Bajo el sol de Kenia (60 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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—No se irá, ¿sabes? No hablaba en serio. Rose no tiene arrestos para irse.

—Creo que habla en serio, Val.

Valentine bebió el whisky de un trago y se sirvió otro.

—Bueno, puede que en este momento ella crea que habla en serio, James, pero ya lo verás. Mañana por la mañana Rose seguirá aquí. Te lo garantizo.

James se acercó a él.

—Valentine —dijo—, ¿por qué no dejas que se vaya?

Valentine se rió, quedamente y sin rencor.

—Tú no lo comprendes. James —dijo, apoyando una mano pesada en el hombro de su amigo—. Construí esta casa para ella. Todo esto… para mi preciosa Rose. No creerás que va a abandonarlo todo, ¿verdad? Ahora vete a la cama, amigo mío. Mañana mis cafetos empezarán a echar flores blancas. ¡Piénsalo! ¡Miles de hectáreas de cafetos! —sonrió—. Que duermas bien, James. Y no te preocupes por Rose ni por mí.

* * *

Grace despertó de repente.

Parpadeó en la oscuridad, tratando de adivinar qué la había despertado.

Entonces se dio cuenta de que era el ruido del motor de un coche.

Intentó leer la esfera del reloj de la mesita de noche. Eran las cuatro y cinco o la una y veinte. No acertó a distinguirlo. ¿El ruido del motor había sido sólo un sueño? ¿O realmente alguien se había ido en coche de Bellatu en plena noche? Quizá era Tim, preocupado porque su hermana estaba sola en casa.

Grace miró la cabeza que dormía en la almohada de al lado. El ruido no había despertado a James.

Escuchó el silencio de la casa grande y pensó:

«Ha dejado de llover».

Cuando estaba a punto de dormirse otra vez le pareció que el entablado del pasillo crujía, como si alguien anduviera de puntillas.

Capítulo 39

A primera hora del 16 de abril de 1945, justo antes del amanecer, una comadrona europea de la Misión Grace Treverton conducía su coche por la carretera desierta de la ciudad de Kiganjo, donde había trabajado toda la noche asistiendo a una parturienta. En la oscuridad vio que más adelante había un automóvil aparcado a la derecha de la carretera, el morro apuntando en la misma dirección que seguía ella, el motor en marcha, y los faros traseros proyectando dos rayos de luz roja sobre la superficie fangosa de la carretera. Al aflojar la marcha y acercarse, vio a alguien sentado dentro del automóvil, en el lado derecho del asiento delantero, en el asiento del conductor. Detuvo su coche junto al otro y encontró un hombre dormido. Al reconocerle y ver que se trataba del conde de Treverton, la enfermera le habló y le preguntó si necesitaba ayuda. El hombre no se despertó, de modo que la mujer se apeó y fue a mirar por la ventanilla del pasajero.

El conde se encontraba desplomado contra la portezuela del conductor con un agujero de bala en la sien izquierda, una pistola en la mano.

La enfermera se fue inmediatamente al puesto de policía de Nyeri, donde despertó al agente uniformado de tercera Kamau, quien a su vez despertó al cabo de guardia. Junto con dos agentes negros acompañaron a la memsaab a la carretera de Kiganjo, donde a unos dos kilómetros de la desviación de la carretera principal de Nyeri, encontraron el coche de lord Treverton.

Bajo la débil luz del amanecer los policías rodearon el automóvil y se pusieron a discutir sobre lo que había que hacer. Mientras tanto, la enfermera observó que había huellas de bicicleta en el barro, huellas frescas que llegabais hasta el lado del pasajero del coche aparcado y luego volvían a tomar la dirección por donde parecían haber venido: Nyeri. Pero cuando el cabo regresó al puesto para llamar al inspector Mitchell, que vivía en Nyeri, y cuando el inspector llegó a la escena del suceso, las huellas de bicicleta ya habían desaparecido bajo numerosas pisadas.

—¡Santo Dios! —exclamó Mitchell al mirar el interior del coche—. ¡El conde se ha pegado un tiro!

Tener que dar cuenta de lo ocurrido a la familia era un deber desagradable. ¡Y qué sensación iba a causar lo sucedido! ¡El conde incluso vestía de uniforme! Mientras subía por el sendero serpenteante hacia Bellatu, el inspector decidió que la depresión causada por la guerra era lo que había empujado al conde a quitarse la vida. No eran pocos los combatientes que se suicidaban al volver a casa. Pero, ¿lord Treverton?

Eran las nueve de la mañana cuando el inspector Mitchell de la policía de Nyeri llamó a la puerta principal de Bellatu y dijo al criado africano que deseaba hablar con lady Rose.

En lugar de ella, la doctora Grace Treverton entró en la sala de estar.

—Mi cuñada no está en casa, inspector —dijo la doctora—. Lady Rose se fue de viaje a primera hora de esta mañana. Quizá yo pueda ayudarle.

—Pues verá usted, doctora —dijo el inspector, haciendo girar el sombrero en las manos, incesantemente. El inspector Mitchell detestaba esa parte de su trabajo—. Se trata del señor conde.

—Me temo que mi hermano aún no ha bajado a desayunar. Hasta el momento, sólo sir James Donald y yo nos hemos levantado.

El inspector asintió con la cabeza. Conocía bien a sir James.

—Pues, mire usted, doctora, como es usted hermana del conde, puedo decírselo a usted para que informe a lady Rose cuando vuelva.

—¿Decirme qué, inspector?

En la casa reinaba una quietud de mal agüero. Un reloj dejaba oír su tictac en alguna parte; cabezas de animales con magníficos cuernos miraban hacia abajo desde las paredes. El inspector Mitchell se dijo que ojala el conde no hubiera escogido su distrito para matarse.

—Me temo que su hermano no bajará a desayunar, doctora Treverton, porque no está aquí.

—¿No está aquí? ¡Claro que está!

—Fue encontrado en su coche a primera hora de la mañana en la carretera de Kiganjo. Lo encontró una de sus comadronas, una tal enfermera Billings.

—¿Lo encontró? ¿Qué quiere decir?

—Lamento decirle que lord Treverton salió en su coche durante la noche y se suicidó con una pistola.

Grace quedó paralizada, mirando fijamente al inspector de policía a través de sus gafas con montura de oro. Luego dijo:

—¿Me está diciendo que mi hermano ha muerto?

—Lo siento mucho, doctora.

—¿Está usted seguro de que se trata de lord Treverton?

—Completamente.

Grace se levantó.

—Le ruego que me perdone —dijo, y salió de la sala de estar.

Volvió a los pocos instantes, acompañada de sir James.

—Cuénteme lo que ha ocurrido, inspector —dijo James, sentándose en el sofá al lado de una Grace visiblemente trastornada y disgustada.

El policía lo repitió todo y añadió:

—El motor todavía estaba en marcha cuando la enfermera lo encontró. Creemos que no llevaba mucho tiempo muerto. El cadáver será trasladado al puesto de policía. Pueden… verlo allí.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Grace, y sir James la abrazó.

—Gracias por venir a avisarnos, inspector —dijo sir James con voz tensa cuando el policía se levantó—. Iré al cuartelillo más tarde y verificaré la identidad.

—Se lo agradeceríamos muchísimo, sir James.

El inspector dio la vuelta, disponiéndose a irse, pero se detuvo al ver a Rose Treverton de pie en el umbral del comedor. La miró fijamente. La mejilla izquierda de lady Rose aparecía magullada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó lady Rose.

James y Grace alzaron los ojos.

—¡Rose! —exclamó Grace—. ¡Todavía estás aquí! —al ver la magulladura, se puso en pie, se acercó a su cuñada y susurró—: ¿Qué diantres le ha pasado a tu cara?

Pero cuando alargó la mano para tocar la mejilla lesionada, Rose se apartó.

—¿Por qué está aquí este policía? —preguntó Rose.

—Rose —dijo Grace con voz tensa—. Ven aquí y siéntate, por favor.

Pero Rose permaneció en el umbral.

—¿Qué ocurre?

El inspector se movió tímidamente. Había visto a la condesa de Treverton algunas veces, en su palco del hipódromo de Nairobi o paseando en su coche conducido por un chófer. Siempre estaba hermosa y aristocrática en todo. Su aspecto en ese momento le dejó boquiabierto: el pelo en desorden, la mitad sujeto y la otra mitad suelto; la bata arrugada; las ojeras; y aquella magulladura monstruosa.

Grace dijo:

—Rose, ha habido un… —se interrumpió. Había estado en un tris de decir «accidente».

—¿Alguien se ha hecho daño?

Grace, incapaz de hablar, se volvió hacia sir James y éste dijo:

—Valentine ha muerto, Rose.

Rose retrocedió como si acabaran de golpearle con fuerza.

—Al parecer, se disparó un tiro… —la voz de James se quebró.

Rose parecía confundida.

—¿Que Valentine ha muerto? —susurró—. ¿Que se ha matado? Pero, ¿dónde?

—En su coche, lady Treverton —dijo el inspector—. En la carretera de Kiganjo. Durante la noche. Acepte usted mi más sentido pésame.

Rose se volvió con cara inexpresiva y se acercó a una de las sillas del comedor. Apoyó la mano en el respaldo, como si fuera a sacarla, pero permaneció de pie, los ojos escudriñando la reluciente superficie de la mesa.

—Valentine —musitó—. Muerto…

Luego escondió el rostro entre las manos y exclamó:

—¡Yo no quería que pasara esto! ¡Oh, Carlo!

Cuando el inspector se hubo ido, James y Grace ayudaron a Rose a entrar en la sala.

—Rose —dijo Grace con voz apagada—, ¿qué ocurrió anoche? ¿Cómo te hiciste daño en la cara? ¿Y por qué no te has ido con Carlo?

Rose clavó la vista en su regazo.

—Valentine me pegó. Subió a mi cuarto y dijo que iba a impedir que le abandonase. Tuvimos una discusión. Me golpeó en la cara.

Grace esperó.

—¿Y luego qué pasó?

—No lo sé. Sus golpes me hicieron perder el conocimiento. Hace apenas unos minutos que he despertado. No le oí salir de la casa… —Rose empezó a sollozar. ¡Tenéis que creerme! ¡Yo no quería que muriese!

* * *

—Bien —dijo el inspector Mitchell al entrar en el cuartelillo pequeño y sencillo—. ¡Las chismosas van a hacer su agosto!

Un agente africano alzó la mirada de su máquina de escribir Corona y sonrió.

Mitchell meneó la cabeza y colgó su sombrero.

—¡No hay nada como un suicidio en la alta sociedad para que las lenguas empiecen a moverse!

Se disponía a sentarse ante su mesa y tomar el té y las tostadas de la mañana cuando otro agente uniformado entró corriendo.

—¡Bwana! ¡Venga rápido!

Soltando un suspiro, y preguntándose por qué se le habría ocurrido abandonar su pacífico Cheshire para emigrar a Kenia, el inspector Mitchell salió detrás del agente y dio la vuelta al edificio hasta llegar al patio de atrás. El automóvil de lord Treverton estaba allí, la portezuela y el maletero abiertos, y dos policías lo estaban examinando.

Al dar la vuelta al coche, Mitchell se detuvo en seco y miró el interior del maletero.

—¡Dios bendito! ¿Quién es éste?

El agente uniformado de tercera Kamau dijo:

—Todavía no lo sabemos, señor. Parece que no lleva papeles de identidad encima. Pero no lo hemos registrado a conciencia. Quería que usted le viese así antes de moverlo.

—Supongo que está muerto, ¿no?

—Y desde hace mucho, creo.

—Que venga el fotógrafo.

Mitchell miró el cadáver del maletero y sus ganas de desayunar se evaporaron. La víctima llevaba sólo unos pantalones y una camisa de seda, estaba descalza y atada con sogas por los tobillos y las muñecas. Le habían pegado un tiro en la cabeza.

* * *

—¿Como si hubiera sido una ejecución? —dijo el superintendente Lewis de la División de Investigación Criminal de Nairobi. Acababa de llegar a Nyeri, tras recibir una llamada del inspector Mitchell, a quien en ese momento acompañaba hacia el patio del cuartelillo.

—Así parece —dijo Mitchell—. Atado como una cabra para el sacrificio. Un solo disparo. Le atravesó la cabeza, limpiamente.

—¿Alguna idea sobre su identidad?

—Ninguna. Hemos preguntado por ahí. Parece que es un extranjero. Nadie lo conoce y no se ha denunciado ninguna desaparición.

Llegaron adonde estaba el coche y miraron el maletero vacío. Había manchas de sangre cerca de la caja de la rueda.

—Sospecho que fue obligado a meterse aquí dentro —dijo Mitchell—. Fue atado de pies y manos y luego muerto de un tiro. El conde se ahorró la molestia de tratar de meter un cadáver en el maletero.

El superintendente Lewis, un hombre bajo y rechoncho, con gafas bifocales y bigote estilo morsa, se acarició la barbilla pensativamente. Le habían pedido que interviniese en el caso Treverton porque ahora se trataba de un caso de asesinato.

—¿Las fotos ya están preparadas?

—Todavía no, superintendente. Pero les he dicho que se dieran prisa en revelarlas.

Lewis se acercó al lado izquierdo del coche y miró en su interior. En la portezuela del conductor vio una pequeña mancha de sangre a una altura que, según calculó, correspondía a la cabeza del conde cuando éste se encontraba sentado al volante.

—¿Dice que el motor estaba en marcha?

—Sí, superintendente. En mi opinión, lord Treverton metió al hombre en el maletero, le pegó un tiro, luego se lo llevó con la intención de tirarlo donde los animales pudieran dar buena cuenta de él, o quizá se proponía enterrarlo. Pero durante el camino, en la carretera de Kiganjo, la culpa y el remordimiento se apoderaron de él, detuvo el coche y se pegó un tiro en la cabeza.

—¿Ha llegado ya el patólogo?

—Ya ha salido de Nairobi y está en camino.

El superintendente Lewis examinó a conciencia el interior del automóvil, tomó nota de las cosas que había dentro —unos guantes de hombre, una revista atrasada, una manta pulcramente doblada—, luego posó sus ojos pequeños e inteligentes en el asiento del pasajero. Había partículas de barro seco en él. El superintendente se echó hacia atrás, miró el estribo y vio dos grandes manchas de barro que podían o no podían tomarse por pisadas.

—¿La familia se ha enterado ya de esta novedad? —preguntó al inspector Mitchell.

—Todavía no. Les informé de la muerte del conde esta mañana. Decidí no comunicarles lo otro hasta que usted hubiera examinado la situación.

El superintendente miró a Mitchell por encima de la montura de sus bifocales y dijo:

—Si a usted no le importa, inspector, me gustaría ser yo quien les dé la noticia.

Dentro del cuartelillo los dos hombres se sentaron para examinar las fotografías recién reveladas. El superintendente Lewis se entretuvo un buen rato con las fotos de Treverton, la cabeza, en perfil, apoyado en la ventanilla, un agujerito redondo con quemaduras de pólvora en la sien izquierda. También había una foto de la pistola en la mano, apoyada en el asiento a su lado. En la foto eran visibles las partículas de barro en el asiento del pasajero. Y el barro parecía fresco.

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