Ana, la de Tejas Verdes (15 page)

Read Ana, la de Tejas Verdes Online

Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Ana, la de Tejas Verdes
4.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Entonces usted piensa que será mejor que la deje quedarse en casa? —dijo Marilla, sorprendida.

—Sí. Así es; no le mencionaría el colegio hasta que no salga de sí misma. Puede estar segura, Marilla, de que dentro de una semana se habrá calmado y estará dispuesta a regresar por su propia voluntad, eso es, mientras que si tratara de llevarla por la fuerza, Dios sabe qué baraúnda armaría. Cuanto menos importancia le demos al asunto, mejor. En lo que se refiere al colegio, no sentirá mucho no ir. El señor Phillips no vale mucho como maestro. Guarda un orden escandaloso, eso es, y deja de lado a los más pequeños en favor de los alumnos mayores, que prepara para la Academia de la Reina. Nunca hubiera conseguido dar clase un año más si su tío no hubiese sido uno de los síndicos;
el
síndico, pues lleva a los demás de la nariz, eso es. Confieso que no sé dónde va la educación en esta isla.

Marilla siguió el consejo de la señora Rachel y no le dijo una sola palabra más a Ana respecto a la vuelta al colegio. La niña aprendió sus lecciones en casa y jugó con Diana en los fríos crepúsculos de otoño. Pero cuando se cruzaba con Gilbert Blythe en el camino o le encontraba en la escuela dominical, pasaba a su lado con helado desprecio, que no quebraban un punto sus intentos evidentes de apaciguarla. Ni siquiera los esfuerzos de Diana como pacificadora surtieron efecto. Ana había decidido odiar a Gilbert Blythe hasta el fin de sus días.

Tanto como odiaba a Gilbert, sin embargo, amaba a Diana, con toda la fuerza de su corazoncito, igualmente intensa para sus cariños y sus odios. Una tarde, al regresar Marilla del manzanar, la encontró llorando amargamente, sentada sola en la ventana occidental, a la luz del crepúsculo.

—¿Qué ocurre ahora, Ana?

—Se trata de Diana —dijo llorando con todas sus ganas—. La quiero tanto, Marilla. No puedo vivir sin ella. Pero sé muy bien que cuando crezcamos, se casará y se irá. Y ¿qué haré? Odio a su marido; le odio furiosamente. He estado imaginándomelo todo: la boda y todo lo demás; Diana vestida con ropas albas, con un velo, hermosa como una reina. Y yo como dama de honor, con un hermoso vestido y mangas abullonadas, pero con el corazón destrozado oculto bajo una cara sonriente. Y luego, despidiendo a Diana, diciéndole ad-i-o-ó-s… —rompió a llorar.

Marilla se dio la vuelta rápidamente para que la niña no viera la sonrisa en su cara, pero no pudo evitarlo. Cayó sobre una silla cercana y rompió a reír en forma tan poco común, que Matthew, que cruzaba el huerto, se detuvo sorprendido. ¿Cuándo había oído antes reír así a Marilla?

—Bueno, Ana Shirley —dijo Marilla cuando pudo hablar—, ya que te gusta preocuparte, por lo menos trata de que sea algo útil. No se puede negar que tienes imaginación, hija mía.

CAPÍTULO DIECISÉIS
Diana es invitada a tomar el té con trágicos resultados

Octubre fue un mes hermoso en «Tejas Verdes» donde los abedules de la hondonada se tornaron tan dorados como el sol y los arces del huerto se cubrieron de un magnífico escarlata; los cerezos silvestres del sendero vistieron sus más hermosos tonos rojo oscuro y verde broncíneo, mientras en los campos comenzó la siega. Ana soñaba en aquel mundo de colores.

—Oh, Marilla —exclamó un sábado por la mañana, al llegar con los brazos llenos de preciosas ramas—, estoy tan contenta de vivir en un mundo donde hay octubres. Sería terrible que tuviéramos que pasar de septiembre a noviembre, ¿no es así? Mire esas ramas de arce. ¿No la hacen estremecer? Voy a decorar mi habitación con ellas.

—Son molestas —dijo Marilla, cuyo sentido estético no estaba muy desarrollado—. Llenas la habitación con demasiadas cosas campestres, Ana, los dormitorios se han hecho nada más que para dormir.

—Y para soñar también, Marilla. Y bien sabe que se puede soñar mejor en una habitación llena de cosas bonitas. Voy a poner estas ramas en el florero azul y lo colocaré sobre mi mesa.

—Ten cuidado de no dejar hojas en las escaleras. Esta tarde voy a la reunión de la Sociedad de Ayuda en Carmody, Ana, y es probable que no regrese hasta la noche. Tendrás que preparar la merienda para Matthew y Jerry, de manera que no te olvides de poner el agua para el té, como hiciste la última vez.

—Hice muy mal en olvidarme —dijo Ana disculpándose—, pero ocurrió en la tarde que estaba pensando un nombre para Violeta Vale y se me fue el santo al cielo. Matthew fue muy bueno; nunca me regañó por ello. Él mismo hizo el té y dijo que podría esperar. Y mientras esperábamos, le conté un hermoso cuento de hadas, de modo que el tiempo no se hizo nada largo. Fue un cuento hermoso, Marilla. Me había olvidado del final, de manera que tuve que inventar uno, pero Matthew dijo que no se había notado.

—Matthew sería capaz de encontrar bien que le sirvieras el almuerzo a medianoche. Pero esta vez debes hacer las cosas como es debido. Y aunque no sé si hago bien, pues quizá te vuelva más descuidada que de costumbre, puedes pedirle a Diana que venga a pasar la tarde contigo.

—¡Oh, Marilla! —Ana golpeó sus manos—. ¡Qué bien! Después de todo, usted
es
capaz de imaginar cosas, pues de lo contrario no hubiera comprendido cuánto lo he ansiado. Será tan bonito y tan de persona mayor. No hay temor de que me olvide de poner el té si tengo una invitada; Marilla, ¿puedo sacar el juego de té floreado?

—¡No! ¡El juego de té floreado! ¿Y luego, qué? Bien sabes que nunca lo empleo, excepto para el pastor o la Sociedad de Ayuda. Usarás el juego marrón. Pero puedes abrir el pequeño frasco amarillo de cerezas en almíbar. Es hora de gastarlo; temo que se esté echando a perder. Y puedes cortar algo de la torta de frutas y comer algunos bollitos.

—Me imagino sentada a la cabecera de la mesa, sirviendo el té —dijo Ana, cerrando extasiada los ojos—. ¡Y preguntándole si quiere azúcar! Sé que no le gusta, pero sin embargo se lo preguntaré como si no lo supiera. Y luego rogándola que tome otra porción de torta y de confitura. Oh, Marilla, el solo hecho de pensar en ello produce una hermosa sensación. ¿Puedo llevarla a la sala de huéspedes a que deje su sombrero cuando venga, y luego pasar a charlar a la sala?

—No. El cuarto de estar será bastante. Pero tienes una botella de licor de frambuesas a medio vaciar que quedó de la reunión en la iglesia de la otra noche. Está en el segundo estante del armario del cuarto de estar. Y además unos bollitos para comer durante la tarde, pues temo que Matthew llegue con retraso al té, ya que está embarcando patatas.

Ana voló por la hondonada, cruzó la Burbuja de la Dríada y subió el camino de los abetos hasta «La Cuesta del Huerto» para pedirle a Diana que fuera a tomar el té. Como resultado, poco después de que Marilla partiera hacia Carmody, Diana llegó, vestida con casi su mejor vestido y con el aspecto típico de quien ha sido invitada a tomar té. En otras circunstancias hubiera entrado en la cocina sin llamar, pero esta vez golpeó ceremoniosamente con el llamador de la puerta principal. Y cuando Ana, vestida con sus mejores ropas, abrió la puerta ceremoniosamente, se estrecharon las manos con tanta vaguedad como si no se hubieran visto antes. Esta solemnidad poco natural duró hasta que Diana fue conducida a la buhardilla para que dejara su sombrero y luego acompañada al cuarto de estar.

—¿Cómo está tu mamá? —dijo Ana gentilmente, como si no hubiera visto a la señora Barry esa misma mañana recogiendo pepinos, en perfecto estado de salud.

—Está muy bien, muchas gracias. Supongo que el señor Cuthbert está cargando patatas en el
Lily Sanas
esta tarde —dijo Diana, que había ido hasta la casa del señor Harmon Andrews aquella mañana en el coche de Matthew.

—Sí, la cosecha de patatas es muy buena este año. Espero que la de tu padre también lo sea.

—Es bastante buena, muchas gracias. ¿Han cosechado ya muchas manzanas?

—¡Más que nunca! —dijo Ana y, olvidándose del protocolo se puso en pie de un salto—. Salgamos al manzanar y cojamos algunas de las «Dulzuras Rojas», Diana. Marilla dice que podemos coger todas las que quedan en el árbol. Es una mujer muy generosa. Dijo que podíamos comer torta de frutas y cerezas en almíbar con el té. Pero no es de buena educación decir a los invitados qué les darán con el té, de manera que no te diré qué nos ha dejado para beber. Diré nada más que comienza con una / y una/y que tiene un brillante color rojo. A mí me gustan las bebidas rojo brillante; ¿a ti no? Saben el doble de bien que las de cualquier otro color.

El manzanar, con grandes ramajes cargados de frutas, resultó tan delicioso que ambas niñas pasaron allí la mayor parte de la tarde, en un rincón del césped perdonado por la escarcha, donde vagaba la suave luz del sol otoñal, comiendo cuanto quisieron y charlando todo el tiempo. Diana tenía mucho que contar a Ana sobre lo que ocurría en el colegio. Debía sentarse junto a Gertie Pye y no le gustaba; Gertie hacía rechinar el lápiz todo el tiempo, lo que ponía a Diana los nervios de punta. Ruby Gillis se había quitado todas las verrugas con un guijarro mágico que le había dado la vieja Mary Joe. Había que frotar las verrugas con el guijarro y luego tirarlo por encima del hombro izquierdo al tiempo de la luna nueva y las verrugas desaparecían. En el porche alguien había escrito el nombre de Charlie Sloane junto al de Emma White y ésta se había puesto terriblemente furiosa por ello: Sam White le había gastado una broma al señor Phillips en plena clase, éste le azotó y el padre de Sam fue al colegio y amenazó al señor Phillips con darle su merecido si volvía a ponerle la mano encima a uno de sus hijos; Lizzie Wright no le hablaba a Mamie Wilson, porque la hermana mayor de Mamie Wilson había hecho pelearse a la hermana mayor de Lizzie Wright con su novio, y que todos echaban mucho de menos a Ana y deseaban que volviera al colegio, y que Gilbert Blythe…

Pero Ana no quería que le hablaran de Gilbert Blythe. Se puso de pie y sugirió que tomaran un poco de licor.

Ana miró en el segundo estante, pero allí no había trazas de licor. Una investigación más detallada lo descubrió en el estante superior. Ana lo puso sobre una bandeja y lo colocó sobre la mesa.

—Sírvete tú misma, Diana —dijo ceremoniosamente—. Yo no tengo muchas ganas ahora, después de todas esas manzanas.

Diana se sirvió una copita, miró admirada su color rojo vivo y luego lo sorbió delicadamente.

—Es un riquísimo licor de frambuesas, Ana —dijo—. No creí que supiera tan bien.

—Me alegro de que te guste. Bebe cuanto quieras. Yo iré a avivar el fuego. ¡Un ama de casa tiene tantas responsabilidades!, ¿no es cierto?

Cuando Ana regresó de la cocina, Diana bebía su segunda copa de licor y, ante la insistencia de su compañera, no ofreció mucha resistencia a la tercera. Las raciones eran generosas y el licor de frambuesas estaba realmente muy bueno.

—Es el mejor que he probado —dijo Diana—; es superior al de la señora Lynde, aunque ella alardee tanto del suyo.

—Yo aseguraría que el licor de frambuesas de Marilla debe ser mucho mejor que el de la señora Lynde —comentó lealmente Ana—. Marilla es una cocinera famosa. Está tratando de enseñarme, pero te aseguro, Diana, que es un trabajo ímprobo. En el arte culinario hay muy poco campo para la imaginación. Uno debe ceñirse a las reglas. La última vez que hice una torta, me olvidé de echarle la harina. Estaba pensando algo muy hermoso sobre tú y yo. Imaginaba que estabas desesperadamente enferma de viruela y que todos te abandonaban, pero yo iba junto a ti y te cuidaba hasta que volvías a la vida y me contagiabas la viruela. Yo moría y me enterraban bajo los álamos del cementerio; tú plantabas un rosal sobre mi tumba y lo regabas con tus lágrimas y nunca, nunca jamás, olvidabas a la amiga de tu juventud que te sacrificó su vida. Oh, era una aventura tan patética, Diana. Las lágrimas me corrían por las mejillas mientras mezclaba los ingredientes para la torta. Pero olvidé la harina y la torta fue un terrible fracaso. Ya sabes que la harina es esencial en las tortas. Marilla se enfadó y pensé que soy un dolor de cabeza para ella. Se mortificó terriblemente por culpa de la salsa del budín de la semana pasada. El martes cenamos budín de ciruelas y sobró la mitad y un poco de salsa. Marilla dijo que quedaba suficiente para otra comida y me pidió que lo pusiera en el estante de la despensa y lo tapara. Tenía toda la intención de hacerlo, Diana, pero cuando lo llevaba, imaginaba ser una monja —aunque soy protestante, imaginé que era católica— que vestía el hábito para enterrar en la clausura un corazón destrozado. Con todo eso, olvidé tapar la comida. A la mañana siguiente me acordé y corrí a la despensa. ¡Diana, imagina si puedes mi terrible horror al encontrar un ratón ahogado en la salsa! Saqué el animal con una cuchara y lo tiré al jardín, y luego lavé tres veces el cubierto. Como Marilla se hallaba ordeñando, pensé preguntarle cuando volviera si echaba el budín a los cerdos. Pero cuando regresó, yo soñaba ser el hada de la escarcha, que iba por los bosques trocando los colores de los árboles en rojo y amarillo, de manera que no volví a pensar en el budín y Marilla me mandó a recoger manzanas. Bueno, el señor Chester Ross y su señora, de Spencervale, vinieron esta mañana. Sabes que son gente muy elegante, especialmente la señora. Cuando me llamó Marilla, la comida estaba preparada. Traté de ser todo lo bien educada posible, pues quería que la señora Ross pensara que era muy bonita, aunque no fuera guapa. Todo fue bien hasta que vi llegar a Marilla con el budín de ciruelas en una mano y la salsa en la otra. Diana, fue un momento terrible. Me acordé de todo, me puse de pie y grité: «Marilla, no debe servir esa salsa. Un ratón se ha ahogado ahí. Me olvidé de decírselo antes». Oh, Diana, nunca podré olvidar tan terrible momento. La señora Ross me
miró
y deseé que me tragara la tierra. Una ama de casa tan perfecta como ella, imagina lo que debe haber pensado de nosotras. Marilla enrojeció, pero no dijo nada… entonces. Se llevó el budín y la salsa y trajo dulce de fresas; incluso me ofreció una ración, pero yo no podía tragar bocado. Me ardía la cabeza. Después que se fueron los Ross, Marilla me echó una reprimenda terrible. ¿Qué te pasa, Diana?

Diana se había puesto en pie con dificultad, luego se sentó y se cogió la cabeza con las manos.

—No… no me encuentro… muy bien —dijo con voz temblorosa—. Debo ir a casa.

—Oh, no debes ni pensar en ir a casa sin tomar el té —dijo Ana, afligida—. En seguida lo traeré.

—Debo ir a casa —repitió Diana, estúpida pero determinadamente.

Other books

Happily Never After by Bess George
Watson's Case by F.C. Shaw
Again (Time for Love Book 3) by Miranda P. Charles
Thief of Always by Clive Barker
The Right One by RM Alexander
The Ballad of Aramei by J. A. Redmerski
Broken April by Ismail Kadare