Blanca como la nieve roja como la sangre (14 page)

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Authors: Alessandro D'Avenia

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Blanca como la nieve roja como la sangre
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—Se llama Alice, está en cuarto de secundaria, sección H.

Me concentro para visualizar a las chicas de cuarto, pero no caigo en ninguna Alice.

—No la conoces. Sus padres son amigos de los míos y yo no lo sabía. La vi en casa una noche que los habían invitado a cenar.

Tengo curiosidad por saber cómo es.

—Está buenísima. Alta, pelo negro y largo, ojos negros. Hace atletismo, carreras de velocidad. Tendrías que verla. Cuando paseo con ella, todo el mundo vuelve la cabeza para mirarla.

Permanezco callado. No consigo alegrarme con la noticia. Niko está demasiado abstraído pensando en sus paseos en compañía de aquel bombón y demasiado ocupado con sus patatas fritas como para darse cuenta de que finjo interés y alegría. Caigo catapultado en la habitación de hospital donde la chica más hermosa del mundo está acurrucada como una niña herida, cuya belleza ha sido absorbida entera por el veneno de una serpiente, y esa belleza no solo no va a ser mía, sino que va a desaparecer.

—Me alegro por ti.

Niko quiere presentármela cuanto antes. Yo le respondo mecánicamente que sí, aunque lo cierto es que a la tal Alice espero no verla nunca.

—¿Has visto el nuevo Fifa? Está de miedo, tenemos que bajarlo.

Asiento con una sonrisa forzada, mientras veo a Niko absorbido por la edad de piedra y en el país de las maravillas de Alice.

—Sí, tenemos...

Es lo único que consigo decir. Y el único «miedo» en el que pienso es en el miedo espantoso de perder a Beatrice. Nunca me he sentido tan solo después de un triunfo con mi equipo de Piratas.

—... es una cuestión de vida o muerte...

—Anda, Leo, no exageres, en el fondo solo es un videojuego. Tengo que irme, Alice me está esperando. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Introduzco la llave como un ladrón.

La puerta se abre lentamente. Nadie a la vista. La música del equipo está sonando a rienda suelta. Reconozco la voz de Vasco Rossi, que repite: «Quiero una vida temeraria, quiero una vida como la de las películas», y me parece una broma de mal gusto. Cierro la puerta. Mamá no me ha oído, pero en ese instante
Terminator

 es el que empieza a ladrar como un loco por la presión de su vejiga, que entra en fibrilación cada vez que me ve abrir y cerrar una puerta. Mamá aparece atraída por el estrépito y yo estoy ahí, con el chándal y la mochila, y
Terminator

 gira a mi alrededor dando saltos torpes y sin parar de ladrar.

—¿Qué haces ahí? ¿No estabas en tu cuarto?

Leo, respira hondo: aquí te lo juegas todo.

—Sí, pero me he tomado un descanso, he sacado a mear a
Terminator

. ..

La única excusa que puede salvarme...

Mamá me mira como un policía en un interrogatorio de una película americana.

—¿Y cómo es que apestas así?

—He aprovechado para correr un poco. Ya no aguanto estar todo el rato sin hacer otra cosa que estudiar... perdóname, mamá, tendría que haberte avisado antes, pero
Terminator

 estaba como loco... ya sabes cómo es.

Mamá relaja el rostro. Y yo me voy disparado a mi cuarto, donde Vasco está gritando: «Todo me importa un pito, síííí», antes de que mi cara delate la mentira que he contado y de que
Terminator

 demuestre, con hechos, que nadie ha sacado a pasear a su incontinente vejiga...

Lunes. Son las ocho menos cinco. Me espera una jornada de cinco horas, con los deberes de inglés a medias. Una especie de gigantesco cheeseburger no con hamburguesa, sino con una loncha de mármol. Veo a lo lejos a Niko con Alice, que efectivamente no pasa del todo inadvertida. No me han visto. No quiero cruzarme con ellos; son demasiado felices.

Me escabullo y me escondo detrás de un grupo de segundo que repasa en la
Gazzetta dello Sport
la clasificación de los futbolistas para calcular los resultados del Deportivo Fanta. Últimamente sigo menos el fútbol. Estoy tan absorbido por el mogollón de cosas que me están pasando, que no me queda tiempo para mirar la cantidad de retransmisiones habidas y por haber y los partidos de todos los campeonatos jamás inventados sobre la faz de un rectángulo de hierba verde.

Sea como sea, la imagen de Niko y Alice tan felices es demasiado fuerte para mí esta mañana y cinco horas de tortura agravarían la situación. Vuelvo al exterior y entro en una calle lateral poco concurrida, me expongo a pocos encuentros cercanos de todo tipo, del primero al tercero y así sucesivamente. Por qué será que cuando decides no entrar en el instituto inevitablemente te encuentras con personas a las que no ves desde hace siglos, en especial a las amigas de mamá, con las cuales, mira por dónde, mamá va a merendar esa tarde.

«Cómo ha crecido tu hijo, ya es todo un buen mozo... esta mañana, a eso de las doce, me he encontrado con él en el parque...»

Aparte de que para las amigas de las madres todos se vuelven «buenos mozos», mamá de todos modos sigue el juego, minimiza, finge enorgullecerse de aquel golfo que a las doce tendría que estar con el trasero pegado a una silla verde en el instituto y desde luego no repantingado en el banco rojo de un parque...

Basta de pajas mentales: la suerte está echada y dad al César lo que es del César, como dice César, al menos eso creo. Oigo a lo lejos la campana, que suena como las campanas de un funeral. Y yo no quiero morir. Cada paso que me aleja del instituto abre un abismo de miedo y transgresión que obliga al asfalto a tragarme. Pero ¿por qué es tan difícil ir al instituto? ¿Por qué tenemos que hacer cosas cuando estamos enfrascados en resolver otras que son vitales? ¿Y por qué la profe de inglés está viniendo precisamente por esta calle que es la menos transitada de todo el barrio del instituto?

Me agacho justo a tiempo hasta mis zapatillas, que finjo atar detrás de un deportivo, el cual me ofrece un amparo suficiente; con el rabillo del ojo veo a la profe apretar el paso, porque también ella llega con retraso y está tan concentrada buscando algo en su bolso que no se fija en mí y me adelanta. ¡Se ha marchado! Respiro aliviado, y un segundo después caigo en la cuenta de que el fingido acto de atarme las zapatillas lo he ejecutado sobre la plasta matinal y humeante de un
Terminator

 cualquiera...

¡Día de suerte!

Cuando haces novillos te sientes un ladrón. ¿Y dónde se refugian los ladrones tras un golpe? En su guarida. Mi guarida es el banco rojo perdido en el parque junto al río —el de mi primera noche de vagabundo—, bajo un inmenso árbol con ramas bajas y retorcidas, que parece un paraguas con un millón de varillas.

En ese banco, protegido por aquel paraguas, he conquistado a millones de chicas estupendas, resuelto los problemas más espinosos de la humanidad, me he convertido en un superhéroe enmascarado y he devorado bolsas tamaño familiar de patatas fritas a la barbacoa, mis preferidas. El tiempo allí abajo pasa rapidísimo, mucho más que el agua serena del río. En aquel banco está oculto el secreto del tiempo y todos los sueños pueden hacerse realidad.

Así que hoy es el día oportuno para esmerarse (de vez en cuando me esmero, pero como digo yo...) en mi banco de madera, bajo la protección del árbol-paraguas. Pongo la mochila en un rincón y me tumbo con las piernas dobladas. El cielo es azul solo por momentos, lo surcan unas nubes blanquísimas. No son nubes de lluvia, sino nubes que llegan del mar. Eso vuelve el azul aún más intenso. Mi mirada atraviesa las ramas del paraguas y mezclada con el color de las hojas Ovales alcanza el cielo, y en ese cielo veo grabada la imagen de mi felicidad: Beatrice. Nadie presta atención al cielo, hasta que se enamora. Las nubes se vuelven rojas, que son sus cabellos ondeando á lo largo de miles de kilómetros, y así cubren el mundo con un suave manto, blando y fresco.

Tengo que salvar a Beatrice, aunque sea lo último que haga, y me encuentro en el sitio adecuado. Solo en este banco podrán cumplirse los sueños y me duermo en el silencio del parque, como el último vagabundo feliz después de una borrachera de vino tinto. Si tuviésemos tiempo y el banco adecuado, la felicidad estaría garantizada. Lamentablemente, sin embargo, alguien ha inventado la enseñanza obligatoria.

La vibración de algo contra mi pierna me saca del sopor; doy un respingo pensando que es un asqueroso saltamontes caído de una rama. Pero en realidad no es más que mi móvil. Mensaje: «La profe de inglés ha dicho que esta mañana te ha visto pero no estás en clase. Creo que estás jodido. Giak». Y el cabrón disfruta. ¡Estoy realmente jodido! ¿Por qué te pondrán tantas trabas para ser feliz y justo cuando estás intentando dar una respuesta definitiva a ese problema tiene que aparecer alguien que te lo impide? ¿Por qué Silvia no me ha enviado un mensaje? De todos modos, la cosa ya no tiene remedio.

Escribo un SMS a nadie, solo para aclararme las ideas. Escribo millones de SMS que no envío, me ayudan a reflexionar. «Estoy en mi sueño.» Una vez más, el T9 me sorprende. La palabra que aparece en la pantalla antes de la inserción de la «o» de
sogno
[sueño] es
rogo
[hoguera]. «Estoy en mi hoguera.»

En cualquier momento, mi banco podría convertirse en una hoguera, acorralado por todas las personas asqueadas por mi herejía sobre la vida, como se hacía en la Edad Media. Me atarían a la madera de aquel banco y me prenderían fuego bajo este cielo maravilloso, acusándome de ser un cobarde, un miedoso, un huidor, un holgazán, un zángano. Y mi sueño se hará humo. Pero justo por eso tengo que protegerlo. Tengo que protegerlo de la hoguera de mis padres y de los profes, de los envidiosos, de los enemigos. La madera de ese banco hoy vale mucho más que la madera de mi pupitre pintarrajeado.

No he faltado a clases por ser un zángano, sino porque antes he de resolver un problema más importante: el de la felicidad. Ya lo ha dicho el Soñador: «El amor no existe para hacernos felices, sino para demostrarnos cuan fuerte es nuestra capacidad de soportar el dolor».

Claro, eso diré a mis padres, cuando me pongan en la hoguera del castigo merecido. Solo quería amar. Nada más. Quiero curarme de todas las drogas: la pereza, la Playstation, YouTube, los Simpson... ¿Podéis entenderlo?

Saco mi navajita y comienzo a grabar algo en el tronco del árbol de al lado. Mientras lo hago pienso mecánicamente en mi próximo movimiento, el movimiento para dar jaque mate al destino, el movimiento para ser feliz. Miro el cielo de vez en cuando y mis dedos se demoran en los pliegues seculares de aquel árbol, que es fuerte, que es firme, que es feliz en el corazón de ese parque. Es un árbol y hace de árbol: hunde sus raíces en las aguas del río de al lado y crece. Sigue su naturaleza. Ese es el secreto de la felicidad: ser solo uno mismo. Hacer aquello para lo que valemos. Me gustaría poseer la fuerza de aquel árbol, áspero y duro por fuera, vivo y tierno por dentro, donde circula la savia. No me atrevo a ir a ver a Beatrice. Tengo miedo. Tengo vergüenza. Me tengo a mí mismo, pero eso no basta, nunca basta. Sigo grabando la corteza, sin pensar...

—¿Qué estás haciendo?

Sin siquiera mirar la cara del guardia, respondo:

—Un trabajo de ciencias...

—¡Pero si tú nunca has estudiado ciencias!

No es la voz de un guardia. Me doy la vuelta.

—¡Silvia!

Me mira con unos ojos que no le conozco. Silvia es una estudiante ejemplar, cumplidora, jamás ha faltado a clase salvo por una enfermedad grave, como el escorbuto o la lepra, pero no por una simple subida del termómetro calentado con la lámpara de la mesilla de noche, como hago yo. Silvia está allí, delante de mí. Silvia está haciendo novillos conmigo y por mi causa. Silvia iría a buscarme al infierno con tal de hacerme feliz. Silvia es un ángel azul. Lo sabía. O a lo mejor es un ángel con el semblante de Silvia que me castigará con su espada de fuego por haber hecho novillos.

—Oye, tú y yo teníamos un pacto. Tenemos que ir juntos a ver a Beatrice. Cuando esta mañana te he visto huir, supe que vendrías aquí.

Le hago sitio en el banco donde se cumplirán los sueños.

—¿Tú también? Hoy me ha visto todo el mundo. Oye, ¿por casualidad me han cogido en
Gran Hermano
y no me he enterado?

Silvia sonríe. Luego mira la corteza del árbol: el tronco lo ha herido mi navajita con una fórmula matemática: F=B+L. Se pone seria, contrae el rostro un instante, una mueca de dolor. Pero desaparece enseguida y dice:

—Entonces, ¿nos vamos a resolver la ecuación de la felicidad?

Silvia es la savia de mi valor, oculta pero viva, me da fuerzas para afrontar mis limitaciones. Le cojo la mano.

—Vamos. Hoy no habrá ninguna hoguera. Solo sueños.

Silvia me mira, poniendo cara de punto de interrogación.

—Nada, nada. Prodigios del T9...

Debajo de la casa de Beatrice me acomete el síndrome de los saltamontes: como en los
Blues Brothers,
cualquier excusa es buena para huir. Pero Silvia es inflexible. Me agarra con fuerza la mano y subimos. Nos abren y nos encontramos en el salón, sentados enfrente de la señora pelirroja que vi por primera vez en el hospital y luego en la foto: la mamá de Beatrice. Conoce a Silvia, pero no a mí. Por suerte. Nos dice que Beatrice está durmiendo. Está muy cansada. Últimamente sus fuerzas han mermado.

Yo le cuento lo de la donación de sangre, lo del accidente y todo lo demás. La señora habla con voz sosegada; tiene la cara cansada y envejecida desde la última vez, como si su juventud se hubiera quedado en aquella foto. Nos pregunta si queremos tomar algo. Yo, como siempre en estos casos, no sé qué hacer y digo que sí. Hablando con ella tengo la impresión de ver a Beatrice de adulta. Beatrice será aún más guapa que su madre, que es una mujer estupenda.

Mientras va por unos refrescos trato de memorizar todos los objetos de la casa. Todas las cosas que Beatrice toca a diario. Un florero en forma de vaso, una hilera de elefantitos de piedra, un cuadro de una marina centelleante, una mesa de cristal sobre la que hay un cuenco lleno de piedras ovales de colores iridiscentes. Cojo una: tiene todos los matices del azul, del alba a la noche profunda. La guardo en un bolsillo, seguro de que Beatrice la ha tocado. Silvia me fulmina con la mirada azul de sus ojos. La madre regresa.

—Pero ¿cómo es que no habéis ido al instituto?

Silvia calla. Me toca a mí.

—La felicidad.

La señora me mira confundida.

—Beatrice es el paraíso para Dante. Por eso hemos venido a verla.

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