Dolli respiró con toda libertad cuando estuvo en medio del campo, y deseosa de conocer las impresiones de los criados, iba a preguntarles, cuando Filip, el cochero, volvió la cabeza y dijo:
—Aunque sean tan ricachones, no pecan de generosos, pues los caballos no han recibido más que tres medidas de avena, con lo cual tenían lo suficiente para no morirse de hambre. No haríamos eso nosotros en casa.
—Es un señor avaro —dijo el tenedor de libros.
—Pero los caballos son hermosos.
—Eso sí, nada hay que decir, y también el alimento es bueno; mas no por eso he dejado de aburrirme, Daria Alexándrovna. ¿No le ha sucedido a usted lo mismo?
—Sí, amigo mío. ¿Crees que llegaremos esta noche?
—Preciso será.
Cuando Dolli encontró a sus hijos con buena salud, la impresión de su viaje fue más favorable; describió con animación el lujo y el buen gusto de la casa de Vronski, la cordialidad con que se la había recibido y no permitió ninguna observación crítica.
—Para comprenderlos es preciso verlos —dijo, olvidando el malestar que ella misma experimentó—; y yo sé ahora que son buenos.
V
RONSKI
y Anna permanecieron en el campo todo el verano y una parte del otoño sin dar paso alguno para regularizar su situación, pero resueltos a quedarse en casa: cuanto más tiempo se quedaban allí, particularmente solos en otoño, no iban a soportar aquella vida y tendrían que cambiarla. Al parecer, no les faltaba nada de lo que constituye la felicidad; eran ricos, jóvenes y gozaban de buena salud; tenían una hija; sus ocupaciones los agradaban, y, sin embargo, después de haberse marchado sus huéspedes, reconocieron que su género de vida debía sufrir alguna modificación.
Anna seguía cuidando mucho de su persona y de su tocado, leía de continuo y enviaba a pedir al extranjero las obras de valor citadas por las revistas. No se mostraba indiferente a ninguno de los asuntos que podían interesar a Vronski; dotada de excelente memoria, lo admiraba por sus conocimientos de agronomía y de arquitectura, tomados de libros o periódicos especializados, y acostumbraba a consultarla sobre todas las cosas, incluso las referentes a la equitación o a la cría caballar. El interés que se tomaba en la instalación del hospital iba en aumento, y aportaba ideas personales que sabía muy bien hacer ejecutar. El objeto de su vida era agradar a Vronski, compensando lo que por ella había dejado; y él, conmovido por esta abnegación, sabía apreciarla también. Sin embargo, la atmósfera de ternura celosa con que lo rodeaba oprimió al fin a Vronski, haciéndole experimentar el deseo de obtener su independencia; le parecía que su felicidad hubiera sido completa si cada vez que deseaba salir de casa no hubiese tenido que luchar contra una viva oposición por parte de Anna.
Vronski se aficionaba cada vez más a sus funciones de gran propietario, y reconocía en sí las mejores disposiciones para la administración de sus bienes. Sabía descender a los detalles, defender obstinadamente sus intereses, escuchar e interrogar a su intendente alemán sin dejarse convencer por él cuando se trataba de hacer gastos exagerados, y aceptar a veces las innovaciones útiles, sobre todo cuando podían producir efecto; pero jamás traspasaba los límites que se había trazado. Gracias a esta prudencia, y a pesar de las considerables sumas que le costaban sus construcciones y otras mejoras, no comprometía su fortuna.
En la provincia de Kashin, donde estaban situadas las tierras de Vronski, de Sviyazhski, de Oblonski, de Koznyshov y, en parte, las de Lievin, debía reunirse en el mes de octubre una asamblea provincial, a fin de proceder a la elección de sus mariscales; y a causa de tomar parte en ella ciertas personas notables, llamaba la atención general. Se esperaba gente de Moscú, de San Petersburgo y hasta del extranjero; Vronski había prometido asistir también.
Había llegado el otoño, sombrío, lluvioso y singularmente triste en el campo.
La víspera de su marcha, el conde anunció con tono frío y breve que se ausentaba por algunos días, preparado como estaba para una lucha en la que tenía empeño de salir vencedor; mas no fue poca su sorpresa al ver que Anna recibía la noticia con mucha tranquilidad, contentándose con preguntar cuál sería con exactitud la fecha de regreso.
—Espero que no te aburrirás —dijo, observando la fisonomía de Anna y receloso de la facultad que tenía de concentrarse en sí completamente cuando adoptaba alguna resolución extrema.
—¡Oh, no! —contestó Anna—. Acabo de recibir una caja de libros de Moscú, y con esto me entretendré.
«Habrá adoptado ahora un nuevo tono», pensó Vronski, y aparentó creer sinceramente lo que se le decía.
Se despidieron sin más explicación, cosa que no les había sucedido nunca, y aunque con la esperanza de que su libertad sería respetada en lo sucesivo, Vronski se separó de su amante dominado por una vaga inquietud, ambos conservaron una penosa impresión de aquella escena.
L
IEVIN
había vuelto a Moscú en septiembre, época del alumbramiento de su esposa; hacía ya un mes que estaba allí, cuando Serguiéi Ivánovich lo invitó a acompañarlo a las elecciones en que iba a tomar parte. Konstantín vacilaba, aunque debía arreglar varios asuntos sobre la tutela de su hermana en el gobierno de Kashin; pero Kiti, viendo que se aburría en la ciudad, lo indujo a marchar, aconsejándole antes que se mandara hacer el uniforme que le correspondía como delegado de la nobleza; este gasto resolvió al punto la cuestión.
Al cabo de seis días, empleados en practicar diligencias, el asunto de la tutela no había adelantado nada, porque dependía en parte del mariscal cuya reelección se preparaba; se pasaba el tiempo en largas conversaciones con personas muy buenas y deseosas de prestar servicio, pero que nada podían hacer sin el mariscal. Aquellas idas y venidas sin resultado se parecían a los inútiles esfuerzos que se hacen en un sueño. Lievin experimentaba a menudo aquella impresión, al hablar con su abogado. Este, hombre bondadoso, hacía todo lo posible para sacar a Lievin del atolladero. «Intente ir a tal y tal sitio», le decía, componiendo todo un plan de acción. Y agregaba: «Lo retendrán; no obstante, inténtelo». Y Lievin lo intentaba, e iba y venía. Todos los funcionarios eran amables, bondadosos, pero al final de nuevo surgían obstáculos. Y lo peor era que Lievin no sabía contra quién luchaba, quién se beneficiaba en no resolverle el asunto. Probablemente nadie lo sabía, como no lo sabía el abogado. Si Lievin hubiese sido capaz de comprenderlo, como comprendía por qué había que pedir la vez en la taquilla de la estación de ferrocarril, no se irritaría ni se sentiría molesto. Pero nadie podía explicarle para qué existían aquellos obstáculos. Y Lievin, más paciente desde que era casado, procuraba no exasperarse, haciendo al mismo tiempo lo posible para comprender los manejos electorales que agitaban a su alrededor a tantas personas honradas y dignas de aprecio.
Ahora, al presenciar e incluso participar en las elecciones, Lievin procuraba no discutir ni juzgar, sino intentar comprender aquellos problemas que discutían con tanta seriedad y pasión hombres honrados y buenos. Desde que se había casado, Lievin había descubierto tantas nuevas e interesantes facetas en la vida, que antes le habían parecido ínfimas, que también buscó en las elecciones un significado serio.
Serguiéi Ivánovich no perdonó nada para explicarle el sentido y el alcance de las nuevas elecciones en que se interesaba particularmente. Snietkov, que entonces desempeñaba el cargo de mariscal, era hombre que profesaba los antiguos principios, fiel a las pasadas tradiciones, que habían derrochado honradamente una fortuna considerable, y cuyas ideas atrasadas no correspondían a las necesidades del momento; como mariscal, tenía grandes sumas entre sus manos, y asuntos muy graves, como las tutelas, la dirección de la enseñanza pública, etcétera, todo lo cual dependía de él. Se trataba de elegir en su lugar otro hombre más activo, de ideas modernas, capaz de obtener los elementos necesarios para el «gobierno propio» y desechar el espíritu de casta que desnaturalizaba su carácter. Si se sabían emplear bien las fuerzas concentradas, la rica provincia Kashin podía servir de ejemplo al resto de Rusia, y las nuevas elecciones tendrían así gran importancia.
En lugar de Snietkov, se elegiría a Sviyazhski, o mejor aún a Neviedovski, hombre eminente, en otro tiempo profesor y amigo íntimo de Serguiéi Ivánovich.
Los estados provinciales se abrieron después de haber pronunciado un discurso el gobernador, invitando a la nobleza a no considerar las elecciones sino desde el punto de vista del bien público y de la fidelidad al monarca. El discurso fue muy bien acogido; los delegados de la nobleza rodearon al gobernador cuando salió de la sala, y después todos fueron a la catedral para prestar juramento. El servicio religioso le impresionaba siempre a Lievin, que se conmovió al oír a aquella multitud de ancianos y jóvenes repetir solemnemente las fórmulas del juramento.
Transcurrieron varios días en reuniones y debates relativos a un sistema de contabilidad que el partido de Serguiéi Ivánovich reprobaba, censurando al mariscal agriamente. Lievin acabó por preguntar a su hermano si se sospechaba que Snietkov hubiera abusado de la confianza cometiendo dilapidaciones.
—De ningún modo; es un hombre muy digno, pero es preciso poner término a esa manera de dirigir los negocios.
La sesión celebrada para elegir mariscales de distrito fue tempestuosa, terminando con la reelección de Sviyazhski, quien con este motivo obsequió el mismo día a sus favorecedores con un banquete.
L
A
elección principal, la del mariscal de la provincia, no se efectuó hasta el sexto día; la multitud se agolpaba en las dos salas, arreciando los debates bajo el retrato del emperador.
Los delegados de la nobleza se habían dividido en dos grupos, los antiguos y los nuevos: entre los primeros se veían solo uniformes que habían pasado de moda, cortos de talle y oprimidos, como si sus poseedores se hubieran desarrollado mucho, notándose algunos de marina y de caballería de muy antigua fecha; los nuevos delegados llevaban, por el contrario, uniformes de moda y chaleco blanco, distinguiéndose también varios de corte.
Pero la división entre antiguos y nuevos no coincidía con la división en partidos. Algunos jóvenes, como pudo observar Lievin, pertenecían al grupo conservador, mientras que algunos viejos nobles hablaban a solas con Sviyazhski y eran, al parecer, ardientes defensores del nuevo partido.
Lievin había seguido a su hermano a la pequeña sala donde se fumaba y comía, procurando seguir la conversación de que Koznyshov era el alma, y de comprender por qué dos mariscales de distrito hostiles a Snietkov se empeñaban en que presentase su candidatura. Oblonski, con traje de chambelán, se unió al grupo después de haber almorzado.
—Somos dueños de la situación —dijo, arreglándose las patillas, después de escuchar a Sviyazhski y de confirmar sus palabras—; y si Sviyazhski interviene, será pura afectación.
Todo el mundo parecía comprender, excepto Lievin, que no entendía una palabra; para ilustrarse, se cogió del brazo de Stepán Arkádich, y le manifestó su asombro por el hecho de que varios distritos hostiles exigieran al anciano mariscal que presentase su candidatura.
—¡Oh,
sancta simplicitas
! —exclamó Oblonski—. ¿No comprendes que, estando adoptadas nuestras medidas, es preciso que Snietkov se presente, porque si desistiera, el partido antiguo elegiría un candidato, burlando así nuestras combinaciones? El distrito de Sviyazhski hace la oposición, habrá votaciones y nos aprovecharemos para proponer candidato elegido por nosotros.
Lievin comprendió solo a medias, y hubiera continuado sus preguntas si no hubiesen llamado su atención los clamores que partían de la sala grande.
—¿Qué ha ocurrido?… ¿Qué? ¿Un voto de confianza? ¿A quién? ¿Por qué?… Lo rechazaban… ¿A Fliórov?… ¿Qué importa que esté bajo la acción de causa?… Si continúan así, no van a dejar votar a nadie… ¡La ley! —oía Lievin por todas partes y junto con todos entró en la amplia sala y, empujado por los electores, se acercó a la mesa junto a la cual discutían acaloradamente el mariscal, Sviyazhski y otros nobles.
L
A
discusión parecía muy viva bajo el retrato del emperador; pero Lievin no distinguió más que la voz dulce del mariscal, la de Sviyazhski y el tono agrio de un diputado de la nobleza. Para contestar a este último y calmar la agitación general, Serguiéi Ivánovich pidió al secretario que se leyera el texto mismo de la ley, de la cual sé dio lectura, a fin de probar al público que en caso de divergencia de opiniones se debía apelar a la votación.
Un caballero muy grueso, oprimido en su uniforme, se acercó a la mesa y gritó:
—¡A votar, a votar! ¡Nada de discusiones!
Esto era pedir la misma cosa, pero con un carácter de hostilidad que hizo crecer de punto el clamoreo; el mariscal reclamó silencio, sin poder dominar la gritería; y así los semblantes como las palabras revelaban la mayor excitación.
—¡A votar, a votar! Quien sea noble, lo comprenderá bien. Hemos vertido nuestra sangre… La confianza del monarca… No cuenten el voto del mariscal… Un momento… Es repugnante… —se oía por todas partes las voces irritadas. Los rostros, las miradas expresaban un odio irreconciliable.
Lievin comprendió, con ayuda de su hermano, que se trataba de hacer valer los derechos de elector de un delegado que estaba, según decían, bajo la acción de una causa. Un voto de menos no era lo bastante para derrotar a la mayoría, y por eso se demostraba tanta agitación. Lievin, penosamente impresionado al ver cómo se dejaban llevar de sentimientos rencorosos hombres a quienes apreciaba, prefirió a este triste espectáculo ir a ver a los criados que preparaban platos y copas en la pequeña sala, y ya iba a trabar conversación con un camarero, cuando fueron a llamarlo para votar.
Al entrar en la sala grande, le entregaron una bola blanca, y se le empujó hacia la mesa donde Sviyazhski, con aire importante e irónico, presidía la votación. Lievin, desconcertado y no sabiendo qué hacer con su bola, preguntó a su hermano a media voz:
—¿Qué debo hacer?
La pregunta era intempestiva, y como los presentes la oyesen, Serguiéi Ivánovich contestó con acento severo: