Bajo el sol de Kenia (36 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Luego James se marchaba y Grace se acostaba y lo deseaba tanto, que a veces no conseguía pegar ojo.

—Grace —dijo James—. Tengo que decirte algo.

Ella le miró.

—Lucille y yo hemos decidido irnos a vivir a Uganda. Para siempre.

Capítulo 23

Grace le miró fijamente; luego apartó la mirada con brusquedad.

—Lo siento —dijo James—. No lo decidimos hasta esta última visita.

—¿Cuándo os iréis?

—En cuanto haya dado los pasos necesarios para que envíen nuestras cosas. Lucille se ha quedado esta vez. Está en Entebbe, poniendo en orden nuestra nueva casa.

Grace se apartó unos pasos de él y buscó apoyo en un eucalipto, cuya sombra pareció engullirla. De pronto tuvo la impresión de que el día era oscuro, como si las nubes tapasen el sol.

—¿Y el rancho y los niños? —preguntó finalmente.

—La dirección del rancho la dejaré en manos de Sven Thorsen. Lleva dos años conmigo y sabrá arreglárselas solo. Geoffrey se quedará en Kilima Simba. Ya tiene diecisiete años y le interesa mucho la ganadería. Pero Ralph y Gretchen vendrán con nosotros.

—¿Qué haréis en Uganda?

—Lucille ha ingresado en la misión escocesa que hay allí. Quiere dedicarse a la labor misionera.

—¿Y tú?

—Me han ofrecido un puesto administrativo en Entebbe.

Grace se volvió para mirarle. El sol brillaba sobre un hombre cuyos brazos eran morenos y cuyo cuerpo aparecía delgado después de tantos años de vivir al aire libre.

—¿Vas a trabajar en una oficina? —preguntó.

—Tengo cuarenta y un años, Grace, y no me estoy haciendo más joven. Lucille piensa que debería tomarme las cosas con más calma. Y ya no es necesario que esté siempre en el rancho. Prácticamente funciona solo y, además, funciona bien. Sven se encargará de supervisar las cosas.

Grace sabía que a los Donald les iba bien desde el punto de vista económico, que ya no tenían ningún descubierto en el banco y se habían terminado las estrecheces. No se había sorprendido cuando, un año antes, Hardy Acres le había hablado de un incremento de la suma anual que depositaban en su cuenta.

—Te echaré de menos —dijo.

—Y yo a ti —se acercó a ella y la miró con ojos intensos—. No fue fácil tomar esta decisión, Grace. Pero ya sabes lo desgraciada que ha sido Lucille.

—Sí.

—En Uganda parece otra mujer. Allí se siente verdaderamente feliz. No puedo decirle que no.

—Claro.

Era un ataque a los sentidos de Grace: el olor de su cuerpo, el aspecto tosco de su chaqueta para ir de safari, el sonido enérgico y a la vez tierno de su voz, su abrumadora proximidad. James siempre había estado cerca de ella, si no como amante, sí como alguien a quien amar; la pasión secreta que era mejor que no sentir ninguna pasión. Soñar con él había hecho que sus noches fueran menos solitarias, que su cama estuviese menos vacía; su fuerza silenciosa y segura la había ayudado a soportar días de frustración y fracaso; James había compartido sus triunfos también. El amor físico que Grace había anhelado no podía ser, siempre lo había sabido, pero de vez en cuando había algún contacto, los dedos en su brazo, y un abrazo bajo los árboles, resguardados de la lluvia, al recibirlo, el día de Año Nuevo, durante diez años…

Hacía ya mucho tiempo que Grace se había quitado el anillo de compromiso que le diera Jeremy Manning; había metido a James Donald en su corazón y allí continuaba, su amor secreto. Pero ahora se abría una puerta terrible y James iba a cruzarla. Por primera vez Grace fue consciente de su edad. De pronto la edad le pareció importante y pensó que cumpliría los cuarenta el año siguiente.

—Te echaré de menos —volvió a decir.

—Mañana vendré a despedirme.

«¿Mañana?», pensó ella. Empezó a comprender el verdadero significado de la soledad. Vio las noches que se extendían ante ella, como una sarta de desoladas estaciones de tren donde no había ninguna luz, ningún asomo de vida. Se vio a sí misma en el futuro, sentada en la galería, estirada y casta, mirando fijamente a través de la oscuridad, mirando más allá de la misión que había edificado, más allá del campo de polo, donde había una choza pequeña ocupada por otra mujer solitaria —Wachera— que estaba sentada ante la olla, removiendo una y otra vez su contenido.

Grace retrocedió.

—Despídete de mí ahora, James. No sé qué voy a decirte mañana.

James apoyó las manos en sus brazos, apretándolos con fuerza, e inclinó la cabeza para besarla.

—¡Tiíta Grace! ¡Tiíta Grace!

Se volvieron. Una figurilla bajaba corriendo por la calzada, donde uno de los coches de los Treverton estaba detenido con la portezuela abierta. Era un duendecillo con un peinado imposible y vestido estrafalariamente con prendas que imitaban las de un adulto, y dio un salto para abrazar a Grace.

—¡Tiíta! —chilló Mona—. ¡Qué ganas tenía de verte!

Llegó demasiado rápidamente, la alegría sobre el dolor. Grace cayó de rodillas y abrazó a su sobrina con desesperación. La pequeña se puso a hablar en seguida de barcos y trenes, de Francia y de sus horribles primas, luego dijo:

—No llores, tiíta Grace. ¡Ya he vuelto y nunca volveré a irme de Kenia!

—Mona —dijo Grace con voz tensa—, ¿qué haces aquí? ¿Qué ha pasado con la academia?

—¡El tío Harold dijo que no podía ir! ¿Estás bien, tiíta Grace? ¿Por qué lloras?

—De lo feliz que soy al verte, querida. Ya eres toda una mujercita.

—Tenía nueve años cuando me fui; ahora tengo diez y un tercio. Inglaterra me pareció horrible, tiíta Grace. Me alegro muchísimo de haber vuelto.

Grace se levantó al ver que Rose se dirigía hacia ellas y fue a recibirla.

—Bienvenida a casa, Rose —dijo.

—Es maravilloso estar de vuelta —dijo Rose, tomando a Grace del brazo. Anduvieron hasta el puente y miraron las aguas revueltas del río. Las márgenes aparecían cubiertas de densa vegetación y flores silvestres de todos los colores—. ¡Cómo he añorado este lugar! ¡Y tengo tantas ganas de volver a trabajar en mi tapiz!

Aturdida, moviéndose como una actriz que hubiera ensayado en exceso, Grace vio cómo la pequeña Njeri se apeaba del coche, tímidamente. La niña se quedó cerca de Rose, como si estuviese asustada, y Grace la miró con afecto; Njeri era el bebé que Grace había sacado del vientre de Gachiku.

—Njeri —dijo Grace, agachándose—, ¿no quieres ir a casa y ver a tu mamá?

La niña de nueve años retrocedió meneando la cabeza.

—Me temo que me ha tomado mucho apego —dijo Rose, riéndose y acariciando la cabeza de la pequeña—. ¿Verdad que sí, Njeri? Deberías haber visto cómo llamaba la atención en Europa. Y me ayuda tanto. Le encanta pasarse horas cepillándome el pelo. Ya irá a su casa después. Ahora quiere quedarse para ayudarme a poner en orden el hilo nuevo.

Mona las estaba observando. Se tragó los celos y el dolor y tomó la mano de su tía.

Grace tenía los ojos clavados en Rose. La escena le parecía demasiado irreal. ¡Allí estaba Rose, después de una ausencia de ocho meses, comportándose como si acabara de llegar para tomar el té! ¿Por qué no preguntaba por Arthur, por Valentine? ¿Y por qué Mona había vuelto con ella en lugar de quedarse en la academia?

Grace notó que la cabeza le daba vueltas. No estaba preparada para todo aquello… la llegada de unos y la despedida de James.

—Tiíta Grace —dijo Mona, tirando de su mano—, ¿lloras por mi culpa?

Grace bajó los ojos hacia su sobrina y dijo:

—Soy feliz porque has vuelto a casa y también me siento triste porque el tío James se va. Él y la tía Lucille se van a vivir en Uganda.

Mona miró a James con sus ojos redondos.

—¿Gretchen y Ralph también se van?

—Me temo que sí —dijo James.

Entonces también Mona se puso triste y aparecieron lágrimas en sus ojos.

Grace se arrodilló y cubrió la cara de la pequeña con sus manos.

—No te preocupes, Mona —dijo dulcemente—. Tú y yo todavía nos tenemos la una a la otra.

Pensó:

«Puede que tengas que venirte a vivir conmigo. Es todo demasiado extraño. Tu madre parece menos presente, menos real que nunca. Yo te haré de madre, Mona; tú serás la hija que mi cuerpo nunca tendrá. Hay un vacío de amor en ti, querida niña, como ahora lo hay en mí. Nos necesitamos mutuamente».

—¿Dónde está Valentine? —preguntó de pronto Rose.

* * *

—¡Te lo digo yo, Treverton, hay que hacer que Londres nos escuche! —el brigadier Norich-Hastings dejó su vaso y anduvo hasta la ventana emplomada que ofrecía una vista espectacular del monte Kenia—. Es necesario que uno de nosotros vaya a Londres y exponga en persona nuestro parecer al gobierno de su majestad.

—Hugh tiene razón —dijo Hardy Acres desde la profunda comodidad de una butaca de orejas.

Valentine estaba sentado detrás de su mesa de despacho, la silla inclinada hacia atrás y los pies sobre la superficie. Hizo girar su vaso y contempló cómo el whisky daba vueltas.

El tercer hombre que se encontraba en el estudio de Valentine, Malcolm Jennings, era un ranchero de Rift Valley que poseía más de cuarenta mil hectáreas en la provincia Central y, por consiguiente, se interesaba personalmente por la política de la colonia. Aún no había hablado, pero lo hizo ahora.

—Sudáfrica ha dado con la idea acertada. Deberíamos seguir su ejemplo y formar una unión blanca. Uganda, Kenia y Tanganika, pongamos por caso. Incluso puede que Rodesia del Norte. Necesitamos fortalecer la política de dominación blanca en el África Oriental, recordarles a los negros quién manda realmente aquí.

—Es lamentable que hayan publicado esto —dijo Acres, tirando un periódico keniano al suelo. Sus amigos sabían a qué se refería: al libro blanco publicado hacía poco en Londres por lord Passfield, el nuevo secretario de Colonias. En él retiraba su apoyo a las exigencias de los colonos blancos de Kenia y afirmaba que «el objetivo británico en la colonia era un ministerio que representara a un electorado en el que todos los sectores de la población tuvieran un voto eficaz y adecuado», ¡añadiendo que ello era casi imposible en un país donde menos del uno por ciento de la población tenía derecho al voto!

—Si los negros leen esto —dijo Acres—, habrá complicaciones.

—Las complicaciones ya han empezado —dijo el brigadier en tono sombrío—. Passfield ha prohibido al gobernador que restrinja los mítines de la Asociación Central Kikuyu. ¡Es como si les invitara a empezar una revolución! Ahora piden que les dejen instalarse en las tierras altas. ¡Cuando menos lo esperemos, los negros recibirán permiso para cultivar café!

Los tres hombres dirigieron miradas expectantes a su anfitrión. Valentine parecía no escucharles siquiera. Sus ojos negros contemplaban fijamente una fotografía con marco de plata que había en la mesa.

Estaba pensando en Arthur. No debería haberle pegado tan fuerte, pero a veces el chico lo ponía furioso. ¿De dónde habría sacado unas ideas tan raras? Estaban en mayo y Arthur ni siquiera había tocado los regalos de Navidad de su padre: los soldaditos de plomo con cañones en miniatura, el fusil, el cuchillo de caza.

Tomó la fotografía y la miró atentamente. El corazón se le partía al ver el rostro inocente, querúbico de Arthur, la sonrisita dulce, los pantalones cortos de color caqui que nunca parecía abrocharse.

«¡Hijo mío! —exclamó la mente atormentada de Valentine—. Vivo para ti, construí esta casa para ti. Nunca quiero hacerte daño. Lo único que deseo es que te hagas hombre».

—¿Treverton? —dijo Hardy Acres.

«Te compensaré, hijo mío. Lamento haberte pegado. Te prometo que no volveré a pegarte…»

—¿Valentine? —dijo Malcolm Jennings—. ¿Estás con nosotros?

Valentine alzó los ojos.

—¿Cómo dices? —dejó la fotografía sobre la mesa y se levantó para tomar la botella de whisky—. No me preocupa una sublevación. Lo único que quieren mis hombres es sentarse bajo un árbol y beber cerveza.

—Entonces es que estás ciego, Treverton —dijo Jennings.

Valentine no hizo caso del descaro. Seguía pensando en Arthur, preguntándose si habría llegado ya el momento de que el chico participara en su primer safari de caza.

—Hemos venido para saber tu opinión sobre este asunto —dijo el brigadier Notich—Hastings—. Dinos algo, Valentine.

—Mis hombres nunca habían estado tan bien —dijo distraídamente—. Les doy todo el americani y las bicicletas que quieren. Son dóciles como ovejas. Y seguirán siéndolo mientras continúe tratándoles bien.

Los tres hombres se miraron y el brigadier dijo:

—¡Abre los ojos, Valentine! ¡Algunos de estos negros empiezan a refunfuñar diciendo que las tierras altas son legítimamente suyas, que nunca las cedieron voluntariamente!

Valentine llenó de nuevo su vaso, lo miró pensativamente, bebió un trago y se volvió hacia sus compañeros.

—¿A quién pensabais mandar a Londres?

—Pensábamos en ti, Valentine.

—¡Yo!

—Después de todo, tienes un escaño en la Cámara de los Lores. Tu nombre no carece de cierta influencia. Y eres buen orador. A ti te escucharán.

Valentine se frotó el mentón. La idea de volver a Inglaterra no le gustaba ni pizca. Su última visita había sido en 1924, con motivo de una exposición donde había representado el café de Nairobi, que ahora llamaban café de Kenia. Y en la única carta que le había mandado desde Suffolk, Rose decía que Inglaterra estaba tan fría, húmeda y poco acogedora como siempre.

—¿Y bien? ¿Qué nos contestas?

—Quizá… —podía llevarse a Arthur con él. Alejar al chico de la influencia afeminadora de Rose y Grace.

—No tenemos mucho tiempo. La situación empeora de día en día. Si queremos conservar nuestra tierra, necesitaremos el apoyo del gobierno de su majestad.

—Escucha —dijo Hardy Acres, levantándose—. ¿Eso que se oye no es tu coche? ¿El que enviaste a la estación del ferrocarril?

Valentine fue a mirar por la ventana. El Cadillac subía por la calzada, ocupado únicamente por el chófer africano.

Salió a la veranda y se protegió los ojos del sol. Una fuerte brisa soplaba sobre las dos mil hectáreas de cafetos y le alborotaba el pelo. Era el mismo sitio donde diez años antes había descrito su sueño a Rose y Grace. La escena que ahora se ofrecía a sus ojos era la misma visión que tenía en aquel día ya lejano.

—¿Dónde está la memsaab? —preguntó al chófer.

—Se ha ido con memsaab Daktari, bwana —dijo el hombre, señalando el risco.

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