—¡Está bien! —Gilbert saltó al esquife con la ira en el rostro—. ¡Nunca le volveré a pedir que hagamos las paces, Ana Shirley! ¡Ni me importa, tampoco!
Se alejó rápidamente y Ana se fue por el camino abrupto bajo los abetos. Llevaba alta la cabeza, pero tenía una extraña sensación de tristeza. Casi deseaba haber contestado a Gilbert de otro modo. Desde luego, él la había insultado terriblemente, pero aun así… En resumen, Ana pensaba que sería un alivio sentarse y llorar. Se sentía insegura; empezaba a sentir la reacción del miedo.
A mitad de camino encontró a Jane y Diana que volvían a la laguna completamente fuera de sí. No habían encontrado a nadie en «La Cuesta del Huerto», pues el señor Barry y su señora habían salido. Ruby Gillis tuvo un ataque de histeria y la habían dejado que se recobrara como pudiera, mientras cruzaban el Bosque Embrujado a la carrera hacia «Tejas Verdes». Allí tampoco encontraron a nadie, pues Marilla estaba en Carmody y Matthew recogiendo heno en el campo.
—Oh, Ana —tartamudeó Diana, abrazándose a su cuello y llorando de alivio y alegría—. Oh, Ana… pensamos… que estabas… ahogada… y nos sentimos asesinas… porque te obligamos… a ser Elaine. Ruby está histérica. Oh, Ana, ¿cómo escapaste?
—Subí a uno de los pilares —explicó Ana tristemente—, y Gilbert Blythe llegó en un bote y me llevó a tierra.
—¡Ana, qué espléndido de su parte! ¡Es tan romántico! —dijo Jane encontrando por fin aire para hablar—. Claro que después de esto le hablarás.
—Claro que no —contestó Ana, con un retorno momentáneo a su antiguo espíritu—. Y no quiero volver a escuchar jamás la palabra romántico, Jane Andrews. Siento terriblemente que os asustarais. Todo ha sido culpa mía. Estoy segura de haber nacido bajo una estrella maléfica. Todo cuanto hago me pone a mí o pone a mis amigas más queridas en aprietos. Hemos perdido la barca de tu padre, Diana, y tengo el presentimiento de que no nos dejarán remar más en la laguna.
El presentimiento de Ana resultó ser más certero que de costumbre. Grande fue la consternación en los hogares de los Cuthbert y los Barry ante los acontecimientos de la tarde.
—¿Tendrás cordura
alguna vez
, Ana? —gruñó Marilla.
—Oh, sí, así lo creo, Marilla —respondió Ana, optimista. Un buen llanto en la grata soledad de la buhardilla había aliviado sus nervios y restaurado su maravillosa alegría—. Creo que mis perspectivas de ser sensata son más brillantes que nunca.
—No veo cómo.
—Bueno —explicó Ana—, hoy he aprendido una valiosa lección. Desde que llegué a «Tejas Verdes» he cometido errores y cada uno me ha ayudado a curarme de un gran defecto. El episodio del broche de amatista me curó de tocar las cosas que no me pertenecen. El error del Bosque Embrujado me curó de una excesiva imaginación. El pastel con linimento, de cocinar descuidadamente. El teñirme el cabello, de vanidad. Ahora no pienso en mi nariz ni en mis cabellos; por lo menos no muy a menudo. Y el error de hoy me curará de ser demasiado romántica. He llegado a la conclusión de que no sirve de nada ser romántica en Avonlea. Estaba muy bien en el amurallado Camelot, cientos de años atrás, pero ahora no se aprecia lo romántico. Estoy segura de que verá en mí un gran adelanto a ese respecto, Marilla.
Pero Matthew, que estuviera sentado en silencio en su rincón, puso su mano sobre el hombro de Ana cuando Marilla hubo salido.
—No abandones tu romanticismo, Ana —murmuró tímidamente—, un poquito es bueno; demasiado, no, desde luego. Pero guarda un poco, Ana, guarda un poco.
Ana arreaba las vacas por el Sendero de los Amantes. Era un atardecer de septiembre y el bosque estaba impregnado por la rojiza luz del atardecer. El sendero, bordeado de pinos y abetos, estaba salpicado de luces y sombras. El viento ululaba entre las ramas de los árboles, y ya se sabe que en el mundo no hay música más dulce que la del viento sonando en las copas de los pinos al atardecer.
Las vacas bajaban plácidamente por el sendero y Ana tras ellas, soñando, repitiendo en voz alta el canto guerrero de
Marmion
que les había enseñado la señorita Stacy en clase de inglés, transportada por los versos y lo plástico del relato. Cuando llegó a la estrofa:
Los lanceros inquebrantables
formaban un bosque impenetrable
se detuvo extasiada, cerrando los ojos para verse formando parte del heroico círculo. Cuando los volvió a abrir, vio a Diana cruzando el portón que daba al campo de los Barry, con un aspecto tan importante que comprendió inmediatamente que traía noticias trascendentales. Pero no quiso mostrar su curiosidad.
—¿No es esta tarde como un sueño, Diana? Estoy tan contenta de vivir. Por las mañanas, me parece que lo mejor son las mañanas; pero cuando llega el atardecer, me parece que éste es todavía más hermoso.
—Es un atardecer muy hermoso —dijo Diana—, pero tengo grandes noticias, Ana. Adivina. Te doy tres oportunidades.
—Charlotte Gillis se casará en la iglesia después de todo y la señora Alian quiere que la decoremos.
—No. El novio de Charlotte no está conforme, porque nadie se ha casado nunca en la iglesia y cree que se parecería a un funeral. Es una tontería ya que podría ser algo muy bonito. Prueba otra vez.
—¿La madre de Jane la dejará hacer una fiesta de cumpleaños?
Diana negó con un movimiento de cabeza, mientras los ojos le brillaban de alegría.
—No puedo pensar qué puede ser —dijo Ana—, a menos que sea que Moody te acompañó a casa anoche después de las oraciones.
—Desde luego que no —exclamó Diana, indignada—. No presumiría de semejante cosa. ¡Es una criatura horrible! Sabía que no serías capaz de adivinarlo. Mamá ha recibido carta de tía Josephine; quiere que tú y yo vayamos a la ciudad el martes próximo y nos quedemos para la exposición. ¡Ahí tienes!
—Oh, Diana —murmuró Ana, apoyándose en un arce—, ¿es verdad lo que dices? Pero seguro que Marilla no me dejará ir. Dirá que no puede alentar el callejeo. Eso fue lo que dijo la semana pasada cuando Jane me invitó a acompañarlos en el coche al festival del hotel de White Sands. Yo deseaba ir, pero Marilla dijo que mejor estaría en casa estudiando mis lecciones y que Jane también. Me sentí amargamente desilusionada, Diana, y con el corazón tan destrozado que esa noche no recé antes de acostarme. Pero me arrepentí y me levanté a hacerlo a medianoche.
—Conseguiremos que mamá se lo pida. Es probable que así te deje; y si lo hace, pasaremos unos momentos inolvidables, Ana. Nunca he estado en una exposición y es muy doloroso escuchar a otras niñas contar sus viajes. Jane y Ruby han estado dos veces y vuelven este año.
—No voy a pensarlo hasta saber si iré o no —dijo Ana, resuelta—. Si lo hiciera y luego me desilusionara, no lo podría resistir. Pero si voy, me gustaría tener listo el abrigo nuevo. Marilla no creía que yo necesitara uno nuevo. Decía que el viejo puede servir otro invierno y que me debo conformar con tener un vestido nuevo. El vestido es muy bonito, Diana, azul marino y muy a la moda. Marilla me hace ahora todos los vestidos a la moda, pues no quiere que Matthew vaya a la señora Lynde para que los cosa. Estoy muy contenta. Es muchísimo más fácil ser buena cuando las ropas están a la moda. Por lo menos, es más fácil para mí. Supongo que esa diferencia no existe para las gentes naturalmente buenas. Pero Matthew dijo que yo debía tener un abrigo nuevo, de manera que Marilla compró un hermoso corte de paño fino azul y me lo está cosiendo una verdadera modista de Carmody. Estará listo para el sábado por la noche y trato de no imaginarme caminando por el atrio de la iglesia con mi nuevo vestido y mi gorro, porque temo que no esté bien imaginar esas cosas; pero se me deslizan en la mente a pesar mío. Mi gorro también es muy bonito. Matthew me lo compró el día que fuimos a Carmody. Es uno de esos de terciopelo azul que hacen furor, con cordones dorados y borlas. Tu nuevo sombrero es muy elegante, Diana, y te queda muy bien. Cuando te vi entrar en la iglesia el domingo pasado, me sentí muy orgullosa de que fueras mi amiga. ¿Crees que está mal esto de pensar tanto en nuestras ropas? Marilla dice que es pecaminoso. Pero
es
un tema tan interesante, ¿no es así?
Marilla consintió en que Ana fuera a la ciudad y acordaron que el señor Barry las llevaría el martes siguiente. Como Charlottetown quedaba a cuarenta y cinco kilómetros y el señor Barry deseaba ir y volver en el día, fue necesario salir muy temprano. Pero para Ana fue una diversión; antes de que amaneciera ya estaba en pie. Una mirada por la ventana le aseguró que el día sería hermoso, pues el cielo oriental tras los pinos del Bosque Embrujado estaba plateado y sin nubes. Por entre los árboles se veía brillar una luz en la buhardilla de «La Cuesta del Huerto», señal de que Diana también se había levantado.
Ana ya estaba vestida cuando Matthew hubo encendido el fuego y, aunque tenía el desayuno servido cuando bajó, estaba demasiado excitada como para comer. Después del desayuno, con el elegante abrigo y el gorro nuevo puestos, Ana cruzó apresurada el arroyo hacia «La Cuesta del Huerto». El señor Barry y Diana la esperaban y pronto estuvieron en camino.
Era un largo viaje, pero las dos niñas disfrutaron de cada minuto. Era delicioso marchar por los húmedos caminos bajo la temprana y rojiza luz solar que cruzaba los campos. El aire era fresco y cortante y ligeras nieblas azuladas se elevaban de los valles y flotaban sobre las colinas. Algunas veces, el camino cruzaba bosques donde los arces comenzaban a lucir banderas escarlatas; otras cruzaba ríos sobre puentes que hacían estremecerse a Ana con el viejo y delicioso temor; o seguía la costa de un puerto, pasaba junto a un grupo de casitas de pescadores para subir otra vez a las colinas, desde donde se veían las tierras ascendentes y el cielo azul; pero doquiera que fuera, había mucho interesante que comentar. Era casi mediodía cuando llegaron al pueblo y se dirigieron a Beechwood. Era una vieja mansión señorial, oculta de la calle por un cerco de verdes olmos y coposas hayas. La señorita Barry las esperó en la puerta con los ojos centelleantes.
—De manera que por fin has venido a verme, Ana —dijo—. ¡Por Dios, cómo has crecido! Eres más alta que yo. Y tienes muchísimo mejor aspecto que antes, también. Pero me atrevo a decir que eso lo sabías sin que te lo dijeran.
—De verdad que no —dijo Ana, radiante—. Sé que no soy tan pecosa como antes, cosa que agradezco mucho, pero realmente no me había atrevido a tener esperanzas de otros cambios. De manera que me alegra que los haya, señorita Barry.
La casa de la señorita Barry estaba amueblada con «gran magnificencia», según dijo Ana a Marilla después. Las dos pequeñas campesinas quedaron bastante confusas por el esplendor del salón donde las dejó la señorita Barry cuando fue a vigilar la cena.
—¿No es un palacio? —susurró Diana—. Nunca había estado antes en casa de tía Josephine y no tenía ni idea de que fuese tan grande. Me gustaría que Julia Bell pudiera verla; se da tantos aires con la sala de su madre…
—¡Alfombra de terciopelo —suspiró Ana—, y cortinajes de seda! He soñado con cosas así, Diana. Pero sabrás que no me sentiría muy cómoda con ellas, después de todo. Hay tantas cosas en esta habitación y son tan maravillosas, que no queda campo para la imaginación. Ése es un consuelo cuando se es pobre; hay muchísimas cosas que se pueden imaginar.
Su estancia en la ciudad fue algo que Ana y Diana recordaron durante años. Fue maravilloso desde el principio hasta el fin.
El miércoles, la señorita Barry las llevó a la exhibición donde pasaron todo el día.
—Era espléndido —contó más tarde Ana a Marilla—. Nunca había imaginado nada tan interesante. En realidad, no sé qué departamento era el mejor. Creo que me quedaría con el de los caballos, el de las flores y el de trabajos varios. Josie Pye ganó el primer premio en encaje. Me alegro de veras. Y también me alegro por haberme alegrado, pues demuestra que estoy mejorando, ya que me regocijó el éxito de Josie. El señor Harmon se llevó el segundo premio por las manzanas Gravenstein, y el señor Bell, el primer premio con un cerdo. Diana dijo que le parecía ridículo que el director de la Escuela Dominical ganara un premio por los cerdos, pero yo no veo el porqué. ¿A usted qué le parece? Dice que cada vez que le viera rezar solemnemente, lo recordaría. Clara Louise MacPherson ganó el premio para queso y manteca caseros. De manera que Avonlea estuvo bastante bien representada. La señora Lynde estuvo aquel día y nunca supe cuánto la apreciaba hasta que vi su cara familiar entre tantos extraños. Había miles de personas allí, Marilla. Eso me hizo sentir horriblemente insignificante. Y la señorita Barry nos llevó al gran pabellón a ver las carreras de caballos. La señora Lynde no quiso ir; decía que las carreras de caballos eran abominables y que siendo religiosa, consideraba un deber sagrado mantenerse apartada. Pero había tanta gente que no creo que se notara la ausencia de la señora Lynde. Sin embargo, creo que no debería ir a menudo a las carreras de caballos porque
son
fascinantes. Diana se excitó tanto que quiso apostar diez centavos, pero me negué a apostar, porque quería contarle todo a la señora Alian y me pareció que contarle eso no sería bueno. Está mal hacer algo que no se puede contar a la esposa de un pastor. Es casi poseer una conciencia adicional el tener por amiga a una persona así. Y me alegré de no haber apostado, pues el caballo rojo
ganó
, de manera que hubiera perdido mis diez centavos. Así es como se recompensa a la virtud. Vimos subir a un hombre en un globo. Me gustaría subir en globo, Marilla, sería simplemente estremecedor. Y vimos a un hombre que vendía buenaventuras; le pagaban diez centavos y un pajarito elegía la suerte. La señorita Barry nos dio a Diana y a mí diez centavos para que nos dijeran la buenaventura. La mía fue que me casaría con un hombre moreno, muy rico, y que iría a vivir al otro lado del mar. Después de eso, miré cuidadosamente a cuanto hombre moreno vi, pero no me preocupé mucho por ellos, porque supongo que es demasiado pronto para buscarlo. Oh, Marilla, fue un día inolvidable. Estaba tan cansada que no pude dormir por la noche. La señorita Barry nos puso en el cuarto de huéspedes como nos había prometido. Era una habitación elegante, Marilla, pero, sin embargo, dormir en una habitación así no fue como pensé. Ése es el inconveniente de crecer y empiezo a comprenderlo. Las cosas que se desean cuando se es niña no son ni la mitad de hermosas cuando se crece.