Read Blanca como la nieve roja como la sangre Online
Authors: Alessandro D'Avenia
Tags: #Drama, romántico
—¿Dónde coño estás?
La voz de Niko que sale tronando del móvil me saca de mi letargo. Tardo un nanosegundo en darme cuenta de que son las cinco y dentro de media hora tenemos el partido contra los X-Men.
—He tenido que ordenar mi cuarto, si no mamá no me dejaba salir...
Niko no me cree ni una palabra.
—Mueve el culo... Tenemos que recuperar el primer puesto de la liguilla.
Cuelga.
Es la primera vez en mi vida que me olvido de un partido.
No sé qué me está pasando. Debo de estar enfermo. Me pongo el termómetro, pero estoy bien.
Me sumo al grito con el que los Piratas celebran cada victoria: «¡Mucha mierda!».
Humillamos a los X-Men: 7 a 2; marco tres tantos.
Pero algo en mi fuero interno me impide disfrutar como es debido.
El terror a hundirme en la mierda...
El Soñador se ha inventado otra de sus clases no incluidas en el programa: ¡son las mejores!
Empieza leyendo un pasaje de un libro que lo ha impresionado, que está estudiando y analizando por pasión personal. Lo lee con ojos brillantes, como alguien que no puede dejar de compartir su alegría con el primero que pasa por la calle. Como cuando yo repito «Beatrice» en voz alta sin darme cuenta o quiero decir a todo el mundo que me ha salido bien un examen, lo que es muy infrecuente.
Esta vez nos ha hablado de un capítulo del libro
Momentos estelares de la humanidad,
en el que se habla de tres asedios y de tres saqueos.
—Roma, Alejandría, Bizancio. Tres ciudades repletas de tesoros, de belleza, de arte. Tres ciudades con las bibliotecas llenas de libros, que conservaban los secretos de largos siglos de literatura e investigaciones. Edificios atestados de rollos y de códices con los sueños de todos los hombres, que podían servir para los sueños de muchas más generaciones venideras. Sin embargo, aquellos sueños se esfumaron bajo los golpes de fuego de los bárbaros, los romanos, los turcos. Borraban con un gesto candente infinitas plantas con rollos que contenían los secretos de la vida. Quemaban el espíritu y sus alas. Le impedían volar como había hecho durante siglos, liberándose de los calabozos de la historia. El papel de los libros ardía como en aquella maravillosa novela de Bradbury que deberíais leer...
No sé qué significan exactamente las palabras del Soñador, pero suenan bien, y eso que jamás he oído hablar del tal Bradbury.
Al final de su parrafada apasionada, el Soñador no¿ ha preguntado «¿por qué?». Ninguno de nosotros ha sabido responder. Ha dicho que lo pensemos y que hagamos una redacción en casa. El Soñador está chalado. Cree que a nuestra edad estamos para discurrir sobre eso. Cuando tenemos que resolver cosas mucho más sencillas y concretas. Inmediatas y útiles: dónde copias la traducción de griego, cómo haces para salir con esa chica mona, cómo consigues que te den dinero para recargar el móvil después de habértelo gastado todo en SMS de cinco o seis palabras cada uno... cosas así. Francamente, uno no está acostumbrado a resolver ciertos interrogantes que te plantea el Soñador. No tienes la cabeza preparada para ciertas cosas. Ni siquiera sabes de dónde sacar las respuestas.
Porque las preguntas que hace no las encuentras en Google tecleando: Roma, Alejandría, Bizancio, incendio, espíritu, causas, libros... No sale nada. Porque en internet no hay un texto que una esas palabras tan inconexas. Hay que rastrear la conexión. Por eso es tan difícil.
No sé si voy a hacerlo. Es realmente difícil, aunque tiene algo misterioso, pues por primera vez la respuesta no está en un sitio para copiarla. La respuesta tienes que encontrarla. Y puede que esté en juego algo más. He de intentarlo. Odio al Soñador, porque me embauca siempre, hace que me pique la curiosidad.
La ignorancia es lo más cómodo que conozco después del sofá del salón de mi casa.
He tratado de hablar con mi madre sobre la sangre que quisiera donar a Beatrice. No entiende, le parece una historia de vampiros, como las que se han puesto de moda. Le explico el asunto. Me dice que luego lo pensaremos, le parece una buena idea, pero seguramente ya muchos otros lo habrán hecho. Yo insisto.
«Habla con tu padre.»
Fórmula clásica de tirar la piedra y esconder la mano desde que el mundo es mundo. Es lo que haré. Llamo a Niko y quedamos. Tenía que escribir la redacción del Soñador pero no se me ocurría nada, a lo mejor la música me ayuda. A veces en la música se encuentran las respuestas que buscas, casi sin buscarlas. Y, aunque no las encuentres, al menos encuentras los mismos sentimientos que estás experimentando. Alguien más los ha experimentado. No te sientes solo. Tristeza, soledad, cólera. Casi todas las canciones que me gustan hablan de eso. Tocándolas es como si me enfrentase a esos monstruos, sobre todo cuando no consigo darles un nombre.
Sin embargo, una vez terminada la música, esas cosas permanecen. Ciertamente, ahora sabes reconocerlas mejor, solo que nadie las hace desaparecer por arte de magia. Tal vez tenga que emborracharme para eliminarlas. Niko dice que surte efecto. Beatrice sigue mala y antes de emborracharme quiero donarle mi sangre: no me gustaría que el alcohol la perjudicase, porque ella es pura. Tengo que hablar con papá.
Enseguida.
Papá no ha venido a cenar. Cuando ha llegado a casa era tan tarde que no me he atrevido a pedirle nada. No era el momento oportuno. Me habría fulminado y no podía desaprovechar la única posibilidad que tenía. Sigo despierto porque estoy intentando escribir la redacción para el Soñador. Los deberes difíciles siempre me han importado un bledo. Cuando no me salen me acuesto tranquilamente y al día siguiente los copio. No sé por qué en este caso hay en juego algo más, que me incita a aceptar el desafío. Como si, tirando la toalla, traicionara al Soñador o me traicionara a mí mismo.
Estoy delante de la pantalla del ordenador. Escribo las preguntas del encabezamiento: «¿Por qué Roma, Alejandría y Bizancio fueron quemados por sus conquistadores? ¿Qué impulsaba a los bárbaros, los árabes, los turcos? ¿Qué los hacía tan parecidos, pese a ser tan diferentes?». Blanco. No se me ocurre nada. Blanco como esta maldita pantalla. Blanco como la sangre de Beatrice. Llamo a Silvia. No responde. Silvia deja siempre encendido el móvil porque quiere que la pueda llamar en cualquier momento que necesite su ayuda. Silvia es mi ángel de la guarda. La única diferencia es que ella duerme de noche, y a veces no oye vibrar el móvil, como ahora. Tengo que arreglármelas solo.
Es tarde. Fuera está la negrura de la noche y mi mente está blanca. Procuro transformarme en uno de aquellos saqueadores de bibliotecas y me preguntó qué quiero conseguir prendiendo fuego a los libros que contienen. Doy vueltas por las calles polvorientas de Roma, de Alejandría, de Bizancio, que según he descubierto luego fue Constantinopla y más tarde Estambul, y en medio del estruendo y de los gritos de la gente hago arder miles de libros. Me desprendo de todos aquellos sueños de papel y los convierto en cenizas. Los convierto en humo blanco.
Esta es la respuesta. Incinerar los sueños. Quemar los sueños es el secreto para abatir definitivamente a nuestros enemigos, de modo que ya no tengan fuerzas para levantarse y continuar. Para que no sueñen con las cosas hermosas de su ciudad, con las vidas ajenas; para que no sueñen con los relatos de los demás, tan llenos de libertad y de amor. Para que no sueñen con nada. Si a la gente no le permites soñar, la esclavizas. Y yo, saqueador de ciudades, solo necesito esclavos para reinar tranquilo y sin que me molesten. Y así ya no quedarán más palabras. Solo blanca ceniza de los sueños antiguos. Esta es la destrucción más cruel: robar los sueños a la gente. Campo de concentración lleno de hombres calcinados con sus sueños. Nazis ladrones de sueños. Cuando no tienes sueños, se los robas a los demás para que ellos tampoco los tengan. La envidia te quema el corazón y ese fuego lo devora todo...
Cuando termino de escribir fuera está oscuro como antes, y de la negrura de la noche yo he robado los signos que ahora llenan la pantalla blanca. He descubierto algo: estudiando, escribiendo. Es la primera vez, pero no voy a acostumbrarme... Y, como era de esperar, la tinta negra de la impresora se ha acabado y no me queda sino imprimir en color.
Rojo.
El Soñador va por los pupitres para ver el resultado del trabajo. Parece que todos lo han hecho. Por turnos, quien se apunte, puede leerlo en voz alta. Cuantos leen es como si se adentraran en el polvo y el fuego de hace siglos, y sin embargo estamos en el aula. Todos han escrito algo de lo que se sienten orgullosos, al menos los que se atreven a leer. Naturalmente, yo no me cuento entre ellos, leer en voz alta es como cantar. Suena la campana. Nos apresuramos a entregar nuestros trabajos, pero el Soñador no los quiere. ¡Increíble! Prefiere que nos quedemos con las respuestas que hemos encontrado. Y eso hacemos.
El Soñador está realmente loco. Te encarga un trabajo y luego no te pone nota. ¿Qué clase de profesor es el que no pone nota? Aunque hay que reconocer que ha conseguido que todos hagamos el trabajo. Hasta yo, en el corazón negro de la noche. Va a resultar que la nota no es imprescindible para que uno estudie. El Soñador permanece sentado cuando ya todo el mundo se está marchando del aula. Sonríe y le brillan los ojos. Confía en nosotros. Nos cree capaces de hacer cosas hermosas. Puede que no sea un completo fracasado.
No dejaré que los saqueadores quemen mis sueños y los reduzcan a cenizas. No se lo permitiré a nadie. Corro el riesgo de no volver a levantarme. Pero Beatrice me necesita a mí y no un montón quejica de escombros. Regreso a casa y pego encima de la cama la hoja de mi trabajo escrito en rojo. No quiero olvidarme de lo que he descubierto. No quiero, ya que es muy importante, pero tengo mala memoria. Debo escribirlo todo, si no me olvido. A lo mejor la única manera de defenderme de mi mala memoria es hacerme escritor.
Quiero hablar con Silvia; es la única que no me va a tomar el pelo. Como si hubiera escuchado mis pensamientos, se acerca, me coge del brazo y apoya su cabeza en mi hombro.
—¿Qué querías ayer? Hasta esta mañana no he visto tu llamada.
—Quería que me echaras una mano en el trabajo.
Silvia levanta la cabeza y me mira con una expresión triste.
—Por supuesto. ¿Qué más?
Se desprende y se aleja.
La miro marcharse con la sensación de no haber entendido, como cuando papá me dice algo y quiere decir otra cosa. Dicho sea de paso, tengo que hablar con papá antes de que se me olvide...
No hay nada que me pirre tanto como los «piques» con Niko. Los «piques» son pruebas peligrosas: de adrenalina que acelera tanto la sangre que casi la oyes galopar. Uno de mis piques preferidos es el de los frenazos. Vas pitando en tu scooter y frenas solo al final; el que se acerca más al coche que está delante sin estrellarse gana el pique. Así es como a mi bativespino se le han vaciado los frenos. Niko no puede conmigo en este pique, porque al final se caga de miedo, mientras que yo siempre freno un segundo después de que el instinto de supervivencia me haya dicho que frene. Basta un segundo, pero ahí reside la diferencia. Pues ese es el secreto para ganar un pique: hacer lo debido un segundo después.
Nada más ver el Porsche Carrera negro flamante en el semáforo, nos miramos y lanzamos con nuestros scooters a toda velocidad. Uno al lado del otro. Solo el viento trataba de pararnos, pero no podía. El asfalto resuena bajo las ruedas que muerden el alquitrán desmigajado. El culo del Porsche está cada vez más cerca, Niko y yo no podíamos estar más pegados, con el acelerador a tope.
Le echo una mirada a mi colega, la última antes de la etapa final. No puedo perder el pique. Solo nos separan diez metros del negro culo brillante del Porsche; Niko frena. Yo espero un instante, el tiempo de decir «uno». Como no frenes, estás muerto. Y yo no freno: un segundo que parece un siglo. La sangre te zumba en los oídos. Y mi rueda delantera besa, como una madre a su hijo recién nacido, el guardabarros del Porsche. Me vuelvo hacia Niko con el pelo alborotado tapándome los ojos, con la vista nublada por una descarga de adrenalina. Sonrío como se hace en las películas después de ganar un duelo. Niko rae debe el enésimo helado. No hay pique sin helado.
—¿Cómo lo haces? El miedo me atenaza las manos y tengo que frenar: es superior a mis fuerzas.
Chupo mi helado de fresa y nata.
—El miedo es blanco. La valentía es roja. Cuando veas el blanco, tienes que concentrarte en el rojo y contar hasta uno...
Niko me mira como a los enfermos mentales que creen que dicen cosas congruentes.
—Mañana jugamos. Debemos recuperar el primer puesto. Lo único que tenemos que hacer es ganar y confiar en que el equipo del Vándalo empate.
—El Vándalo... Se la haremos pagar...
Niko me da un manotazo en la espalda y mi nariz acaba clavada en el helado.
—Así me gusta.
Huye mientras lo persigo como uno de esos payasos con la cara blanca y la nariz roja...
Entro con papá en el hospital donde está ingresada Beatrice. Comprueban mi grupo sanguíneo. Es el mismo que el de Beatrice. Estaba seguro, tenemos la misma sangre, vivimos de la misma sangre. Hay cosas que uno siente. Mi vida está unida a la de Beatrice, por la sangre. Me preguntan si tomo drogas. Respondo que no. Y lo hago porque ahí está papá, que me aniquilaría, no sin dejar de pronunciar su amenaza preferida, «te reduciré al polvo de tu sombra». Hay que reconocerle que la frase no está mal.
Luego, sin embargo, cuando estoy a solas con la enfermera, le digo que hace un mes me fumé un porro. Pero solo uno, lo hice por probar. Estábamos en grupo. No quise quedar como un cagueta. Y además era por probar. La enfermera me tranquiliza. Por uno no pasa nada. Eso sí, si fuera un consumidor habitual no podría donar sangre. Mi sangre no serviría para nada.
Cerrado el capítulo porros. Si Beatrice necesitara más, mi sangre ha de ser perfecta, pura, inmaculada. Roja como el amor que siento por ella.
Me extraen una buena cantidad. Es mucho más oscura de lo que creía. Es rojo violeta y densa, como mi amor por Beatrice. Cuando veo salir la sangre de mi brazo, me mareo y durante un instante creo que me voy a desmayar, pero aguanto. La sangre, como el amor, aturde, aunque también te da fuerzas para superar tus limitaciones. .. Tengo la impresión de haber dado la vida por Beatrice, estoy medio muerto y pálido como un vampiro al revés: en lugar de chupar la sangre, la he dado por una vida.