—Se ha desvanecido —dijo Marilla—. Ana, corre en busca de Martin. ¡Rápido! Está en el granero.
Martin, el mozo, que acababa de llegar del correo, salió al momento en busca del médico, deteniéndose en «La Cuesta del Huerto» para enviar al señor Barry y a su esposa. La señora Lynde, que estaba de visita, también fue. Encontraron a Ana y Marilla tratando de volver a Matthew a la conciencia.
La señora Lynde las apartó suavemente, le tomó el pulso y le puso el oído sobre el corazón. Las miró a la cara con triste expresión y lágrimas en los ojos.
—Oh, Marilla —dijo gravemente—, no creo… que podamos hacer nada por él.
—Señora Lynde, ¿no pensará…? No puede pensar que Matthew esté… esté… —Ana no pudo decir la horrible palabra; palideció.
—Me temo que sí. Mira su cara. Cuando hayas visto ese gesto tan a menudo como yo, sabrás qué significa.
Ana miró la quieta cara y contempló el sello de la Gran Presencia.
Cuando llegó el médico, declaró que la muerte había sido instantánea y probablemente indolora, causada con toda probabilidad por una gran impresión. El secreto de ésta fue descubierto en el periódico que Matthew tenía y que Martin trajera aquella mañana del correo. Traía la noticia de la quiebra del Banco Abbey.
La noticia se esparció con rapidez por Avonlea, y durante todo el día amigos y vecinos llegaron a «Tejas Verdes», entrando y saliendo en visitas de afecto para el muerto y los vivos. Por vez primera, el tímido y callado Matthew Cuthbert era una persona de gran importancia; la blanca majestad de la muerte había caído sobre él y le había apartado de los demás.
Cuando la noche calma cayó suavemente sobre «Tejas Verdes», la vieja casa quedó quieta y tranquila. En la sala yacía Matthew Cuthbert en su ataúd, con su largo cabello gris encuadrándole la plácida cara, donde tenía una pequeña sonrisa, como si durmiera, con sueños placenteros. Había flores rodeándole, dulces flores antiguas que plantara su madre en el jardín familiar en sus días de recién casada y por las cuales sintiera Matthew un amor secreto y callado. Ana las había recogido y se las había traído, con los ojos angustiados y sin lágrimas. Era lo último que podía hacer por él.
Los Barry y la señora Lynde las acompañaron aquella noche. Diana fue a la buhardilla, donde estaba Ana junto a la ventana y le dijo:
—Querida Ana, ¿quieres que me quede esta noche a dormir contigo?
—Gracias, Diana —Ana miró cariñosamente a su amiga—. Creo que no lo tomarás a mal si te digo que quiero estar sola. No tengo miedo. No he estado sola un minuto desde que ocurriera y quiero estarlo. Quiero estar sola y en silencio para hacerme a la idea.
No puedo
hacerme a la idea. La mitad del tiempo me parece que Matthew no puede estar muerto y la otra mitad me parece que lo ha estado desde largo tiempo atrás y que he tenido este horrible dolor desde entonces.
Diana no comprendió del todo. Podía entender mejor la pena vehemente de Marilla, que rompía todos los límites de su reserva natural y sus costumbres de toda la vida con sus sollozos, que la agonía sin lágrimas de Ana. Pero se retiró amablemente, dejando a Ana sola con su dolor.
Ana tenía la esperanza de que las lágrimas llegarían al quedarse sola. Le parecía terrible no poder llorar por Matthew, a quien había querido tanto, y que había sido tan bueno; Matthew, que la tarde anterior había paseado con ella y que ahora yacía en el oscuro cuarto de abajo con esa terrible paz en el rostro. Pero las lágrimas no llegaban, ni aun cuando se arrodilló junto a la ventana y rezó, mirando a las estrellas más allá de las colinas; no llegaban; sólo un horrible y sordo dolor continuo golpeándola hasta que se durmió, rendida por la pena y la excitación del día.
En medio de la noche despertó, rodeada de silencio y oscuridad, y el recuerdo del día se presentó ante sus ojos como una ola de amargura. Podía ver el rostro de Matthew sonriéndole como le había sonreído cuando se despidiera en la puerta la noche anterior; podía escuchar su voz diciendo: «Mi niña, mi niña, de quien estoy orgulloso». Entonces las lágrimas llegaron y Ana lloró de todo corazón. Marilla la oyó y fue a consolarla.
—Bueno, bueno, no llores así, cariño. Eso no lo traerá de vuelta. No… no… no es bueno llorar así. Yo lo sabía hoy, pero no podía evitarlo. ¡Ha sido siempre un hermano tan bueno!… Pero Dios sabe lo que hace.
—Oh, déjeme llorar, Marilla —gimió Ana—. Las lágrimas no me hieren tanto como el dolor de hoy. Quédese un ratito conmigo y abráceme, así. No pude dejar quedarse a Diana; es buena y dulce; pero ésta no es su pena, está fuera de ella y no puede acercarse lo suficiente a mi corazón como para ayudarme. ¡Es nuestra pena, suya y mía! Oh, Marilla, ¿qué haremos sin él?
—Nos tenemos la una a la otra, Ana. No sé qué haría si tú no estuvieras aquí, si nunca hubieras venido. Oh, Ana, sé que he sido algo estricta y quizá dura contigo, pero por eso no debes pensar que no te quiero tanto como te quería Matthew. Quiero decírtelo ahora, que puedo hacerlo. Nunca he tenido facilidad para expresar lo que sentía mi corazón, pero en momentos como éste es más fácil. Te quiero tan profundamente como si fueras sangre de mi sangre y has sido mi alegría y consuelo desde que llegaste a «Tejas Verdes».
Dos días después Matthew Cuthbert fue llevado lejos de los campos que había labrado, los huertos que amara y los árboles que plantara, y entonces Avonlea retornó a su usual placidez y hasta la rutina de «Tejas Verdes» volvió a su cauce normal. El trabajo fue hecho y las obligaciones cumplidas con la misma regularidad de antes, aunque siempre con el doloroso sentimiento de «pérdida en todas las cosas familiares». Ana, nueva ante el dolor, pensó tristemente cómo podían continuar las cosas como antes sin Matthew. Sentía una especie de vergüenza y remordimiento cuando descubrió que los amaneceres detrás de los abetos y los pálidos capullos rosados abriéndose en el jardín le hacían sentir la misma alegría cuando los veía; que le agradaban las visitas de Diana y que las bromas y palabras de ésta la hacían reír; que, en resumen, el hermoso mundo de flores, de amor y amistad no había perdido ninguno de los poderes que nutrían su fantasía y hacían estremecer su corazón, que la vida la reclamaba aún con insistentes voces.
—De cualquier modo, me parece una deslealtad para con Matthew el encontrar placer en esas cosas ahora que él se ha ido —le dijo tristemente a la señora Alian una tarde que se hallaban juntas en el jardín de la misión—. Lo echo mucho de menos, todo el tiempo, y así y todo, señora Alian, el mundo y la vida me parecen hermosos e interesantes. Hoy Diana dijo algo gracioso y me encontré riendo. Cuando aquello ocurrió pensé que nunca podría volver a reír. Y me parece que no debería hacerlo.
—Cuando estaba Matthew, le agradaba oírte reír, y también le gustaba saber que hallabas placer en las cosas agradables que te rodeaban —dijo la señora Alian bondadosamente—. Ahora simplemente está ausente y eso le continúa gustando. Tengo la seguridad de que no debemos cerrar nuestros corazones a las sanas influencias que nos ofrece la naturaleza. Pero comprendo tus sentimientos. Creo que todos experimentamos lo mismo. Nos resistimos a la idea de que algo pueda alegrarnos cuando alguien a quien amamos ya no está para disfrutar con nosotros, y sentimos como si fuéramos infieles a nuestra pena cuando vemos que vuelve a nosotros el interés por la vida.
—Esta tarde bajé al cementerio a plantar un rosal en la tumba de Matthew —dijo Ana soñadoramente—. Corté un esqueje del rosal blanco que su madre trajo de Escocia hace mucho tiempo; eran las rosas que más le gustaban a Matthew. ¡Tan pequeñas y dulces con sus espinosos tallos! Me sentí alegre al poder plantar el rosal sobre su tumba, como si estuviera haciendo algo que le gustaba. Espero que tenga rosas así en el cielo. Quizá estén allí las almas de todas esas rositas que él amó durante tantos veranos. Debo irme a casa. Marilla está sola y se siente muy triste al anochecer.
—Me temo que estará más triste aun cuando tú te vayas al colegio —dijo la señora Alian.
Ana no respondió; se despidió y volvió lentamente a «Tejas Verdes». Marilla estaba sentada en los escalones de la puerta del frente, y Ana tomó asiento junto a ella. La puerta se encontraba abierta, mantenida por una gran concha marina cuyas suaves circunvoluciones internas recordaban el rosado de los atardeceres. Ana recogió unas madreselvas y se las puso en el cabello. Le gustaba la deliciosa fragancia que la envolvía como una bendición cada vez que se movía.
—Vino el doctor Spencer mientras tú no estabas —dijo Marilla—. Dijo que el especialista estará mañana en la ciudad e insistió en que debo ir a hacerme examinar los ojos. Creo que será mejor que lo haga. Le estaré más que agradecida si puede darme los anteojos que convengan a mis ojos. No te importaría quedarte sola, ¿verdad? Martin tendrá que llevarme y hay que planchar y hacer pan.
—Estaré bien. Diana vendrá a hacerme compañía. Me encargaré de planchar y de hornear; no tiene que preocuparse de que le almidone los pañuelos o sazone con linimento.
Marilla rió.
—Eras especial para meter la pata en aquellos tiempos, Ana. Siempre te estabas metiendo en camisa de once varas. Yo pensaba que estabas posesa. ¿Recuerdas cuando te teñiste el pelo?
—Ya lo creo. Nunca lo olvidaré —sonrió Ana, tocándose la pesada trenza, que estaba enrollada alrededor de su bien formada
cabeza
—. A veces todavía me río un poco cuando recuerdo lo que me preocupaba mi cabello. Pero no me río
mucho
, porque era verdaderamente una gran preocupación. Sufrí terriblemente por mi cabello y mis pecas. Éstas, realmente, han desaparecido, y la gente es lo suficientemente amable como para decirme que ahora mi cabello es castaño rojizo; todos menos Josie Pye. Ayer me dijo que sinceramente cree que está más rojo que nunca, o que por lo menos mi vestido negro hace que lo parezca. Y me preguntó si las personas que tienen cabello rojo alguna vez se acostumbran a él. Marilla, casi me he decidido a renunciar a mis intentos para hacer que me guste Josie Pye. He hecho lo que llamaría un esfuerzo heroico para lograrlo, pero Josie no quiere ser agradable.
—Josie es una Pye —exclamó Marilla secamente—, de manera que no puede evitar ser desagradable. Supongo que la gente de esa clase servirá para algo, pero debo admitir que sé tanto de ello como de la utilidad del cardo. ¿Se dedicará Josie a la enseñanza?
—No, regresará a la Academia el año próximo. Y también lo harán Moody Spurgeon y Charlie Sloane. Jane y Ruby van a enseñar, y ambas han conseguido colegios; Jane en Newbridge, y Ruby en un lugar del oeste.
—Gilbert Blythe también lo hará, ¿no es cierto?
—Sí —respondió Ana brevemente.
—¡Qué chico tan guapo! —dijo Marilla abstraídamente—. Lo vi en la iglesia el domingo pasado y parece tan alto y varonil. Se parece muchísimo a su padre cuando tenía su edad. John Blythe era un muchacho muy atractivo. Éramos muy buenos amigos, él y yo. La gente decía que era mi pretendiente.
Ana la miró con repentino interés.
—Oh, Marilla… ¿Y qué pasó…? ¿Por qué no…?
—Tuvimos una disputa. No lo perdoné cuando me lo rogó. Tenía intención de hacerlo, después de un tiempo; pero estaba malhumorada y enfadada y quería castigarlo primero. Él nunca regresó; los Blythe son muy orgullosos. Pero siempre me sentí… algo triste. Pensaba que me hubiera gustado haberle perdonado cuando tuve la oportunidad de hacerlo.
—De manera que también ha habido algo de romance en su vida —dijo Ana suavemente.
—Sí, supongo que puedes llamarlo así. No lo hubieras pensado al verme, ¿no es cierto? Pero nunca debes comentarlo con gentes de fuera. Todos han olvidado lo que hubo entre John y yo. Y yo también. Pero lo recordé cuando vi a Gilbert el domingo pasado.
Marilla fue a la ciudad al día siguiente, regresando al atardecer. Ana había ido a «La Cuesta del Huerto» y regresó para encontrar a Marilla en la cocina, sentada frente a la mesa, con la cabeza apoyada en la mano. Nunca había visto a Marilla tan quieta.
—¿Está muy cansada, Marilla?
—Sí… no…, no lo sé —dijo Marilla lentamente, alzando la vista—. Supongo que estoy cansada, pero no había pensado en ello. No es ésa la razón.
—¿Vio usted al oculista? ¿Qué le dijo?
—Sí, le vi. Me examinó los ojos. Dice que si abandono por entero la lectura y la costura y cualquier otra clase de trabajo que canse los ojos, si tengo cuidado de no llorar y si llevo los lentes que me ha recetado, cree que mis ojos no empeorarán y se me curarán los dolores de cabeza. En caso contrario, dice que estaré completamente ciega en seis meses. ¡Ciega! ¡Ana, piensa en ello!
Ana quedó silenciosa. Le parecía que no podía pronunciar palabra. Entonces dijo valientemente, no sin un temblor en la voz.
—Marilla, no piense en eso. Le han dado esperanza. Si tiene cuidado, no perderá la vista por completo; y es muy posible que los lentes le curen los dolores de cabeza.
—No me parece que haya muchas esperanzas —dijo Marilla amargamente—. ¿Para qué viviré si no puedo ni leer, ni coser, ni hacer cosas por el estilo? Mejor sería estar ciega… o muerta. En lo que se refiere a llorar, no puedo evitarlo cuando me siento sola. Pero no se gana nada con hablar de ello. Te agradecería que me preparases una taza de té. Estoy exhausta. No digas nada a nadie sobre esto por un tiempo. No podría resistir que los amigos vinieran a hacer preguntas, a apiadarse de mí y a charlar sobre ello.
Cuando Marilla hubo cenado, Ana la convenció de que se acostara. Entonces se trasladó a la buhardilla y se sentó junto a la ventana, sola con sus lágrimas y su tristeza en el corazón. ¡Cuánto habían cambiado las cosas desde que se sentara allí la noche siguiente a su regreso! Entonces se sentía llena de esperanzas y alegría y el futuro parecía prometedor. Ana tenía la sensación de que habían pasado varios años desde entonces, pero antes de que se acostara, en sus labios tenía una sonrisa y en su corazón, paz. Había mirado valerosamente a la cara a su deber y lo encontró amigable, como siempre se encuentra cuando lo enfrentamos francamente.
Una tarde, pocos días después, Marilla volvió lentamente del prado, donde había estado hablando con un visitante; un hombre a quien Ana conocía de vista como John Sadler, de Carmody. Ana caviló qué habrían hablado para que Marilla trajera esa expresión.
—¿Qué quería el señor Sadler, Marilla?