Blanca como la nieve roja como la sangre (19 page)

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Authors: Alessandro D'Avenia

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Blanca como la nieve roja como la sangre
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—Qué bobo eres... —dice Beatrice riendo y me da un beso en la mejilla.

A partir de hoy no volveré a lavarme la cara.

Por un puñado de goles. Ha llegado el momento de la rendición de cuentas: el desafío final contra el Vándalo. El partido definitivo del torneo. Tenemos un punto menos que ellos. Solo podemos ganar. Solo debemos ganar. Y en juego hay mucho más que un triunfo: está la venganza por la nariz rota de Niko, la clasificación de los goleadores, el orgullo de los Piratas. Tengo la rabia oportuna. La rabia que estalla en disparos de fuego que queman la piel de los rivales y se traduce en entradas brutales contra las piernas del Vándalo.

Nos lo jugamos todo. Un año de esfuerzos. Si ganas el torneo todas las chicas te conocen, te conviertes en un tiarrón. «El Pirata. Ahí está, ese es el Pirata. El capitán de los Piratas...» Ya las oigo... Cómo me gustaría que Beatrice me viese jugar... Quiero dedicarle este partido, la victoria, los goles, el triunfo sobre el Vándalo. Ahora tengo únicamente que concentrarme. Falta media hora, pero estoy listo desde hace al menos tres. Va a pasar a recogerme Niko con su scooter.

Ruido de mensaje. Será Niko diciéndome que baje. «Tengo miedo... Estoy cansada, cansadísima. Estoy sola... Beatrice.»

La llamo.

—¿Qué pasa, Beatrice, qué pasa?

Tiene la voz quebrada. Llora, llora de una forma que jamás le he oído.

—¡Voy enseguida!

Bajo y cuando Niko llega no le doy tiempo de respirar.

—Acompáñame. Ahora mismo. Yo iré después. Espero llegar a tiempo...

Niko se queda sin palabras y se marcha dejándome allí solo. Lo veo alejarse veloz, su scooter hace el ruido de un amigo que se va para siempre.

Y ese ruido hace un daño atroz.

Beatrice abre los ojos rojos de llanto y se suelta de mi abrazo.

—Gracias por venir, hoy no lo habría soportado sola...

—¿Qué quieres decir?

—Tengo miedo.

—¿De qué?

—De perderlo todo, de acabar en la nada, en el silencio, de desaparecer sin más, de no volver a tener nunca más a las personas que quiero.

No hay frases ni palabras aceptables en mi mente. Solo me sale la única verdad que queda, como esos árboles que ves solitarios en un campo verde, inmenso.

—Yo estoy aquí.

Le estrecho las manos como si pudiese arrancarla del vacío del miedo, como un trapecista del que depende la vida del compañero que está suspendido en el vacío, sin red debajo.

—Escribe...

El susurro de las palabras es confuso y tengo que inclinarme sobre sus labios y pegar el oído para entenderlas. Su respiración es cálida y sus palabras, ásperas como un hierro raspado contra una piedra. Escribo las palabras que Beatrice me susurra en un suspiro; cuando ha terminado de dictar me tiende el diario.

—Cógelo. Guárdalo. Hoy he terminado de escribir. Te lo regalo.

No puedo: muevo la cabeza y dejo el diario a su lado.

—Creía que lo escribía para mí. He comprendido que lo estaba escribiendo para ti. Es lo que puedo y quiero regalarte, Leo.

No me opongo.

—Beatrice, algún día lo leeremos juntos.

Ella me sonríe.

—Sí, ahora vete. Se ha hecho tarde. Estoy cansada.

Yo también quería hacerle un regalo, pero no había llevado nada. No podía marcharme así. Hurgo en mis pantalones. Nada, excepto... la piedra con mil matices azules que había cogido de su salón. ¡Vaya papelón! Pero es lo único que tengo. Se la pongo en la palma de la mano como si fuese un diamante.

—Mi amuleto de la suerte, quiero que te quedes con él.

Beatrice sonríe con el cielo en los ojos.

—Gracias.

Le doy un beso en su pelo rojo y en un instante mi vida se llena de su sangre.

—Hasta la vista.

—Hasta la vista.

Estrecho el diario de Beatrice contra mi pecho como si fuese mi piel. Reflexiono sobre el hecho de que lo único que le he podido regalar lo he robado en su casa. No tengo nada que regalar, como no sea el amor que recibo y que robo. Antes de salir de casa de Beatrice robo otra piedra azul. No puedo ir por ahí sin mi amuleto de la suerte...

La noche es el lugar de las palabras.

Las palabras del diario de Beatrice han encendido todas las luces de la primera noche que despierto, de la primera noche que vivo: de mi primera noche. De la noche en que los demás hacen el amor.

Si el paraíso existe, Beatrice me llevará a él.

«El dolor me obliga a cerrar los párpados, a esconder los ojos. Siempre pensé que devoraría el mundo con mis ojos, que como abejas se posarían sobre todas las cosas para destilar su belleza. Pero la enfermedad me obliga a cerrar los ojos: por el dolor, por el cansancio. Poco a poco he ido descubriendo que con los ojos cerrados veía más, que bajo los párpados cerrados era visible toda la belleza del mundo, y esa belleza eres tú, Dios. Si tú me haces cerrar los ojos es para que yo esté más atenta cuando los vuelva a abrir.»

Eso ha escrito Beatrice en su diario. Y yo hoy cierro los ojos y miro la vida con los suyos. Si la vida tuviera ojos, tendría los de Beatrice. Desde hoy quiero amar la vida como nunca la he amado. Casi me avergüenzo de no haber empezado antes.

Regreso del instituto. Mamá me abre la puerta.

—¿Qué hay de comer?

Me mira como a un niño pequeño que se ha herido.

—No, sopa no.

Le digo que he sacado un ocho, pero antes de poder precisarle que ha sido en filosofía me abraza, escondiendo mi cara en su cuello.

Huelo el perfume de mi madre, un perfume que de niño me daba tranquilidad: un perfume mezcla de rosa y limón. Tenue. Pero no me está abrazando por mi ocho, si no sus lágrimas no inundarían mi cara. Solo entonces comprendo.

Quisiera huir, pero ella no me deja y le hundo los dedos en la carne para saber si es cierto lo que mi madre me está diciendo sin una palabra.

Mi madre es la única mujer que me queda.

La única piel que me queda.

Beatrice ha muerto.

La palabra es esta. De nada sirven los rodeos, ella los habría rechazado. La gente dice «ha pasado a mejor vida, se nos ha ido, ya no está con nosotros». ¡Chorradas!

Beatrice ha muerto.

La palabra «muerto» es tan violenta que solo la puedes decir una vez y después callarte.

Silvia es la única persona con la que me gustaría hablar, pero no tengo fuerzas para perdonarle que me mintiera. La vida es una interrogación hecha para sonsacarte una verdad que no conoces y que fingirás recordar o que te inventarás con tal de no seguir sufriendo... Hasta convencerte de aquella mentira, olvidándote de que tú mismo la has inventado.

Dios, las estrellas ya no sirven: apágalas de una en una.

Desmantela el sol y embala la luna.

Vacía el océano, desarraiga las plantas. Ya nada es importante.

¡Y, sobre todo, déjame en paz!

La iglesia está de bote en bote: el colegio en pleno. Todos apretujados alrededor de una silueta de madera brillante, que oculta su cuerpo, sus ojos apagados. La Beatrice que recuerdo ya no está y la que ahora se encuentra dentro de aquella caja de madera es otra Beatrice. Tal era el misterio de aquella cosa llamada muerte. Sin embargo, lo que he amado en ella y de ella no ha desaparecido. No se ha esfumado como un soplo demasiado veloz. Aprieto su diario entre mis manos como una segunda piel.

La misa del funeral la celebra Gandalf. Una vez más. Explica el misterio de la muerte y habla de un tal Job al que Dios quitó todo y al que Job permaneció fiel, aunque tuvo el valor de reprochar a Dios su crueldad.

—Y mientras Job grita entre lágrimas, Dios le dice: «¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? ¿Quién encerró con puertas el mar? ¿Has tú mandado a la mañana en tus días? ¿Has mostrado al alba su lugar? ¿Por ventura la lluvia tiene padre? ¿O quién engendró las gotas del rocío? ¿Quién preparó al cuervo su caza? ¿Por ventura vuela el gavilán por tu industria, extiende sus alas hacia el Mediodía? Házmelo saber si tienes inteligencia».

Se hace un silencio tras la lectura de Gandalf.

—Como Job, hoy nosotros le gritamos a Dios nuestro enojo: no aceptamos lo que ha decidido hacer, no lo aceptamos, y eso es humano. Pero Dios nos pide que confiemos en él. Esta es la única solución al misterio del dolor y de la muerte: la confianza en su amor. Y esto es divino, un don divino. Y no ha de asustarnos nuestra imposibilidad de concedérsela ahora. Es más, tenemos que decírselo claramente: ¡no lo aceptamos!

¡Cuentos! No es solo que yo no confíe en Dios, sino que lo odio. Gandalf prosigue, impertérrito:

—Pero nosotros tenemos la solución que no tuvo Job. ¿Sabéis qué hace el pelícano cuando sus crías pasan hambre y no tiene comida que darles? Se hiere el pecho con su largo pico y sus crías beben de aquella sangre nutricia que brota de su herida como de una fuente. Lo mismo que hace Cristo con nosotros, y por esa razón muchas veces se lo representa como un pelícano. Venció nuestra muerte de pequeños hambrientos de vida dando su sangre, su amor indestructible, por nosotros. Y lo que nos entregó es más fuerte que la muerte. Sin esta sangre morimos dos veces.

Se hace un silencio dentro de mí. Soy una piedra de dolor suspendida en el vacío del amor. Totalmente impermeable.

—Solo este amor supera a la muerte. Quien lo recibe y lo da no muere, sino que nace dos veces. ¡Como ha hecho Beatrice...!

Silencio.

Silencio.

Silencio.

—Ahora invito a hablar a todo aquel que quiera recordarla.

Sigue un largo silencio embarazoso, luego me levanto, ante las miradas de todos. Gandalf sigue mis pasos con cierta aprensión. Teme que diga alguna tontería.

—Quería solamente leer las últimas palabras del diario de Beatrice, palabras que ella me dijo y que yo transcribí. Estoy convencido de que le hubiera gustado que todos los presentes las conocieran.

Mi voz se quiebra y bebo lágrimas incontenibles, pero aun así leo.

—«Querido Dios, hoy te escribe Leo, porque yo no puedo. Pero aunque me siento tan débil quiero decirte que no tengo miedo, porque sé que me cogerás entre tus brazos y me mecerás como a una niña recién nacida. Los medicamentos no me han curado, pero estoy feliz. Estoy feliz porque tengo un secreto contigo: el secreto para mirarte, el secreto para tocarte. Querido Dios, si me sujetas entre tus brazos la muerte ya no me da miedo.»

Alzo la vista y la iglesia me parece inundada por el mar Muerto de mis lágrimas, sobre el cual floto con una barca que Beatrice ha construido para mí. Me cruzo con los ojos de Silvia, que me está observando y con una sola mirada trata de consolarme. Bajo los ojos. Huyo del micrófono porque, a pesar de mi balsa de madera, yo también estoy a punto de hundirme entre mis lágrimas. Las últimas palabras que recuerdo son las de Gandalf:

—Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros...

También Dios derrocha su sangre: una lluvia infinita de amor rojosangre empapa el mundo cada día procurando darnos vida, pero seguimos más muertos que los muertos. Siempre me he preguntado por qué el amor y la sangre tienen el mismo color: ahora lo sé. ¡Todo es culpa de Dios!

Esa lluvia no me roza. Soy impermeable. Yo sigo muerto.

Último día de clase. Última hora. Último minuto.

Suena la campana: la última.

Un grito de liberación se eleva en medio del guirigay, como si unos presos condenados a cadena perpetua acabaran de ser puestos en libertad tras recibir el perdón de Dios sabe quién.

Me quedo solo en el aula: parece un cementerio. Las sillas y los bancos que han estado vivos un año entero, animados por nuestros miedos y nuestras locuras, heridos por nuestros bolis y nuestros lapiceros, permanecen allí, inmóviles como lápidas. Un silencio de muerte lo envuelve todo. En la pizarra han quedado los trazos rápidos del Soñador, que nos ha deseado felices vacaciones a su manera:

«Si uno espera lo inesperado, no lo encontrará; pero si uno no tiene esperanza se encuentra lo inesperado».

Una frase de Heráclito.

Para mí es solo una broma de mal gusto: me he quedado sin ninguna de mis esperanzas.

Así, el curso se apaga igual que unos fuegos artificiales. Este año ha durado una vida. He nacido el primer día de clase, crecido y envejecido en solo doscientos días. Ahora lo único que me falta es el juicio casi universal de las notas y espero que después comience el paraíso de las vacaciones... Aprobaré, con notas bastante buenas.

Sin embargo, algo he comprendido, gracias a Beatrice: no puedo consentirme desaprovechar un solo día de mi vida. Creía que lo tenía todo y no tenía nada, al revés que Beatrice, que no tenía nada y sí lo tenía todo.

Con Niko y los demás no me he vuelto a hablar. Hemos perdido el torneo por mi culpa. Nunca di explicaciones de lo que me había pasado. No me importa. No me importa en absoluto. Silvia me ha dado una carta, pero no la abro. No quiero leerla. Ya no tengo valor para sufrir más.

Barba, el conserje, se asoma y me encuentra sentado inmóvil, mirando el vacío.

—En tres años nunca te he visto salir el último. ¿Qué te pasa? ¿Repites curso?

—No, solo estaba pensando...

—¡Vaya, entonces realmente han hecho el milagro!

Reímos juntos, y una palmada en el hombro es lo que queda para volver a la vida.

En medio del pasillo, volviendo sobre mis pasos, le digo:

—¡No borres la pizarra!

El instituto es el mundo al revés: no se pone nada negro sobre blanco, sino viceversa. En el instituto todo está hecho para ser olvidado, como el poco polvo blanco de la tiza.

Barba no me ha oído y el borrador, arma de tantas batallas, pasa inexorable sobre las esperanzas de un soñador.

Después del verano

Después, llorando, solo en mi lamento

llamo a Beatriz, y digo: «¿Ya estás muerta?»;

y mientras la invoco, me consuela.

DANTE ALIGHIERI,

La vida nueva,
XXXI

El verano es el motivo por el que se vive, pero este verano ha sido distinto. No ha sido el tiempo de los gritos, sino el del silencio. No he visto ni sabido de nadie durante todo el verano. He pasado casi tres meses en la montaña, en el hotel al que vamos siempre. Es el primer año que me apetecía ir. Necesitaba silencio. Necesitaba pasear solo. Necesitaba no hacer nuevas amistades. Necesitaba no buscar como fuera una chica, solo por tener algo que contar a Niko después de las vacaciones. Necesitaba a papá y a mamá. Necesitaba el diario de Beatrice, porque contenía una rendija de felicidad. Necesitaba lo esencial y en la montaña es más fácil encontrarlo.

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