—¿Qué quieres que te diga?… Según las ideas recibidas en el mundo, se conduce como todos los jóvenes; hace la corte a una mujer joven; y si el esposo es hombre de mundo, este debe lisonjearse.
—¿Conque lo has observado?
—No solamente yo, sino también mi esposo, que me lo ha dicho después de tomar el té.
—Entonces ya estoy tranquilo; voy a despedirlo —replicó Lievin.
—¿Has perdido el juicio? —exclamó Dolli, con expresión de terror—. ¿En qué piensas, Kostia?… Ve a buscar a Fanny —añadió Dolli, interrumpiéndose al ver que la niña castigada se disponía a salir de su rincón—. Déjame hablar antes con Stepán —continuó Dolli—; él se lo llevará, diciendo que se espera aquí a otra gente…
—No, yo mismo seré el ejecutor —replicó Lievin—; esto me divertirá… Vamos, Dolli —añadió, señalando a la pequeña culpable, que en pie junto a su madre no se atrevía a ir en busca de Fanny—; perdónala por mí.
La niña, observando que Dolli se dulcificaba, se precipitó en sus brazos, sollozando.
«No hay nada de común entre ese joven y yo», pensó Lievin, mientras iba en busca de Veslovski.
En el vestíbulo dio orden de enganchar el tílburi.
—Se han roto los muelles —contestó el criado.
—Pues entonces cualquier otro vehículo.
Váseñka se estaba poniendo las polainas para montar a caballo, con la pierna apoyada en una silla, cuando Lievin entró. El rostro de este tenía una expresión particular, y Veslovski no pudo ocultarse que su asiduidad con Kiti era inoportuna en aquella familia por lo cual sentía ya la inquietud que puede experimentar un joven de mundo.
—¿Monta usted a caballo con polainas? —le preguntó Lievin, apoderándose de una varilla que había recogido por la mañana en el gimnasio.
—Sí, es más limpio —contestó Veslovski, acabando de abotonarse la polaina.
Era en el fondo tan buen muchacho que Lievin se sintió algo confuso al observar la repentina timidez de su huésped.
—Quisiera —interrumpió de pronto, pero al recordar la escena con Kiti, añadió—: quería decir a usted que he mandado enganchar.
—¿Para qué? ¿Adónde vamos? —preguntó Veslovski con extrañeza.
—Para conducir a usted a la estación —dijo Lievin con expresión sombría.
—¿Se va usted? ¿Ha ocurrido alguna cosa?
—Ha ocurrido que espero gente —continuó Lievin, rompiendo la varilla que tenía en la mano—; o, mejor dicho, no espero a nadie; pero le ruego a usted que se vaya. Puede interpretar mi descortesía como mejor le parezca.
Váseñka se irguió con dignidad.
—Sírvase usted explicarme…
—Yo no explico nada, y lo que usted puede hacer es no preguntarme —replicó Lievin lentamente, procurando permanecer sereno y reprimir el temblor convulsivo de sus facciones, mientras que rompía cada vez más la varilla
El ademán y la tensión de los músculos de Konstantín, cuyo vigor había podido reconocer en el gimnasio Váseñka, convencieron a este mejor que las palabras. Váseñka se encogió de hombros, sonrió con desdén al saludar, y dijo:
—¿No podré ver a Oblonski?
—Voy a enviárselo a usted —contestó Lievin sin hacer aprecio del movimiento de hombros ni de la expresión de su interlocutor.
—¡Pero esto no tiene sentido común y es verdaderamente ridículo! —exclamó Stepán Arkádich cuando se hubo reunido con Lievin en el jardín, después de haberle dicho Veslovski que se le despedía—. ¿Qué mala mosca te ha picado? Si este joven…
La picadura era tan reciente aún que Lievin interrumpió a su cuñado en las explicaciones que trataba de darle.
—No te tomes la molestia de disculpar a ese joven —dijo—; lo siento mucho, tanto por ti como por él; pero él se consolará fácilmente, mientras que para mi esposa y para mí su presencia se hacía intolerable.
—Jamás te hubiera creído capaz de semejante proceder;
on peut être jaloux, mais à ce point, à est du dernier ridicule
.
Lievin volvió la espalda y comenzó a pasear, esperando la marcha. Poco después oyó el rumor de las ruedas y vio cruzar entre los árboles a Veslovski, sentado en un poco de heno, pues el vehículo en que iba carecía de asiento; las cintas de su gorra escocesa se agitaban a la menor sacudida.
«¿Qué ocurrirá ahora?», pensó Lievin al ver al criado que salía corriendo de la casa para detener el vehículo: era para colocar al mecánico, de quien se habían olvidado, y que tomó asiento junto a Veslovski, saludándolo cortésmente.
Stepán Arkádich y la princesa se resintieron mucho del proceder de Lievin, y este mismo se reconoció ridículo en alto grado; mas al pensar en lo que Kiti y él habían sufrido, se confesó que en caso de necesidad haría otra vez lo mismo. Por la noche se manifestó en todos, excepto en la princesa, una marcada recrudescencia, como la de los niños después de un castigo, o la de los amos de casa el día siguiente de una recepción oficial penosa; pero, en cambio, se sentía cierto alivio. Dolli hizo reír mucho a Váreñka al referirle por tercera vez sus propias impresiones; dijo que había reservado en honor de su huésped un par de botinas nuevas; que llegado el momento de lucirlas, entró en el salón, y que de pronto un ruido extraño la atrajo hacia la ventana. ¡Qué espectáculo se ofreció a sus ojos! ¡Váseñka, con su gorra escocesa, sus cintas flotantes y sus polainas, iba sentado ignominiosamente sobre un montón de heno! Si al menos le hubiesen preparado un carruaje…; pero no… De repente, lo detienen; tal vez se han compadecido… Nada de eso: es que se hace más angustiosa su desgracia, dándole por compañero un corpulento alemán. ¡No había sido posible lucir las botinas!
D
ARIA
Alexándrovna, aunque temiendo ser desagradable a los Lievin, que rehuían toda relación con Vronski, deseaba mucho ir a visitar a Anna para demostrarle su afecto. El corto viaje que proyectaba ofrecía ciertas dificultades, y a fin de no molestar a su cuñado, quiso alquilar caballos en el pueblo. Apenas lo supo Lievin, dirigió amargas quejas a Dolli.
—¿Por qué crees tú —le dijo— disgustarme a mí por ir a visitar a Vronski? Aunque así fuese, más me afligiría que te sirvieses de otros caballos que de los míos; los que te alquilen no podrán recorrer nunca setenta
verstas
de una tirada.
Dolli se sometió al fin, y en el día indicado se puso en marcha, bajo la protección del tenedor de libros, que para mayor seguridad se colocó junto al cochero a guisa de lacayo. El coche no era muy bueno, pero sí bastante sólido para recibir una larga carrera, y Lievin, además de cumplir así con un deber de hospitalidad, evitaba que hiciese un gasto considerable, atendidos sus medios.
Comenzaba a despuntar el día cuando Daria Alexándrovna emprendió la marcha; mecida por el movimiento regular de los caballos, se aletargó muy pronto, y no se despertó hasta llegar al paraje donde se había preparado el cambio de tiro; aquí tomó té en casa del aldeano donde Lievin se detuvo cuando fue a visitar a Sviyazhski, y después de descansar un rato, continuó su viaje.
En su atareada vida, y absorta siempre por sus deberes maternales, Dolli había tenido poco tiempo para reflexionar, y así es que aquella carrera solitaria de cuatro horas le proporcionó ocasión de entregarse a profundas meditaciones sobre su pasado, considerándolo desde diversos aspectos.
Primero pensó en sus hijos, confiados al cuidado de su madre y su hermana —con esta última contaba particularmente—; y después le preocuparon otros asuntos. Debía cambiar de habitación al volver a Moscú, arreglar la casa y comprar a su hija mayor un abrigo nuevo para el invierno. Otra cuestión ocupaba el pensamiento de Dolli. ¿Cómo se compondría para continuar convenientemente la educación de los niños? Las niñas la inquietaban poco, pero no así los muchachos. Le había sido dado ocuparse de Grisha aquel verano, porque su salud se lo permitió, pero si sobrevenía un embarazo… Y Dolli pensó que sería injusto considerar los dolores de este como una señal de la maldición que pesa sobre la mujer. «Lo malo no es el parto, sino el embarazo», pensó, al recordar su embarazo y la muerte de su último hijo. Y recordó una conversación con una campesina. A la pregunta de Dolli acerca de si tenía hijos, la campesina había respondido:
—Tenía una niña, pero Dios me ha dejado libre. La enterré en cuaresma.
—¿Sufriste mucho?
—¿Y por qué iba a sufrir? El viejo ya tiene bastantes nietos. No dan más que trabajo.
A Daria Alexándrovna aquella respuesta le pareció entonces repugnante. Ahora recordaba las palabras de la campesina. En su cínica respuesta había una parte de razón.
«En resumen —pensó Dolli, recordando sus quince años de matrimonio—, no he conocido más que embarazos, náuseas, completa embotadura de la inteligencia, indiferencia hacia todo y, sobre todo, fealdad. Hasta Kiti, joven y bonita, se ha estropeado. A mí los embarazos me afean mucho, lo sé. El parto, los dolores, dolores horrorosos, el último instante…, y después el pecho, noches de insomnio y nuevos dolores.» Al evocar este recuerdo se estremeció, reflexionando sobre sus padecimientos, sus largos insomnios, las privaciones sufridas para criar a sus hijos, las enfermedades de estos, las malas inclinaciones que debió combatir, los gastos de la educación y, lo que aún era peor que todo: la muerte. Su corazón de madre padecía aún al pensar en la pérdida del último nacido, arrebatado por la difteria. Solo ella lo había llorado, y la indiferencia general contribuyó a que su pena fuese más amarga.
«¿Y cuál sería el resultado de aquella vida llena de disgustos? Sin levantar la cabeza, unas veces por los embarazos, otras por la lactancia, siempre irritada, siempre de mal humor, amargada y amargando la vida de los demás, pasaré la vida, sin gustar a mi marido, y todo para criar unos hijos desgraciados, mal educados y pobres. ¿Qué habría hecho yo este verano si los Lievin no hubiesen tenido la atención de invitarme a pasar la temporada con ellos? Pero aunque sean muy afectuosos, no podrán hacerlo otra vez, porque más tarde también ellos tendrán hijos que ocuparán la casa. Papá, que se ha despojado casi por nosotras, no podrá tampoco ayudarnos, y siendo así, ¿cómo podré lograr que mis hijos sean hombres? Será preciso buscar protección, humillarme, pues no puedo contar con Stepán. ¡Y gracias que no sigan un mal camino!» Volvió a recordar su conversación con la campesina y de nuevo tuvo que reconocer la gran parte de verdad que había en sus palabras.
—¿Nos acercamos ya, Mijaíl? —preguntó Dolli al cochero para desechar sus tristes ideas.
—Aún faltan siete
verstas
a partir del pueblo.
El vehículo atravesó un pequeño puente, donde varias segadoras, con la guadaña al hombro, se detuvieron para verla pasar; todos aquellos semblantes parecían alegres y contentos, llenos de vida y salud.
«Todos viven y disfrutan de la existencia —pensó Dolli, mientras el vehículo franqueaba una pendiente—; solo yo parezco una prisionera a quien se ha puesto momentáneamente en libertad. Mi hermana Natalia, Váreñka, Anna, todas esas mujeres saben lo que es la existencia, pero yo lo ignoro. ¿Y por qué acusan a Anna? Si yo no hubiese amado a mi esposo, habría hecho otro tanto. Ella ha querido vivir, esta es una necesidad que Dios nos ha puesto en el corazón. ¿No me arrepentí yo misma de haber seguido sus consejos, en vez de separarme de mi esposo? ¿Quién sabe si hubiera podido comenzar la existencia de nuevo, amar y ser amada? ¿Es más decoroso lo que yo hago? Tolero a mi esposo porque lo necesito y nada más. Entonces tenía yo todavía alguna belleza.»
Dolli quiso buscar en su saco de viaje un espejito, pero se contuvo por temor de que la observaran los dos hombres que iban en el pescante. Sin necesidad de contemplar su imagen, pensó que aún podría agradar, recordando la amabilidad de Serguiéi Ivánovich, la abnegación del bueno de Turovtsin, que por amor a ella le ayudó a cuidar de sus hijos cuando estaban enfermos; y las atenciones de cierto joven que habían inducido a su esposo a darle broma sobre su asiduidad.
«Anna ha tenido razón —pensó—, porque ahora es feliz, y ha hecho dichoso al hombre que la ama; siempre bella y elegante, suscita ahora tanto interés como en otros tiempos.» Una sonrisa entreabrió los labios de Dolli, que forjaba en su imaginación una novela semejante a la de Anna, figurándose que era la heroína; se representaba el momento en que confesaba todo a su marido, y comenzó a reír al pensar cuál sería el asombro de Stepán.
E
L
cochero llamó a uno de los campesinos, que estaban sentados en el lindero de un campo de centeno.
—¡Acércate un poco, bergante! —le gritó.
El aldeano a quien se dirigía era un viejecillo encorvado que llevaba el cabello sujeto alrededor de la cabeza con una tira de cuero.
—¿Dónde está la mansión señorial del conde Vronski? —preguntó el cochero.
—Siga usted el primer camino a la izquierda, y llegará a la avenida que conduce a la casa. ¿Pregunta usted por el mismo conde?
—¿Están en su casa, amigo mío? —preguntó Dolli, sin atreverse a citar el nombre de Anna.
—Deben de estar, porque todos los días viene gente —contestó el viejecillo, deseoso de prolongar la conversación—. ¿Y quiénes son ustedes?
—Nosotros venimos de lejos —contestó el cochero—. ¿Conque estamos cerca?
Y ya iba a continuar su marcha, cuando oyeron varias voces que gritaban.
—¡Alto, alto, ya están aquí ellos mismos!
Cuatro jinetes y un tílburi avanzaban por el camino.
Eran Vronski, Anna, Veslovski y el yóquey; la princesa Varvara y Sviyazhski seguían en coche, y todos habían ido para ver funcionar una segadora de vapor.
Anna, cuya linda cabeza cubría un sombrero de hombre, del cual se escapaban los rizos de su cabello negro, montaba con soltura un potro inglés. Dolli, escandalizada al verla a caballo, porque juzgaba que esto era una coquetería inconveniente, dada la falsa posición de Anna, quedó tan seducida al ver su sencillez que todas sus prevenciones se desvanecieron. Veslovski iba al lado de Anna en un fogoso caballo, y Dolli no pudo reprimir una sonrisa al verla; Vronski avanzaba detrás, montando un caballo bayo de pura sangre, y el yóquey cerraba la marcha.
El rostro de Anna se iluminó al reconocer a Dolli en el fondo del carruaje, y profirió una exclamación de alegría, lanzó su caballo al galope, saltó ligeramente a tierra sin ayuda de nadie, al ver que su amiga se apeaba, y corrió al encuentro de ella, recogiendo la cola de su vestido.