—Mi poesía la ha hecho llorar, Marilla —dijo Ana alegremente, inclinándose sobre su silla para depositar un suave beso en su mejilla—. A eso llamo yo un triunfo positivo.
—No, no lloraba por la declamación —dijo Marilla, que se hubiera despreciado por mostrar tal debilidad ante «poesías»—. No pude evitar pensar en la niña que fuiste, Ana. Y deseaba que te hubieras quedado así, a pesar de tus rarezas. Ya has crecido y te vas y pareces tan alta y elegante y tan… tan… completamente diferente con ese vestido… como si ya no pertenecieras a Avon-lea… y yo me sentí tan sola al pensarlo.
—¡Marilla! —Ana se sentó en la falda de su protectora, tomó su arrugada cara entre sus manos y la miró a los ojos grave y tiernamente—. No he cambiado en lo más mínimo, de verdad. Es mi exterior. El verdadero
yo
, aquí dentro, está igual. No modificará nada donde vaya o cuanto cambie exteriormente; en el corazón siempre seré su pequeña Ana y os querré cada día más.
Ana apoyó su fresca mejilla contra la ajada de Marilla y alargó la mano para palmear el hombro de Matthew. Marilla hubiera dado cuanto tenía por poseer el poder de Ana para traducir en palabras sus sentimientos; pero la naturaleza y la costumbre lo habían decidido en sentido contrario, y lo único que podía hacer era abrazar a la muchacha y apretarla contra su corazón, deseando no tener nunca que dejarla ir.
Matthew, con una sospechosa humedad en los ojos, se puso de pie y salió al campo. Bajo las estrellas de la noche de verano cruzó el jardín hasta la puerta de los álamos.
—Bueno, sospecho que no ha sido mal criada —murmuró orgullosamente—. Creo que el que me entremetiera ocasionalmente no hizo mucho daño, Es inteligente, guapa y adorable. Ha sido una bendición para nosotros, y nunca hubo un error más afortunado que el de la señora Spencer, si es que fue cosa de suerte. No lo creo. Fue la Providencia; el Todopoderoso sabía que la necesitábamos.
Llegó por fin el día en que Ana tuvo que partir. Ella y Matthew salieron en el coche una hermosa mañana de septiembre, después de una lacrimosa despedida de Diana, y otra, seca y práctica, de Marilla, por lo menos por parte de ésta. Pero cuando Ana hubo partido, Diana secó sus lágrimas y fue a una excursión a la playa de White Sands con algunos de sus primos de Carmody, donde consiguió olvidar su tristeza; Marilla, sin embargo, se lanzó fieramente a hacer trabajos innecesarios y continuó haciéndolos durante todo el día, con el más amargo dolor de cabeza, el que quema y desgarra sin poder deshacerse en lágrimas. Pero aquella noche, cuando Marilla se acostó, aguda y miserablemente consciente de que en la pequeña habitación no palpitaba la presencia de una vida juvenil, ni la quietud era turbada por ningún suave suspiro, hundió su cara en la almohada y lloró por su muchacha con sollozos tan apasionados que la aterraron cuando recobró la calma lo suficiente como para reflexionar sobre lo malo que era querer tanto a un ser pecador como ella.
Ana y el resto de los colegiales llegaron a la ciudad justo a tiempo para entrar en la Academia. El primer día transcurrió rápidamente en un torbellino de excitación, trabando amistad con los nuevos estudiantes, aprendiendo a conocer a los profesores de un golpe de vista y eligiendo las clases. Ana, aleccionada por la señorita Stacy, escogió el segundo curso; Gilbert eligió lo mismo. Esto significaba obtener el título de maestro en un año en vez de en dos; pero también significaba más trabajo. Jane, Ruby, Josie, Charlie y Moody Spurgeon, que no estaban tan aguijoneados por la ambición, siguieron el primer curso. Ana tuvo noción de su soledad al encontrarse en una habitación con otros cincuenta estudiantes, todos desconocidos, excepto el muchacho alto de cabellos castaños que se sentaba al otro lado del aula; pero aquello no la ayudaba mucho, como reflexionó pesimista. Sin embargo, no podía negar que estaba contenta de estar en el mismo curso; la vieja rivalidad seguiría adelante y, de faltarle, apenas si hubiera sabido qué hacer.
—No me sentiría cómoda sin ella —reflexionó—. Gilbert parece muy decidido. Supongo que en este mismo momento está decidiendo ganar la medalla. ¡Qué mentón tan espléndido tiene! Nunca lo había notado antes. Quisiera que Josie y Ruby hubieran elegido nuestro curso también. Supongo que no me sentiré tan solitaria cuando haga amistades. ¿Cuáles de estas muchachas serán mis amigas? Es realmente una especulación interesante. Desde luego que he prometido a Diana que ninguna muchacha de la Academia, no importa cuánto la aprecie, llegará a serme tan querida como ella; me gusta el aspecto de esa chica de ojos castaños y blusa púrpura. Parece muy vivaz; luego está esa otra pálida y rubia que mira a través de la ventana. Tiene un hermoso cabello y mira como si soñara. Me gustaría conocerlas a ambas, conocerlas lo suficiente como para pasear enlazadas y llamarlas por el sobrenombre. Pero en este momento no las conozco y ellas no me conocen a mí y probablemente no quieren conocerme. ¡Oh, estoy tan sola!
Todavía se sintió más sola al encontrarse sin compañía en su dormitorio al caer la noche. No se alojaba con el resto de las chicas, que tenían parientes en la ciudad que las habían tomado a su cargo. La señorita Josephine Barry la hubiera albergado gustosa, pero Beechwood se hallaba tan lejos de la Academia que no era conveniente; de manera que la señorita Barry buscó una casa de huéspedes, asegurando a Matthew y Marilla que era el lugar más apropiado para Ana.
—
La
señora de la casa es una gran señora venida a menos —explicó la señorita Barry—. Su marido era un oficial británico y es muy cuidadosa con los inquilinos que admite. Ana no encontrará bajo su techo ninguna persona objetable. La mesa es buena y la casa está cerca de la Academia, en un barrio tranquilo.
Todo esto era cierto pero no ayudó en nada a Ana en la dolo-rosa nostalgia que se apoderó de ella. Miró desmayadamente su estrecha habitación, con las paredes oscuramente empapeladas y desnudas, la pequeña cama de hierro y la vacía biblioteca y se le hizo un horrible nudo en la garganta al recordar su blanca estancia en «Tejas Verdes», donde tenía la sensación placentera de un exterior grande, verde, tranquilo; de dulces guisantes creciendo en el jardín y la luz de la luna dando en el huerto; del arroyo bajo la cuesta y las ramas de pino movidas por el viento nocturno; de un vasto cielo estrellado y de la luz en la ventana de Diana brillando entre los árboles. Aquí no había nada de eso; Ana sabía que tras la ventana estaba la dura calle, con la red de hilos de teléfono cerrando el cielo, el golpeteo de pies extraños y mil luces brillando en casas extrañas. Sabía que estaba a punto de echarse a llorar, y luchó para evitarlo.
—
No
lloraré. Es tonto y débil… Ahí va la tercera lágrima resbalando por mi nariz. ¡Y ahora siguen otras! Debo pensar en algo divertido que no tenga relación con Avonlea, y eso empeora las cosas… Cuatro… cinco… Volveré el viernes a casa, pero parece que aún falta un siglo. Oh, Marilla está en la puerta, buscándome en el sendero… Seis… siete… ocho… ¡para qué contarlas! Ya son un torrente. No puedo alegrarme… No
quiero
alegrarme. ¡Es más bello estar triste!
El torrente de lágrimas hubiera seguido, sin duda, si en aquel momento no hubiera aparecido Josie Pye. En la alegría de ver una cara familiar, Ana olvidó el poco amor que le tuviera a Josie. Como parte de la vida en Avonlea, hasta una Pye era bienvenida.
—¡Estoy tan contenta de que hayas venido! —dijo Ana.
—Has estado llorando —dijo Josie, con agravante piedad—. Supongo que sientes nostalgia; algunos tienen muy poco autocontrol a ese respecto. Yo no tengo intención de sentir nostalgia. ¡La ciudad es tan hermosa después de la vulgar Avonlea! Pienso cómo he podido vivir allí tanto tiempo. No deberías llorar, Ana; no hace bien al cutis y los ojos y la nariz se te enrojecen. He tenido un día magnífico en la Academia. Nuestro profesor de francés es un perfecto pato. Su bigote te daría risa. ¿No tienes algo comestible, Ana? Me estoy muriendo de hambre. Ah, sospeché que Marilla te cargaría con una tarta. Por eso vine. De otro modo hubiera ido al parque a oír tocar a la banda con Frank Stockley. Él se hospeda en el mismo lugar que yo y es un caballero. Te distinguió hoy en clase y me preguntó quién era esa muchacha pelirroja. Le dije que eras una huérfana que habían adoptado los Cuthbert y que nadie sabía mucho sobre ti antes de eso.
Ana estaba cavilando si, después de todo, las lágrimas y la soledad no eran mejor que la compañía de Josie, cuando aparecieron Jane y Ruby, cada una con una cinta con los colores de la Academia, azul y escarlata, prendida en la chaqueta. Como Josie no se «hablaba» con Jane por aquel entonces, tuvo que callarse.
—Bueno —dijo Jane con un suspiro—, siento como si hubieran pasado siglos desde la mañana. Debería estar en casa estudiando a Virgilio; ese horrible y viejo profesor nos dio veinte versos para mañana, para empezar. Pero esta noche no me podríasentar a estudiar. Ana, me parece que veo rastro de lágrimas, confiésalo. Restaurará mi autoestima, pues estaba llorando cuando llegó Ruby. No me importa ser una llorona si alguien también lo es. ¿Tarta? ¿Me darás un trocito? Gracias. Tiene el sabor de Avonlea.
Ruby, viendo sobre la mesa el calendario de la Academia, quiso saber si Ana trataría de obtener la medalla de oro.
Ana se ruborizó y admitió que sí.
—Oh, eso me recuerda —dijo Josie— que la Academia conseguirá por fin una de las becas Avery. Frank Stockley me lo dijo; uno de sus tíos está en la Comisión de Gobernadores. Mañana será anunciado en la Academia.
¡Una beca Avery! Ana sintió que su corazón latía con más rapidez, y los horizontes de su ambición se ampliaron como por arte de magia. Antes de que Josie trajera la noticia, la meta de sus ambiciones había sido una licencia provincial de maestra de primera clase a fin de año y quizá la medalla. Pero ahora, en un momento, se vio ganando la beca Avery, siguiendo un curso de Filosofía y Letras en el colegio de Redmond y graduándose con su toga, todo eso antes de que se extinguiera el eco de las palabras de Josie. La beca Avery era en inglés, y Ana sentía que aquí su pie se apoyaba en el brezo natal.
Un rico industrial de Nueva Brunswick había muerto y legado parte de su fortuna para becas, que debían distribuirse entre las escuelas secundarias y las academias de las provincias costeras, de acuerdo a su respectiva importancia. Se dudó de si se le otorgaría una a la Academia de la Reina, pero el asunto se arregló al fin y, al terminar el año, el graduado que tuviera las mejores calificaciones en inglés y literatura inglesa ganaría la beca: doscientos cincuenta dólares por año durante cuatro años en el colegio de Redmond. ¡No era de extrañar que aquella noche fuera Ana a acostarse con las mejillas encendidas!
—Ganaré la beca, si lo que hace falta es trabajar duro —resolvió—. ¿No se enorgullecerá Matthew si llego a graduarme en Filosofía y Letras? ¡Oh, es delicioso tener ambiciones! ¡Estoy tan contenta de tener tantas! Y nunca parecen llegar a su fin; eso es lo mejor. Tan pronto se obtiene una, se ve otra brillando más alto. ¡Hacen que la vida sea tan interesante!
La nostalgia de Ana fue disipándose, en su mayor parte gracias a las visitas que hacía a «Tejas Verdes» cada fin de semana. Mientras el buen tiempo duró, los estudiantes de Avonlea iban a Carmody todos los viernes por la noche en el nuevo ferrocarril. Diana y varias otras jóvenes de Avonlea iban a esperarlos y todos juntos se dirigían hacia el pueblo alegremente. Ana pensaba que aquellos paseos de los viernes por la noche por las colinas otoñales, el aire cortante, con las luces de Avonlea titilando al frente, eran las mejores horas de toda la semana.
Gilbert Blythe casi siempre caminaba junto a Ruby Gillis y le llevaba la maleta. Ruby era una joven muy hermosa que ya se consideraba muy mayor; llevaba las faldas tan largas como su madre se lo permitía y en la ciudad peinaba su cabello hacia arriba, aunque tenía que soltárselo cuando iba a su casa. Tenía los ojos grandes y brillantes y una rolliza y vistosa figura. Reía mucho, era alegre y de buen carácter y disfrutaba francamente de las cosas agradables de la vida.
—Pero yo no creo que sea la clase de joven que le pueda gustar a Gilbert —le dijo Jane a Ana. Ana tampoco lo creía, pero no lo hubiera reconocido ni por la beca Avery. Tampoco podía evitar pensar que sería muy agradable tener un amigo como Gilbert para reír y charlar con él y cambiar ideas sobre libros, estudios y ambiciones. Sabía que Gilbert las tenía y Ruby Gillis no parecía la clase de persona con quien poder discutirlas con provecho.
Ana no abrigaba tontas ideas sentimentales respecto a Gilbert. Los chicos eran para ella, cuando se detenía a considerarlos, posibles buenos compañeros. Si ella y Gilbert hubieran sido amigos, no le hubiera importado que hubiera tenido otras amigas o hubiera paseado con ellas. Hacía amigas con facilidad; amigos tenía muchos, pero poseía una vaga conciencia de que la amistad masculina podía también ser provechosa para completar las propias concepciones del compañerismo. Pensaba que si Gilbert la hubiera acompañado alguna vez hasta su casa desde el tren podrían haber mantenido conversaciones interesantes sobre el nuevo mundo que se presentaba ante sus ojos. Gilbert era un joven inteligente que poseía ideas propias y una firme determinación a obtener lo mejor de sí. Ruby Gillis le dijo a Jane Andrews que ella no entendía la mitad de las cosas que decía Gilbert Blythe; que él hablaba igual que Ana Shirley cuando pensaba algo detenidamente y que por su parte a ella no le parecía que fuera muy divertido andar entre libros y todas esas cosas cuando no había necesidad de ello. Frank Stockley era más alegre y sabía más de modas, pero así y todo no era ni la mitad de guapo que Gilbert. ¡Y ella realmente no sabía cuál le gustaba más!
En la Academia, Ana fue formando su pequeño círculo de amistades, todos estudiantes concienzudos, imaginativos y ambiciosos como ella. Pronto intimó con la joven «vivaz», Stella Maynard, y con la de «aspecto soñador», Priscilla Grant, descubriendo que la doncella pálida de aspecto espiritual estaba llena de alegría y le gustaba hacer jugarretas y travesuras, mientras que la vivaz Stella de ojos negros tenía el corazón lleno de anhelantes sueños y fantasías, tan etéreos y coloridos como los de la misma Ana.
Después de las fiestas de Navidad, los estudiantes de Avonlea renunciaron a las visitas de los viernes a sus hogares y se pusieron a trabajar de firme. Para esa época todos los escolares de la Academia habían alcanzado su puesto dentro de los grados y las distintas clases habían establecido los diferentes matices que las individualizaban. Algunos hechos eran aceptados en general. Se admitía que la lucha por la obtención de la medalla se disputaba sólo entre tres contendientes: Gilbert Blythe, Ana Shirley y Lewis Wilson; respecto a la beca Avery, había más dudas; cualquier alumno de un grupo de seis podía obtenerla. La medalla de bronce de matemáticas ya se le daba por ganada a un muchachito gordo de tierra adentro, que tenía una frente pronunciada y usaba una chaqueta remendada. Ruby Gillis era la más guapa de la Academia; en la clases de segundo curso, Stella Maynard se llevaba la palma de la belleza, con una pequeña pero crítica minoría que se inclinaba en favor de Ana Shirley. Ethel Marr era considerada por todos los jueces competentes como la que poseía el mejor estilo para peinase, y Jane Andrews, la sencilla, trabajadora, escrupulosa Jane, se llevaba todos los honores del curso de economía doméstica. Hasta Josie Pye alcanzó cierta preeminencia como la joven de hablar más mordaz que asistía a la Academia. De manera que podía darse por sentado que cada uno de los antiguos alumnos de la señorita Stacy había alcanzado su puesto en la Academia.