El jueves las niñas pasearon en coche por el parque y, por la noche, la señorita Barry las llevó a un concierto en la Academia de Música, donde cantaba una notable
prima donna
. Esa noche Ana tuvo una visión del paraíso.
—Oh, Marilla, era algo indescriptible. Estaba tan excitada que ni siquiera pude hablar, de manera que podrá imaginárselo. Me senté en un arrebatado silencio. Madame Selitsky era la belleza personificada y llevaba un vestido de raso blanco y diamantes. Pero en cuanto comenzó a cantar, no pude pensar en otra cosa. Oh, no puedo decirle cómo me sentía. Pero me parecía que ya nunca me sería difícil ser buena. Tenía la misma sensación que cuando miro las estrellas. Los ojos se me llenaron de lágrimas, pero, ¡oh!, eran lágrimas de felicidad. Sentí tanto que terminara, que dije a la señorita Barry que no sabía cómo podría volver a la vida normal. Ella dijo que creía que cruzar la calle hasta el restaurante y tomar un sorbete ayudaría mucho. Sonaba a prosaico pero para mi sorpresa hallé que era verdad. El sorbete estaba buenísimo, Marilla, y era muy agradable estar sentada allí tomándolo a las once de la noche. Diana dijo que se creía nacida para la vida ciudadana. La señorita Barry me preguntó cuál era mi opinión pero le dije que debía pensarlo seriamente antes de darle respuesta. De manera que lo pensé después de acostarme. Ése es el mejor momento para hacerlo. Y llegué a la conclusión, Marilla, de que yo no había nacido para la vida ciudadana, y me alegraba. Está muy bien comer sorbetes en restaurantes brillantes a las once de la noche de vez en cuando; pero para todos los días creo que es mejor estar en mi buhardilla a las once, profundamente dormida, pero sabiendo aun en sueños que las estrellas brillan fuera y que el viento sopla entre los pinos a través del arroyo. Se lo dije a la señorita Barry a la mañana siguiente a la hora del desayuno, y se rió. Se reía por regla general de todo cuanto decía, aun de las cosas más solemnes. No me gustaba mucho, pues no trataba de ser graciosa. Pero es una dama muy hospitalaria y nos trató regiamente.
El viernes marcó el momento del regreso y el señor Barry fue a buscarlas.
—Bueno, espero que os hayáis divertido —dijo la señorita Barry al despedirla.
—De verdad que sí —afirmó Diana.
—¿Y tú, Ana?
—He disfrutado cada minuto —dijo Ana, echándole impulsivamente los brazos al cuello y besándole las arrugadas mejillas. Diana nunca se hubiera atrevido a hacer tal cosa y se sintió horrorizada ante el hecho. Pero a la señorita Barry le gustó y se quedó en el balcón hasta que desapareció el carricoche. Luego retornó a su casona con un suspiro. Parecía muy solitaria sin aquellas jóvenes. La señorita Barry era una anciana algo egoísta, a decir verdad, y nunca se había preocupado por nadie, excepto por ella misma. Valoraba a las gentes según le fueran útiles o la divirtieran. Ana la había divertido y, consecuentemente, gozaba de su estima. Pero la señorita Barry se encontró pensando menos en los curiosos discursos de Ana y más en su juvenil entusiasmo, sus cándidas emociones, sus modos y sus dulces labios y ojos.
—Pensé que Marilla Cuthbert era una vieja tonta cuando supe que había adoptado una huérfana del asilo —se dijo—, pero sospecho que no cometió ningún error después de todo. Si tuviera en la casa una niña como Ana, sería una mujer más feliz y mejor.
Ana y Diana encontraron el paseo de vuelta a casa tan placentero como el de ida; quizá más, ya que tenían la deliciosa conciencia del hogar esperándolas al final. Era de noche cuando pasaron por White Sands y entraron en el camino de la costa. A lo lejos, las colinas de Avonlea se destacaban contra el cielo color azafrán. Tras ellas salía la luna del mar, que se transfiguraba a su luz. Cada caleta junto al sinuoso camino era una maravilla de danzarinas olas que rompían con un suave chasquido en las rocas y el sabor del mar se sentía en el aire, fresco y fuerte.
—¡Oh, qué bello es vivir y estar de regreso en casa! —suspiró Ana.
Cuando cruzó el puente de troncos sobre el arroyo, la luz de «Tejas Verdes» parpadeó una bienvenida y a través de la puerta abierta brilló el fuego del hogar, enviando su cálido fulgor en la fría noche otoñal. Ana entró corriendo en la cocina, donde la esperaba la comida caliente.
—¿De manera que ya has vuelto? —dijo Marilla doblando su labor.
—Sí, y es tan bonito estar de regreso en casa —respondió Ana alegremente—. Sería capaz de besarlo todo, hasta el reloj. ¡Marilla, pollo a la parrilla! ¡Quiere decir que lo ha preparado especialmente para mí!
—Sí —dijo Marilla—, pensé que estarías hambrienta después del viaje y que necesitarías algo reconfortante. Apresúrate y cámbiate de ropa; cenaremos tan pronto regrese Matthew. Estoy contenta de que hayas vuelto. Todo esto está horriblemente solitario sin ti; nunca pasé cuatro días tan largos.
Después de cenar, Ana se sentó ante el fuego entre Marilla y Matthew y les hizo un relato completo de su visita.
—Han sido unos días fantásticos —concluyó, feliz—, y siento que eso marca una época de mi vida. Pero lo mejor de todo fue el regreso a casa.
Marilla dejó caer el tejido sobre la falda y se arrellanó en su silla. Tenía los ojos cansados y pensó vagamente que debía hacer cambiar sus lentes la próxima vez que fuera al pueblo, pues se le cansaban mucho de un tiempo a esta parte.
Era casi de noche, pues el opaco crepúsculo de noviembre ya había caído en «Tejas Verdes» y la única luz en la cocina venía de las danzarinas llamas del hogar.
Ana, sentada a la turca frente a la chimenea, contemplaba el alegre resplandor de las astillas de arce de las que goteaba el sol de cien veranos. Había estado leyendo, pero su libro se encontraba ahora en el suelo, y soñaba, con una sonrisa en los labios entreabiertos. Rutilantes castillos en el aire tomaban forma entre la niebla de su fantasía; aventuras maravillosas ocurrían en su región de ensueño, aventuras que siempre acababan triunfalmente y que nunca la llevaban a situaciones tan embarazosas como las de la vida real.
Marilla la contemplaba con una ternura que sólo a la suave luz del hogar se atrevía a aflorar. Expresar el amor abiertamente era una lección que Marilla jamás aprendería. Lo que sí había aprendido era a querer a esta delgada muchacha de ojos grises con un afecto tan profundo como no demostrado. Su amor la hacía temer ser excesivamente blanda. Tenía la incómoda sensación de que era algo pecaminoso dar el corazón con tanta intensidad a una criatura humana y quizá hacía una especie de penitencia inconsciente al ser más estricta con aquella niña que si la hubiera querido menos. Ni siquiera Ana tenía idea de cuánto la quería Marilla. Algunas veces creía que era muy difícil de complacer y que carecía de simpatía y comprensión. Pero siempre desechaba el pensamiento recordando cuánto debía a Marilla.
—Ana —dijo Marilla de improviso—, la señorita Stacy ha venido esta tarde mientras estabas con Diana.
La muchacha volvió del más allá con un salto y un suspiro.
—¿Sí? ¡Oh, cuánto siento no haber estado! ¿Por qué no me ha llamado? Diana y yo estábamos en el Bosque Embrujado. Los bosques están hermosos ahora. Todo el bosque, los helechos, las hojas, han comenzado su sueño, como si alguien los hubiera arropado hasta la primavera bajo un manto de hojas muertas. Creo que fue el hada del arco iris la que lo hizo. Diana trata de no pensarlo; nunca olvida la reprimenda que le dio su madre por imaginar fantasmas en el Bosque Embrujado. Tuvo un efecto horrible en su imaginación: se la embotó. La señora Lynde dice que Myrtle Bell es un ser embotado. Le pregunté a Ruby Gillis porqué y me dijo que sospechaba que era porque había vuelto su novio. Ruby no piensa más que en novios, y cuanto más crece, peor se pone. Los jóvenes están muy bien en su lugar, pero no está bien meterlos en todas partes, ¿no es cierto? Diana y yo estamos pensando seriamente en prometer que nunca nos casaremos, sino que seremos unas espléndidas ancianas y viviremos juntas siempre. Diana aún no se ha decidido, porque piensa que quizá sería más noble casarse con algún joven osado, salvaje y perverso para reformarlo. ¿Sabe?, Diana y yo hablamos ahora de temas muy serios. Nos sentimos más viejas que antes y no es cosa de hablar de chiquilladas. Es solemne tener casi catorce años, Marilla. La señorita Stacy nos llevó a todas las niñas entre trece y diecinueve años de paseo junto al arroyo el miércoles pasado y nos habló de eso. Dijo que debíamos ser muy cuidadosas con los hábitos que adquiramos durante esta edad, porque cuando lleguemos a los veinte nuestro carácter estará desarrollado y echados los cimientos para toda la vida futura. Y añadió que si los cimientos temblaban, nunca podríamos construir encima nada de valor. Diana y yo discutimos el asunto al regreso del colegio. Nos sentimos extremadamente solemnes, aprendiendo cuanto podemos y siendo tan sensatas como sea posible para que, al llegar a los veinte, nuestros caracteres estén correctamente formados. Es aterrador tener veinte años, Marilla. ¡Suena a tan viejo! Pero, ¿por qué estuvo aquí la señorita Stacy esta tarde?
—Eso es lo que quiero decirte, Ana, si me dejas meter baza. Me estuvo hablando de ti.
—¿De mí? —Ana pareció algo asustada. Luego enrojeció y exclamó:
—Oh, ya sé. Tenía pensado decírselo, Marilla, de verdad, pero me olvidé. La señorita Stacy me cogió leyendo
Ben Hur
en clase ayer tarde, cuando debería haber estado estudiando historia del Canadá. Jane Andrews me lo prestó. Lo leía al mediodía y acababa de llegar a la carrera de cuadrigas cuando regresamos a clase. Me moría por saber cómo terminaba, aunque estaba segura de que Ben Hur ganaría, porque no habría justicia poética si no; de manera que abrí el libro de historia sobre el pupitre y coloqué
Ben Hur
debajo, sobre mis rodillas. Parecía que todo el tiempo estaba estudiando historia, cuando en realidad estaba sumergida en
Ben Hur
. Tan interesada estaba, que no noté que la señorita Stacy venía por el pasillo hasta que alcé la vista y la vi mirándome con ojos llenos de reproche. No puedo decirle cuan avergonzada me sentí, Marina, especialmente cuando oí la risa sofocada de Josie Pye. La señorita Stacy se llevó
Ben Hur
, pero no dijo nada. Me llamó durante el recreo y me habló. Dijo que había estado mal por dos razones. Primero, por gastar el tiempo dedicado a estudiar y segundo por tratar de engañar a mi maestra. Hasta ese momento no había comprendido que lo que hacía era un engaño. Me sorprendió. Lloré amargamente y le pedí a la señorita Stacy que me perdonara y le dije que nunca lo volvería a hacer. Ofrecí como penitencia no leer
Ben Hur
en toda una semana, ni siquiera para ver cómo terminaba la carrera de cuadrigas. Pero la señorita Stacy dijo que no era necesario, que me perdonaba. De manera que pienso que no estuvo bien de su parte venir a verla.
—La señorita Stacy ni siquiera mencionó el episodio, Ana, y lo único que te tiene a mal traer es tu conciencia culpable. No debes llevar novelas al colegio. Estás leyendo demasiadas últimamente. Cuando yo era niña ni siquiera me permitían mirar las tapas de una.
—Oh, ¿cómo puede llamar novela a
Ben Hur
, cuando es un libro tan religioso? —protestó Ana—. Desde luego que es casi demasiado excitante para leerlo los domingos, pero yo lo leo sólo entre semana. Y
nunca
leo libro alguno a menos que la señorita Stacy o la señora Alian lo juzguen conveniente para una niña de trece años y tres cuartos. La señorita Stacy me lo hizo prometer. Una vez me encontró leyendo un libro titulado
El espeluznante misterio de la habitación embrujada
. Me lo había prestado Ruby Gillis, ¡y era tan fascinante y pavoroso, Marilla! Helaba la sangre en las venas. Pero la señorita Stacy dijo que era muy vulgar y me pidió que no lo leyera más, ni tampoco libros parecidos. No tuve inconveniente en hacerlo, pero era
dolorosísimo
devolverlo sin saber cómo terminaba. Mas mi cariño por la señorita Stacy pasó la prueba. Es realmente maravilloso, Marilla, cuánto se puede hacer cuando se está deseoso de complacer a una persona.
—Bueno, creo que encenderé la lámpara y me pondré a trabajar —dijo Marilla—. Veo claramente que no quieres oír lo que dijo la señorita Stacy. Estás más interesada en el sonido de tus propias palabras.
—¡Oh, no!, Marilla, de verdad que quiero escucharlo —exclamó Ana, contrita—. No diré una sola palabra más. Sé que hablo demasiado, pero estoy tratando de vencerme y, aunque digo demasiadas cosas, quedan muchas que quisiera decir y no las digo. Por favor, cuéntemelo.
—Bueno, la señorita Stacy desea organizar una clase entre los escolares adelantados que quieran hacer los exámenes de ingreso en la Academia de la Reina. Vino a preguntarnos a Matthew y a mí si nos gustaría que tú participaras. ¿Qué opinas, Ana? ¿Te gustaría ir a la Academia de la Reina y estudiar magisterio?
—¡Oh, Marilla! —Ana se arrodilló y le tomó las manos—. Ha sido el sueño de mi vida; es decir, durante los últimos seis meses, desde que Ruby y Jane comenzaron a hablar del ingreso. Pero no dije nada, porque lo suponía inútil. Me gustaría muchísimo ser maestra. Pero, ¿no será muy caro? El señor Andrews dice que le cuesta ciento cincuenta dólares hacer entrar a Prissy, y eso que ella no era un fracaso en geometría.
—Creo que no debieras preocuparte por eso. Cuando Matthew y yo resolvimos criarte, decidimos hacer cuanto pudiéramos por ti y darte una buena educación. Creo que una chica debe estar preparada para ganarse el sustento, lo necesite o no. Siempre tendrás un hogar en «Tejas Verdes» mientras Matthew y yo estemos aquí, pero nadie sabe qué pasará en este incierto mundo y no está de más hallarse preparado. De manera que puedes seguir esas clases si quieres, Ana.
—¡Oh, Marilla, muchas gracias! —Ana le echó los brazos a la cintura y la miró a los ojos—. Les estoy tan agradecida. Estudiaré cuanto sea capaz y haré cuanto pueda para que se enorgullezcan de mí. Les prevengo que no esperen mucho en geometría, pero creo que me distinguiré en todo lo demás si trabajo firme.
—Estoy segura de que te irá bastante bien. La señorita Stacy dice que eres brillante y diligente. —Por nada del mundo hubiera dicho Marilla a Ana todo lo que le había dicho la señorita Stacy; habría halagado demasiado su vanidad—. No necesitas tomártelo muy a pecho. No hay prisa. No estarás lista para el ingreso hasta dentro de un año y medio. Pero es bueno comenzar a su debido tiempo y tener una base correcta, como dice la señorita Stacy.