»A mediodía fuimos a almorzar, para regresar por la tarde para el examen de historia. Fue muy difícil y me hice un lío horrible con las fechas. Sin embargo, creo que me porté bastante bien. Pero oh, Diana, mañana toca el examen de geometría y cuando pienso en él, me cuesta un enorme esfuerzo no abrir mi Euclides. Si creyera que la tabla de multiplicar me ayudaría, me pasaría repitiéndola desde hoy hasta mañana.
»Esta noche he ido a ver a las otras chicas. De camino me encontré con Moody, que paseaba abstraído. Me dijo que sabía que había fracasado en historia y que había nacido para ser una desilusión para sus padres y que volvería en el tren de la mañana, porque sería más fácil ser carpintero que ministro. Le consolé y le persuadí de que se quedara hasta el fin, porque no sería leal con la señorita Stacy si no lo hiciera. Algunas veces me gustaría haber nacido varón, pero cuando veo a Moody, siempre me alegro de ser mujer y de no ser su hermana.
»Ruby estaba histérica cuando llegué a su alojamiento; acababa de descubrir un horrible error que cometiera en su examen de inglés. Cuando se recobró, fuimos a tomar un sorbete. Oh, cuánto me hubiera gustado que estuvieras con nosotras.
»¡Oh, Diana, cómo me gustaría haber pasado ya el examen de geometría! Pero, como dice la señora Lynde, el sol seguirá igual su curso, fracase o no en geometría. Es cierto, aunque no muy consolador. Pensaré mejor que
no
lo seguirá si fracaso.
Tuya
Ana»
El examen de geometría y todos los demás pasaron a su tiempo, y Ana llegó a su casa el viernes por la noche, algo cansada, pero con un aire de neto triunfo. Diana estaba en «Tejas Verdes» y se saludaron como si hubieran estado separadas durante varios años.
—Es maravilloso tenerte de nuevo aquí. Parece que haya transcurrido un siglo desde que te fuiste. ¿Cómo te ha ido?
—Creo que bastante bien, excepto en geometría. No sé si salí bien o no y tengo la horrible sensación de que no. ¡Oh, cuán hermoso es estar de regreso! ¡«Tejas Verdes» es el lugar que más quiero en el mundo!
—¿Cómo les fue a los demás?
—Las chicas dicen que saben que no pasarán, pero yo creo que se portaron bastante bien. ¡Josie dice que la geometría era tan fácil que una criatura de diez años podía hacerla! Moody Spurgeon cree que fracasó en historia y Charlie dice que le fue mal en álgebra. Pero nada se sabrá hasta que se conozca la lista de promociones, dentro de quince días. ¡Imagínate, vivir quince días en un suspenso así! Quisiera dormirme y no despertar hasta que todo haya pasado.
Diana sabía que sería inútil preguntar por Gilbert Blythe, de manera que sólo dijo:
—Aprobarás, no te preocupes.
—Preferiría fracasar a no ocupar un lugar destacado en la lista —contestó Ana, queriendo decir en realidad (y Diana bien que lo sabía) que el éxito sería incompleto si no salía delante de Gilbert.
Con ese propósito, Ana había agotado sus fuerzas durante el examen. Y lo mismo había ocurrido con Gilbert. Se habían cruzado en la calle media docena de veces sin dar muestra de reconocerse y cada vez Ana había erguido un poquito más la cabeza y había deseado más haber hecho las paces con Gilbert cuando él se lo pidiera, al mismo tiempo que se prometía pasarle en los exámenes. Sabía que toda la juventud de Avonlea estaría conjeturando cuál de ambos saldría primero; hasta sabía que Jimmy Glover y Ned Wright habían hecho apuestas y que Josie Pye dijo que no había duda de que Gilbert sería el primero, y sentía que la humillación sería insoportable si fracasaba.
Pero tenía otra razón para desear salir bien. Quería pasar «con todos los honores» por Marilla y Matthew, especialmente por éste. Matthew le había declarado su convicción de que «vencería a toda la isla». Ana sentía que eso era algo que no podía pensar ni en los sueños más irrealizables. Pero esperaba fervientemente estar entre los primeros para ver brillar el orgullo en los ojos de Matthew. Sería la recompensa más dulce por su dura labor y su paciente lucha contra las áridas ecuaciones y conjugaciones.
De manera que, al final de la quincena, Ana comenzó a rondar el correo, en la distraída compañía de Jane, Ruby y Josie, abriendo los periódicos de Charlottetown con las mismas frías y temblorosas manos del día del examen. Charlie y Gilbert no pudieron evitar hacer lo mismo, pero Moody permaneció resueltamente alejado.
—No tengo valor para ir allí y contemplar el diario a sangre fría —le dijo a Ana—. Voy a esperar hasta que alguien venga y me diga de pronto si he pasado o no.
Cuando hubieron pasado tres semanas sin que se conociera la lista, Ana comenzó a sentir que ya no podría resistir mucho más la tensión. Su apetito se extinguió y desapareció su interés por los acontecimientos de Avonlea. La señora Lynde quería saber qué otra cosa se podía esperar con un secretario «conservador» a cargo de la educación, y Matthew, notando la palidez e indiferencia de Ana y los lentos pasos con que salía cada tarde del correo, comenzó a pensar seriamente si debería votar a los liberales en las próximas elecciones.
Pero finalmente llegó la lista. Ana estaba sentada frente a su ventana abierta, olvidada de la angustia de los exámenes y de las calamidades del mundo, embebida en la belleza del atardecer de verano, dulcemente perfumado por los aromas de las flores que subían del jardín. El cielo tenía relámpagos rosados y Ana soñaba si el espíritu del color sería así, cuando vio a Diana cruzar entre los pinos, pasar corriendo el puente de troncos y acercarse blandiendo un periódico.
Ana saltó sobre sus pies, sabiendo al instante qué contenía ese periódico. ¡Ya se conocía la lista de promociones! La cabeza le dio vueltas y el latido del corazón le lastimó el pecho. No pudo mover los pies. Pareció una hora lo que tardó Diana en cruzar el salón y entrar en la habitación sin llamar siquiera, tan grande era su excitación.
—Ana, has aprobado —gritó—; eres la
primera
; tú y Gilbert, ambos iguales, pero tu nombre figura primero. ¡Estoy tan orgullosa!
Diana echó el diario sobre la mesa y se tiró sobre la cama de su amiga, completamente sin aliento e incapaz de decir una sola palabra más. Ana trató de encender la lámpara, empleando media docena de cerillas antes de que sus temblorosas manos pudieran cumplir con la tarea. Luego revisó el periódico. Sí, había pasado; allí estaba su nombre encabezando una lista de doscientos. Era un instante digno de ser vivido.
—Te has portado espléndidamente, Ana —sopló Diana, suficientemente recobrada como para sentarse y hablar, pues Ana, con los ojos cubiertos y transportada, no había dicho palabra—. Papá trajo el diario desde Bright River no hace ni diez minutos; llegó por la tarde en el tren y no estará aquí en el correo hasta mañana, y en cuanto vi la lista de promociones salí corriendo. Todos habéis pasado. Hasta Moody Spurgeon, aunque está condicional en historia. Jane y Ruby se portaron bastante bien; están por la mitad, igual que Charlie. Josie apenas si pudo llegar, a tres puntos del mínimo, pero ya verás como se dará aires de ser la primera. ¿No se pondrá contenta la señorita Stacy? Ana, ¿qué se siente cuando uno tiene el nombre a la cabeza de la lista de promociones? Si fuera yo, estaría loca de alegría. Ya lo estoy, pero tú estás fría y calmada como una noche de primavera.
—La procesión va por dentro —respondió —. Quisiera decir algo, pero no puedo encontrar palabras. Nunca soñé esto; sí, lo hice, pero sólo una vez. Una
vez
me permití pensar: ¿qué ocurriría si saliera primera?, temblando, desde luego, pues me parecía vano y presuntuoso pensar que sería la primera de la lista. Perdóname un momento, Diana. Debo correr a decírselo a Matthew, que está en el campo. Luego iremos a decírselo a los demás.
Corrieron al henar más allá del granero, donde Matthew empacaba heno, y, oh suerte, la señora Lynde estaba charlando con Marilla por encima del cerco del sendero.
—¡Matthew —gritó Ana—, he pasado y fui la primera; o uno de los primeros! No soy vanidosa pero estoy agradecida.
—Bueno, siempre lo dije —respondió Matthew, contemplando alegremente la lista—. Sabía que les ganarías fácilmente a todos.
—Te has portado bastante bien, debo decirlo, Ana —comentó Marilla, tratando de ocultar su enorme orgullo del ojo crítico de la señora Lynde. Pero esa alma caritativa dijo sinceramente:
—Sospecho que sí y lejos de mí está el no decirlo. Eres el crédito de tus amigos, Ana, eso es, y todos estamos orgullosos de ti.
Aquella noche Ana, que terminara una tarde deliciosa con una seria conversación con la señora Alian en la rectoría, se arrodilló dulcemente junto a su ventana abierta alumbrada por la luz y murmuró una plegaria de gratitud y aspiraciones que le salió de lo más profundo de su corazón. En ella había agradecimiento por lo pasado y reverente petición por lo futuro; y cuando se durmió sobre su gran almohada blanca, sus sueños fueron tan etéreos, dulces y hermosos como los puede desear la adolescencia.
—De cualquier modo, Ana, ponte tu vestido blanco de organdí —dijo Diana decididamente.
Se encontraban en la buhardilla; afuera, reinaba el crepúsculo; un maravilloso crepúsculo amarillo verdoso bajo un límpido cielo azul pálido. Una inmensa luna, que cambiaba lentamente de pálido en brillante su argentino color, alumbraba el Bosque Embrujado; el aire estaba lleno de sonidos estivales: amodorrados gorjeos de pájaros, caprichosas brisas, voces lejanas y risas. Pero en la habitación de Ana estaba cerrada la persiana y encendida la lámpara, pues se llevaba a cabo un importantísimo tocado.
La buhardilla había cambiado mucho desde aquella noche, cuatro años atrás, en que Ana sintiera que penetraba en lo más profundo de su espíritu toda su desnudez con su inhóspito frío. Los cambios habían surgido, y Marilla convino en ellos con resignación, hasta que el cuarto quedó convertido en el nido más dulce y delicado que pudiera desear una jovencita.
La alfombra de terciopelo con rosas y las cortinas de seda que fueron los primeros sueños de Ana nunca habían llegado a materializarse; pero éstos se habían sosegado al crecer y no es probable que lamentara no poseerlas. El suelo estaba cubierto con una bonita estera, y las cortinas que cubrían las altas ventanas agitadas por las errantes brisas, eran de muselina verde pálido. Las paredes, si bien no estaban tapizadas con brocado oro y plata, estaban revestidas de un delicado estampado con flores de manzano y adornadas con unos pocos y buenos cuadros que la señora Alian le regalara. La fotografía de la señorita Stacy ocupaba el sitio de honor y Ana se había impuesto la sentimental ocupación de poner siempre flores frescas en la repisa que se hallaba debajo. Aquella noche perfumaba la habitación la suave fragancia de las lilas. No había «muebles de caoba», pero sí una biblioteca pintada de blanco, llena de libros; una mecedora de mimbre cubierta con almohadones; un tocador con un tapete de muselina blanca; un primoroso espejo con ribete dorado, rosados cupidos y uvas de color púrpura pintados sobre el arco superior, que había estado en el cuarto de huéspedes, y una cama blanca.
Ana se estaba vistiendo para ir a un festival en el hotel de White Sands. Los huéspedes lo habían organizado a beneficio del hospital de Charlottetown y habían reclamado la ayuda de todos los aficionados con talento de los alrededores. A Bertha Sampson y Pearl Clay, que pertenecían al coro de la iglesia bautista de White Sands, se les había pedido que cantaran un dúo; Milton Clark, de Newbridge, iba a tocar un solo de violín; Winnie Adella Blair, de Carmody, cantaría una balada escocesa, y Laura Spencer, de Spencervale, y Ana Shirley, de Avonlea, iban a recitar.
Como Ana había dicho en una ocasión, ésta era «una época en su vida», y la excitación le hacía sentir deliciosos estremecimientos. Matthew se hallaba transportado al séptimo cielo del orgullo por el honor que se había conferido a Ana, y Marilla no se quedaba atrás, aunque hubiera muerto antes que admitirlo, y dijo que no le parecía correcto que un grupo de jóvenes fueran al hotel sin la compañía de una persona responsable. Ana y Diana iban a ir con Jane Andrews y su hermano Bill en su coche de doble asiento; y también concurrían varios jóvenes y jovencitas de Avonlea. Se esperaba un grupo de visitantes del pueblo y después del festival se serviría una cena a los participantes.
—¿Realmente te parece que el de organdí será el mejor? —inquirió Ana ansiosamente—. Creo que el de muselina azul estampada es más bonito y, sin lugar a dudas, más a la moda.
—Pero el blanco te queda mucho mejor —dijo Diana—. ¡Es tan delicado! El de muselina es almidonado y te hace parecer demasiado puntillosa. Pero el de organdí da la impresión de que forma parte de ti.
Ana suspiró condescendientemente; Diana estaba adquiriendo reputación por su buen gusto en el vestir y sus consejos eran muy solicitados. También ella estaba muy guapa aquella noche especial con un vestido rosado, color del que Ana siempre tendría que prescindir; pero como no iba a tomar parte en el festival, su apariencia era de menor importancia. Todos sus anhelos se concentraban en Ana, quien, para honor de Avonlea, debía estar vestida y adornada como para desafiar cualquier mirada.
—Corre un poco más ese volante… así; ven, déjame atarte el cinturón; ahora los zapatos. Voy a dividir tu cabello en dos gruesas trenzas y las ataré por la mitad; no, no deshagas ni un rizo de los que caen sobre la frente; es como mejor te queda, Ana, y la señora Alian dice que pareces una
madonna
cuando te peinas así. Te pondré esa rosa blanca detrás de la oreja. Era la única que había en casa y la guardé para ti.
—¿Me pongo las perlas? —preguntó Ana—. Matthew me trajo un collar de la ciudad la semana pasada y sé que le gustaría vérmelo puesto.
Diana frunció los labios, inclinó la cabeza con aire crítico y finalmente se pronunció en favor de las perlas.
—¡Hay algo tan estilizado en ti, Ana! —dijo Diana con admiración exenta de toda envidia—. ¡Tienes un porte tan especial! Supongo que es por tu figura. Yo soy regordeta. Siempre temí llegar a serlo y ahora sé que es así. Bueno, supongo que tendré que resignarme.
—Pero si tienes hoyuelos —sonrió Ana afectuosamente al vivo y bonito rostro que se encontraba cerca del suyo—. Hoyuelos maravillosos como pequeñas abolladuras en la crema. Yo he perdido todas las esperanzas de tenerlos. Mi sueño de hoyuelos nunca será una realidad; pero tantos otros se han cumplido, que no debo quejarme. ¿Ya estoy lista?