—¡Cuan perfectamente hermoso! —suspiró Diana, que pertenecía a la misma escuela de críticos que Matthew—. No veo cómo puedes sacar historias tan estremecedoras de tu cabeza. Quisiera tener una imaginación como la tuya.
—La tendrías si la cultivaras —dijo Ana—. He pensado un plan, Diana. Fundemos tú y yo un club de cuentos y escribamos para practicar. Te ayudaré hasta que puedas hacerlos sola. Debes cultivar la imaginación. La señorita Stacy lo dice. Lo único que debe hacerse es tomar por el buen camino. Le conté lo del Bosque Embrujado, pero me dijo que equivocamos la senda con eso.
Así fue como el club de cuentos empezó a existir. Al principio estuvo limitado a Ana y Diana, pero luego se extendió para incluir a Jane Andrews y Ruby Gillis y a una o dos más que querían cultivar su imaginación. No se permitieron varones, aunque Ruby opinaba que su admisión lo haría más excitante; cada miembro debía presentar un cuento semanal.
—Es muy interesante —dijo Ana a Matthew—. Cada una debe leer su cuento en voz alta y todos los comentamos. Los vamos a guardar como reliquias y los haremos leer a nuestros descendientes. Cada una escribe con seudónimo. El mío es Rosamund Montmorency. Las niñas se portan bastante bien. Ruby Gillis es algo sentimental. Pone demasiado amor en sus cuentos y usted sabe que eso es preferible que falte y no que sobre. Jane nunca lo pone, porque dice que la hace sentirse muy tonta cuando debe leerlo en voz alta. Los cuentos de Jane son extremadamente sensatos. Diana pone demasiados crímenes en los suyos. Dice que las más de las veces no sabe qué hacer con los personajes, de manera que los mata para librarse de ellos. La mayoría de las veces tengo que sugerirles un tema, pero no me cuesta, pues tengo millones de ideas.
—Creo que ese asunto de los cuentos es la mayor de las tonterías —gruñó Marilla—. Tienen un montón de simplezas en sus cabezas y gastan tiempo que podrían dedicar a las lecciones. Leer cuentos es malo, pero escribirlos es peor.
—Pero tenemos cuidado de que todos contengan una moraleja, Marilla —explicó Ana—. Siempre insisto sobre eso. Todos los buenos son recompensados y los malos adecuadamente castigados. Estoy segura de que debe tener un efecto total. La moral es algo grande; así lo dice el señor Alian. Le leí uno de los cuentos a él y a su esposa y ambos estuvieron de acuerdo en que la moraleja era excelente. Sólo que rieron donde no debían. Me gusta más cuando la gente llora al llegar a las partes patéticas. Diana escribió a su tía Josephine sobre nuestro club y ésta contestó que debíamos enviarle algunos de nuestros cuentos. De manera que copiamos cuatro de los mejores y se los remitimos. La señorita Josephine Barry escribió que nunca había leído algo tan divertido. Eso nos sorprendió un poco porque los cuentos eran muy patéticos y casi todos morían. Pero estoy contenta de que le gustaran a la señorita Barry. Eso demuestra que nuestro club hace algún bien en el mundo. La señora Alian dice que ése debe ser el objeto de todos nuestros actos. Trato siempre de que así sea, pero muy a menudo lo olvido cuando me divierto. Espero que cuando crezca seré un poco como la señora Alian. ¿Le parece que hay perspectivas, Marilla?
—No diría que muchas —fue la alentadora respuesta—. Estoy segura de que la señora Alian nunca fue una criatura tonta y olvidadiza como tú.
—No, pero tampoco era tan buena como ahora —respondió Ana seriamente—. Me lo dijo; es decir, dijo que era terriblemente traviesa cuando niña y que siempre se metía en camisa de once varas. ¡Me sentí tan alentada cuando la escuché! ¿Es muy malo que me sienta alentada cuando oigo que otros han sido tan malos y traviesos? La señora Lynde dice que sí. Dice que siempre le produce mal efecto escuchar que alguien ha sido malo, no importa cuan pequeño fuera. Contó que una vez supo que un ministro cuando niño robó una torta de frutas a su tía y ya no pudo sentir respeto por él otra vez. Yo no hubiera reaccionado así. He pensado que fue noble de su parte confesarlo y también pienso cuan alentador sería para los niños de hoy que hacen cosas malas y lo sienten, saber que cuando crezcan quizá lleguen a pastores a pesar de ello. Así lo siento, Marilla.
—Lo que yo siento en este instante, Ana, es que es hora de que los platos estén lavados. Has tardado media hora más de lo necesario con tu charla. Aprende a trabajar primero y a charlar después.
Marilla, mientras regresaba a casa un atardecer de abril después de una reunión en la misión, cayó en la cuenta de que el invierno había terminado y sintió el estremecimiento de delicia que trae la primavera tanto a los ancianos y a los tristes como a los jóvenes y a los alegres. Marilla no era dada al análisis subjetivo de sus ideas y sentimientos. Probablemente imaginaba que estaba pensando en sus problemas y en la alfombra nueva para la sacristía, pero bajo esas reflexiones existía una armoniosa conciencia de campos rojos, cubiertos por neblinas de púrpura pálida bajo el sol poniente, de largas, puntiagudas sombras de pinos extendiéndose sobre la pradera más allá del arroyo; de quietos arces floridos bordeando una laguna cual un espejo; de un despertar del mundo y de un latir de ocultos pulsos bajo la tierra gris. La primavera se desparramaba por el país y el sereno y ya maduro andar de Marilla se hacía más rápido y vivaz a causa de su profunda y prístina alegría.
Sus ojos observaron afectuosamente «Tejas Verdes», que asomaba entre la arboleda, devolviendo los rayos de sol que se estrellaban en sus ventanas en repetidos fulgores de gloria. Marilla, mientras recorría el húmedo sendero, pensó que era realmente agradable saber que hallaría en casa un fuego vivo y chispeante y una mesa bien dispuesta para el té, en vez del ambiente frío que encontraba al regresar de anteriores reuniones en la misión, antes de que Ana llegara a «Tejas Verdes».
En consecuencia, cuando Marilla entró en la cocina y se encontró con el fuego apagado y con que Ana no aparecía por ninguna parte, se sintió justamente desilusionada e irritada. Y eso que le había advertido a Ana que tuviera el té listo para las cinco. Tuvo que despojarse rápidamente de su vestido (que era uno de los mejores) y preparar todo ella misma antes de que Matthew regresara del campo de labranza.
—Arreglaré a la señorita Ana cuando llegue a casa —dijo Marilla ásperamente mientras cortaba leña con un trinchante con más energía de la estrictamente necesaria. Matthew había llegado y esperaba el té sentado pacientemente en su rincón—. Anda vagando por ahí con Diana, escribiendo historias, ensayando diálogos u otras tonterías por el estilo, y nunca piensa en la hora o en sus obligaciones. Tendrá que terminar de una vez por todas con esa clase de cosas. No me importa que la señora Alian diga que es la criatura más brillante y dulce que ha conocido. Puede ser dulce y brillante, pero su cabeza está llena de tonterías y nunca se sabe qué es lo que hará. En cuanto sale de una extravagancia se mete en otra. ¡Vaya! Heme aquí diciendo lo mismo que reproché que dijera a Rachel Lynde. Realmente me alegré cuando la señora Alian habló de Ana como lo hizo, porque de no haberlo hecho, sé que yo hubiera tenido que decirle algo muy violento a Rachel delante de todos. Sólo Dios sabe la cantidad de defectos que tiene Ana, y estoy muy lejos de querer negarlos. Pero soy yo quien la está educando y no Rachel Lynde, que le encontraría faltas al arcángel Gabriel si viviera en Avonlea. Pero Ana no debería haber abandonado la casa así cuando yo le había dicho que se quedara y se ocupara de todo. Debo decir que con todos sus defectos, nunca se había mostrado desobediente o indigna de confianza antes, y lo de hoy me apena muchísimo.
—Bueno, no sé —dijo Matthew, quien, paciente, discreto y, sobre todo, hambriento, había estimado que lo mejor era dejar que Marilla se desahogara, sabiendo por experiencia que ella terminaba mucho más rápido cualquier trabajo que tuviera entre manos si no se la interrumpía con argumentos inoportunos—. Quizá la estás juzgando muy pronto, Marilla. No digas que no es digna de confianza hasta que no estés segura de que te ha desobedecido. Quizá todo pueda explicarse; Ana lo hace muy bien.
—No está aquí cuando yo se lo indico —respondió Marilla—. Creo que le será muy difícil explicar
eso
a mi entera satisfacción. Por supuesto, sabía que te pondrías de su parte, Matthew. Pero soy yo quien la está educando, no tú.
Era ya oscuro cuando la cena estuvo lista, y Ana no aparecía corriendo apresuradamente por el puente de troncos o subiendo por el Sendero de los Amantes, sin aliento y arrepentida ante el sentimiento de deberes no cumplidos. Marilla lavó los platos y los guardó ásperamente. Luego, como necesitaba una vela para alumbrar el sótano, subió a la buhardilla a buscar la que generalmente se encontraba en la mesa de Ana. Al encenderla, se volvió para hallarse con que Ana estaba tendida en el lecho boca abajo, con la cabeza entre las almohadas.
—¡Dios misericordioso! —exclamó sorprendida—, ¿has estado durmiendo, Ana?
—No —fue la ahogada respuesta.
—¿Estás enferma, entonces? —inquirió Marilla con ansiedad dirigiéndose hacia el lecho.
—No. Pero, por favor, Marilla, váyase y no me mire. Me encuentro sepultada en los abismos de la desesperación y ya no me importa quién sea el primero de la clase o escriba la mejor redacción o cante en el coro de la escuela dominical. Esas menudencias no tienen importancia ahora porque supongo que ya no seré capaz de ir a ningún lado otra vez. Mi carrera ha terminado. Por favor, Marilla, váyase y no me mire.
—¿Ha oído alguien alguna vez algo como esto? —quiso saber la desconcertada Marilla—. Ana Shirley, ¿qué es lo que te ocurre?, ¿qué has hecho? Levántate ahora mismo y dímelo. Ahora mismo he dicho. Bueno, ¿qué es lo que pasa?
Ana se había deslizado al suelo con desesperada obediencia.
—Mire mi cabello, Marilla —murmuró.
Marilla alzó la vela y observó escrutadoramente el cabello de Ana, que le caía sobre la espalda en pesados mechones. Ciertamente tenía una apariencia muy extraña.
—Ana Shirley, ¿qué has hecho con tu cabello? ¿Está
verde
! —Verde era lo más parecido a aquel color raro apagado, verde bronceado, con listas de un rojo original para realzar el horrible efecto. Nunca en su vida Marilla había visto algo tan grotesco como el cabello de Ana en aquel momento.
—Sí, es verde —gimió Ana—. Yo pensaba que nada podía ser tan feo como el rojo; pero ahora sé que es diez veces peor tener el cabello verde. Oh, Marilla, ni se imagina lo completamente desdichada que me siento.
—Ni me imagino cómo te has metido en esto, pero voy a averiguarlo —dijo Marilla—. Voy inmediatamente a la cocina, aquí hace demasiado frío. Dime exactamente qué has hecho. Hace tiempo que esperaba algo raro. No te has metido en ninguna dificultad desde hace dos meses, y tenía la seguridad de que debía llegar alguna. Ahora bien, ¿qué has hecho con tu cabello?
—Lo teñí.
—¡Lo teñiste! ¡Teñiste tu cabello! Ana Shirley, ¿no sabes que eso es vanidad?
—Sí, sabía que era vanidad —admitió Ana—. Pero pensé que valía la pena ser un poquito mala para librarse del cabello colorado. Algo tenía que costarme, Marilla. Por supuesto, estoy decidida a ser más buena en otras cosas en compensación por esto.
—Bueno —dijo Marilla sarcásticamente—, si yo hubiera decidido que valía la pena teñirme el cabello, por lo menos habría elegido un color decente y no verde.
—Pero es que yo no quería teñirlo de verde, Marilla —protestó Ana—. Si fui mala quería hacerlo con algún provecho. Él dijo que mi cabello se volvería de un hermoso negro lustroso; me lo aseguró. ¿Cómo podría dudar de su palabra, Marilla? Sé lo que significa que duden de la palabra de uno. Y la señora Alian dice que nunca debemos sospechar que alguien no nos está diciendo la verdad, a menos que tengamos pruebas. Yo tengo pruebas ahora, el cabello verde es prueba suficiente para cualquiera. Pero no las tenía entonces y creí cada una de las palabras que dijo
implícitamente
.
—¿Que dijo quién? ¿De qué estás hablando?
—El buhonero que estuvo aquí esta tarde. Le compré a él la pintura.
—Ana Shirley, ¿cuántas veces te he dicho que nunca dejes entrar a uno de esos italianos?
—Oh no, no lo dejé entrar. Recordé lo que usted me dijera y salí yo; cerré la puerta cuidadosamente y miré la mercancía en el escalón. Además, no era italiano, era un judío alemán. Tenía una caja enorme llena de cosas muy interesantes y me dijo que estaba trabajando mucho para hacer dinero suficiente para traer de Alemania a su esposa e hijos. Habló de ellos con tanto sentimiento que me conmovió. Quise comprarle algo para ayudarle en tan encomiable empresa. De repente, vi la botella de tintura para el cabello. El buhonero dijo que estaba garantizada para teñir cualquier cabello de un brillante negro y que no se iba al lavarlo. En un instante me vi con un brillante cabello negro y la tentación fue irresistible. Pero el precio del frasco era de setenta y cinco centavos y yo sólo poseía cincuenta. Creo que el hombre tenía muy buen corazón, porque dijo que, por ser yo, me lo vendería por cincuenta centavos. De manera que se lo compré, y en cuanto se hubo ido subí y me lo apliqué con un viejo cepillo de cabeza, según decían las indicaciones. Usé todo el contenido de la botella, y, ¡oh, Marilla!, cuando vi este horrible color me arrepentí de haber sido mala, puedo asegurarlo. Y estaré arrepentida toda la vida.
—Bueno, espero que así sea —dijo Marilla severamente—, y que tendrás los ojos bien abiertos cuando te tiente tu vanidad, Ana. Sólo Dios sabe lo que habría que hacer aquí. Supongo que lo primero es lavarte bien la cabeza y ver si eso resulta.
Y así se hizo. Ana se lavó la cabeza restregándosela vigorosamente con agua y jabón, pero lo único que consiguió fue quizás decolorar su rojo original.
Ciertamente el buhonero había dicho la verdad cuando afirmó que la tintura era inmutable al lavado, aunque su veracidad podía ser puesta en tela de juicio a otros respectos.
—Oh, Marilla, ¿qué puedo hacer? —preguntaba Ana hecha un mar de lágrimas—. No puedo vivir con esto. La gente ha olvidado mis otras equivocaciones: el linimento en el pastel, el emborrachar a Diana y mi mal genio con la señora Lynde. Pero nunca olvidará éste. Pensará que no soy respetable. Oh, Marilla, «¡qué tela de araña tan intrincada tejemos cuando tratamos de engañar!». Esto es poesía, pero es verdad. Y cómo se reirá Josie Pye. Soy la niña más desgraciada de la isla del Príncipe Eduardo.