Blanca como la nieve roja como la sangre (12 page)

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Authors: Alessandro D'Avenia

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Blanca como la nieve roja como la sangre
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Y la imagen de la niña sin pelo, la pálida sombra de Beatrice, me da ganas de blasfemar. Blasfemo varias veces, reiteradamente, con fuerza. Y ahora me siento mejor. Y comprendo que Dios existe, si no, no me sentiría mejor. No te sientes mejor si te cabreas con Papá Noel. Si te cabreas con Dios sí.

Sofocado el incendio, me quedo sin fuerzas. Vaciado. A mi alrededor, polvo, cenizas, negrura. Me pierdo en internet: la solución a todos los problemas. Hay versiones, temas, películas, canciones, calendarios de tías buenas. Escribo entonces dos palabras en Google: muerte y Dios. Juntas. No separadas. Juntas. Sale la página de un filósofo que se llama Nietzsche, que dijo que Dios ha muerto. Eso ya lo sabíamos: en la cruz. La segunda página dice lo contrario: Dios resucitó, venciendo la muerte y liberando a los hombres de la muerte. Esto tampoco conduce a nada, porque es una trola.

Beatrice se está muriendo y no puede hacerse nada. Esta vez internet se ha equivocado en todo. Me importa un pito que Beatrice resucite. La quiero aquí y ahora y quiero vivir con ella todos los días de mi vida y acariciar su pelo rojo y su cara, mirar sus ojos y reír con ella y hacerla reír y hablar, hablar, hablar sin decir nada pero diciéndolo todo. La muerte es un problema que ya no me incumbe. Ahora tengo que ocuparme solo de la vida y como es breve y frágil tengo que volverla larga y fuerte, llena e indestructible. Dura como el hierro.

Mensaje de Silvia. «¿Estudiamos juntos?».Yo ya no estudio. No sirve. Empiezo a escribir el mensaje: «No, perdona...». Silvia me responde en el acto: «¿Miedo de ke?». ¿Miedo de qué? ¿A qué viene eso? También a Silvia se le ha ido la olla. Hasta que me entra una duda. Reviso el mensaje que le he mandado. «No, miedo...» Otra vez el T9. Sin darme cuenta, en vez de «perdón» he escrito «miedo». No me fijé y lo mandé en automático. «No, miedo...»

Lamentablemente, el T9 tiene razón. Contesto al SMS diciendo la verdad: «De todo».

Silencio. Un silencio para volverse loco, un silencio para rasgarse la ropa y gritar desnudo por el balcón que estás hasta los cojones de todo. No soy hierro, no soy fuego, no soy nadie.

Mensaje de Silvia: «Nos vemos dentro de media hora en el parque». Respondo que sí con una llamada perdida. Pero no voy, la dejo tan sola como estoy yo. Soy un cobarde y riegan mi cara las lágrimas más amargas que he conocido jamás, lágrimas que contienen un noventa por ciento de sal de soledad y apenas un diez por ciento de agua.

Este dolor es tan espeso que puedes flotar sobre él sin necesidad de nadar.

Noche.

Negro por fuera, blanco por dentro. Tengo remordimientos. Se lo he hecho pagar a la única persona que está al margen de todo esto y que quiere ayudarme. Silvia calla. Y me la imagino en el banco sola, abandonada, con su mirada azul hacia el suelo, que eleva hacia cada persona que se acerca. Ahora estoy todavía peor. Le escribo otro mensaje: «Perdona. Nos vemos mañana». Silencio blanco. Pero ¿por qué me da por buscar la soledad y cuando me hundo en su blanco sin asideros me aterroriza? ¿Por qué quiero que alguien me lance un salvavidas pero no hago nada por agarrarle la mano? Puede que algún día llegue a saber para qué valgo y cuáles son mis sueños, pero ¿alguna vez sabré ser algo distinto de un náufrago que no se deja ayudar? Voy a sacar a
Terminator

 a mear.

Hoy hasta él me vale para callar.

He pasado toda la noche pensando en cómo pedirle perdón a Silvia. Mi coraza de hierro se ha ablandado hasta convertirse en nata en el transcurso de pocas horas. No valgo nada.

Sea como sea, entro en el instituto y busco con la mirada a Silvia. Apenas por un instante sus ojos se cruzan con los míos, que están escudriñando entre el gentío: son ojos de vidrio, en los que solo me veo a mí mismo y no a ella, que aparta la mirada, como si para ella fuese uno del montón. Aquella mirada esquiva me arroja entre la muchedumbre y me abismo en la blanca nada de los perfectos don nadie.

Persigo a Silvia. Le agarro el brazo con más fuerza de la que hubiera querido. Nunca la había tocado así, ni en broma. Silvia se zafa con el rostro contraído por la desilusión.

—Había creído que tenía un amigo. Déjame en paz, solo sabes pedir ayuda, pero no te importan nada los demás.

Antes de que pueda abrir la boca, la veo alejarse como si un remolino la aspirase. La sigo por el bosque de pantalones de cintura caída, estrellándome contra dos o tres energúmenos de último curso que me sueltan una patada en el trasero.

—Que te jodan.

La veo ir por el pasillo de los aseos y sin darme cuenta entro en el lavabo atestado de chicas que están maquillándose, fumando y comparando las marcas de los vaqueros. Me miran pasmadas, mientras Silvia se mete en un retrete.

—Oye, tú, ¿qué coño haces aquí? —me dice una morena con dos rajas negras en lugar de los ojos, sumergidos en una mancha violeta de maquillaje.

—Yo... yo tengo que hablar con una chica —replico como si fuese la cosa más normal del mundo.

—Pues espérala fuera, pero mejor olvídala, es demasiado guapa para un pringado como tú.

Ríen. Esas palabras me hacen salir del aseo de chicas como si hubiese visto en ellas las fauces abiertas de un perro rabioso. Retrocedo procurando protegerme y caigo en un precipicio oculto. No hay paracaídas en el pozo sin fondo del abandono.

—Tú ¿qué haces aquí?

Naturalmente, esta es la voz del director, que me dice a gritos que lo acompañe a dirección. Primero mi huida de Beatrice, luego el plantón a Silvia, y ahora encima me creen un mirón. En cuarenta y ocho horas he descubierto la existencia de los matices del negro. Acabo de pasar al menos por tres, hacia el negro total... lástima que no sea el final de una película trágica, sino solo el principio.

Mis padres, tras ser citados por el director por mi conducta incorrecta, se han convencido de que no puedo contener mis hormonas adolescentes revolucionadas y de que me cuelo con violencia en los aseos de mujeres.

—Tus huesos dalos por reducidos al polvo de tu sombra —dice papá en voz baja.

Así, me suspenden un día y me amenazan con plantarme un cuatro en conducta, lo que significa perder el curso. Paso por alto el castigo que me ponen mis padres: secuestro inmediato de la Playstation hasta finales de año y retiro de la paga mensual. Esto no es nada al lado del hecho de que al día siguiente de la suspensión todas las chicas me miran y se ríen a mis espaldas.

—¡Ahí está el marrano!

—¡Pringado!

Y esto sigue siendo nada comparado con los insultos de los chicos.

—¡Oye, maricón, que tu baño es el del dibujito de un monigote sin un triángulo que parece una falda; a lo mejor si le ponemos un palito te acuerdas de lo que llevas entre las piernas!

¿Alguien puede decirme si se puede salir de este túnel del horror? ¿O al menos si existe un libro de instrucciones para convertirse en el hombre invisible?

Todo un día mirando las manos del guitarrista de los Green Day en el póster que hay colgado en la puerta de mi cuarto. Me pongo a lanzarle una pelota de tenis, hasta que hago un agujero en el póster y dejo al guitarrista manco.

Espero dos cosas:

que alguien me salve o sencillamente que el mundo acabe en este momento.

La segunda es más fácil que la primera.

Teléfono: Niko.

—¡Hemos ganado, Pirata! El próximo partido es decisivo para la final... ¡El Vándalo está muerto de miedo!

Cuelgo y espero que la cama me trague sin masticarme antes.

Telefonillo. Suena el telefonillo. Es para mí. ¿Quién puede ser a las nueve de la noche? Silvia. Seguramente Silvia ha cedido a los veintitrés mensajes que le he mandado hoy, arrepintiéndome siempre del anterior...

—Baja.

Es ella:

—Mamá, bajo un segundo. Es Silvia.

Bajo, pero no hay ninguna Silvia esperándome. Me he imaginado su voz, tan convencido estaba de que era ella. Es el Soñador. Mierda. Lo que me faltaba. Seguramente también ha venido a decirme «que me conviene no ser tan chulito».

—Hola, profe, ¿qué he hecho? —pregunto mirando un punto indefinido por encima de su hombro izquierdo.

Sonríe.

—He decidido venir a verte. A lo mejor te apetecía terminar la conversación del otro día.

Lo sabía. Los profes son profes hasta la muerte; tienen que darte clases hasta en la puerta de tu casa.

—Profe, olvidémonos de la conversación del otro día...

Francamente no sé por dónde empezar y quisiera que todo esto acabase enseguida, como todo lo que no me gusta. Cambias de canal y la escena ya no está. Se esfuma, se borra, se termina.

—Vamos a tomar un helado.

Me sonríe. Sí, eso ha dicho: un he-la-do. Los profes comen helados. Sí, los profes comen helados y se ensucian la boca como todos los demás. Son dos descubrimientos que no debo olvidar; a lo mejor un día los anoto. Dicho sea de paso:

—Su blog está bien, a veces demasiado filosófico, pero cuando puedo lo leo.

El profe da las gracias mientras lame su helado de pistacho y café —clásicos sabores rollos de profe— y me recuerda a
Terminator

 lamiendo mis zapatillas.

—Bueno, ¿qué te pasó el otro día?

Sabía que no iba a soltar la presa. Los profes son como las boas: te envuelven cuando estás distraído, luego esperan a que expulses el aire y aprietan, y cada vez que espiras aprietan más, hasta que ya no puedes ensanchar de nuevo la caja torácica y mueres por asfixia.

—¿Y a usted qué le importa, profe?

El Soñador me mira fijamente a los ojos y a duras penas consigo sostener su mirada.

—A lo mejor necesitas una mano, un consejo...

Guardo silencio. Con los ojos bajos. Miro el asfalto como si cada centímetro del alquitrán de pronto se hubiese vuelto interesante. En mi interior hay alguien que solo está esperando eso, alguien que quiere salir, pero que permanece agazapado, se defiende y tiene miedo de mostrarse tal como es, pues si sale expondría al otro de pelo desgreñado y mirada de listo, y lo expondría con bastante agua y sal en forma de lágrimas. Así que sigo mirando al suelo, por miedo a que aquel salga como la pasta de dientes, más de la cuenta y de golpe y porrazo.

El Soñador espera en silencio. No tiene prisa, como todos los que te ponen en apuros. Y yo le pago con la misma moneda.

—Profe, ¿usted qué haría si su chica se muriese?

Y esta vez lo miro a los ojos. El Soñador me observa y permanece callado. Deja de comer. Tal vez nunca lo había pensado. Tal vez se ha quedado hecho polvo. Bien, así comenzará a entender algo y dejará de dar la lata con sus teorías. Me responde que no lo sabe y que probablemente no podría con el peso de un hecho semejante.

No lo sabe. Es la primera vez que el Soñador no sabe algo. La primera vez que no está seguro de sí y brillante como los escaparates del centro en Navidad. No lo sabe.

—Pues verá, profe; resulta que yo estoy pasando por eso y ahora todo lo demás me parece una chorrada.

El Soñador se pone a mirar el cielo.

—Beatrice.

Guarda silencio. Luego me pregunta si es la chica de la que se habla en el instituto: la chica con leucemia. Bajo la cabeza, casi herido por aquellas palabras, que por desgracia son ciertas: la chica enferma de leucemia... Silencio. El silencio de los mayores es una de las victorias más contundentes que cabe imaginar. Entonces me pongo a hablar yo.

—No es precisamente mi chica, pero es como si lo fuese. Verá, profe, cuando le hablaba de mi sueño, hablaba de Beatrice. Sé que, cualquiera que sea mi camino, ella será mi compañera, y que yo, si ella no está en ese camino, no sabré hacia dónde ir.

El Soñador sigue callado. Me pone una mano en el hombro y no dice nada.

—Ella ahora está pálida. Ha perdido su pelo rojo, el pelo por el que me enamoré .Y yo ni siquiera me atreví a hablar, a ayudarla, a preguntarle cómo estaba. La vi así y huí. Huí como un cobarde. Estaba convencido de amarla, estaba convencido de que llegaría hasta el fin del mundo con ella, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, hasta doné mi sangre, y luego, cuando la veo delante, huyo. Huyo como un cobarde. No la amo. Quien huye no ama de verdad. Estaba muy pequeña, indefensa, pálida, y yo huí. Doy asco.

Las últimas palabras rompen un muro de hormigón que me había subido poco a poco desde el estómago hasta la garganta y que se hace trizas a la altura de los ojos, convirtiéndose en lágrimas pesadas y dolorosas como piedras. Lloro a moco tendido con todo el dolor que puedo, porque me hace bien, casi tanto como cuando doné sangre. Puedo llorar y no sé cuándo lo volveré a hacer, aunque me sienta un tonto de proporciones gigantescas.

El Soñador permanece callado a mi lado, con su mano fuerte sobre mi hombro. Me siento un imbécil. Soy un varón de dieciséis años y estoy llorando. Estoy llorando delante de mi profe de historia y filo, con la boca todavía manchada de helado. Qué le vamos a hacer, ya ha pasado. El dique se ha roto y ahora mismo un millón de metros cúbicos de dolor se están volcando sobre el mundo por mi causa, pero al menos ya no está solo dentro de mí.

Tras dejar que me desahogara al menos durante un cuarto de hora (detrás del fuego de la ira se oculta como mínimo el doble de agua salada...), el Soñador rompe el silencio que sigue al llanto, como el silencio de la arena tras un violento temporal.

—Voy a contarte una historia —me dice al tiempo que me ofrece un pañuelo de papel (con olor a vainilla...)—. Un amigo mío había discutido con su padre. Lo quería muchísimo, pero aquella vez perdió los estribos y lo mandó al diablo. Por la noche estaban sentados a la mesa y su padre intentó hablarle, pero él se levantó y se marchó sin decirle una palabra. No quería ni oírlo. Mi amigo se había sentido fuerte. Sentía que había ganado, que tenía razón. Al día siguiente, el sitio de su padre en la mesa estaba vacío. Su padre había tenido un infarto. Así se habían separado. Sin una palabra. ¿Cómo hubiera podido saberlo él? Mi amigo no podía perdonarse aquel error. Se avergonzaba como el asesino más infame. ¿Y sabes por qué motivo aquel muchacho no podía perdonarse haberle negado el adiós a su padre?

Sacudo la cabeza, mientras me sorbo la nariz.

—Porque en un arrebato de ira su padre le había dicho que, pudiendo perfectamente haberse quedado con su próspero bufete, era un pobre diablo porque había elegido un trabajo de muerto de hambre. ¿No crees que eso es motivo suficiente para avergonzarse y huir?

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