Blanca como la nieve roja como la sangre (13 page)

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Authors: Alessandro D'Avenia

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Blanca como la nieve roja como la sangre
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Tardo un rato en romper el silencio que sigue a aquella pregunta.

—¿Cómo consiguió su amigo superar aquel momento, profe?

El Soñador pega una patada a una lata abandonada en la acera, con rabia.

—Conviviendo con él. Con el recuerdo de lo que le había pasado, pero a la vez fijándose el propósito de no dejar pasar ninguna ocasión de restablecer cualquier relación que se hubiera deteriorado por motivos más o menos importantes. Siempre puede hacerse algo.

Ya estoy mejor. Yo, que ante un error quisiera que la vida tuviera la tecla
rewind.
Pero resulta que la vida no tiene esa tecla. La vida siempre avanza, y suena, lo quieras o no, únicamente puedes subir o bajar el volumen. Y tienes que bailar. Lo mejor que puedas. De todos modos, por lo que sea, ahora tengo menos miedo. El Soñador interrumpe mis reflexiones.

—Todos tenemos algo de que avergonzarnos. Todos hemos huido, Leo. Pero eso nos hace hombres. Solo cuando tenemos tatuado en la cara algo que nos avergüenza, nuestra cara empieza a ser real...

—¿Usted llora, profe?

El Soñador guarda silencio.

—Siempre que pelo una cebolla.

Rompo a reír, pese a que su chiste es pésimo. Sorbo con la nariz y consigo contener las lágrimas que me quedaban por llorar.

—Es normal tener miedo. Como también es normal llorar. Eso no es ser cobarde. Ser cobarde es hacerse el tonto, volver la cara hacia otro lado. Eludir las cosas. Seguro que has huido. Seguro que te has cabreado —¡ha dicho cabreado!— con todos y contigo mismo. Pero eso es normal. Solo que cabreándote —y van dos...— no arreglas nada. Puedes cabrearte —¡y tres!— todo lo que quieras, pero eso no curará a Beatrice. Una vez leí en un libro que el amor no existe para hacernos felices, sino para demostrarnos cuan fuerte es nuestra capacidad de soportar el dolor.

Pausa de silencio.

—¡Pero yo he huido! ¡Yo, que tendría que ser capaz de morir por ella con tal de que se cure!

El Soñador me mira.

—Te equivocas, Leo; la madurez no se ve en el deseo de morir por una causa noble, sino en el deseo de vivir humildemente por ella. Hazla feliz.

Vuelvo a permanecer callado. Alguien de mi interior está saliendo de la caverna. Alguien que estaba ahí escondido, herido y necesitado de ayuda, finalmente, quizá, se está decidiendo a enfrentarse a los dinosaurios. En este instante estoy pasando de la edad de piedra a la del metal. No era un gran paso, pero al menos siento que tengo un arma afilada contra los dinosaurios de la vida. La sensación es más intensa que la coraza de hierro y fuego que creía haberme hecho con mi rabia. Era una fuerza distinta, este nuevo alguien se pega a mi piel y la vuelve transparente, fuerte y elástica.

—Se ha hecho tarde —dice el Soñador mientras doy un salto evolutivo como mínimo de dos mil años.

Me mira directamente a los ojos.

—Gracias por la compañía, Leo. Y sobre todo gracias por lo que me has regalado esta noche.

No entiendo.

—Regalar nuestro dolor a los demás es el acto de confianza más hermoso que puede hacerse. Gracias por la clase de hoy, Leo. Hoy el profe has sido tú.

Me deja ahí como un papanatas atontado. Ya me da la espalda. Es estrecho de hombros, pero son fuertes. Tiene los hombros de un padre. Quisiera seguirlo y preguntarle quién es ese amigo suyo, pero enseguida comprendo que hay cosas que es mejor que permanezcan en la incertidumbre... Tengo los ojos rojos de llanto, estoy sin fuerzas, vacío, y sin embargo soy el adolescente más feliz de la tierra, porque tengo una esperanza. Puedo hacer algo para recuperarlo todo: Beatrice, Silvia, amigos, instituto... A veces basta la palabra de alguien que cree en ti para devolverte al mundo. Canto en voz alta, no sé bien qué. La gente con la que me cruzo me toma por loco, pero me da igual y canto aún más alto cuando alguien pasa a mi lado, para obligarlo a disfrutar conmigo.

Cuando entro en casa cantando y con la cara descompuesta por el llanto, mi madre lanza una ojeada inquieta a mi padre, que menea la cabeza y suspira. ¿Por qué será que los padres piensan que estamos bien solo cuando parecemos normales?

Primero: Silvia. Esta vez voy a verla personalmente, sin SMS de mierda, voy personalmente, con mi cara en la que figura escrito, o mejor dicho tatuado «Soy un pobrecito, perdóname».

Hago una cosa que no he hecho nunca: le compro un ramo de flores. Paso vergüenza durante todo el rato que estoy bajo la marquesina del quiosco eligiendo las flores, sobre las que no tengo ni idea. Al final me inclino por las rosas. En número impar, eso es lo único que he aprendido en una revista de mi madre. Compro tres rosas blancas (es la única excepción al miedo que le tengo al blanco) y voy a la entrada de la casa de Silvia. Telefonillo. Su madre, que probablemente no sabe nada, me abre. La cosa empieza bien. Subo.

Entro en el cuarto de Silvia; ella está escuchando música con los cascos puestos y no me ha oído pasar. Levanta la vista y se topa con tres ojos blancos que la están mirando y le piden perdón. Se queda estupefacta. Se quita los cascos y me mira con dureza, luego huele las rosas. Cuando levanta de nuevo la vista, sus ojos azules sonríen. Me abraza y me da un beso en la mejilla. No es un beso cualquiera, sino uno de esos que lleva en los labios ese algo más que no tienen los de un simple saludo. Es un calor añadido que se siente, se queda pegado en la mejilla. Lo he notado por la forma con que se ha demorado un instante antes de apartar los labios. No ha dicho una sola palabra. Yo solo digo «Perdona». Y lo digo con mi voz, sin riesgo de que el T9 lo transforme en «miedo», pese a que un poco de miedo sí que tengo. Pero Silvia me quiere y cuando alguien te quiere, «perdona» nunca es «miedo».

Estoy contento, tan contento que las rosas blancas me parecen casi teñidas de rojo, como las de
Alicia en el país de las maravillas. «De
rojo te teñiré, de rojo te teñiré...», canto para mis adentros, como un niño feliz que se zambulle en una piscina de nocilla.

Estoy sin escayola desde hace ya días, pero al parecer el cerebro se me ha quedado escayolado... no se mueve. Por eso estudio con Silvia. Solo ella puede ayudarme a recuperar los días de estudio perdidos y no quisiera estropearme el verano preparando exámenes de septiembre. Con Silvia me siento fuerte. Me siento feliz. Pero cuando pienso en Beatrice me sigo perdiendo. Tras la enésima vez en que Silvia tiene que hacerme bajar a la tierra desde uno de mis viajes a la luna, se pone de pie y saca algo de un cuaderno que tiene en su cuarto, uno de esos diarios en los que las chicas escriben sus pensamientos.

En esto las chicas son mejores que nosotros, al menos Silvia es seguramente mejor que yo, porque las chicas escriben en sus diarios las cosas importantes. Cada vez que descubren algo importante lo anotan, así pueden releerlo y recordarlo en cualquier momento.

Yo tengo mogollón de cosas importantes que me gustaría recordar, pero luego nunca las escribo, porque soy un vago. Por eso las olvido y cometo siempre los mismos errores, lo sé, pero no quiero sentarme, pasar un rato con el culo pegado a una silla. Eso es lo que quiere decir tener talento, pero no esmerarse. Tener un culo y no sentarse nunca, que para eso está el culo... Si hubiese escrito todo lo que he descubierto, a saber cuántas cosas no necesitaría aprender cada dos por tres. Creo que más que un diario me saldría una novela. Creo que podría gustarme ser escritor, pero no sé bien cómo se empieza y además me desanimo enseguida porque cuando trato de imaginarme un argumento nunca se me ocurre nada.

Total, que Silvia tenía uno de esos diarios que te sirven para recordar las cosas. Y en una página de ese diario hay una cuartilla.

—Mira, aquí está el borrador de la carta que escribimos para Beatrice.

En ese instante mi alma se recompone. Como por una especie de milagro, todos los trozos de papel que el río se había tragado con mi rabia y cobardía están ahí, delante de mí, rehechos por un milagro de Silvia, que ha guardado aquellas palabras.

—¿Por qué la has guardado?

Silvia no responde enseguida, juguetea con el borde de la cuartilla, como si la acariciara. Luego sin mirarme susurra que esas palabras le gustaban, le gustaba releerlas y que desearía que algún día su chico le dedicara palabras tan bonitas. Silvia me escruta los ojos, y yo por primera vez la miro dentro de los ojos.

Hay dos modos de mirar el rostro de una persona. Uno es mirar los ojos como parte del rostro. Otro es mirar los ojos y nada más, como si fueran el rostro. Es una de esas cosas que dan miedo cuando las haces. Porque los ojos son la vida en miniatura. Blancos alrededor, como la nada en que flota la vida, el iris de colores, como la variedad imprevisible que lo caracteriza, hasta zambullirse en el negro de la pupila que todo lo devora, como un pozo oscuro sin color ni fondo. Y ahí es donde me he zambullido mirando a Silvia de aquel modo, entrando en el océano profundo de su vida y dejándola a ella entrar en la mía: los ojos. Sin embargo, no he sostenido su mirada. Silvia, en cambio, sí.

—Si quieres, la reescribimos y se la llevas a Beatrice. Si quieres, vamos juntos.

Silvia ha leído mis pensamientos.

—Solo así podría hacerlo —le digo con una sonrisa tan amplia que las comisuras de la boca tocan los ojos.

Luego nos hemos puesto a estudiar, y cuando Silvia te explica las cosas todo se vuelve más fácil: la vida se vuelve más comprensible.

El Soñador me examina. He preparado el examen con Silvia. Todos se esperan un duelo a muerte después de las estocadas del otro día, pero nadie, salvo Silvia, sabe que entremedias ha habido un helado y un millón de metros cúbicos de lágrimas. Todo irá bien. El Soñador y yo ya somos amigos. Pero resulta que me hace preguntas dificilísimas; le clavo los ojos y le digo:

—Pero eso no viene en el libro.

Él, sin alterarse, responde:

—¿Y cuál es el problema?

Yo guardo silencio y no contesto. El me mira serio y luego me dice que me creía más inteligente, pero resulta que soy el típico estudiante que repite las cosas de memoria y se pierde con la primera pregunta un poco diferente.

—Las respuestas importantes están escritas entre líneas de los libros y has de ser capaz de leerlas.

¿Quién coño eres tú, Soñador, para arruinarme así la vida y para creer que lo sabes todo y que me importa algo lo que pienses? Tú y nadie más que tú ve así las cosas. Deja ya de tocarme los cojones con tus trolas espaciales y examíname igual que a todos los demás. Cuando estoy a punto de mandarlo a hacer puñetas y de largarme, dice:

—¿Huyes?

Entonces me acuerdo de Beatrice y de mi huida del hospital. Dentro de mí ocurre algo, sale de la caverna el hombre en el que me había convertido hacía unas noches. Y entonces le respondo. No con los tacos de los niños mimados. Le respondo como hace un hombre. Saco un nueve, por primera vez en mi vida. Y aquella nota no es por la historia. Aquella nota es por mi historia, por mi vida.

Beatrice ha regresado a casa. El intento de trasplante de médula no ha salido bien. El tumor no se cura y su sangre, roja, se sigue transformando: blanca dentro de sus venas. Una de las serpientes más venenosas del mundo puede matar con su veneno haciendo padecer atroces sufrimientos a su víctima. Es un veneno que disuelve los tejidos de las venas. Se empieza a perder sangre por la nariz y los oídos, y todas las venas se van deshaciendo, hasta que la víctima muere.

Eso es lo que le está pasando a Beatrice. Beatrice, la criatura más maravillosa que hay sobre la faz de la tierra. Beatrice, que solo tiene diecisiete años y el pelo rojo más bonito que recuerde la historia. Beatrice, las dos ventanas verdes más hermosas de la galaxia. Beatrice, una criatura que existe por su belleza, a fin de llevarla por el mundo para que lo mejore con su sola presencia.

Beatrice está envenenada por esa maldita serpiente blanca que se la quiere llevar. ¿Por qué tanta belleza desperdiciada? Para hacernos sufrir más. Beatrice, te lo ruego, quédate. Dios, te lo ruego, déjame a Beatrice. Si no, el mundo se volverá blanco.

Y yo me quedaré sin sueños.

Hoy vuelvo a ver a Niko. Me he acordado del pique de las hamburguesas al que jugamos una vez: quién come más hamburguesas de Mac. Niko ganó trece a doce. Después, los dos estuvimos vomitando tres horas seguidas. Nunca me he encontrado tan mal en toda mi vida. Cada vez que lo recordamos nos dan arcadas de tanto reír. Por eso ahora en Mac siempre comemos palitos de pollo.

Niko.

Me he acordado porque Niko me ha lanzado el pique de los goles: gana el que marca más tantos en el partido que jugamos hoy contra los de segundo C, el equipo se llama Vitamina C, y lo cierto es que la necesita... Si ganamos este partido recuperaremos el primer puesto y podremos navegar tranquilamente hacia la final del torneo. Solo hay un pequeño, insignificante problema: yo no debería jugar todavía al fútbol...

En estos casos solo cabe una solución. Volverse el hombre invisible. Radio encendida, puerta cerrada, paso sigiloso y huida silenciosa hacia el terreno de juego. Como mis padres me pillen, estoy perdido. Esta vez ellos me romperían el brazo y también una pierna... pero al menos jugaré el partido y si marco unos cuantos goles podré seguir compitiendo por el Pichichi.

Pues ya estoy aquí, con mis flamantes botas de fútbol sala, que acarician la hierba de tercera generación como si fuese la mejilla de una chica. De nuevo en el campo, con Niko. No sabe todo lo que me ha pasado en estas semanas, no le cuento todo, como a Silvia. No hace falta. O quizáme avergüence. Pero en el campo siempre sontos los mejores. De pequeñosambos queríamos ser como los gemelos Derrick, los de la catapulta infernal de «Oliver y Benjuí», pero ninguno de los dos tenía un gemelo. Así, cuando nos conocimos en el instituto, comprendimos que el uno era para el otro el gemelo que estaba esperando. Nunca aprendimos a hacer la catapulta infernal, pero una vez lo intentamos: yo salí con un moretón apocalíptico y Niko se estampó contra el travesaño...

Eso sí, en el área chica triangulamos como ni el mismísimo Pitágoras pudo imaginar con su teorema. Ganamos por goleada. Marco cinco goles. Estamos empatados con el equipo del Vándalo y él me saca un gol de ventaja en la clasificación de goleadores. No podía salir mejor. Me cambio deprisa para volver a casa sin que me vean. Niko me para.

—Ya tengo una tía.

Me lo dice de sopetón mientras se quita la camiseta de los Piratas y la noticia se mezcla con la peste de su sudor.

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