Grace había mirado varias veces de reojo al hombre que, sentado junto a ella, rozaba con el látigo las orejas del poney. James era un hombre recio y magro, muy atractivo; su piel mostraba un bronceado permanente. Había salido del molde pionero que uno encontraba en las regiones más remotas de Australia o en el oeste norteamericano; era tan africano como los guerreros que se apoyaban en sus palos, pero con una amabilidad que el belicoso corazón del nativo desconocía.
James le había explicado que Kilima Simba quería decir «la colina del león», pues
simba
significaba «león» y
kilima,
«colina pequeña». Era un topónimo suajili, uno de los muchos que se encontraban en el África Oriental, el más famoso de los cuales era el de la montaña más alta del continente, la «pequeña colina Njaro».
El rancho Donald estaba aún más aislado que Bella Two, que al menos se encontraba cerca del pequeño puesto avanzado de Nyeri. Se hallaba en medio de la sabana amarilla, más de tres mil hectáreas de terreno sin agua y de hierba reseca, con un gran rebaño de ganado que era un híbrido de las razas Ayreshire y Boran, trescientas ovejas merinas importadas y una casa solitaria en el centro.
El hambre de compañía de una mujer blanca que sentía Lucille se hizo evidente en cuanto Grace se apeó del carromato. Lucille —en realidad era lady Donald, habida cuenta del título de su esposo— estaba en la entrada, sujetando la puerta abierta con una mano y apretándose con la otra el abdomen, que en ese momento sufría una contracción.
Sir James estuvo entrando y saliendo de la casa toda la tarde, supervisando las innumerables actividades del rancho, mientras Grace atendía a Lucille. Ralph y Geoffrey, de cuatro y siete años de edad respectivamente, jugaban en el jardín con los perros y luego entraron ruidosamente a engullir una cena consistente en jamón de lata, pan de maíz y jaleas en conserva. Luego entró James y, tras lavarse y cambiarse de ropa, se quedó junto a la cama de su esposa hasta que la pequeña Gretchen hizo su aparición a medianoche. En el instante mismo en que el bebé pasó a las manos que la esperaban, Grace había pensado: «Ella y Mona serán la mar de amigas».
Mientras Lucille dormía con Gretchen acunada en sus brazos, Grace y James habían permanecido sentados en la acogedora salita, donde una hoguera de troncos de pino alejaba el frío de la noche. Habían hablado de muchas cosas, de la tardanza de las lluvias, de la precaria economía del protectorado, de problemas con los nativos; James le había hecho preguntas sobre la facultad de medicina, sobre la guerra, sobre sus planes para el futuro en el África Oriental británica y a su vez le había hablado de su infancia en Mombasa, de los safaris con su padre en regiones inexploradas, del disgusto de tener que ir a Inglaterra a los dieciséis años, y de la espantosa añoranza que allí había sentido.
Debido a la intimidad de la chimenea y la noche fría, con la quietud africana en el exterior, Grace había querido preguntarle sobre su cojera, sobre la herida que había sufrido en la guerra, sobre cómo había salvado la vida de su hermano. Pero entonces Grace recordó la noche en que su buque se había hundido, las horas pasadas a la deriva, oyendo cómo los hombres que se ahogaban pedían socorro en la oscuridad, y se había dado cuenta de que, del mismo modo que a ella le resultaba imposible hablar del episodio con alguien, también sir James debía de desear que aquel capítulo de su vida fuese algo privado.
A pesar de ello, seguía haciéndose preguntas al respecto, sobre él y la terrible prueba que él y Valentine habían sufrido cerca de la frontera de Tanganika.
Grace tenía los ojos clavados en su libro, que el sol matutino iba cubriendo poco a poco. Los bizcochos del desayuno se habían enfriado y no se había aprendido su lección de kikuyu. Era impropio de Grace Treverton permitir que su cerebro divagase. La disciplina era lo que ayudaba a superar el paso por la facultad de medicina, lo que permitía a una mujer triunfar en un mundo de hombres. Y ahora se encontraba en un rincón indómito de África esperando hacerse amiga de una tribu belicosa que hacía apenas un par de días habían dejado sus lanzas, y en lugar de concentrarse en la importantísima lección que tenía entre manos, estaba soñando despierta con un hombre que nunca podría ser nada más que un amigo.
Estaba trabajando en la segunda clase de sustantivos kikuyu.
«El león —explicaba el libro de gramática— está en una clase donde normalmente no debería estar, la que hay justo debajo de los seres humanos pero por encima de los otros animales. La razón es que los kikuyu temen que si el león oyera decir de él que estaba en la tercera clase, que es la que realmente le corresponde, se ofendería y mataría al hombre que se atreviese a insinuar que el león era inferior».
Grace suspiró y se puso a hojear el libro. ¡Cuántas paradojas tenía esa lengua! Complejísimo en lo que se refería a los tiempos del verbo, pues había aproximadamente cinco presentes y varios futuros, y un acertijo de pretéritos que no tenían ningún equivalente en inglés, el kikuyu era al mismo tiempo una lengua que superaba en sencillez a todas las demás. Había sólo tres palabras que denotaban color: claro, oscuro y marrón-rojo. Si se quería decir que algo era azul, se decía que era «del color del cielo». Y el sistema numérico estaba gobernado por la magia y la superstición, hasta tal punto que no era nada extraño que los vaqueros de James no pudiesen contar sus vacas. Como un tabú prohibía al kikuyu trabajar más de seis días seguidos, trabajar en el séptimo día, el tradicional día de descanso, hacía que una
thahu
cayera sobre el individuo. Y como creían que en el séptimo mes del embarazo el riesgo de sufrir un aborto era mayor, el número siete inspiraba mucho temor a los kikuyu. Jamás se plantaban siete semillas únicamente, sino seis u ocho, y nunca había que detenerse tras dar el séptimo paso, sino que había que dar uno más. Ni siquiera la palabra «siete» debía pronunciarse. Era lo que James le había dicho: una buena manera de comprender la psicología de los kikuyu consistía en aprender su lengua.
James otra vez.
Grace cerró el libro y se levantó. Antes de salir de la casita, se miró en el espejo.
Su falda-pantalón había dado pie a comentarios en el protectorado. ¡Una mujer con pantalones! Pero algunas mujeres se habían dado cuenta de que las faldas divididas eran prácticas y las habían encargado para ellas. Grace se miró la cara. Sus rasgos eran proporcionados y se protegía el cutis del sol, y tenía el cabello espeso y bonito.
«¿Qué pensará James cuando me mira?»
Finalmente se prendió un broche turquesa en el cuello de la blusa; el broche se lo había regalado una doctora norteamericana llamada Samantha Hargrave.
Famosa en su país por su lucha contra el otorgamiento de patentes a medicamentos que no especificaban su composición, la doctora Hargrave estaba visitando víctimas de la guerra en un hospital militar de Londres cuando conoció a Grace Treverton, que aún convalecía de su calvario en el mar. Las dos habían hablado largamente, la doctora experimentada de cincuenta y siete años de edad y la flamante doctora que hacía sólo tres años que había salido de la facultad. Antes de marcharse, la doctora Hargrave se quitó un pendiente que llevaba, una turquesa del tamaño de una rodaja de limón, y se lo dio a Grace, diciéndole que era para la suerte. La piedra era muy azul; cuando la suerte se hubiera agotado, la piedra perdería color y Grace tendría que pasársela a otra persona.
En el centro de la piedra había unas curiosas venas que hacían pensar en dos serpientes enroscadas en un árbol, el símbolo universal de la medicina, o en una mujer con los brazos extendidos. En el instante de recibir la piedra en la palma de la mano, una visión había aparecido fugazmente ante los ojos de Grace; había sido como mirar a través de los ojos de otra mujer y ver la proa de un barco y una ciudad de cúpulas y columnas de mármol a lo lejos. Grace se preguntó si la habría tocado brevemente el espíritu de aquella mujer de tiempos remotos.
Salió a la veranda y aspiró el amanecer vigorizante. Cada mañana tenía la sensación de despertar cerca del sol. Más cerca de Dios, habrían dicho algunos. En esa fresca mañana de octubre el aire era claro y húmedo, y había en él una promesa de lluvia. Directamente enfrente, entre los alcanforeros y los altos cedros, podía ver el monte Kenia, donde moraba el antiguo dios de los kikuyu. Una vez más el dios se mostraba avaro con la lluvia, apretando contra su pecho las nubes negras. De vez en cuando una nube se separaba y cruzaba el cielo y durante unos momentos parecía que iba a llover, luego la nube se disolvía, desaparecía. En cada ocasión las esperanzas crecían, africanos y europeos alzaban sus ojos expectantes hacia el cielo, unidos en un único y desesperado pensamiento: lluvia.
Las largas lluvias que tenían que haber empezado en marzo no llegaron nunca. Ahora la gente rezaba pidiendo las lluvias cortas, cuyo momento era el mes siguiente. Grace miró con atención la montaña escarpada como si realmente fuese un viejo irascible que se obstinara en no dar su bendición. Allí estaba su enemigo. El monte Kenia. Símbolo de todas las enfermedades y de toda la ignorancia del protectorado. La montaña tenía a su pueblo sumido en la superstición, y Grace sabía que para salvarlo tendría que luchar contra la montaña.
Mientras esperaba que Mario se reuniese con ella, Grace contempló su pequeña shamba con ojos amorosos. En lo alto los pájaros tejedores parloteaban en los árboles, posados en las ramas como gruesos limones, y estorninos de intenso color azul madreperla jugaban con otros pequeños granaderos cuyo color era gris ratón exceptuando la cara y el pico, que eran escarlata. Flotaba en el aire el dulce aroma del jazmín silvestre y del humo de las hogueras donde los africanos preparaban sus alimentos. En lo alto de la colina seguían las obras de la casa grande. Se oían los martillos y los formones resonando en el silencio.
En el momento en que se apretaba la chaqueta de punto contra el pecho, Grace se dio cuenta de que algo estaba mal. Las cuatro sillas de la veranda… ¡los cojines habían vuelto a desaparecer! Sin duda era obra de los amigos de Sheba. Durante la noche llegaban guepardos que hacían travesuras, arrancando la ropa tendida, llevándose los cojines de la galería. Semanas antes había desaparecido el felpudo de la puerta y luego lo habían encontrado en lo alto de un árbol.
Vivir en Birdsong Cottage significaba vigilar de manera constante las normas. Grace se daba cuenta de lo fácil que era desistir y relajar las reglas de la civilización, permitir que los animales campasen por la casa, abandonar el techo de paja a las hormigas blancas, permitir que la ropa se convirtiera en harapos, dejar de peinarse, olvidarse del baño vespertino; y eso era justamente lo que habían hecho algunos colonos aislados. Grace sabía que a veces sólo una escoba o un tenedor separaba de la edad de piedra.
Mario salió de la casa. Llevaba una olla caliente, un saco de grano y una ristra de cebollas echada sobre el hombro. Era un kikuyu joven y despierto que había sido educado por los padres italianos de la misión católica, donde, al convertirse al cristianismo, le habían dado el nombre del sacerdote que le había bautizado, costumbre que estaba muy extendida. Al alcanzar la mayoría de edad y pasar por la ceremonia de la circuncisión, Mario había buscado empleo con el hombre blanco, como hacían tantos africanos desde que no existía ninguna clase guerrera en la que pudieran ingresar. Los ranchos ganaderos eran siempre lo primero que escogían, toda vez que el pastoreo era una ocupación antigua y honorable para los hombres; a James nunca le faltaban vaqueros. Los africanos huían de los trabajos agrícolas como, por ejemplo, sembrar y recolectar, porque eran propios de mujeres y, por lo tanto, degradantes. Mario no había podido unirse a los hombres que construían la casa de Valentine porque él pertenecía a otro clan y, por ende, era un extraño, de modo que Grace lo había contratado. No podía pagarle mucho, sólo dos rupias mensuales, pero el muchacho comía bien y dormía en la choza detrás de la casa.
El joven kikuyu hablaba inglés con acento italiano, con nombre de sacerdote romano, y llevaba pantalones cortos y camisa de color caqui, igual que los nativos que servían en los Rifles Africanos del Rey.
—Listo, memsaab Daktari —dijo Mario, enseñándole la olla.
La había tenido cociéndose a fuego lento toda la noche, un potaje de verduras raquíticas mezcladas con harina de maíz. No había carne porque los kikuyu no comían caza y Grace no podía prescindir de ninguna de sus cabras; tampoco había pollo porque los hombres no querían comerlo, ya que era alimento exclusivamente para mujeres. Pero lo que Grace sí había echado en la olla la noche anterior era una herradura herrumbrosa, preventivo tradicional contra la anemia.
Había empezado a alimentar a la gente del poblado hacía un mes, cuando se les había agotado el grano que les quedaba y sus huertos de verduras no daban fruto. Ahora pasaban hambre porque los kikuyu no eran partidarios de prepararse para el futuro. Cultivaban sólo lo suficiente para comer y trocar por otros artículos, convencidos de que el mañana ya cuidaría de sí mismo. Por la misma razón jamás se les habría ocurrido construir una presa en el río, como había hecho Valentine, para tener garantizada una reserva de agua en tiempos de sequía, e incluso ahora, disponiendo del embalse, no se les ocurría idear un medio eficaz para transportar el agua a sus
shambas
moribundas. Cada mañana las mujeres y niñas kikuyu recorrían trabajosamente el camino que llevaba al estanque artificial, llenaban las calabazas y volvían al poblado con el agua, el cuerpo doblado a causa del peso. Abrir un surco para evitar esa pesada tarea cotidiana hubiera significado un cambio y el cambio era tabú.
Grace y el muchacho abandonaron la galería y echaron a andar por el sendero alejándose de la casa. A su derecha se encontraba el río medio seco; a la izquierda se alzaba el promontorio cubierto de hierba, donde ya no quedaba ni rastro de selva. Desde el sendero, alzando la vista, Grace podía distinguir el tejado de Bella Two.
Habían transcurrido ocho meses desde que Grace y Rose llegaran a África, y a Valentine le obsesionaba la idea de tener la casa terminada para la Navidad. Azuzaba a sus africanos día y noche, caminando a grandes zancadas por la obra con el látigo en la mano, gritando, despidiendo a los que pillaba haraganeando. La obra se había convertido en el foco de toda su vida: tener Bella Two terminada con tiempo para la celebración de gala con que la casa se inauguraría oficialmente. Y la gente esperaba que fuese un gran acontecimiento. Seguirían viviendo todos en el campamento hasta la gran noche, y entonces llegarían más de doscientos invitados de todo el protectorado y se sentarían a la mesa y darían cuenta de un festín fabuloso. Habría música y baile y después, cuando los invitados estuvieran cómodamente instalados en chozas provisionales y tiendas distribuidas por los jardines, Valentine acompañaría por primera vez a su esposa al piso de arriba, donde estaría su nueva alcoba.