...

Acompaño las últimas palabras con un arpegio de cierre.

Permanecemos en silencio, en el silencio que ha surgido del final de la canción: un silencio doble, al cuadrado, en el que el eco de las palabras resuena como una canción de cuna que ha dormido las preocupaciones inútiles y despertado lo importante.

Beatrice abre los ojos y sonríe: el verde de sus ojos y el rojo de su pelo y el oro de su sonrisa son los colores con los que pintaron el mundo.

Luego Beatrice llora, con una sonrisa mezclada con las lágrimas.

Con la mirada fija, inmóvil, pendiente en ella, me pregunto por qué el dolor y la alegría lloran al mismo tiempo.

Las tardes que estudio con Silvia, en algunos casos, constituyen el único antídoto contra el veneno de la tristeza. Estudiamos y a veces un verso de Dante o la sentencia de un filósofo nos lleva lejos. Yo le cuento mis visitas a Beatrice. Le repito todo lo que nos decimos y me siento mejor: los encuentros con Beatrice permanecen en mi interior como una piedra que hay que digerir. Pero es imposible digerir las piedras. En cierto modo, las charlas con Silvia son las enzimas que me permiten digerir aquellas losas. Silvia me escucha con atención, no comenta. Sin embargo, una vez me preguntó:

—¿Quieres que recemos por ella?

Yo me fío de Silvia, y si ella piensa que eso es bueno, lo hago. Así que a veces rezamos una oración. No es que yo crea, pero Silvia sí. La oración que rezamos por la curación de Beatrice es la siguiente:

«Dios ("si existes", pero esto lo añado yo en secreto), cura a Beatrice».

No es gran cosa como rezo, pero contiene toda la esencia. Y si Dios es Dios, no necesita demasiadas palabras. Si Dios no existe, esas palabras son inútiles; si en cambio existe, quizá se despierte de su sueño milenario para ocuparse de una buena vez de algo que merece la pena. Esto nunca se lo he dicho a Silvia, para no ofenderla, pero es lo que pienso.

Beatrice. Voy a visitarla todas las semanas. No hay un día fijo, depende de su estado, porque hay tardes en las que está demasiado cansada. No hay mejoría: tras las últimas transfusiones la situación es estacionaria. Ella o su madre me envían un mensaje cuando se encuentra mejor y yo voy pitando a su casa en transporte público (tras el accidente mi scooter falleció y dudo que se reencarne en nada; además, aunque los daños los cubre el seguro, el pacto del 21 de marzo contempla un debate sobre la posible adquisición de un nuevo medio de locomoción, no bien identificado, solo si apruebo el curso).

Siempre llevo algo que pueda distraer a Beatrice. Cuando entro en su cuarto mi objetivo es llevarle un trozo de paraíso (en sentido metafórico, pues no creo en el paraíso), pero el paraíso lo encuentro ahí, porque está Beatrice (entonces tal vez el paraíso exista, pues cosas tan hermosas no pueden desaparecer). Una vez le llevé un CD y puse mi canción preferida.

—¿Me sacas a bailar?

Me lo pide con un hilo de voz. No me lo puedo creer. Sostengo el cuerpo fragilísimo de Beatrice a la luz de su cuarto y la hago flotar lentamente como una pompa, que en cualquier momento puede perderse en el aire. El pelo le ha crecido, tanto que ya huelo su aroma. Estrecho su mano y su cintura: un vaso de cristal que puede hacerse trizas con facilidad, incluso por culpa del líquido rojo que yo quiero derramar dentro.

Mi deseo de llevármela a la cama, que era lo que antes me concitaba, queda lejos: pero no me he vuelto marica. Su cuerpo tras la ropa ligera que lleva parece ser parte de mí, como si nuestra piel no supiese qué huesos ni qué músculos cubrir. Su rostro apoyado en mi cuello es la pieza que falta en el rompecabezas inconexo de mi vida, la llave de todo, el centro de la circunferencia. Sus piernas siguen mis pasos, que inventan la coreografía para el primer baile de un hombre y una mujer. Es como si el corazón me latiera por doquier, desde el dedo gordo del pie hasta la punta del pelo, y la fuerza que encuentro en mi interior bastaría para crear el mundo entero en esta habitación.

En cambio, Beatrice solo consigue dar unos pasos, luego se abandona entre mis brazos. Ligerísima, como un copo blanco de nieve. La ayudo a acostarse de nuevo. Apago el equipo de música. Me mira con gratitud durante un instante antes de cerrar los ojos en la postración del sueño y en una sola mirada que se apaga comprendo que tengo todo lo que ella está perdiendo: el pelo, el instituto, el baile, la amistad, la familia, el amor, las esperanzas, el futuro, la vida... pero yo no sé qué estoy haciendo con todas estas cosas.

No consigo estudiar, y mañana tengo que presentar los deberes de mates. Vuelvo a ver la mirada de Beatrice que se apaga derrotada.

La veo detrás de las rayas,

entre las rayas,

en el blanco de las rayas.

Es como si mis sentidos se hubiesen encogido y hubiesen desarrollado otra forma de percepción: todo lo que Beatrice está perdiendo he de vivirlo no solo por mí, sino también por ella. Tengo que vivirlo dos veces. A Beatrice le gustan las mates. Y ahora quiero estudiar y además bien, porque a Beatrice le molesta abandonar hasta esta misteriosa asquerosidad...

En la casa de Beatrice me transformo en personajes siempre nuevos: primero en maestro de guitarra, ahora en profesor de geografía. Quién me lo iba a decir a mí, que jamás he estudiado geografía y me limitaba a pegar sobre los nombres de los países qué industria metalúrgica o siderúrgica tenían, cuya diferencia además nunca he entendido, por no hablar de los cultivos de remolacha de azúcar, que imagino llenos de plantas con sobrecillos de azúcar del bar colgados.

Voy a ver a Beatrice y cada vez la llevo a una ciudad. Ella sueña con viajar y cuando se cure quiere recorrer el mundo, aprender idiomas, descubrir sus secretos. Ya sabe inglés y francés, quiere aprender portugués, español y ruso. Por qué querrá aprender ruso, con esas letras incomprensibles... ¿Es que no tiene suficiente con el griego?

Dice que saber idiomas sirve para ver mejor el mundo. Cada idioma tiene un punto de vista distinto. Los esquimales, por ejemplo, tienen quince palabras para decir «nieve», en función de la temperatura, el color, la consistencia, mientras que para mí la nieve es eso y nada más, luego añades un adjetivo para saber si puedes ir con el snowboard. Los esquimales ven quince tipos diferentes de blanco en el blanco que veo yo, la cosa me aterroriza...

Reúno material estudiando los usos y las costumbres de una ciudad o de un país, saco de internet las imágenes de los lugares más hermosos que hay que visitar, de los monumentos que no hay que perderse, mejor si están relacionados con historias interesantes. Preparo un PowerPoint y después lo miramos en el ordenador mientras yo finjo que llevo a Beatrice por aquellas calles, como si fuese un guía turístico experto.

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