—Marilla —dijo Ana confidencialmente—, quiero contarle algo y conocer su opinión al respecto. Me preocupa terriblemente, sobre todo los domingos por la tarde cuando pienso sobre estos asuntos. Realmente quiero ser buena, y cuando estoy con usted, con la señora Alian o la señorita Stacy, lo deseo más aún y quiero sólo hacer las cosas que ustedes aprobarían. Pero generalmente, cuando me encuentro con la señora Lynde, me siento desesperadamente mala y deseo hacer justamente lo que ella dice que no debo. Siento una tentación irresistible. Ahora bien, ¿por qué le parece que me sentiré así? ¿Cree usted que es porque soy realmente mala y que no puedo regenerarme?
Marilla pareció dudar un instante y luego se echó a reír.
—Si tú estás confundida, Ana, yo también lo estoy, porque a menudo Rachel produce en mí ese mismo efecto. A veces pienso que ella influiría mucho más para el bien, como tú dices, si no estuviera siempre sermoneando a la gente sobre lo que debe hacer. Tendría que haber algún precepto contra el sermoneo. Pero no debería expresarme así. Rachel es una buena cristiana y tiene buenas intenciones. No hay un alma más noble en Avonlea y nunca elude sus tareas.
—Me alegra mucho que sienta lo mismo —dijo Ana decididamente—. Es alentador. Ahora ya no me preocuparé tanto por este asunto. Pero me atrevo a decir que se presentarán otras cosas que me preocuparán. Cada momento trae una nueva que me deja perpleja. Se termina con una cuestión e inmediatamente surge otra. Hay tantas cosas que meditar y que decidir cuando se está empezando a crecer. Pensar y determinar lo que es correcto ocupa todo mi tiempo. Estar creciendo es algo muy serio, ¿no le parece, Marilla? Pero con amigos tan buenos como usted y como Matthew, la señora Alian y la señorita Stacy tengo que crecer correctamente, y estoy segura de que si fallo será sólo por culpa mía. Siento que es una gran responsabilidad, porque no tengo más que una oportunidad. Si no crezco como Dios manda, no puedo volver atrás y empezar otra vez. Este verano he crecido cinco centímetros, Marilla. La señora Gillis me midió en la fiesta de Ruby. ¡Estoy tan contenta de que me hiciera más largos los vestidos nuevos! ¡El verde oscuro es tan bonito y fue tan bondadoso de su parte ponerle el volante! Por supuesto, sé que no era realmente necesario, pero los volantes están de moda este otoño y Josie Pye los tiene en todos sus vestidos. Sé que seré capaz de estudiar mejor con el mío. En lo más profundo de mi mente guardaré un sentimiento muy agradable por el volante.
—Por lo menos servirá para algo —admitió Marilla.
La señorita Stacy retornó a la escuela de Avonlea y halló a sus alumnos ansiosos por comenzar a estudiar otra vez. Especialmente los que se preparaban para el ingreso a la Academia, pues a fin de año, ensombreciendo ya ligeramente su camino, se alzaba esa cosa horrible conocida como «el examen de ingreso», ante cuya sola idea se les caía el alma a los pies. ¡Imagina que no lo pasaran! Ese pensamiento estaba destinado a obsesionar a Ana en sus horas de insomnio aquel invierno, incluyendo los domingos por la tarde con la exclusión casi total de todos los problemas teológicos y morales. En sus pesadillas, Ana se veía observando miserablemente la lista de los que habían pasado los exámenes, encabezada por el nombre de Gilbert Blythe, mientras que el suyo no figuraba por ninguna parte.
Pero el invierno pasaba rápido, feliz y lleno de ocupaciones. El trabajo en la escuela era muy interesante; la competencia, tan absorbente como en otros tiempos. Nuevos mundos de pensamientos, sentimientos y ambiciones; frescos y fascinantes campos de conocimientos ignorados parecían abrirse ante los ávidos ojos de Ana
como colinas asomando tras la colina
y Alpes alzándose sobre los Alpes.
El éxito se debía al tacto, cuidado y tolerante guía de la señorita Stacy. Hacía que sus alumnos pensaran, exploraran y descubrieran por sí mismos, fomentaba que se apartaran de senderos trillados hasta un punto que sorprendía por completo a la señora Lynde y a los síndicos de la escuela, quienes miraban de reojo todo lo que se apartara de los viejos métodos establecidos.
Aparte de sus estudios, Ana tuvo mayor vida social, pues Marilla, obsesionada por la advertencia del médico de Spencer-vale, no se opuso más a las salidas que se presentaban ocasionalmente. El Club del Debate prosperó y celebró varios festivales; hubo una o dos fiestas que casi llegaron a ser grandes acontecimientos, y paseos en trineo y patinaje.
Mientras tanto, Ana crecía tan rápidamente que Marilla se sorprendió un día que estaban de pie una junto a la otra al descubrir que la jovencita era más alta que ella.
—¡Vaya, Ana, cómo has crecido! —exclamó, casi incrédulamente. Un suspiro acompañó estas palabras. Marilla sentía una extraña pena ante la estatura de Ana. La niña que ella había aprendido a amar se había desvanecido y en su lugar estaba esta alta muchacha de quince años, de mirada seria, semblante pensativo y cabecita orgullosa.
Marilla amaba a la jovencita mucho más de lo que había amado a la niña, pero tenía conciencia de una extraña y triste sensación de pérdida. Y aquella noche, cuando Ana se hubo ido con Diana a la reunión de la iglesia, Marilla, sentada sola en medio del crepúsculo invernal, se permitió la debilidad de llorar. Matthew, que llegaba con un farol, la sorprendió, y se quedó mirándola con tal consternación, que Marilla tuvo que reír en medio de sus lágrimas.
—Estaba pensando en Ana —explicó—. Se está haciendo mayor, y probablemente el invierno que viene estará separada de nosotros. La echaré mucho de menos.
—Podrá venir a casa a menudo —la consoló Matthew, para quien Ana siempre sería la pequeña y ansiosa criatura que trajera de Bright River aquel atardecer de junio hacía cuatro años—. El ramal del ferrocarril llegará hasta Carmody para entonces.
—No será lo mismo que tenerla aquí todo el tiempo —suspiró Marilla, lúgubremente determinada a sufrir sin consuelo alguno—. ¡Pero, claro, los hombres no pueden entender estas cosas!
Había otros cambios en Ana, no menos reales que los físicos. Para empezar, se había vuelto mucho más tranquila; quizá pensara más que nunca y soñara tanto como antes, pero lo cierto era que hablaba menos. Marilla lo notó y también lo comentó.
—Hablas la mitad de lo que acostumbrabas antes, Ana, y apenas usas palabras importantes. ¿Qué te ha ocurrido?
Ana se sonrojó y rió brevemente, mientras abandonaba su libro y miraba soñadoramente por la ventana, donde rojos y grandes capullos reventaban sobre la enredadera como respuesta al reclamo del sol de primavera.
—No sé. No siento deseos de hablar tanto —dijo pensativamente—. Prefiero pensar en cosas que me gustan y guardarlas en el corazón como tesoros. No me gusta que se rían o duden de ellas. Y por alguna razón, ya no quiero usar más palabras rimbombantes. Es casi una pena, ya que ahora casi soy suficientemente mayor como para decirlas si lo deseara. Es divertido crecer en ciertos sentidos, pero no es la clase de diversión que yo esperaba, Marilla. Hay tanto que aprender y hacer y pensar, que no hay tiempo para palabras importantes. Además, la señorita Stacy dice que las simples son mucho más fuertes y mejores. Nos hace escribir todos nuestros trabajos tan sencillamente como sea posible. Al principio fue difícil. Estaba acostumbrada a llenarlo todo con cuanta palabra grande podía pensar, y eran muchas. Pero ahora me estoy acostumbrando y veo que es mucho mejor así.
—¿Qué se ha hecho de tu club de cuentos? Hace mucho que no te oigo hablar de él.
—El club de cuentos ya no existe. No tenemos tiempo, y de cualquier modo creo que estaba empezando a aburrirnos. Era una estupidez estar escribiendo sobre amor, asesinatos, fugas y misterios. A veces la señorita Stacy nos hace escribir algo como práctica de composición, pero no nos deja relatar nada que no pudiera pasar en Avonlea, en nuestras propias vidas; lo juzga con dureza y hace que también nosotros hagamos nuestra propia crítica. Nunca creí que mis composiciones tuvieran tantos errores, hasta que empecé a corregirlas yo misma. Me sentí tan avergonzada que quise desistir para siempre, pero la señorita Stacy dijo que podía aprender a escribir bien sólo con que me constituyera en mi más severo juez. Y en eso me estoy ejercitando.
—Faltan sólo dos meses para el examen de ingreso; ¿crees que lo aprobarás?
Ana tembló.
—No sé. A veces pienso que todo saldrá bien, y luego siento un miedo terrible. Estamos estudiando fuerte y la señorita Stacy nos ejercita concienzudamente, pero no obstante podemos fracasar. Cada uno de nosotros tiene su punto débil. El mío es la geometría, por supuesto; el de Jane es el latín; el de Ruby y Charlie, el álgebra, y el de Josie, la aritmética. Moody Spurgeon dice que lo lleva dentro y que sabe que fallará en historia inglesa. La señorita Stacy va a hacernos unos exámenes en junio que serán tan difíciles como los de la Academia, y nos calificará estrictamente, para irnos dando una idea. Quisiera que todo estuviera terminado, Marilla; me obsesiona. A veces me despierto en medio de la noche y pienso qué haré si no apruebo.
—Bueno, pues ir al colegio el año próximo y probar otra vez —dijo Marilla sin inmutarse.
—Oh, no creo que tuviera ánimo para ello. Sería horrible fracasar, especialmente si Gil… si los otros pasan. Y me pongo tan nerviosa en los exámenes que es probable que me confunda. Querría tener nervios como los de Jane Andrews. Nada la perturba.
Ana suspiró, apartó sus ojos del hechizo del mundo en primavera, de la tentación de la brisa y el cielo y de los verdes pastos primaverales del jardín, y se sepultó resueltamente en su libro. Habría otras primaveras, pero si no aprobaba los exámenes de ingreso, Ana tenía la seguridad de que nunca podría recobrarse lo suficiente como para gozar de ellas.
Con el fin de junio llegaron el final de curso y del reinado de la señorita Stacy en la escuela de Avonlea. Ana y Diana volvieron esa tarde a casa con el ánimo muy triste. Ojos enrojecidos y pañuelos húmedos eran testimonio de que las palabras de despedida de la maestra habían sido tan conmovedoras como las del señor Phillips tres años atrás. Diana contempló el edificio del colegio desde la falda de la colina de los abetos y suspiró profundamente.
—Parece como si fuera el fin de todo, ¿no es así? —dijo desmayadamente.
—No creo que te sientas ni la mitad de dolorida que yo —contestó Ana, buscando inútilmente un trozo seco en su pañuelo—. Tú volverás el próximo invierno, pero yo creo que dejaré el viejo colegio para siempre; es decir, si tengo suerte.
—Ya no será lo mismo. La señorita Stacy no estará, y ni tú, ni Ruby, ni Jane tampoco, posiblemente. Me tendré que sentar sola, pues no seré capaz de resistir a ninguna compañera de banco después de ti. ¡Oh, hemos pasado unos momentos maravillosos! ¿No es así, Ana? Es horrible pensar que han terminado.
Dos lágrimas resbalaron por la nariz de Diana.
—Si tú fueras capaz de dejar de llorar, yo también podría hacerlo —dijo Ana, implorante—. En cuanto guardo mi pañuelo, te veo hacer pucheros y es empezar otra vez. La señora Lynde dice: «Si no puedes estar alegre, sé tan alegre como puedas». Después de todo, me atrevo a decir que volveré el año próximo.
Estoy segura
de que no me aprobarán.
—¡Pero si pasaste con holgura los exámenes de la señorita Stacy!
—Sí, porque no estaba nerviosa. Cuando pienso en las pruebas reales se me hiela la sangre en las venas. Además, mi número es el trece, y Josie Pye dice que trae mala suerte. No soy supersticiosa y sé que no modificará nada, pero aun así me gustaría no ser la trece.
—¡Cuánto quisiera estar contigo! —dijo Diana—. Pasaríamos buenos ratos. Pero supongo que te tendrás que dar un atracón por las noches.
—No; la señorita Stacy nos ha hecho prometer que no abriremos un solo libro. Dice que eso sólo nos cansaría y nos confundiría, y que debemos salir a pasear sin pensar en los exámenes y acostamos temprano. Es un buen consejo, pero sospecho que será difícil seguirlo. Prissy Andrews me contó que durante la semana de sus exámenes de ingreso se sentaba en la mitad de la noche a darse un atracón de lecciones, y yo estaba determinada a hacer lo mismo por lo menos durante el mismo tiempo. Tu tía Josephine fue muy gentil al pedirme que me hospedara en Beechwood durante mi estancia.
—Me escribirás, ¿no es cierto?
—Te escribiré el martes para decirte cómo fue el primer día.
—No me apartaré del correo el miércoles. Ana partió para la ciudad el lunes siguiente, y el miércoles Diana no se apartó del correo, como prometiera, y recibió su carta.
«Mi querida Diana:
»Ya estamos a martes por la noche y te escribo desde la biblioteca de Beechwood. Anoche me sentí muy sola en mi habitación y deseé con toda mi alma que estuvieses aquí. No pude empollar las lecciones porque prometí no hacerlo a la señorita Stacy, pero me resultó tan difícil no estudiar como difícil me había resultado no leer novelas en tiempos de estudio.
»Esta mañana, la señorita Stacy vino a buscarme y fuimos a la Academia; por el camino recogimos a Jane, Ruby y Josie. Ruby me pidió que le tocara las manos y las tenía frías como el hielo. Josie dijo que yo tenía aspecto de no haber dormido un minuto y que no parecía suficientemente fuerte para resistir el curso aunque pasara el examen. ¡Hay ocasiones en que tengo la sensación de no poder conseguir nada en mi intento de querer a Josie!
»Cuando llegamos a la Academia, había muchísimos estudiantes de todas partes de la Isla. La primera persona que vi fue Moody Spurgeon, sentado en los escalones y hablando solo; Jane le preguntó qué diablos hacía y él contestó que repetía la tabla de multiplicar una y otra vez para calmarse los nervios y que por amor de Dios no le interrumpiéramos, pues si se detenía un instante, del susto olvidaría cuanto sabía.
»Cuando nos designaron las aulas, la señorita Stacy tuvo que dejarnos. Jane y yo nos sentamos juntas y ella estaba tan tranquila que la envidié. ¡No hay necesidad de tabla de multiplicar para la buena, segura y sensata Jane! Me puse a pensar si se notaría mi estado de ánimo y si oirían los latidos de mi corazón desde la otra punta de la habitación. Entonces entró un hombre y comenzó a distribuir las hojas para el examen de inglés. Las manos se me helaron y la cabeza empezó a darme vueltas al cogerla. Durante un terrible momento, me sentí igual que cuatro años atrás en "Tejas Verdes", cuando le pregunté a Marilla si me quedaría en la casa; luego todo se aclaró y mi corazón comenzó a latir otra vez.