Ana, la de Tejas Verdes (27 page)

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Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Ana, la de Tejas Verdes
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La desgracia de Ana duró una semana. Durante ese período no fue a ningún lado y se lavó la cabeza todos los días. Sólo Diana conocía el fatal secreto, pero había prometido solemnemente no decir nunca nada y puede afirmarse que cumplió palabra. Al cabo de una semana, Marilla dijo decididamente:

—No hay nada que hacer, Ana. Es un tinte magnífico. Tienes que cortarte el cabello, no hay otra solución. No puedes salir así.

Los labios de Ana temblaron, pero comprendió la amarga verdad de las observaciones de Marilla. Con un desmayado suspiro fue en busca de las tijeras.

—Por favor, Marilla, córtelo de una vez y terminemos. Oh, siento que mi corazón se hace pedazos. ¡Es una aflicción tan poco romántica! Las jóvenes de los libros pierden sus cabelleras a causa de fiebres o las venden para conseguir dinero para alguna buena acción, y estoy segura de que no sentiría tanto perder la mía en una ocasión de ese estilo. Pero no es nada agradable tener que cortarse el cabello por habérselo teñido de un color horrible, ¿no es cierto? Voy a llorar durante todo el tiempo que usted tarde en cortármelo, si no le molesta. ¡Parece una situación tan trágica!

Ana se lamentó entonces, pero más tarde, cuando subió y se miró en el espejo, se sintió desesperada. Marilla había hecho su trabajo concienzudamente y había sido necesario cortar el cabello lo más corto posible. El resultado no fue muy apropiado. Ana volvió el espejo contra la pared.

—Nunca volveré a mirarme al espejo hasta que mi cabello crezca —exclamó apasionadamente.

Luego, en forma repentina, volvió a ponerlo de frente.

—Sí, lo haré. Haré penitencia por haber sido tan mala. Me miraré al espejo cada vez que entre a mi cuarto y veré lo fea que estoy. Y tampoco imaginaré lo contrario. Nunca creí que me sintiera orgullosa de mi cabello, pero ahora sé que sí, a pesar de ser rojo, porque era tan largo, espeso y ondulado. Supongo que ahora ha de ocurrirle algo a mi nariz.

El cabello corto de Ana hizo sensación en la escuela el lunes siguiente, pero, para alivio suyo, nadie sospechó la verdadera razón de ello, ni siquiera Josie Pye, quien, de cualquier modo, no perdió la oportunidad de decirle a Ana que parecía un verdadero esperpento.

—No contesté nada cuando Josie me dijo eso —le confió Ana esa noche a Marilla, que yacía en el sillón después de uno de sus dolores de cabeza—, porque pensé que era una parte de mi castigo y que debía soportarlo con paciencia. Es duro que le digan a una que parece un esperpento y quise contestar. Pero no lo hice. Sólo le dirigí una mirada despectiva y luego la perdoné. Una se siente muy virtuosa cuando perdona a la gente, ¿no le parece? Estoy decidida a dedicar todas mis fuerzas a ser buena después de esto y nunca más trataré de ser hermosa. Por supuesto, es mejor ser buena. Sé que es así, pero a veces es muy difícil creer una cosa así a pesar de saberla. Realmente quiero ser buena, Marilla, como usted y como la señora Alian y la señorita Stacy y crecer para orgullo suyo. Diana dice que cuando mi cabello comience a crecer ate una cinta de terciopelo negro alrededor de mi cabeza con un lazo. Dice que le parece que quedará muy bien. Yo lo llamo cintillo, que suena muy romántico. Pero ¿estoy hablando demasiado, Marilla? ¿Le molesta?

—Mi cabeza está mejor ahora. Aunque esta tarde me dolía muchísimo. Estos dolores de cabeza míos van de mal en peor. Tendré que consultar a un médico. En cuanto a tu charla, no creo que me moleste. Me he acostumbrado a ella.

Ésta era la manera que tenía Marilla de decir que le gustaba oírla.

CAPÍTULO VEINTIOCHO
Una desgraciada doncella de los lirios

—Desde luego que tú debes ser Elaine, Ana —dijo Diana—. Yo nunca podría tener valor para flotar allí.

—Ni yo tampoco —añadió Ruby con un estremecimiento—. No me importa flotar cuando hay dos o tres de vosotras en el bote y nos podemos sentar; entonces me gusta. Pero yacer y fingir que uno está muerto, no; no podría. Me moriría de miedo.

—Desde luego que sería romántico —concedió Jane Andrews— pero yo sé que no podría quedarme quieta. Levantaría la cabeza para ver dónde estaba y si no me iba demasiado lejos. Y tú sabes, Ana, que eso echaría a perder el efecto.

—Pero es tan ridículo tener una Elaine pelirroja —se quejó Ana—. No tengo miedo de flotar y me
gustaría
ser Elaine, pero es ridículo. Ruby debería hacer de Elaine porque es rubia y tiene una cabellera dorada larga y hermosa; Elaine «tenía su brillante cabello flotando en la corriente», ya sabes. Y era la doncella como un lirio. Ahora bien, una persona pelirroja no puede ser una doncella como un lirio.

—Tu tez es tan blanca como la de Ruby —dijo Diana ansiosamente— y tus cabellos mucho más oscuros que cuando te los cortaste.

—¿Oh, de verdad lo crees? —exclamó Ana, enrojeciendo de placer—. Algunas veces lo pensé pero no me atreví a preguntar a nadie por miedo de que me dijeran que no. ¿Te parece que ahora se le puede llamar castaño, Diana?

—Sí, y creo que es realmente bonito —respondió la niña, contemplando admirada los rizos cortos y sedosos que aureolaban la cabeza de Ana, mantenidos en su lugar por una cinta y un lazo de terciopelo muy vistoso.

Se hallaban de pie sobre la margen de la laguna, más abajo de «La Cuesta del Huerto», desde donde se extendía un pequeño promontorio bordeado de abedules; en el extremo había una pequeña plataforma de madera que entraba en el agua, para conveniencia de pescadores y cazadores de patos. Ruby y Jane pasaban la tarde de verano con Diana, y Ana había ido a jugar con ellas.

Ana y Diana pasaban la mayor parte de su tiempo libre en la laguna. Ildewild pertenecía al pasado, pues el señor Bell había cortado sin compasión en primavera el pequeño círculo de árboles de su campo. Ana se sentó entre los tocones y lloró, sin dejar de anotar lo romántico del hecho, pero se consoló rápidamente, ya que, después de todo, como decían Diana y ella, las niñas grandes de trece años yendo para catorce, eran demasiado mayores para diversiones tan infantiles y en los alrededores de la laguna se podían practicar deportes fascinantes. Era espléndido pescar truchas sobre el puente y las dos niñas aprendieron a bogar en el botecillo de fondo plano que tenía el señor Barry para cazar patos.

Fue idea de Ana que dramatizaran «Elaine». Estudiaron el poema de Tennyson en la escuela durante el invierno anterior, pues el secretario general de Educación lo había prescrito para el curso de inglés en las escuelas de la isla del Príncipe Eduardo. Lo analizaron, desmenuzándolo en forma tal que era un milagro que al final conservara algún significado para ellas, pero por lo menos la rubia dama lirio, Lancelot, Ginebra y el Rey Arturo habían llegado a ser seres reales para ellas y Ana se sentía devorada por una secreta pena por no haber nacido en Camelot. Aquellos días, decía, eran mucho más románticos que los actuales.

El plan de Ana fue apoyado con entusiasmo. Las muchachas habían descubierto que si se empujaba el bote fuera de su amarradero, derivaba con la corriente bajo el puente y finalmente encallaba contra otro promontorio, sobre una curva de la laguna. Muy a menudo hicieron ese camino y nada más a propósito para jugar a «Elaine».

—Bueno, seré «Elaine» —dijo Ana, accediendo de mala gana, pues, aunque le agradaba interpretar el personaje principal, su sentido artístico exigía aptitud física para él y sus propias limitaciones lo hacían imposible—. Ruby, tú serás el Rey Arturo, Jane será Ginebra y Diana, Lancelot. Pero primero deben ser los hermanos y el padre. No podemos tener al viejo servidor mudo porque no hay lugar para dos en el bote cuando una está echada. Debemos enlutar la barca con las más fúnebres colgaduras. Ese viejo chal negro de tu madre es exactamente lo necesario, Diana.

En cuanto obtuvieron el chal negro, Ana lo colocó dentro de la barca y se acostó encima, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho.

—Oh, parece realmente muerta —susurró nerviosamente Ruby Gillis, observando la carita blanca y quieta bajo las movedizas sombras de los abedules—. Me da miedo. ¿Os parece que está bien jugar a esto? La señora Lynde dice que todas las representaciones son abominables.

—Ruby, no deberías hablar de la señora Lynde —dijo Ana severamente—. Eso echa a perder el efecto, porque esto pasa cientos de años antes de nacer esa señora. Jane, encárgate de esto. Es una barbaridad que Elaine hable mientras está muerta.

Jane se puso a tono con la ocasión. No había telas doradas para la mortaja, pero un viejo cubrepiano de crepé japonés amarillo fue excelente sustituto. Tampoco pudieron obtener un lirio blanco, pero el efecto fue más que suficiente.

—Bueno, ahora está lista —dijo Jane—. Debemos besarle la frente, y tú, Diana, decir: «Hermana, adiós para siempre», y Ruby agregar: «Adiós, dulce hermana»; ambas tan tristes como podáis. Ana, por amor de Dios, sonríe un poco. Ya sabes que Elaine «yacía como sonriendo». Así está mejor. Ahora, empujad la barca.

Y la barca fue empujada, rozando un sumergido pilón durante el proceso. Diana, Jane y Ruby sólo esperaron lo suficiente como para verla en la corriente, camino del puente, antes de cruzar los bosques y el camino a la carrera, hasta el promontorio inferior, donde, como Lancelot, Ginebra y el Rey, debían esperar a la doncella de los lirios.

Durante unos pocos instantes Ana, derivando lentamente corriente abajo, gozó plenamente de lo romántico de la situación. Entonces ocurrió algo no muy romántico. La barca comenzó a hacer agua. Al poco rato Elaine tuvo que levantarse, apartar la mortaja de oro y las colgaduras de negro color y mirar tontamente una gran grieta que cruzaba el fondo de la barca por la que el agua entraba tumultuosa. El agudo pilón del embarcadero había descompuesto la quilla de la barca. Ana no lo sabía, pero le llevó bien poco comprender que se hallaba en un momento peligroso. A ese ritmo, la barca se hundiría antes de llegar al promontorio. ¿Dónde estaban los remos? ¡Se habían quedado en el embarcadero!

Ana lanzó un grito que nadie escuchó; estaba terriblemente pálida, pero no perdió el ánimo. Había una sola esperanza; sólo una.

—Estaba horriblemente asustada —le contó a la señora Alian al día siguiente—, y parecían años lo que tardaba la barca en llegar al puente, mientras el agua subía. Recé, señora Alian, con todas mis fuerzas, pero no cerré los ojos para rezar, pues sabía que la única manera en que Dios podía salvarme era dejando flotar la barca lo suficientemente cerca de uno de los pilares del puente como para que me subiera a él. Ya sabe que los pilares son viejos troncos llenos de nudos. Lo correcto era rezar, pero debía hacer mi parte observando y bien lo sabía. Dije: «Dios amado, por favor lleva la barca cerca del pilar y yo haré el resto». En tales circunstancias no se puede pensar en hacer una plegaria muy florida. Pero la mía halló eco, pues la barca dio contra un pilar, quedando allí un momento, y yo, echándome al hombro el cubrepiano y el chal, me agarré a un providencial nudo, y allí quedé, señora Alian, aferrada al resbaladizo pilar, sin forma de subir o de bajar. Era una posición poco romántica, pero no pensé en ello en aquel momento. Uno no se pone a pensar en romanticismos cuando acaba de escapar de una tumba acuática. De inmediato dije una plegaria de agradecimiento, y luego dediqué toda mi atención a sostenerme con todas mis fuerzas, pues sabía que dependería probablemente de ayuda humana para volver a tierra firme.

La barca pasó el puente y, de pronto, se hundió en medio de la corriente. Ruby, Jane y Diana, que ya esperaban en el promontorio, la vieron desaparecer ante sus ojos y no tuvieron duda de que Ana se había hundido con ella. Durante un momento quedaron inmóviles, heladas por el terror ante la tragedia; entonces, chillando con todas las fuerzas de sus pulmones, corrieron por el bosque, sin cesar de gritar mientras cruzaban el camino real. Ana, aferrada desesperadamente a su precario apoyo, vio sus siluetas y escuchó sus gritos. Pronto llegaría ayuda, pero en el ínterin su posición era muy poco cómoda.

Los minutos parecían horas a la infortunada dama de los lirios. ¿Por qué no llegaba alguien? ¿Dónde habían ido las chicas? ¡Quizá se habían desmayado! ¿Y si no venía nadie? ¡Quizá comenzara a cansarse y no pudiera sostenerse más! Ana contempló las horribles profundidades, con sombras cambiantes, y tembló. Su imaginación comenzó a sugerir toda clase de horribles posibilidades.

¡Entonces, exactamente cuando sus manos no podían sostenerla más, Gilbert Blythe pasó remando bajo el puente!

Gilbert alzó los ojos y, ante su sorpresa, contempló una carita blanca y colérica mirándole con ojos temerosos y furiosos al mismo tiempo.

—¡Ana Shirley! ¿Cómo has podido llegar ahí?

Sin esperar respuesta, se acercó al pilar y extendió su mano. No se podía hacer otra cosa; Ana tomó la mano de Gilbert, saltó al bote, donde se sentó, furiosa, envuelta por el chal goteante. ¡Por cierto que era muy difícil conservar la dignidad en tales circunstancias!

—¿Qué ocurrió, Ana? —preguntó Gilbert cogiendo los remos.

—Estábamos jugando a «Elaine» —explicó fríamente Ana, sin mirar siquiera a su salvador— y debía ir hasta Camelot en la balsa, quiero decir en la barca. Ésta comenzó a hacer agua y yo me subí al pilar. Las chicas han ido a buscar ayuda. ¿Será usted tan gentil como para llevarme hasta el embarcadero?

Gilbert la llevó gentilmente hasta allí, y Ana, despreciando la ayuda, saltó limpiamente a la costa.

—Le estoy muy agradecida —dijo secamente mientras se retiraba. Pero Gilbert también saltó del bote y la detuvo.

—Ana —dijo rápidamente—, mira. ¿No podemos ser buenos amigos? Siento muchísimo haberme reído de tus cabellos aquella vez. No quería ofenderte. Además, ¡ha pasado ya tanto tiempo! Me parece que ahora tus cabellos son muy lindos; de verdad. Seamos amigos.

Ana dudó un instante. Tenía la extraña sensación bajo su airada dignidad de que la expresión mitad tímida, mitad ansiosa de los ojos de Gilbert era algo digno de contemplar. Su corazón empezó a latir extrañamente. Pero la amargura de su vieja afrenta espantó la duda. Aquel momento de dos años atrás cruzó su mente tan vivamente como si hubiera ocurrido el día anterior. Gilbert la había llamado «zanahoria» frente a todo el colegio y aquello la había vejado. Su resentimiento, que para otras gentes parecería tan ridículo, no había palidecido con el tiempo. ¡Odiaba a Gilbert Blythe! ¡Nunca le podría perdonar!

—No —dijo secamente—. Nunca seré amiga suya, Gilbert Blythe. ¡No quiero serlo!

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