Ana, la de Tejas Verdes (35 page)

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Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Ana, la de Tejas Verdes
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Ana trabajaba dura y tenazmente. Su rivalidad con Gilbert continuaba con la misma intensidad que en la escuela de Avonlea, aunque no era del conocimiento de toda la clase; pero de cualquier modo, había perdido algo de su dureza. Ana ya no quería la victoria para derrotar a Gilbert, sino por el orgullo de obtenerla sobre un enemigo de valía. Valdría la pena ganar, pero Ana no pensaba que la vida sería insoportable si no lo conseguía.

A pesar de las lecciones, los estudiantes hallaban ocasiones para divertirse. Ana pasaba la mayor parte de sus horas libres en Beechwood; los domingos solía almorzar allí y después iba a la iglesia con la señorita Barry. Esta última, como ella misma admitía, se estaba volviendo vieja, pero sus ojos negros no perdían su brillo ni su lengua su vigor. Pero nunca lo ejercitó con Ana, quien continuaba siendo la favorita de la anciana señorita.

—Esta Ana adelanta cada vez más —decía—. Me canso de otros niños; hay en ellos una irritante y eterna uniformidad. Ana tiene tantos matices como un arco y cada matiz es el más hermoso mientras dura. No sé si es tan divertida como cuando niña, pero se hace querer, y a mí me gusta la gente que es así.

Antes de que se dieran cuenta, llegó la primavera; en Avonlea, las flores de mayo brotaban tímidamente en los secos eriales donde aún quedaba nieve y el «aroma del verde» corría por los bosques de los valles. Pero en Charlottetown hostigaba a los alumnos de la Academia a pensar y a hablar nada más que de los exámenes.

—Parece imposible que el curso esté casi terminado —dijo Ana—. ¡Pero si el otoño pasado daba la impresión de hallarse tan lejos con todo un invierno de estudios y clases por delante! Y aquí estamos, con los exámenes la semana que viene. ¿Sabéis una cosa? A veces creo que los exámenes lo son todo, pero cuando veo los brotes en los castaños y la neblina azul al final de las clases, no me parecen ni la mitad de importantes.

Jane, Ruby y Josie, que acababan de llegar, no compartían su punto de vista. Para ellas los exámenes eran siempre lo más importante; mucho más que los brotes de los castaños o las flores de mayo. Todo eso estaba muy bien para Ana, que, después de todo, tenía la seguridad de pasar, pero cuando todo el futuro depende de un examen, una no podía considerarlo filosóficamente.

—En las últimas dos semanas he perdido cuatro kilos —suspiró Jane—. No gano nada diciendo que no me preocupo.
Me preocuparé
. El preocuparse ayuda en algo; cuando una se está preocupando parece que estuviera haciendo algo. Sería horrible que no obtuviera mi diploma después de haber asistido a la Academia durante todo el invierno. Y de haber gastado tanto dinero.


Yo
no me preocupo —dijo Josie Pye—. Si no apruebo este año, lo haré al año que viene. Mi padre puede hacer frente al gasto. Ana, Frank Stockley dijo que el profesor Tremaine afirma que es seguro que Gilbert Blythe ganará la medalla y que probablemente Emily Clay obtenga la beca Avery.

—Eso me preocupará mañana, Josie —dijo Ana—, pero ahora siento que mientras sepa que las violetas florecen en el valle de «Tejas Verdes» y que pequeños abetos asoman sus copas sobre el Sendero de los Amantes, no importa el hecho de que obtenga o no la beca. He hecho todo lo que he podido y comienzo a comprender lo que quiere decir «el placer de la lucha». Después de luchar y vencer, lo mejor es luchar y fracasar. ¡Chicas, no habléis de los exámenes! Mirad la bóveda verde del cielo sobre aquellas casas e imaginad cómo será sobre los bosques oscuros de Avonlea.

—¿Qué vas a ponerte para la distribución de diplomas, Jane? —preguntó Ruby en tono práctico. Jane y Josie respondieron inmediatamente y la conversación derivó hacia la moda. Pero Ana, con los codos apoyados en el alféizar de la ventana, con su suave mejilla contra las apretadas manos y los ojos soñadores, miraba aquel cielo vespertino y tejía sus sueños de futuro con el dorado hilo del optimismo juvenil. El futuro era suyo; los años venideros se presentaban como rosas unidas en una guirnalda inmortal.

CAPÍTULO TREINTA Y SEIS
La gloria y el sueño

La mañana en que serían colocados los resultados de todos los exámenes en los tableros de informes de la Academia, Ana y Jane caminaban juntas por la calle. Jane estaba feliz y sonriente; los exámenes habían pasado y estaba casi segura de haber aprobado. Su mente no se hallaba turbada por otras consideraciones; no tenía más ambiciones y, consecuentemente, no se sentía inquieta. En este mundo pagamos un precio por todo cuanto conseguimos y, aunque vale la pena tener ambiciones, éstas no se alcanzan con facilidad, sino que exigen su precio en trabajo, abnegación, ansiedad y descorazonamiento. Ana estaba pálida y callada; dentro de diez minutos sabría quién había ganado la medalla y quién la beca. En aquel instante parecía no haber nada más allá de esos diez minutos.

—Seguro que ganarás una de las dos cosas —dijo Jane, que no podía entender que el cuerpo de profesores pudiera ser tan poco leal para disponer otra cosa.

—No tengo esperanzas de ganar la beca —dijo Ana—. Todos dicen que Emily Clay la ganará. Y no voy a ir hasta el tablero a mirar antes que nadie. No tengo valor para ello. Voy directamente a la sala de espera de las chicas. Tú debes leer los anuncios y venir a decírmelo, Jane. Y te imploro, en nombre de nuestra antigua amistad, que lo hagas con prontitud. Si he fracasado, dímelo, sin tratar de endulzar la noticia y, pase lo que pase, no te compadezcas de mí. Prométemelo, Jane.

Jane así lo hizo pero, tal como ocurrieron las cosas, no hubo necesidad de tal promesa. Cuando llegaron al umbral de la Academia, encontraron el salón lleno de chicos que llevaban en andas a Gilbert Blythe y que gritaban a todo pulmón:

—¡Viva Blythe, ganador de la medalla!

Por un instante, Ana sintió la amargura de la derrota y la desilusión. ¡De manera que ella había fracasado y Gilbert había ganado! Bueno, lo sentía por Matthew, que estaba seguro de su triunfo.

De repente alguien gritó:

—¡Tres hurras por la señorita Shirley, ganadora de la beca!

—¡Oh, Ana! —tartamudeó Jane, mientras corría a la sala de espera, entre gritos—. ¡Oh, Ana, estoy tan orgullosa! ¿No es maravilloso?

Y entonces las muchachas la rodearon y Ana fue el centro de un grupo risueño y feliz. Le palmearon los hombros y le estrecharon vigorosamente las manos. Entre empujones y apretones, se las arregló para decir a Jane:

—¡Oh, Marilla y Matthew se alegrarán tanto! Debo transmitirles inmediatamente la noticia.

La distribución de diplomas fue el siguiente acontecimiento importante. Se llevó a cabo en el gran salón de honor de la Academia. Se pronunciaron discursos, se leyeron ensayos, se cantaron canciones y se entregaron públicamente las recompensas, los diplomas y las medallas.

Marilla y Matthew estuvieron allí, con ojos y oídos sólo para una estudiante: una alta muchacha de traje verde pálido, de mejillas suavemente coloreadas y ojos rutilantes, que leyó el mejor ensayo y que fue señalada como ganadora de la beca Avery.

—Supongo que estarás contenta de que nos hayamos quedado con ella, Marilla —murmuró Matthew, hablando por vez primera desde que entró en el salón.

—No es la primera vez que lo estoy —respondió Marilla—. Parece que te gusta refregar las cosas, Matthew Cuthbert.

La señorita Barry, que estaba sentada tras ellos, se inclinó hacia delante y tocó a Marilla en la espalda con su parasol.

—¿No están orgullosos de Ana? Yo sí —dijo.

Ana regresó a Avonlea aquella tarde con Matthew y Marilla.

No había estado allí desde abril y sentía que no podía esperar un día más. Los capullos de manzano estaban rompiendo y el mundo era fresco y joven. Diana la esperaba en «Tejas Verdes». Marilla había plantado un rosal en flor en el alféizar; Ana miró en torno y suspiró profundamente.

—¡Oh, Diana, es maravilloso estar de regreso! ¡Es tan hermoso ver los pinos destacándose contra el rosado cielo y el huerto blanco y la Reina de las Nieves! ¿No es delicioso el aroma de la menta? Y la rosa… es un canto, una esperanza y una plegaria a un tiempo. ¡Y estoy muy contenta de volver a verte, Diana!

—Pensé que querías a esa Stella Maynard más que a mí —dijo Diana en tono de reproche—. Josie Pye me dijo que sí. Hasta afirmó que estabas
enfadada
con ella.

Ana rió y golpeó a Diana con los marchitos narcisos de su ramo.

—Stella Maynard es la chica a quien más quiero en el mundo, después de otra. Y esa otra eres tú, Diana. Te quiero más que nunca y tengo tantísimas cosas que contarte. Pero ahora siento que mi mayor alegría es sentarme aquí y mirarte. Estoy cansada, cansada de ser estudiosa y ambiciosa. Pienso pasar mañana dos horas por lo menos tendida en el manzanar, sin pensar en nada.

—Lo has hecho muy bien, Ana. Supongo que ahora que has conseguido la beca no enseñarás.

—No. Iré a Redmond en septiembre. ¿No es maravilloso? Tendré nuevas ambiciones después de tres gloriosos y dorados meses de vacaciones. Jane y Ruby van a enseñar. ¿No es fantástico que todos, hasta Moody y Josie, hayamos pasado?

—Los síndicos de Newbridge ya le han ofrecido su colegio a Jane —dijo Diana—. Gilbert Blythe va a enseñar también. Debe hacerlo. Su padre no puede pagarle los estudios, así que tendrá que ganarse el sustento. Espero que consiga el colegio de aquí si la señorita Ames decide irse.

Ana sintió una peculiar sensación de desmayada sorpresa. No lo sabía; contaba con que Gilbert también iría a Redmond. ¿Qué haría sin la inspiradora rivalidad? El trabajo no resultaría tan atractivo, ni siquiera en un instituto mixto con la perspectiva de un título superior, sin su amigo el enemigo

Al desayunar, la mañana siguiente, Ana se sobresaltó al comprobar que Matthew no tenía buen aspecto. Sus cabellos estaban mucho más grises que el año anterior.

—Marilla —dijo excitada cuando se hubo ido—, ¿Matthew no está bien?

—No —dijo Marilla con tono preocupado—. Ha tenido algunos ataques al corazón esta primavera y no se preocupa mucho. He temido por él, pero últimamente ha mejorado bastante y tenemos un buen jornalero, de manera que espero que se recoja de una vez y descanse. Quizá lo haga ahora que has vuelto. Siempre le alegras.

Ana se inclinó sobre la mesa y tomó la cara de Marilla entre sus manos.

—Usted no tiene tan buen aspecto como yo deseo, Marilla. Parece cansada. Creo que ha trabajado demasiado. Debe descansar ahora que he vuelto. Voy a tomarme un día libre para recorrer los antiguos lugares y revivir viejos sueños, y luego será su turno de haraganear mientras yo trabajo.

Marilla sonrió afectuosa a su muchacha.

—No es el trabajo; es mi cabeza. Me duele a menudo. El doctor Spencer me ha dicho que tengo que usar gafas, pero no me hacen nada bien. A fin de junio vendrá a la isla un distinguido oculista y el médico dice que debo verle. Creo que lo haré. No puedo ni leer ni coser ahora con comodidad. Bueno, Ana, te has portado muy bien en la Academia. Obtener el título de magisterio en un año y ganar la beca, bueno, bueno; la señora Lynde dice que el orgullo ciega y que no cree en la educación superior de las mujeres, pues le parece que las inutiliza para su verdadera misión. No creo una palabra. Hablando de Rachel, ¿has oído algo últimamente sobre el Banco Abbey, Ana?

—Sé que no iba muy bien —contestó Ana—. ¿Por qué?

—Eso es lo que dijo Rachel. Estuvo allí un día de la semana pasada y dice que lo oyó comentar. Matthew se sintió verdaderamente preocupado. Todo cuanto hemos ahorrado está allí; cada penique. Yo quería que Matthew lo pusiera en la Caja de Ahorros, pero el viejo señor Abbey fue amigo de papá y él siempre guardó allí su dinero. Matthew dijo que cualquier banco con él a la cabeza era suficientemente bueno.

—Creo que ha sido director nominal durante años —dijo Ana—. Es un hombre muy viejo; en realidad, sus sobrinos son los directores de la institución.

—Bueno, cuando Rachel nos dijo eso, quise que Matthew retirara inmediatamente nuestro dinero, y él dijo que lo pensaría. Pero el señor Russell le aseguró ayer que el banco estaba bien.

Ana pasó un hermoso día en compañía del mundo exterior. Nunca olvidó aquel día; ¡fue tan dorado y hermoso, tan despojado de sombras! Ana pasó algunas de sus mejores horas en el manzanar; fue a la Burbuja de la Dríada, a Willowmere y al Valle de las Violetas; visitó la rectoría y tuvo una agradable charla con la señora Alian, y finalmente, al caer la tarde, acompañó a Matthew a buscar las vacas al prado, a través del Sendero de los Amantes. Los bosques estaban glorificados por el ocaso y el cálido esplendor que se colaba por los valles del oeste. Matthew caminaba lentamente con la cabeza inclinada; Ana, alta y erguida, adoptó su ágil paso al suyo.

—Hoy ha trabajado mucho, Matthew —dijo con reproche—. ¿Por qué no se toma las cosas con más calma?

—Bueno, no veo por qué no —dijo Matthew mientras abría el portón para dejar pasar las vacas—. Es que me vuelvo viejo y me olvido. Bueno, bueno; siempre he trabajado duro, y lo mejor será morir al pie del cañón.

—Si yo hubiera sido el muchacho que mandaron buscar —dijo Ana—, sería capaz de ayudarle de cien maneras. Sólo por eso me gustaría haberlo sido.

—Bueno, te prefiero a cien muchachos, Ana —dijo Matthew acariciándole la mano—. Imagínate, más que a cien muchachos. Bueno, creo que no fue un muchacho quien ganó la beca Avery, ¿no es así? Fue una niña,
mi niña
, mi niña de quien estoy orgulloso.

Y le sonrió con su tímida sonrisa mientras entraba al prado. Ana llevó el recuerdo de esa sonrisa cuando se fue a su cuarto aquella noche y se sentó durante largo rato frente a la ventana abierta, pensando en el pasado y soñando con el futuro. Fuera, La Reina de las Nieves estaba blanca a la luz de la luna y las ranas croaban en el pantano, tras «La Cuesta del Huerto». Ana siempre recordó la belleza plateada y pacífica y la fragante calma de aquella noche. Fue la última antes de que el dolor llegara a su vida, y nadie ha vuelto a ser igual cuando ha sentido sobre sí ese toque frío y santificante.

CAPÍTULO TREINTA Y SIETE
La muerte siega una vida

—¡Matthew! ¡Matthew! ¿Qué ocurre? ¿Estás enfermo?

Era Marilla quien hablaba, reflejando alarma en cada palabra. Ana atravesó el salón con las manos llenas de narcisos blancos —mucho tiempo pasó antes de que la muchacha pudiera volver a disfrutar con la vista o el perfume de los narcisos blancos—, a tiempo para escucharla y ver a Matthew de pie junto a la puerta del porche, con un periódico doblado en las manos y la cara gris con una mueca extraña. Ana dejó caer las flores y cruzó la cocina hacia él al mismo tiempo que Marilla. Ambas llegaron demasiado tarde; antes de que estuvieran a su lado, Matthew había caído sobre el umbral.

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