Pero éste no era tonto. Antes de convocar el mitin de la alianza se había cerciorado de que el jefe John Muchina se encontraría en Nairobi muy ocupado despachando con el Comisario Nativo Principal.
Se dirigía hacia la choza de su madre, con la intención de recoger una calabaza llena de leche de cabra, cuando la súbita aparición de dos caballos en el campo de polo de Bwana Lordy lo hizo detenerse. Cuando se le acercaron galopando, David reconoció a los jinetes. Y se llevó una sorpresa. Bwana Geoffrey no era ningún extraño en la finca Treverton, pero memsaab Mona había estado ausente de la finca, estudiando en una escuela de Nairobi. David llevaba tres años sin verla; la miró fijamente, miró a la chica que le había desafiado a entrar en la choza de cirugía.
* * *
—¡Apártate, Mona! —exclamó Geoffrey, alzando el mazo en el aire—. ¡Deja paso a un campeón!
Mona galopaba delante de Geoffrey y tiró de las riendas en el último momento, haciendo que su poney respingara. Golpeó con su mazo y la pelota salió volando. Luego galopó hacia los postes de la meta en el extremo norte, seguida muy de cerca por Geoffrey. Hacían mucho ruido y arrancaban gran cantidad de hierba en sus intentos de hacerse con la pelota. El extremo norte del campo de polo era el que lindaba con la tierra de Grace Treverton. Al otro lado de la valla estaba el camino nuevo que cruzaba las altas puertas de la misión. Más allá de las puertas, los edificios con techo de hierro se vislumbraban entre los árboles. Dentro de uno de esos bungalows de piedra, trabajando en dos quirófanos modernos y atendiendo a los pacientes que ocupaban un centenar de camas, el bien adiestrado personal médico de Grace podía oír las voces de las dos personas que jugaban en el cercano campo de polo y también el ruido de los mazos al golpear la pelota.
Geoffrey obligó a su montura a retroceder hacia su propia meta; Mona lo siguió velozmente, dispuesta a utilizar el mazo. Se rieron con la respiración entrecortada y se gritaron insultos cariñosos, reconociendo su habilidad y pericia mutuas. Geoffrey Donald, de veinticinco años, tenía una clasificación de cuatro y era un número tres, el mejor jugador de su equipo. La posición de Mona era número uno y su clasificación era de menos uno, pero tenía dieciocho años y sólo llevaba uno jugando al polo. Estaba progresando rápidamente y labrándose una reputación en el polo femenino y esas semanas, después de graduarse en la escuela, las dedicaba a entrenarse para el gran torneo que se celebraría durante la semana de las carreras de Nairobi.
Llegaron al extremo sur del campo, donde David Mathenge los observaba a través de la valla. Mona estaba a punto de marcar un tanto cuando el caballo de Geoffrey giró inesperadamente hacia la izquierda y asustó al caballo árabe de la muchacha. Al encabritarse su montura, Mona salió disparada de la silla y cayó de espaldas al suelo.
Geoffrey se le acercó inmediatamente.
—¡Mona! —la tomó entre sus brazos—. ¿Mona?
Los párpados de la muchacha se movieron. Le costaba enfocar la vista. Luego aspiró hondo y sonrió.
—¿Estás bien?
—Me… me parece que sí. Es sólo que me he quedado sin aliento. Nada grave.
Geoffrey la ayudó a levantarse. Mona se apoyó en él, sintiéndose ligeramente mareada.
—¿Estás segura? —dijo él; y la besó cuando Mona alzó la cara para decir que sí.
El beso la pilló desprevenida. Nunca la habían besado y jamás había soñado que Geoffrey Donald sería el primero. Así que le dejó hacer. Y fue un beso largo, mientras sus brazos la rodeaban, apretándola contra su cuerpo. Pero cuando la lengua de Geoffrey tocó sus labios cerrados la muchacha se apartó bruscamente.
—¡Geoffrey! —exclamó, riéndose.
—Estoy enamorado de ti, Mona. Cásate conmigo.
—Geoff…
—Sabes que esperan que nos casemos. Durante años nuestras dos familias han dado por seguro, tácitamente, que tú y yo nos casaríamos.
Mona, sintiéndose repentinamente enfadada, se libró del abrazo del muchacho y se sacudió las briznas de hierba de los pantalones de montar. Sí, sabía lo que las dos familias pensaban «tácitamente», y nunca se había parado a pensar en ello siquiera un minuto. Mona sabía que sus padres no le permitirían casarse con «cualquiera». Era hija de un lord; su título completo era lady Mona Treverton. Geoffrey Donald era aceptable, aunque por poco, por el hecho de ser muy rico y porque a su padre le habían nombrado caballero por su valentía en la guerra. Pero, ¿y casarse por amor? ¿Y si le preguntasen a Mona lo que ella quería?
Pero, aunque se lo preguntasen, Mona no sabría qué decir.
Había pasado seis años en un internado para señoritas de Nairobi. Cuando volvía a casa para las vacaciones su único contacto con chicos era en grandes reuniones y en esos casos Bellatu estaba abarrotada de gente. No había tenido ocasión de cultivar una amistad especial con un chico ni de vivir un amor de colegiala. Durante los seis años en el internado se había encontrado a veces con Geoffrey Donald, que era un cazador y ranchero un tanto tosco, que trabajaba en Kilima Simba cuando le apetecía y luego se iba de safari y no volvía hasta después de varios meses. Al encontrarse, él se mostraba cortés e indiferente con ella, pues sin duda la veía como una chica más, una chica torpe que era todo ojos y rodillas y se sentaba con el plato de pastel en el regazo, como una visita no deseada. Y luego, el año anterior, las cosas habían cambiado. Geoffrey asistió a la fiesta del decimoséptimo cumpleaños de Mona. Sus padres no dieron la fiesta para complacerla, sino que usaron el cumpleaños como excusa para invitar a cien personas. En la fiesta, Geoffrey la había mirado como si nunca se hubiesen visto. Más adelante Mona se había llevado una sorpresa al recibir dos cartas, una del Sudán, donde Geoffrey estaba controlando el ganado, y otra de Tanganika, donde estaba cazando leones en la llanura de Serengeti. Finalmente, al dejar la escuela y volver a casa definitivamente, hacía ahora unas semanas, Geoffrey se había presentado —un poco más peinado y planchado que de costumbre— y ahora era casi un elemento fijo de la plantación.
Mona se sentía halagada. Nunca en la vida había recibido tanta atención. Geoffrey era bien parecido, no tanto como su padre, sir James, pero terriblemente atractivo de todos modos. Llevaba una vida romántica, aventurera, poseía un rancho ganadero muy próspero y era admirado por todo el mundo. Pero Mona no estaba enamorada de él.
—Oye —dijo Geoffrey—. ¿Quién es ése?
Mona miró a través de los postes de la meta y vio a David Mathenge, que se encontraba entre las dos chozas situadas junto a la valla del campo de polo.
—Nadie. Sólo uno de los chicos de mi padre.
—Pues parece un tipo bastante huraño. No me gusta ni pizca su forma de mirarnos.
—Vamos, Geoffrey. Volvamos a la casa.
Pero Geoffrey no se movió.
—¡Apuesto a que le hemos escandalizado al besarnos! Ellos no se besan, ¿sabes? ¡Y no saben lo que se pierden!
De pronto Mona se sintió incómoda. David estaba de pie bajo la luz humosa de primera hora de la mañana, y su pecho desnudo y sus largas extremidades hacían pensar en los guerreros masai que había visto en Nairobi. Curiosamente, sus pantalones cortos de color caqui le parecieron una burla a Mona, aunque no supo si la burla iba dirigida a él mismo o a ella.
—¿Qué te parece si le escandalizamos otra vez? —preguntó Geoffrey.
—No —dijo Mona, demasiado rápidamente. Luego dijo—: Sí —y rodeó impulsivamente el cuello de Geoffrey con sus brazos.
«No saben lo que se pierden», había dicho Geoffrey.
Inesperadamente, Mona recordó una tarde en el bungalow de su tía varias semanas antes. Grace estaba ayudando a los Leakey, dos arqueólogos sin dinero, y tratando de recaudar dinero para sus excavaciones en Kenia, así que había organizado un té para ellos y durante la pequeña fiesta Louis Leakey había hablado de los africanos, con franqueza y conocimiento de causa.
—Se considera una desgracia —había dicho el doctor Leakey— que un esposo africano no dé a su esposa una satisfacción sexual completa. Antes del matrimonio, el joven recibe instrucción sobre qué es exactamente lo que debe hacer y lo que no debe hacer. A su vez, la madre de la novia enseña a ésta las mejores posturas, así como todo lo necesario para llevar una vida sexual excitante y gratificadora.
«Dudo que a David Mathenge le haya escandalizado nuestro beso —pensó Mona. Y luego, en un nivel más hondo y secreto de su mente, añadió—: Nuestro beso frío, soso».
Geoffrey se apartó un poco, pero sin soltarle los brazos. Miró los ojos de Mona y dijo:
—Te casarás conmigo, ¿no es verdad. Mona?
La muchacha volvió a sentirse enfadada. ¿Era ésa su idea del romance? ¿El encuentro superficial de los labios en un campo de polo? Luego pensó:
«Pero, ¿qué es lo que quiero, si puede saberse?»
Mona nunca había experimentado excitación sexual, nunca se había enamorado de un astro de la pantalla como les ocurría a las otras chicas de la escuela, nunca había tenido fantasías deliciosas ni había sentido la electricidad de «su contacto». Lo único que sentía por dentro era una especie de distanciamiento, quizá hasta cierta impaciencia al pensar en ello, y empezaba a sentirse preocupada.
De hecho, empezaba a estar asustada. Iba a ser una mujer igual que su madre…
—¿Qué me respondes, querida?
—No… no sé qué decirte, Geoffrey —la proximidad de Geoffrey le resultaba extraña. En cierto modo la aturdía, pero al mismo tiempo era desagradable. El aturdimiento no se debía al hecho de que fuera un hombre, sino sencillamente a que era otro ser humano. Mona no estaba acostumbrada al contacto físico con otras personas. Su padre nunca la había abrazado, y su madre sólo lo hacía en raras ocasiones; quedaban la tía Grace y su hermano, Arthur, las únicas personas cuyo cuerpo había sentido alguna vez. Ahora sentía el de Geoffrey. Y no sabía si le gustaba o no—. Necesito tiempo —dijo, muy consciente de que los mozos se llevaban los caballos, de que otros trabajadores volvían a esparcir la hierba, de que el día se estaba haciendo luminoso, de que David Mathenge la estaba observando.
De pronto se sintió molesta con David, el chico que años antes había discutido con ella sobre de quién era realmente el país, que la había contemplado con ojos tristes cuando estaba acostada en la choza de su madre, recuperándose de las heridas sufridas en el incendio. De repente David Mathenge representó todos los problemas de Mona; simbolizó la fuente de toda su desdicha. No había tenido por qué presentarse en la choza de cirugía aquella noche, con la consecuencia de que Mona había sufrido heridas graves en el incendio y ahora tenía cicatrices muy feas que le impedían ir en bañador y le hacían temer que repugnasen a cualquier amante que tuviera. Él, David, era la raíz de su infelicidad: David Mathenge, que siempre se mostraba tan orgulloso cuando seguramente no tenía en el mundo nada de qué enorgullecerse.
Se separó bruscamente de Geoffrey y, apoyando las manos en las caderas, espetó:
—¿Se puede saber qué estás mirando?
Geoffrey se volvió.
—¿Todavía está ahí? Lo echaré.
—No, Yo me encargo de echarle. Es uno de los nuestros —Mona se acercó a la valla y dijo—: ¿Deseabas hablar con nosotros?
—No —dijo David, tranquilamente.
—¿No, qué? —dijo Geoffrey, acercándose—. Un poco más de respeto, chico.
—No, memsaab Mdogo.
Mona inclinó la cabeza.
—Entonces, ¿no deberías volver a tu trabajo?
Los dos pares de ojos se cruzaron y algo frío y amenazador pasó entre ellos. Luego el chico dijo:
—Sí, memsaab Mdogo —y empezó a retroceder.
—¡Qué insolencia! —musitó Geoffrey—. Si quieres que te diga, tiene cara de agitador. Hablaré con tu padre. Ese chico no debería continuar trabajando aquí.
Mientras se alejaban de la valla, Mona miró por encima del hombro y vio que David había vuelto a detenerse y los miraba fijamente. Sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Había algo en sus ojos…
Buscó la mano de Geoffrey y la apretó con fuerza.
David se quedó observando cómo se iban. Pensaba en el suelo que aquellos pies blancos pisaban. Era el lugar que su madre le había enseñado muchas veces; mucho tiempo atrás había allí una higuera sagrada. David juró algo a sus antepasados: un día se plantaría otra higuera en el lugar que ahora pisaban los
wazungu.
Wanjiru no poseía ningún espejo. De haberlo tenido, hubiera podido examinarse los lóbulos de las orejas para ver si se estaban curando como era debido. Algunas jóvenes de su edad empezaban a despreciar la antigua costumbre de perforarse las orejas, debido a la presión de los misioneros, que predicaban contra cualquier tipo de mutilación corporal. Pero Wanjiru se sentía orgullosa de sus nuevas heridas. Eran el legado de sus antepasadas y demostraban al mundo que podía soportar el dolor.
Cada perforación era una prueba terrible. En la infancia se hacían los primeros dos agujeros, los
ndugira,
en los cartílagos sensibles de la parte superior de la oreja; luego, cuando una chica se acercaba a la edad adulta, se hacía el agujero de abajo, que era mayor. La muchacha se echaba en el suelo y un hechicero o una hechicera le atravesaba las orejas con palitos afilados. Tenía que llevar los palitos clavados durante tres semanas, soportando estoicamente el dolor, sin apenas dormir porque resultaba difícil acostarse. A Wanjiru le habían quitado los palitos hacía poco, y Wachera Mathenge, la hechicera que vivía río abajo, le había untado las costras con una pomada. Aún le dolían las orejas y no estaban preparadas para los anillos de cobre y los abalorios.
Pero eso era trivial en comparación con otra prueba mayor que aún no había llegado.
Iba a celebrarse una iniciación secreta. Sería la primera desde hacía mucho tiempo y traerían niñas de doce a dieciocho años de todo el distrito para que las circuncidaran y entrasen así en la tribu. Aunque ya no eran posibles las semanas de preparativos ceremoniales que fortalecían a las niñas y les infundían valor para enfrentarse al cuchillo sin asustarse —semejantes rituales estaban prohibidos y su aparición súbita avisaría a las autoridades de la iniciación que se acercaba—, Wanjiru estaba sometiéndose a una preparación personal propia.
Sabía que a la mayoría de las niñas les aterraba lo que se avecinaba, que a muchas de ellas las obligarían los padres y los hermanos. Pero Wanjiru esperaba ilusionada el momento de someterse a la antigua iniciación, a la prueba del dolor y la sangre.