Blanca como la nieve roja como la sangre (18 page)

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Authors: Alessandro D'Avenia

Tags: #Drama, romántico

BOOK: Blanca como la nieve roja como la sangre
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Total, resulta que he escrito —no sé ni cómo— «Querido Fin...», porque con el T9 no aparece la palabra «Dios». Y «Fin» no me parece un mal apodo para Dios. El nombre Dios me da miedo. Sigo escribiendo, igual que he hecho con Beatrice, pero en el móvil, al menos así los renglones salen rectos: «Dices que eres padre nuestro, pero pareces demasiado tranquilo en los cielos. No sé tu nombre y si no te ofendes te llamaré Fin, porque así te llama el T9. No puedo aceptar tu voluntad porque no tiene sentido lo que estás haciendo con Beatrice. Si eres omnipotente: sálvala. Si eres misericordioso: cúrala. Me has puesto un sueño en el corazón: no te lo lleves. Si me quieres: demuéstramelo. ¿O eres demasiado débil para ser Fin? Dices que eres la vida, pero te llevas la vida. Dices que eres el amor, pero vuelves imposible el amor. Dices que eres la verdad, pero la verdad es que yo no te importo y que no puedes cambiar las cosas. No me asombra que nadie te crea. Puede que sea presumido, pero si yo estuviese en tu lugar, lo primero que haría —no hay que ser Fin para entenderlo— es curar a Beatrice. Amén».

Mientras escribo, me interrumpe un mensaje y lo leo en voz alta:

—«Recuerda que siempre estoy a tu lado. Te quiero, aunque no te lo mereces...;-)S.»

Silvia es un ángel y está en contacto directo con Dios, tendría quizá que preguntarle si tiene el número del móvil de Fin, así podría mandarle el mensaje. ¡Fin, estoy seguro de que curarás a Beatrice! En tu lugar, yo lo haría, y confío en que tú seas mejor que yo...

Vuelvo a visitar a Beatrice. Cuando empezaba a preocuparme, su madre me envía un mensaje. La encuentro dormida, más delgada, apagada. Un gotero acompasa el paso de los segundos. Abre los ojos y su sonrisa parece llegar de lejos, como sonríen los viejos, con melancolía.

—Estoy cansadísima, pero me alegra que hayas venido. Quería escribir en mi diario, pero no puedo sujetar el boli. Me siento idiota.

Saco una hoja del bolsillo y a escondidas la pongo debajo de la página sobre la que voy a escribir: la hoja con rayas negras para escribir recto sobre la página en blanco. Cuando quiero me esmero, vaya que si lo hago. Escribo lo que me dicta Beatrice. De vez en cuando para, se queda sin voz, respira con dificultad. Luego se queda dormida. Yo espero y la veo irse como una barca sin motor, sin vela, sin remos, arrastrada por la corriente. Abre los ojos.

—Estoy muy cansada... cuéntame tú algo, Leo.

No sé de qué hablar. No quiero cansarla con mis tonterías. Le hablo del insti y de mis problemas, de lo que ha pasado este año, del Soñador, de Gandalf, de Niko y del torneo de fútbol que los Piratas estamos a punto de ganar... Le hablo de Silvia, de las veces que me ha sacado de líos, de la vez que hizo novillos por mí y conmigo y de que me convenció de venir a verla... Beatrice me interrumpe de repente.

—Te brillan los ojos cuando hablas de Silvia, como una estrella...

Beatrice sabe decir frases con la sencillez de un niño que pide la enésima galleta. Guardo silencio como quien es víctima de una gran injusticia, pero no puede hacer nada para defenderse. Yo no puedo amar a Silvia, puedo y quiero amar solamente a Beatrice: y precisamente ella tiene que decirme que los ojos me brillan como las estrellas cuando hablo de Silvia.

—Beatrice, ¿alguna vez te has enamorado?

Me contesta que sí con un leve suspiro y calla. Me doy cuenta de que no debo preguntarle nada más, pero también que solo ella tiene las respuestas oportunas.

—¿Y qué sentiste?

—Era como una casa a la que podía volver cuando me apetecía. Como cuando haces inmersiones submarinas. Abajo todo está quieto e inmóvil. Hay un silencio completo. Hay paz. Y a veces cuando sales a la superficie el mar está agitado.

Escucho en silencio y sospecho que las palabras que he usado en mi vida guardan alguna relación con el término «amor», aunque si ahora mismo buscara dicha palabra lo único con lo que me toparía sería «véase el término Beatrice». Mientras sigo embargado en estos pensamientos vanos, Beatrice cae en una modorra sorprendente, como si se apagase de pronto. O quizá solo tiene los ojos cerrados, pero comprendo que me tengo que marchar.

Silvia es azul, no roja. Sin embargo, mis ojos brillan en el azul.

Cuando no sabes responder a una pregunta solo cabe una solución: Wikipedia. Sin embargo, en Wikipedia no aparece si es posible que Silvia sea para mí algo más que una amiga; la pregunta me atormenta como las cigarras de verano y no consigo espantarla. Intento dividir la pregunta en dos. ¿Silvia me ama? ¿Yo amo a Silvia? Hago al menos once tests en Facebook para descubrir si una persona te ama. Resultado unívoco: Silvia hace conmigo todo cuanto hace una persona enamorada, que sin embargo no se atreve a declararse. Ahora me toca a mí. Pero no quiero descubrirlo con un test. Es demasiado importante. Debo comprobarlo personalmente.

«Silvia, ¿estudiamos juntos? Necesito una mano con los poetas griegos.»

Definitivamente, la poesía no sirve para nada, no es más que una excusa para enamorarse.

Mientras Silvia repite la traducción de algunos versos complicadísimos de Safo —«Inmortal Afrodita, la del trono pintado...»—, yo la miro sin escuchar las palabras, pero sigo el movimiento de sus labios.

«...Y tú, oh feliz diosa, me preguntabas qué de nuevo sufría y a qué de nuevo te invocaba, y qué con tanto empeño conseguir deseaba en mi alocado corazón...»

Sigo las ondulaciones de sus cabellos negros, que se agitan con las palabras que pronuncia. Alas de una gaviota que se abandona sin esfuerzo al viento.

«...Acúdeme también ahora, y líbrame ya de mis terribles congojas, cúmpleme que logre cuanto mi ánimo ansia...»

Miro sus ojos azules, llenos de vida y atentos en los míos. Por segunda vez no le miro los ojos, sino dentro de los ojos. Una zambullida en un mar azul, manso y fresco.

—¿Qué te pasa, Leo?

Me despabilo del sueño en el que me he sumido sin darme cuenta y del que no quería despertarme.

—Pareces distraído. Te brillan los ojos. ¿Estás pensando en Beatrice...? Descansemos un poco...

Me despierto de un sueño.

—No, no, sigue. Te escucho.

Silvia sonríe comprensiva.

—De acuerdo, ahora viene el fragmento que me gusta más, el de la manzana roja. Concéntrate. «Cual la manzana que se cubre de rojo en la alta rama, en la rama más alta, y los recolectores la olvidan... ¡Pero no, no la olvidan, es que a ella no pueden llegar!»

Mientras Silvia repite y sigue con su dedo las palabras en griego, yo por primera vez creo conocer esa lengua de muertos.

He aprendido de memoria estos versos y los he repetido hasta que el amanecer, que aún no conocía, me ha sorprendido enamorado, rojo perdido. Pero ¿cómo voy a traicionar a Beatrice? ¿Cómo voy a llegar a Silvia, que es tan perfecta? Sin embargo, la misma Beatrice es quien me ha abierto los ojos, es ella quien me ha hecho ver lo que no veía. Silvia es casa. Silvia es puerto. ¿Podré llegar a ti, Silvia?

Lo malo de la vida es que no tiene instrucciones de uso. Las instrucciones de un móvil las sigues, y si no funciona para eso está la garantía. Lo devuelves y te dan uno nuevo. Con la vida no pasa eso; si no funciona no te la devuelven nueva, tienes que quedarte con la que tienes, usada, sucia y averiada. Y cuando no funciona pierdes el apetito.

—Leo, no comes nada, ¿te encuentras mal? —me pregunta mamá, a la que no se le puede ocultar nada.

—No lo sé, no tengo hambre —respondo con sequedad.

—Eso es que estás enamorado.

—No lo sé.

—¿Qué significa «no lo sé»? Lo estás o no lo estás...

—Estoy confundido, es como si tuviese un rompecabezas de un millón de piezas sin todo el dibujo para poder componerlo. Tengo que hacerlo todo solo.

—Pero Leo, la vida es así. La vida te la vas haciendo tú sobre la marcha, con tus elecciones.

—¿Y si no sabes elegir?

—Procura descubrir la verdad y elige.

—¿Y cuál es la verdad sobre el amor?

Mamá permanece en silencio. Lo sabía: no hay respuesta, tampoco instrucciones.

—Tienes que buscarlas tú en tu corazón. Las verdades más importantes están ocultas, lo que no significa que no existan. Lo único que ocurre es que son más difíciles de sacarlas a la luz.

—¿Y tú qué has descubierto en estos años, mamá?

—Que el amor no quiere poseer, el amor solamente quiere amar.

No respondo. Me pongo a comer mientras mi madre friega los platos en silencio.

El móvil está sobre la mesa, al lado de mi vaso. Lo cojo y le envío un mensaje a Silvia:

«Mañana, que es hoy, a las cinco en el banco. ¡Quiero hablarte! Asunto de vida o muerte».

Llego con media hora de adelanto para repetir de memoria las palabras que quiero decirle. Un mendigo se me acerca para pedirme algo y, como estoy generoso con el mundo porque me dispongo a declararme a Silvia, le doy un euro, o mejor dos.

—Que Dios te bendiga —me dice él.

No bien la veo acercarse me pregunto cómo he podido estar tan ciego todo este tiempo. Ella me confiesa que aquel es un lugar maravilloso y que toda persona debería tener un lugar así para proyectar sus sueños y para declarar sus secretos. La hago sentarse con la obsequiosidad que tendría con una reina y mientras me retuerzo las manos buscando las palabras, ella me detiene muy seria.

—Antes quiero decirte algo, Leo.

Ojalá me quiera decir lo mismo, así terminamos en un pispas y nos abrazamos.

—No quiero seguir guardando más tiempo este secreto que me desgarra el corazón.

Lo que me figuraba. Silvia vuelve a sacarme del apuro.

—Beatrice nunca te ha respondido a los mensajes porque yo nunca te di su número.

Miro a Silvia como alguien que acaba de venir de Marte y ve por primera vez a un ser humano. De repente, toda la belleza de sus facciones me parece rígida, de cartón piedra, como una máscara vacía.

—Lo sé, Leo, lo siento. Es mi culpa.

No entiendo.

—La vez que me pediste que te consiguiera su número, fingí que te hacía el favor.

Recuerdo que me percaté de ello, cuando Beatrice me dictó su número, que no coincidía con el que tenía. Las palabras de amor que había preparado se desvanecen como los «te amo» trazados en la arena cerca del mar. El tono de voz se endurece como el hielo.

—¿Por qué lo hiciste?

Silvia permanece callada.

—¿Por qué lo hiciste, Silvia?

Silvia responde mezclando lágrimas y palabras.

—Estaba celosa. Quería que tú me enviaras a mí esos mensajes. Pero nunca me atreví a decírtelo. He guardado meses tu carta a Beatrice imaginando que me la dirigías a mí. Me aterrorizaba perderte. Perdóname.

Guardo un silencio blanco, semejante al que hay en la luna. Ella contempla la corriente del río y no se atreve a alzar la vista. Me levanto y me marcho, dejándola ahí, como a una perfecta extraña. Silvia ya no es nadie para mí. Silvia, en quien confiaba. El amor no puede nacer de una traición.

—Quiero olvidarte cuanto antes.

Lo repito entre lágrimas. Y aquel algo que hace unas noches se arrinconó en mi corazón se seca y se vuelve un grano de sal, que sale mezclado con las lágrimas, deshecho y perdido para siempre.

Estoy cansado de que me traicionen.

Tengo tanto dolor metido en el pecho que podría abrasar el mundo. Estar encerrado en casa me aviva el fuego, ya no aguanto más. Voy al despacho de mi padre y se lo digo muy clarito.

—Papá, ya está bien. He comprendido. ¡Cono! ¡Pero ya está bien!

Me mira sin decir nada. Guarda silencio. Lo he provocado, he dicho una palabrota, pero no responde. ¡Vaya manera de reaccionar a las provocaciones!

Doy un portazo y regreso a mi cuarto. Subo la música hasta hacer temblar las ventanas, para que todos me oigan y nadie me pueda hablar. Quiero encerrarme en una casa de ruido, porque hoy esta en la que vivo no es mi casa.
Terminator

 se pone a ladrar como hace siempre en estos casos. Ladra cuando pongo música de los Linkin Park a todo volumen y cuando mi madre guisa el pollo con pimientos. Es como si se le despertaran instintos primitivos o malos recuerdos de su infancia perruna. La verdad es que
Terminator

 es un perro raro. Si tengo que reencarnarme espero no hacerlo en
Terminator

. A saber quién era
Terminator

 en su vida anterior...

Subo la música y la letra de
Numb
está a punto de hacer trizas los cristales de las ventanas, para que todos me oigan. De pronto mamá grita:

—¡Leo, baja el volumen, no puedo hablar por teléfono!

Es justo lo que busco, pero tú no te enteras y crees que me gusta escuchar esta mierda de música a todo volumen. ¿O quieres que todo me dé igual? Lo único que pretendo es saturar con mi ruido este mundo provisto de tapones en los oídos.

Mi padre entra entonces en mi cuarto. No dice nada. Bajo el volumen.

—Salgamos a dar una vuelta...

Me ha oído. Mi padre me ha oído. De verdad ha oído lo que estaba diciendo.

No hemos hablado de nada. Pero con papá cerca me siento casi calmado, mis dudas sobre todo y sobre todos parecen disiparse. Mis heridas escuecen menos. Papá, padre. ¿Cómo se convierte uno en padre? Hay que leer mogollón de libros, tener al menos un hijo y una fuerza semejante a la de Dios. Yo nunca seré capaz.

Tumbados el uno al lado del otro con los ojos cerrados, tras cinco minutos de profundo silencio. Es un juego que me ha enseñado Beatrice. Juego de silencio: pocos minutos callados, con los ojos cerrados mirando los colores que aparecen bajo los párpados. De vez en cuando yo hago trampa y la miro, a pocos centímetros de mí, conteniendo la respiración para que no oiga que me he dado la vuelta.

—No abras los ojos —dice como si sospechara algo.

—No los he abierto.

—¿Qué has visto?

—Nada.

—Concéntrate.

—¿Y tú qué has visto? —le pregunto, intrigado.

—Todo lo que tengo.

—¿De qué color es?

—Rojo.

—¿Y qué es?

—El amor que recibo. El amor siempre es una deuda, por eso es rojo.

No entiendo. No estoy a la altura de lo que dice Beatrice. Nunca.

—¿Y tú, Leo, qué has visto?

—Blanco.

—¿Con los ojos cerrados?

—Con los ojos cerrados.

—¿Y qué es?

—...

—¿Qué es?

—Todo lo que no tengo. El amor siempre es un crédito, que no se saldará...

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