Con el tiempo el viejo Kinney fue tomándole simpatía y dejando en sus manos una parte cada vez mayor de la dirección de la casa. Miranda ponía coto al despilfarro, hacía equilibrios con el presupuesto y economía en las cosas que no llamarían la atención de la clientela; y tuvo el atrevimiento de multiplicar por dos el precio de una habitación, diciendo que los blancos estarían dispuestos a pagar a cambio de la limpieza inglesa, y demostró que tenía razón. El valor de la casa subió.
Luego estalló la guerra. Kinney se alistó en los Rifles Montados del África Oriental y en poco tiempo consiguió que lo matasen. Miranda se llevó una sorpresa al ver que, como no tenía familia ni otros amigos, Kinney le había dejado la casa, de modo que pidió un préstamo al banco y convirtió el establecimiento en un hotel como es debido. Antes de que transcurriera mucho tiempo empezaron a llegar tropas de Inglaterra y Nairobi se transformó en un campamento militar. Los soldados acudían en gran número a su hotel, al que ella había bautizado con el nombre, más bien pomposo, de hotel King Edward, para devorar sus bizcochos y hablar del hogar.
La guerra vino y se fue y nunca volvió a tener noticias de su esposo. Así que su cerebro astuto y oportunista examinó la situación y vio lo que tenía que hacer para asegurar su supervivencia.
Una mujer necesita a alguien que la proteja, pero a Miranda ya no le interesaba el matrimonio. Había visto al guapo conde de Treverton con su uniforme de los Fusileros Reales y había decidido que él iba a ser su siguiente ambición. Miranda no pensaba pasarse el resto de su vida trabajando como una esclava en el hotel, sudando en la cocina, procurando satisfacer los caprichos de las petulantes esposas de los colonos que llegaban al protectorado convencidas de su propia superioridad social. Se proponía atrapar al conde y lograr que él la cuidase.
Semejante ambición habría sido impensable en Inglaterra, donde los estratos sociales estaban claramente delimitados y había puertas cerradas con llave en cada uno de los niveles. Pero en el África Oriental británica había escaleras de mano a disposición de quien tuviera agallas y decisión suficientes para utilizarlas. Lo primero que hizo Miranda fue disfrazarse de forma apropiada. La palabra «viuda» sugería respetabilidad. Podía ponerse ese título como si fuera un sombrero y llevarlo sin que nadie hiciera preguntas. En Nairobi abundaban las genealogías falsas —el coronel Waldheim, el lechero alemán, jamás había hecho el servicio militar; el profesor Frederick, que tenía una escuela en la ciudad, no poseía ningún título universitario— y ser la viuda West no era más que una mascarada inofensiva. Se adoptaban títulos en el momento de bajar a tierra en Mombasa, el puerto donde todos los que buscaban una vida nueva se despojaban de su vieja identidad y de las restricciones de clase. Miranda West, que ya no era doncella para todo en el Manchester tiznado de hollín, se transformó en la digna viuda de un hombre que había perdido la vida en las orillas del lago Victoria; mantuvo su nombre alejado de la columna de chismorrerías del
East African Standard
y su propia persona fuera de las camas de los hombres; tenía puestos sus calculadores ojos en lord Treverton y albergaba la esperanza de que Jack West no reapareciese nunca.
En ese momento vio que el conde entraba en la droguería india de la acera de enfrente y sintió un nudo en la garganta. Lord Treverton era el hombre más guapo que Miranda había visto en su vida. Contrastaba tanto con los agricultores y los vaqueros que vestían arrugadas prendas de color caqui y se tocaban con salacots; un dios joven parecía lord Treverton con sus bien cortados pantalones de montar, su blanca camisa de seda y una cinta de piel de leopardo alrededor de la copa del sombrero.
Tuvo que darse prisa. Le había prometido a lord Treverton que le tendría preparadas unas galletas de Devonshire y las metió en el horno Dove, entre una bandeja de bizcochos de Cornualles que iban dorándose poco a poco y otra de rosquillas que ya estaban doraditas y a punto de sacar. Miranda sabía que las galletas eran para lady Rose. Valentine Treverton nunca se iba de Nairobi sin llevarse algunos dulces para su esposa. La condesa también era muy aficionada a los bollitos de almendra, que en ese momento se estaban enfriando en un recipiente.
Volvió a ocuparse de la crema que había empezado el día antes y dejado enfriar durante la noche y quitó la corteza con una cuchara. No iba a dársela al conde para que se la llevase, ya que se estropearía antes de llegar a su casa. La había preparado con la esperanza de que Valentine se quedara unos momentos y probase sus galletitas de coñac con crema.
«La mejor forma de llegar al corazón de un hombre», murmuró para sí misma.
Empezaban a entrar clientes en el comedor, que estaba muy bien puesto, con pulcritud y buen gusto, manteles blancos en las mesas y una pequeña tetera de color marrón en cada una de ellas. La atención que Miranda prestaba a esta clase de detalles era lo que apreciaban los expatriados: el pastel con la cantidad justa de melado, el bizcocho ligeramente espolvoreado de azúcar. La gente decía que Miranda West había sido cocinera de una marquesa famosa por su cocina. Era mentira, pero el resultado era el mismo. Tanto si había aprendido su arte de algún chef francés que servía a la nobleza, como si lo había aprendido de recetas recortadas del
Times
de Londres, su habilidad para preparar pastas inglesas rozaba lo sobrenatural. Y la limpieza, desde luego, era el rasgo más apreciado de su comedor. Toda mensaab que tuviera que batallar con una doncella africana podía atestiguarlo.
Miranda tapó la crema y mientras se acercaba apresuradamente al aparador, donde un pinche de cocina estaba quitando la corteza de los emparedados, volvió a mirar por la ventana y vio que Valentine salía de la droguería guardándose un sobre pequeño en el bolsillo de la camisa. Lord Treverton llegaría al hotel en seguida. Miranda se quitó rápidamente el delantal, salió corriendo de la cocina, subió a su apartamento privado y se peinó con mano nerviosa.
* * *
Valentine se detuvo para mirar calle arriba y calle abajo. Enfrente de una
duka
india donde vendían artículos variados sus africanos cargaban las mulas para el viaje hacia el norte. Un paquete grande estaba atado al lomo del último animal; contenía las patas del piano de Rose, que por fin habían llegado en el último barco de Inglaterra. Ésa iba a ser la primera sorpresa. La segunda sería una lata de las excelentes pastas de Miranda West, que, según Rose, eran tan ricas como las que servían en Ascot. La tercera sorpresa, que hacía que Valentine sintiera ganas de montar en
Excalibur
sin perder un momento y volver galopando a casa, era el contenido del sobre que llevaba en el bolsillo. El doctor Hare le había dicho que una cucharadita de polvo blanco en el chocolate que lady Rose tomaba por la noche bastaría para resolver el problema.
Valentine vio un camión aparcado detrás de su recua de mulas. Era uno de los Chevroleís nuevos que tanto costaba conseguir en el protectorado y pertenecía a sir James. El vehículo tenía sólo dos meses y ya estaba sucio y abollado. El argumento para no tener automóviles en el África Oriental británica era que no duraban mucho; el argumento favorable afirmaba que eran inmunes a la mosca tsetse y a la glosopeda. Sir James se enorgullecía de su nueva adquisición y a Valentine le gustaba tomarle el pelo preguntándole por qué un fabricante de automóviles se llamaba a sí mismo «cabra lechera».
Y en ese momento Grace salió de la
duka
india. Valentine no se sorprendió al ver a su hermana, ya que Grace pasaba cada vez más tiempo con la familia Donald, sobre todo con sir James. El microscopio era una de las razones, ya que Grace lo compartía gustosamente con sir James para detectar las enfermedades del ganado. La otra era que Grace y Lucille Donald se habían hecho amigas. Las dos pertenecían a la liga femenina del África Oriental y colaboraban en proyectos tales como el de repartir sacos de maíz entre los africanos que pasaban hambre. Valentine sabía por qué Grace estaba en Nairobi ese día: para visitar al oficial médico principal e insistir una vez más en que se nombrara un segundo oficial médico de distrito para la región de Nyeri. Grace metía cuchara en todas las cosas posibles: hacía campaña a favor del sufragio para las mujeres en el África Oriental británica; secundaba a lord Delamere, que pedía al gobierno de su majestad que concediera el estatuto de colonia al protectorado; recogía todos los alimentos y la ropa que los colonos, que ya pasaban apuros a causa de la sequía y de la precaria situación económica, pudieran donar para los africanos, que estaban peor que ellos. Hasta ahora Valentine no había sabido que su hermana era tan laboriosa, tan capaz. Durante los últimos meses había aprendido a verla desde un ángulo nuevo y, de hecho, empezaba a admirarla.
«¿De dónde habrá sacado Grace tanta firmeza?», se preguntaba.
Pensó en la madre de ambos, la condesa, lady Mildred, con su busto enorme, que se veía contrapesado por una actividad igualmente enorme. Lady Mildred se movía por Bella Hill como una locomotora de vapor, la fuerza que gobernaba a la familia, y su muerte había dejado un gran vacío dentro de aquellas antiguas paredes. Ahora Valentine se daba cuenta de que Grace era como su madre, es decir, que era como él mismo. Y al pensarlo se sintió complacido.
¡Qué extraño le resultaba a Valentine ver a Grace de esa manera, vestida con la curiosa indumentaria que ella misma había diseñado: una falda caqui dividida pudorosamente en pantalones de perneras anchas para montar a caballo, una blusa blanca hecha a la medida y un salacot más ancho que sus hombros, envuelto en un velo blanco y largo que le caía sobre la espalda y le llegaba hasta la cintura. Era curioso recordar ahora a aquella muchachita tímida del día en que hizo su estreno en sociedad, en Londres hacía sólo once años, presentada en la corte por su tía, la condesa de Longford, dama de honor de la reina. Grace se había mostrado tan solemne con su vestido blanco de cola larga, tan recatada y elegante, aceptando tímidamente el brazo de un joven y guapo oficial de la guardia, que había recogido galantemente la cola del vestido de Grace con la punta de su espada. Dos años después Grace estaba en la facultad de medicina… ¡disecando cadáveres!
Grace se había convertido en una figura tan habitual en Nairobi, que casi parecía haber nacido allí. El viaje de ocho días desde la plantación no era obstáculo; se había acostumbrado a la selva y a vivir acampada como un nativo. Y no le costaba nada encontrar alojamiento junto a la carretera sin asfaltar que iba de Nyeri a Nairobi. Grace viajaba con dos kikuyu y tres mulas y pernoctaba en granjas aisladas. La recibían con los brazos abiertos porque era médico y siempre llevaba su maletín. Hacía sólo un mes que se había detenido en una granja que distaba varios kilómetros del camino y había practicado una apendicetomía de urgencia en la mesa de la cocina.
La única faceta de su hermana que intrigaba a Valentine era su aparente indiferencia hacia los hombres. Incluso en ese momento, mientras la observaba, un guapo oficial de los Rifles Africanos del Rey que vestía una guerrera bien planchada, con botones relucientes, y llevaba un bastón bajo el brazo se detuvo para saludarla. Grace se mostraba siempre cortés y amigable, pero no daba pie a nada más. El único hombre con quien realmente había trabado amistad era sir James.
Un vendedor de té de Nairobi le estaba sacando partido al nombre de los Treverton. Cuando circuló la noticia de que lady Rose se hacía preparar una mezcla especial y que lady Margaret Norich-Hastings encargaba la misma mezcla, los que podían permitirse semejante lujo hicieron sus pedidos. Del mismo modo que la popular variedad Earl Grey había recibido su nombre de la mezcla privada de sir John Grey en 1720, el té de la condesa Treverton se estaba haciendo popular en el protectorado. En la ventana del hotel King Edward un rótulo pequeño, de pulcras letras, anunciaba que la mezcla se servía en el establecimiento.
Valentine se quitó el sombrero al entrar en el comedor. Todas las cabezas se volvieron. El establecimiento de Miranda West tenía una clientela formada por respetables colonos de clase media. Había una sección especial para niños, donde se servían emparedados de plátano y crema, y una mesa larga destinada exclusivamente a los agricultores solteros que consumían pasteles mantecosos y empanadillas de huevo y tocino. Pero la aristocracia frecuentaba el club Muthaiga o el hotel Norfolk.
—Lord Treverton —dijo Miranda, saliendo a recibirle. Llevaba su mejor vestido y se había prendido una ramita de lila debajo de la garganta—. ¿Cómo está?
—¡Estupendamente, Miranda! ¡Tanto es así, que me parece que voy a comprarle todo el género!
Los ojos de Miranda no se cansaban de contemplarle. Lord Treverton parecía incapaz de llevar el pelo peinado; un mechón negro le caía sobre la frente y le hacía maravillosamente atractivo.
—He preparado crema, lord Treverton. Si le apetece…
—Hoy no tengo tiempo, Miranda. Ya sabe lo que pasa. Llevo más de una semana fuera de casa y tardaré casi otra para volver. ¿Quién se habrá preocupado de que mis hombres trabajaran durante mi ausencia? Sin duda tendré que pasarme un par de días persiguiéndolos por la selva.
Miranda procuró que no se le notase la decepción. Pero era una mujer realista. No se hacía ninguna ilusión y sabía que lord Treverton, al mirarla, la veía como lo que realmente era, es decir, una sirvienta pagada. Pero Miranda tenía un plan. Toda el África Oriental sabía que el matrimonio del conde iba mal; se hablaba en susurros de que su esposa no podía concebir un hijo varón, el hijo que lord Treverton deseaba tanto. Miranda West había decidido que ese hijo iba a dárselo ella. A cambio, lord Treverton la cuidaría durante el resto de su vida.
El conde era muy sencillo y no le importaba entrar en la cocina de Miranda. Lord Treverton no tenía necesidad de darse importancia ni de comportarse como un esnob; era noble hasta la médula de los huesos y un caballero en todo.
«Sin duda, un gran hombre como él sabrá mantener una querida como es debido», pensó Miranda mientras cruzaba el comedor delante de él como si fuera una duquesa, alta la cabeza, mientras sus clientes la miraban con expresión de curiosidad. Lo único que necesitaba era una noche con él y le daría un hijo. En Inglaterra había muchos lores que mantenían una querida y un hijo ilegítimo. Miranda estaba segura de que Treverton no sería diferente.