—Oh, no, me duele mucho haberlo cometido —dijo Ana tristemente—, quería que el pastel estuviera buenísimo.
—Lo sé, querida. Y te aseguro que aprecio tu bondad y sensatez igual que si hubiera resultado excelente. Bueno, ahora no debes llorar más. Debes bajar a enseñarme el jardín. La señorita Cuthbert me dijo que tienes una parcela propia. Quisiera verla; porque me interesan mucho las flores.
Ana se dejó llevar, reflexionando que era realmente providencial que la señora Alian fuera un espíritu gemelo. Nada más se dijo del pastel de linimento, y cuando se fueron los huéspedes, Ana se dio cuenta de que había disfrutado más de esa tardé de lo que fuera dado esperar, considerando el terrible incidente. A pesar de todo, suspiró profundamente.
—Marilla, ¿no es hermoso pensar que mañana es un nuevo día, todavía sin errores?
—Te puedo garantizar que cometerás bastantes —respondió Marilla—. Nunca pareces terminar, Ana.
—Sí, y bien que lo sé —admitió tristemente la niña—. Pero no sé si habrá notado una cosa buena en mí: nunca cometo dos veces el mismo error.
—No sé de qué te sirve, si siempre descubres errores nuevos.
—¿Pero no lo ve, Marilla?
Debe
haber un límite en los errores que puede hacer una persona y cuando llegue al final, habré acabado con ellos. Es un pensamiento muy reconfortante.
—Bueno, será mejor que le lleves el pastel a los cerdos —dijo Marilla—. No lo puede comer ningún ser humano, ni siquiera Jerry Boute.
—¿Por qué vienes con los ojos fuera de las órbitas? —preguntó Marilla cuando Ana entró corriendo desde la oficina de correos—. ¿Has descubierto otra alma gemela?
La excitación envolvía a Ana como una vestidura, brillando en sus ojos, resaltando en cada rasgo. Había venido bailando por el sendero, como un duende llevado por los vientos, a través de la suave luz y las perezosas sombras de la tarde de agosto.
—No, Marilla, ¿no se imagina qué es? ¡Estoy invitada a tomar el té mañana en la rectoría! La señora Alian me dejó la carta en la oficina de correos. Mírela, Marilla, «Sita. Ana Shirley», «Tejas Verdes». Es la primera vez que me llaman «señorita». ¡Me ha dado un estremecimiento! La guardaré entre mis tesoros más preciados.
—La señora Alian me dijo que tenía intención de invitar por turno a todos los miembros de su clase de la Escuela Dominical —dijo Marilla, considerando fríamente el maravilloso acontecimiento—. No necesitas excitarte tanto por ello. Debes aprender a tomar las cosas con calma, muchacha.
Pretender que Ana tomara las cosas con calma hubiera sido querer cambiar su naturaleza. Era «toda fuego y espíritu y rocío», y los placeres y dolores de la vida le llegaban con triple intensidad. Marilla lo notaba y se sentía vagamente molesta, comprendiendo que los altibajos de la vida serían mal resistidos por esa alma impulsiva, sin comprender que una capacidad igualmente grande para el deleite podría compensarlo todo. Por lo tanto, Marilla concibió como un deber enseñar a la niña una tranquila uniformidad de espíritu, tan imposible y extraña para ella como para un danzarín rayo del sol en un remanso del arroyo. Pero no hacía muchos progresos, como admitía con tristeza. La destrucción de alguna esperanza o plan hundía a Ana en «abismos de desesperación». Su cumplimiento la exaltaba al reino del deleite. Marilla casi empezaba a desesperar de llegar alguna vez a acomodar este duende a su propio modelo de niña de recatadas maneras y remilgado aspecto. Ni tampoco hubiera creído que en realidad le gustaba Ana mucho más tal como era.
La niña se acostó aquella noche muda de dolor porque Matthew había dicho que el viento giraba al nordeste y temía que lloviera al día siguiente. El susurro de las hojas de los álamos alrededor de la casa la preocupaba, pues sonaba como las gotas de lluvia, y el bajo y lejano ruido del golfo, que escuchara deleitada otras veces, gozando de un ritmo extraño, sonoro, cautivador, parecía ahora una profecía de tormenta y desastre para una doncellita que deseaba particularmente un buen día. Ana pensó que nunca llegaría la mañana.
Pero todo pasa, hasta las noches anteriores al día en que uno está invitado a tomar el té en la rectoría. La mañana fue hermosa, a pesar de las predicciones de Matthew, y el ánimo de Ana llegó a las alturas.
—Oh, Marilla, hay algo hoy en mí que me hace querer a todos los que veo —exclamó mientras lavaba la vajilla del desayuno—. ¡No sabe usted cuán buena me siento! ¿No sería hermoso que esto durara siempre? Creo que sería una niña modelo si me invitaran a tomar el té todos los días. Pero, oh, Marilla, también es una ocasión solemne. ¡Estoy tan nerviosa! ¿Qué ocurrirá si no me porto como debo? Usted sabe que nunca he tomado el té en una rectoría y no estoy segura de saber todas las reglas de urbanidad, aunque he estado estudiando las que ha publicado la sección de urbanidad del
Heraldo de las familias
desde que llegué aquí. Tengo tanto miedo de hacer alguna tontería, o de olvidar algo que deba hacer… ¿Será correcto volver a servirse algo que se desea
mucho
?
—Lo difícil contigo, Ana, es que piensas demasiado en ti. Debes pensar en la señora Alian y en qué será lo más agradable para ella —dijo Marilla, acertando por una vez en su vida con un consejo sensato. Ana lo comprendió al instante.
—Tiene razón, Marilla. Trataré de no pensar en mí.
Ana realizó su visita sin ninguna infracción a las reglas de urbanidad, pues volvió a casa al crepúsculo, bajo un hermoso cielo salpicado por nubes rosa y azafrán, en un beatífico estado de ánimo y le contó todo, feliz, a Marilla, sentada en la escalera de la cocina, mientras apoyaba su cansada cabecita en la falda de su protectora.
Un viento fresco llegaba de los campos cosechados desde las faldas de las colmas de los pinares y silbaba por entre los álamos. Sobre el manzanar brillaba una estrella y las luciérnagas danzaban sobre el Sendero de los Amantes, cruzando entre las ramas inquietas. Ana las observaba mientras hablaba y tenía la sensación de que viento, luciérnagas y estrellas formaban un todo hermoso y dulce.
—Oh, Marilla, he pasado unos momentos
fascinantes
. Siento que no he vivido en vano, y lo seguiré sintiendo aunque jamás me vuelvan a invitar a tomar el té en una rectoría. Cuando llegué allí, la señora Alian me recibió en la puerta. Llevaba un hermosísimo vestido de organdí rosa pálido, con muchos volantes y mangas hasta el codo, con el que parecía un serafín. Estoy pensando que me gustaría ser la esposa de un pastor cuando crezca, Marilla. Un pastor no hará hincapié en mis cabellos rojos porque no pensará mucho en cosas terrenales. Pero entonces uno debe ser naturalmente bueno y yo nunca podré serlo, de manera que de nada vale pensar en ello. Algunas gentes son naturalmente buenas y otras no, sabe usted. Yo soy una de las otras. La señora Lynde dice que estoy llena del pecado original. No importa cuánto trate de ser buena, nunca podré tener éxito en ello como aquellos que son naturalmente buenos. Eso se parece mucho a la geometría. Pero ¿no le parece que el intentarlo debería tener algún valor? La señora Alian es una de esas gentes naturalmente buenas. La quiero apasionadamente. Usted sabe que hay ciertas gentes, como Matthew y la señora Alian, a las que se quiere de inmediato. Y también hay otras, como la señora Lynde, con las que hay que realizar un esfuerzo muy grande para quererlas. Uno sabe que
debe
quererlas porque son muy sabias y trabajan activamente en la iglesia, pero es necesario estar recordándoselo constantemente, pues de lo contrario se olvida. Había otra niña tomando el té, del Colegio Dominical de White Sands. Se llama Lauretta Bradley y es una niña muy guapa. No era exactamente un espíritu gemelo, sabe usted, pero a pesar de eso, es muy guapa. Tuvimos un té elegante y creo que guardé bastante bien las reglas de urbanidad. Después del té, la señora Alian tocó el piano y cantó y nos hizo cantar también a Lauretta y a mí. La señora Alian dice que tengo buena voz y que debo cantar en el coro de la Escuela Dominical. No puede imaginarse cómo me estremezco con sólo pensarlo. He deseado mucho cantar en ese coro, como Diana, pero temía que fuera un honor al cual no podía aspirar. Lauretta tuvo que retirarse temprano porque hoy hay un gran festival en el hotel de White Sands y su hermana recita allí. Lauretta dice que los estadounidenses del hotel celebran uno cada quince días para ayuda del hospital de Charlottetown y piden a mucha gente de White Sands que recite. Yo la contemplaba reverentemente. Después que se fue, la señora Alian y yo tuvimos una conversación de corazón a corazón. Le conté todo sobre la señora Thomas y los mellizos, Katie Maurice y Violeta, mi venida a «Tejas Verdes» y mis preocupaciones por la geometría. ¿Quiere creerlo, Marilla? La señora Alian me dijo que ella también era terrible en geometría. No se imagina usted cuánto valor me ha dado saberlo. La señora Lynde llegó a la rectoría poco antes de que me fuera ¿y sabe qué dijo? Que los síndicos han contratado una nueva maestra. Su nombre es Muriel Stacy. La señora Lynde dice que nunca hubo una maestra en Avonlea. Pero a mí me parece maravilloso que así sea y no sé cómo voy a poder vivir estas semanas que faltan para comenzar las clases, tan impaciente estoy por verla.
Un mes después del episodio del pastel con linimento, era tiempo de que Ana cometiera pequeños errores, nuevas equivocaciones tales como poner distraídamente una cacerola de leche desnatada dentro de una cesta de ovillos de hilo en la despensa en vez de en el cubo de los cerdos; y caminar inocentemente sobre el borde del largo puente abstraída en sus sueños.
Diana dio una fiesta una semana después del té en la rectoría.
—Un grupo pequeño y selecto —le aseguró Ana a Marilla—.
Sólo las niñas de nuestra clase.
Lo pasaron muy bien, y no ocurrió nada enojoso hasta después del té, cuando se encontraron en el jardín de los Barry, un poco cansadas de todos sus juegos y prontas a cualquier travesura que se presentara. Repentinamente ésta tomó forma en el «desafío».
El «desafío» era un juego muy de moda entre la chiquillería de Avonlea. Había comenzado entre los muchachos y pronto se extendió hasta las niñas; las tonterías que sucedieron aquel verano en Avonlea porque los actores se «desafiaron» a hacerlas podrían llenar un libro.
Para comenzar, Carne Sloane retó a Ruby Gillis a que subiera a una cierta altura en el inmenso sauce del frente, lo que Ruby Gillis, aunque con un miedo horrible por los gordos y verdes gusanos que se decía infestaban el árbol y teniendo presente lo que diría su madre si rompía su vestido nuevo de muselina, cumplió ágilmente para derrota de la ya nombrada Carne Sloane. Luego Josie Pye desafió a Jane Andrews a que recorriera el jardín a la pata coja. Jane trató alegremente de hacerlo, pero se detuvo en la tercera esquina y tuvo que declararse vencida.
El triunfo de Josie Pye fue más aclamado de lo que permitía el buen gusto. Ana Shirley la desafió a que caminara a lo largo de la parte superior de la valla que limitaba el jardín por el este. Ahora bien, «caminar» por el borde de una cerca requiere más destreza y estabilidad de las que le parecían necesarias a quien nunca lo ha intentado. Pero Josie Pye, si bien le faltaban otras cualidades que hubieran contribuido a hacerla popular, tenía, por lo menos, una facilidad natural e innata, debidamente cultivada, para caminar sobre vallas. Josie caminó sobre la valla de los Barry con un aire de indiferencia que parecía significar que una cosita así no merecía ser un «desafío». Su hazaña fue recibida con renuente admiración; la mayoría de las niñas podían apreciarla dados los inconvenientes que sufrieran al intentar la hazaña. Josie descendió sonrojada por la satisfacción y dirigió a Ana una desafiante mirada.
Ana sacudió sus trenzas rojas.
—No creo que sea algo tan maravilloso el caminar por una pequeña valla baja —dijo—. Yo conocía una niña en Marysville que podía caminar por la cresta de un tejado.
—No lo creo —dijo Josie llanamente—. No creo que nadie pueda hacerlo. Al menos,
tú
no puedes.
—¿Que no puedo? —gritó Ana temerariamente.
—Entonces te reto a que lo hagas —dijo Josie desafiante—. Te desafío a que subas al techo de la cocina del señor Barry y a que andes por la cresta del tejado.
Ana palideció, pero había un solo camino que tomar. Se dirigió hacia la casa y vio una escalera apoyada contra el techo de la cocina. Todas sus compañeras de clase exclamaron: «¡Oh!», en parte excitadas, en parte asustadas.
—No lo hagas, Ana —imploró Diana—. Puedes caer y morirte. Qué importa Josie Pye. No es justo desafiar a alguien a hacer algo tan peligroso.
—Debo hacerlo. Está en juego mi honor —dijo Ana solemnemente—. Lo haré, Diana, o pereceré en el intento. Si muero, quédate con mi anillo de perla.
Ana subió por la escalera en medio de un profundo silencio y comenzó a caminar por la cresta con la plena conciencia de que se hallaba muy alta sobre el mundo y de que la imaginación no resulta de gran ayuda para caminar por un tejado. No obstante, se las arregló para dar unos cuantos pasos antes de que sobreviniera la catástrofe. Se tambaleó, perdió el equilibrio, tropezó, vaciló, resbaló por el tejado y cayó a través de las enredaderas, todo antes de que el espantado círculo que se hallaba debajo dejara escapar un simultáneo y aterrorizado chillido. Si Ana se hubiera caído por el mismo lado por el que ascendiera, probablemente Diana hubiera heredado el anillo de perla en aquel mismo instante. Afortunadamente cayó por el otro lado, donde el tejado se extendía bajando sobre el porche hasta tan cerca del suelo que una caída allí resultaba mucho menos peligrosa. Sin embargo, cuando Diana y las demás niñas llegaron corriendo al otro lado de la casa (con excepción de Ruby Gillis, que se quedó como pegada al suelo gritando histéricamente), hallaron a Ana yaciendo pálida y medio desmayada entre las ruinas de la enredadera.
—Ana, ¿te has matado? —gritó Diana cayendo de rodillas junto a su amiga—. Oh, Ana, querida Ana, di sólo una palabra; dime que no estás muerta.
Para inmenso alivio de todas y especialmente de Josie Pye, quien, a pesar de carecer de imaginación, se había visto asaltada por horribles visiones de un futuro donde se la señalaba como la niña culpable de la trágica y temprana muerte de Ana Shirley, Ana se incorporó y contestó en tono vago: