Read Blanca como la nieve roja como la sangre Online
Authors: Alessandro D'Avenia
Tags: #Drama, romántico
—Vale, Silvia, respeto tu intimidad, pero quiero que sepas que puedes contar siempre conmigo, para el secreto que sea.
Silvia sonríe dubitativa y luego me habla de Nicolosi. Nicolosi es la profe de educación física. Una mujer de unos cincuenta años, que en su juventud debió de ser guapa, pero que ya no lo es. Procura de todas las maneras posibles aparentar que es joven, y resulta ridícula. Solo que nadie se atreve a decírselo. No es como Carnavale. Carnavale es la profe de biología. Ella, aunque tiene cincuenta años, sigue siendo guapa, una mujer guapa de cincuenta años. En cambio, Nicolosi se viste como una veinteañera, por eso resulta ridícula. Total, que Silvia me ha contado que Nicolosi había ido a clase con una minifalda tan corta que los chicos se habían puesto como locos.
—¡Vaya, lo que me he perdido!
Silvia se queda cortada.
—¡Eres un cerdo!
—No, un león...
En fin, lo cierto es que los chicos le han hecho fotos con los móviles.
—¿A ti no te gusta que te miren?
Silvia vacila un instante.
—Sí... muchísimo... pero no quiero forzar a nadie a mirarme, y una mujer sabe cómo forzar. En cambio, hay mujeres que prefieren esperar a una persona que esté allí solo para ella y desee descubrirla poco a poco: como pasa en un sueño...
Eso es algo sobre lo que también debo reflexionar. Los sueños son como las estrellas: las ves brillar todas, cuando se apagan las luces artificiales, y eso que estaban ahí desde antes. Tú no las veías, por el excesivo fulgor de las otras luces. Silvia me fuerza a reflexionar. Lo hace a propósito. Y yo me quedo dormido casi enseguida. No estoy hecho para reflexionar largo rato. Me duermo lamentando lo que me estoy perdiendo en el instituto. Aunque antes de sumirme en la oscuridad se me antoja que no estoy perdiéndome nada imprescindible para vivir...
Ya es oficial: estudiar no sirve. Si algún día soy ministro de Educación, lo primero que haré será cerrar las escuelas.
Al despertarme recuerdo que en este mismo hospital está Beatrice y chupo ese pensamiento como un Mentos. Eso me hace olvidar el dolor, el malestar, la televisión. Cuando la persona más hermosa que conoces está cerca de ti, todo se transforma, incluso las cosas feas. Antes no tenían sentido. Luego se vuelven sensatas. Tengo que trazar un plan. Quiero al menos verla. Ya puedo levantarme de la cama. Subo el brazo al cuello y el cuello está rígido por el collarín, pero ya no tengo que quedarme inmóvil. Las radiografías dicen que estoy bien.
Así que me decido. Bajo de la cama. Con la pinta que llevo, no soy precisamente un guaperas, ni siquiera puedo quitarme el pijama. Qué se le va a hacer. En un hospital te acostumbras a ver a la gente en pijama. Es increíble la rapidez con que te haces a estar en pijama delante de un desconocido. En un hospital pasa eso. Tal vez porque todos somos un adefesio frente al dolor y el sufrimiento. Todos tan semejantes, que el pijama es el mejor uniforme para suprimir las diferencias. Yo tengo un elegantísimo pijama de papá. Mamá me lo ha traído porque es más ancho y vale para la escayola. Y además huelo el olor de papá, que me hace sentirme en casa.
Así tan elegante me lanzo por los pasillos de la unidad femenina. No me atrevo a preguntar por Beatrice directamente a las enfermeras, y me muevo como si estuviese dando un paseo. Me asomo a las habitaciones de la unidad de oncología. Silvia me ha dicho que así se llama la unidad de los tumores. No sé bien por qué, pero ese «onco» seguramente es algo del griego relacionado con los tumores,
porque la «logia» que
contiene la palabra siempre acompaña a otra griega. Tengo que buscarlo en el diccionario cuando vuelva a casa. ¡El diccionario, maná para los ocultistas! No lo echo nada de menos. Me asomo a las habitaciones. Como en mi unidad, la mayoría de los ingresados son mayores. Viejos. Yo soy una especie de mascota. El Elefante tiene setenta y cinco años... El hospital es como una galería de viejos blancos. Los jóvenes ingresan en un hospital porque tienen mala pata; los viejos, porque son viejos.
Pero si ves una cabeza con escaso pelo rojo sobre una almohada blanca, como si fuese una rosa sobre la nieve o el sol en el centro de la Vía Láctea, esa solo puede ser Beatrice durmiendo. Sí, es Beatrice durmiendo. Entro. Su vecina de habitación es una vieja con la cara llena de arrugas que parecen talladas. Me sonríe como un papel de plata arrugado.
—Está muy cansada.
También le sonrío. Me acerco como una momia rígida a la cama de Beatrice. Me asusto. Porque tiene encima un gotero y un tubo acaba directamente en su muñeca. Entra en sus venas y una aguja que hiere la piel de Beatrice deja entrever su sangre roja. En aquellas venas está circulando también mi sangre. Mis glóbulos más rojos que nunca devorando los blancos de ella y volviéndolos rojos. Noto el dolor de Beatrice y quisiera que fuese mío y que ella estuviera bien. Total, de todas formas tengo que estar en el hospital.
Beatrice duerme. No es como la recordaba. Está indefensa. Está pálida, un extraño color azul cerca sus ojos y sé que no es maquillaje. Duerme. Sus brazos, envueltos en un ligero pijama azul, están tendidos hacia los lados. Sus manos son delicadas y delgadas. Nunca la había visto tan de cerca. Parece un hada. Está sola. Duerme. Me quedo mirándola al menos media hora. Y ella duerme. No decimos nada, pero tampoco hace falta. Contemplo su rostro para recordar cada una de sus facciones. Tiene un hoyuelo en la mejilla derecha, que hace que parezca risueña incluso mientras duerme. No hace ruido. No se oye su respiración. Es silenciosa. Pero luminosa como siempre, como una estrella en la noche. Entonces entra una enfermera, que tiene que hacerle controles y me pide que salga. Me levanto con cierta desmaña, en mi pijama de gala.
—¿La conoces, figurín? —me pregunta la enfermera gorda como la Simmenthal con toda su gelatina, balanceándose por la broma que acaba de hacer.
Permanezco un segundo en silencio y, con una sonrisa infinita, respondo:
—Sí, es mi chica. Para estar cerca de ella he tenido que romperme un brazo...
La enfermera-Simmenthal contiene algo más que una sonrisa que no sé definir... Antes de salir le hago una caricia a Beatrice. Sin embargo, no la despierto. Eso sí, quiero que al despertar encuentre mi caricia en su mejilla.
Cúrate, Beatrice. Tengo un sueño. Y tengo que llevarte conmigo.
No le he dejado la carta a Beatrice, me he olvidado, por culpa de la enfermera-Simmenthal, que me distrajo. Aunque a lo mejor no era el momento. Abro la carta para releerla. Como si se la estuviese leyendo a ella en voz alta. Se cae al suelo el crucifijo de Gandalf. Se había quedado en el sobre. Se cuela en el sitio más inaccesible, como solo saben hacerlo las cosas que necesitas. Casi tengo que arrancarme el brazo sano para rescatarlo. Lo aprieto con fuerza. Enfadado. Lo miro. Él también duerme. Él también tiene la mirada de Beatrice mientras duerme. Y sé que él sabe lo que está padeciendo Beatrice, porque al parecer también pasó por eso.
¿Por qué las personas buenas, suponiendo que existas, tienen que sufrir? Pero tú no respondes. Y yo no sé si existes. Aunque si existes y haces milagros, haz uno por mí: cura a Beatrice. Si lo haces, empezaré a creerte. ¿Qué te parece?
He estado el día entero sentado en la cama, repasando por el microscopio de mi memoria el rostro dormido de Beatrice. Acurrucado en el hoyuelo de su mejilla derecha he pasado allí horas, como un recién nacido en la cuna, o como cuando de niño coloreaba aquellos insoportables álbumes en blanco y negro. Y desde allí el mundo se veía mejor; me parecía que podía escuchar en silencio sin sentir miedo, que podía tocar la oscuridad. Era como si mis sentidos agarrotados se desentumecieran tras dormir mucho. Las horas han pasado sin que me diera cuenta. Pero no como con la tele. Porque ahora no estoy cansado, podría volver a empezar.
Ya es de noche. Fuera está oscuro. Quiero proteger a Beatrice de la noche. Salgo de la cama y me dirijo hacia su unidad. Ya no noto el olor del hospital, ahora solo noto el olor de los enfermos y tengo menos miedo. Vuelvo sobre mis pasos. No puedo ir con las manos vacías. Entro en una habitación en la que hay unas flores casi lozanas en un florero. Dos señoras están viendo la tele. Debe de ser una de esas películas aburridísimas de la Rete 4. Pero ellas parecen sumidas en un hipnótico silencio de Rete 4. Los viejos. Me acerco al florero. Cojo una margarita. Blanca. Una de las dos mujeres se vuelve hacia mí. Sonrío.
—Es para una amiga.
El rostro, que parece salido de una caverna prehistórica, asiente ahondando las arrugas como ríos.
—Buenas noches.
—Buenas noches —me dice con dulzura, distendiendo el río de sus arrugas en un mar de paz.
Salgo contento con mi flor en la mano. La margarita es preciosa. Tan sencilla como debe ser una margarita. Es como si alguien hubiese plantado la semilla justo para ese momento. Ese jardinero no lo sabía, pero lo hacía por mí. Su trabajo tenía sentido para aquel momento. Por un pasillo de hospital, en el silencio blanco de la noche, llevo una margarita a Beatrice, habitación 234 de la unidad de oncología. Cuando entro, la habitación está casi a oscuras. Solo distingo el perfil de Beatrice y el de la señora de las arrugas. Las dos duermen. ¡Cuánto se parecen en la penumbra! Las dos están agotadas por su enfermedad. Están tan cerca, y sin embargo son tan diferentes... No es justo que un joven se haga viejo tan deprisa. Beatrice duerme. Solo vislumbro su perfil, que me parece contener todos los perfiles más hermosos que conozco, bajo la manta marrón de hospital. Me acerco y dejo mi margarita a su lado, sobre la mesilla. Susurro una canción, sin vergüenza, sin ruborizarme.
—Buenas noches, buenas noches, florecilla, buenas noches entre las estrellas y el cuarto. Para soñar contigo tengo que tenerte cerca, pero con tenerte cerca no me basta...
Me alejo en silencio. He hecho lo que tenía que hacer. En pijama, pero lo he hecho.
Vuelvo a la cama y no consigo dormirme. Cada vez que veo a Beatrice, se me clava un ladrillo en el estómago. No tiene nada que ver con lo que sientes al ver a una chica que te deja patitieso. Hay chicas cuya belleza te hace desvariar. Beatrice me clava un ladrillo en el estómago, un peso que has de llevar a cuestas, un peso dulce... este debe de ser el signo del auténtico amor. No simplemente el amor que te hace desvariar, como la locura, sino el amor que te hace poner los pies en la tierra, como la gravedad. Así me he dormido, con la luz encendida, mirando el cuadro que me regaló Silvia. Me imaginaba al timón de aquella barca, con Beatrice a mi lado, rumbo a la isla donde todos nuestros sueños se convertirían en realidad. Una margarita entre sus cabellos rojos iluminados por el sol, como hechos en la superficie del mar.
Como dirían Aldo, Giovanni y Giacomo: pregúntame si soy feliz. Sí, al menos en los sueños.
Por fin voy a volver a casa. Mañana es Navidad y me dan el alta. Qué alegría... Lo único envuelto de momento es mi brazo: ¡con un quintal de yeso! Pero antes tengo que dejarle la carta a Beatrice; así, cuando ella también salga del hospital, podremos vernos. Todo se arreglará y viviremos felices y contentos. Espero la complicidad de la noche, cuando el hospital es un ronquido desacompasado que sale de las habitaciones como el gruñido de un jabalí. El olor de las enfermedades parece disminuir durante el sueño, así como el dolor. Tengo mi carta, en un sobre negro que le he encargado a Silvia. Cerrado. Me dirijo con paso sigiloso hacia la unidad de Beatrice. Tras cada paso siento que mi alma se dilata y que mi corazón se convierte en una casa que Beatrice ya ha empezado a decorar a su antojo, moviendo cosas, sentimientos, sueños, proyectos. Repito las palabras de la carta de memoria, como si se desprendiesen del papel y cobrasen vida.
La puerta de la habitación está cerrada. La abro con la mayor delicadeza de la que soy capaz. Me acerco a la cama de Beatrice prácticamente sin respirar para oír cada uno de sus susurros, oler cada uno de sus aromas.
La cama está vacía. Las sábanas limpias y blancas, sin una arruga.
Me siento en la cama. Estrujo la carta entre mis manos, hasta desgarrarla. Mi sueño es como esas cometas que hacía con papá de pequeño. Meses de preparación y luego nunca volaban. Una sola vez una cometa roja y blanca levantó el vuelo, pero el viento soplaba con tanta fuerza que la cuerda me cortaba la mano y a causa del dolor la solté.
Beatrice se está yendo así, arrastrada por el viento. Intento retenerla, pero el dolor que causa la cuerda que la ata a mi corazón se hace cada vez más intenso... Me acurruco como
Terminator
cuando duerme, el dolor se mitiga lentamente al contacto con la cama en la que ha estado Beatrice. Esta noche dormiré con ella, aunque se haya ido de aquí.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Esas palabras interrumpen mi vagar por una inmensa cama sin bordes. Si la enfermera gorda no me conociera, lo pasaría mal.
—Estaba buscando a Beatrice.
Respondo con una sinceridad que no deja escapatoria al corazón de nata que tienen todas las enfermeras gordas y capaces de amar el olor de los enfermos.
—Ayer se marchó.
Guarda silencio y se pone seria.
Dejo la cama con la nostalgia de quien ha pasado una noche abrazado a Beatrice. Salgo de la habitación con la cabeza gacha, arrastrando los pies. Cuando paso delante de la enfermera, me despeina con su mano de nata.
—Cuídala. Hazlo también por mí.
La miro y siento que el calor de aquella mano me da el valor que me falta.
—La cuidaré...
Más tarde llega mamá. Ordena todas mis cosas en una bolsa y, sujetándome con un brazo, pese a que no hace falta, me ayuda a llegar al coche. Finjo sentirme peor de lo que estoy, para que ella note mi peso y yo su abrazo, capaz de hacerme olvidar el dolor, que es la cosa más invisible y pesada que conozco.
Mi cuarto sigue igual. Me esperaba no sé qué cambios. Ya no duermo bajo el mismo techo que Beatrice, ni puedo visitarla. Mi bativespino ha tenido el destino que me podría haber tocado a mí. De todas formas, no lo podría conducir.
Es Navidad y tengo que estar en casa con el brazo en cabestrillo quince días más. «Aprovecha para ponerte al día y tratar de aprobar», me ha dicho mamá. No veas, menudas vacaciones, estudiar el doble de lo habitual. Pero el doble de cero es cero, al menos eso sí que lo sé. Cuando intento ponerme con los libros es como si las agujas del reloj se pegaran a la esfera y ya no se movieran, presas de una burbuja espacio-temporal.