En aquel momento, cuando ya dormitaba, oyó entrar a sus compañeros, los vio en el umbral de la puerta, iluminados por la luna, y les dijo:
—Mañana al amanecer, señores.
A
L
día siguiente fue imposible despertar a Váseñka, echado de bruces y profundamente dormido con los puños cerrados; Stepán Arkádich rehusó también levantarse, y la misma
Laska
, casi oculta en el heno, estiró perezosamente sus patas posteriores antes de resolverse a seguir a su amo. Lievin se calzó, cogió su escopeta y salió con precaución. Los cocheros dormían junto a los vehículos, y los caballos dormitaban, pues apenas rayaba el día.
—¿Por qué se levanta usted tan temprano, padrecito? —preguntó una anciana, saliendo de la vivienda y acercándose amistosamente a Lievin.
—Voy a cazar. ¿Por dónde se llega más pronto al pantano?
—Siga usted el sendero que se prolonga por detrás de nuestras granjas —contestó la anciana, conduciendo a Lievin hasta que lo dejó en buen camino.
Laska
corría ya, y Lievin la siguió alegremente, con la esperanza de llegar al pantano antes de que saliera el sol. La luna, visible aún cuando salió de la granja, borrábase poco a poco; la estrella de la mañana no se distinguía apenas, y varios puntos confusos antes en el horizonte se marcaban cada vez más eran montones de trigo. Los más leves sonidos se percibían muy bien en el aire sereno, tanto que una abeja, rozando el cabello de Lievin, le pareció el silbido de una bala.
Algunos vapores blancos, entre los cuales se destacaban, semejantes a islotes, varios grupos de plantas, indicaban el gran pantano, en cuya orilla hombres y niños, cubiertos con sus abrigos, dormían profundamente después de haber velado. Los caballos pacían aún, haciendo resonar sus cadenas, y espantados por
Laska
, dirigiéndose hacia el agua, introduciendo en ella sus patas atadas.
El perro fijó en ellos una mirada burlona, volviendo la cabeza hacia su amo.
Cuando Lievin hubo pasado del sitio donde estaban los campesinos dormidos, examinó su escopeta y silbó para indicar a su perro que iba a dar principio a la cacería.
Laska
partió al punto, olfateando el suelo movedizo para descubrir entre otros perfumes conocidos esa emanación del ave que le atraía siempre. A fin de reconocer mejor la dirección de la caza, su puso al viento, avanzando poco a poco para poder detenerse bruscamente; pero pronto avanzó más despacio, porque ya no seguía una pista, a causa de ser la caza allí en extremo abundante. Lievin llamó al perro, pero este se detuvo vacilante y volvió después al sitio que le atraía, trazando círculos para detenerse a poco delante de un montecillo; sus patas, demasiado cortas, impedían a
Laska
ver bien, pero su olfato no la engañaba; inmóvil, con la boca entreabierta y las orejas derechas, miraba a su amo sin atreverse a volver la cabeza Lievin avanzaba presuroso, temiendo errar el primer tiro a causa de su inveterada superstición de cazador, y al acercarse vio lo que el perro no distinguía, aunque lo olfateaba, era una becada oculta entre dos montecillos.
Laska
vacilaba aún, como si dudase de la vista de su amo, pero como este la tocase con la rodilla, se precipitó sin saber lo que hacía.
Al punto se remontó una becada, con el ruido que acostumbran, Lievin hizo fuego, el ave agitó las alas y cayó sobre la hierba húmeda, mostrando su blanco pecho; una segunda becada sufrió la misma suerte.
—¡Muy bien,
Laska
! —dijo Lievin, guardando las dos aves en su morral.
El sol había salido ya, cuando avanzó por el pantano; la luna parecía entonces un punto blanco en el espacio, y todas las estrellas habían desaparecido; las charcas de agua despedían en aquel instante dorados reflejos; la hierba tomaba un tinte de ámbar; las aves de los pantanos se agitaban en los matorrales; varios buitres, posados en montes de trigo, miraban a su alrededor con expresión de descontento, y las cornejas revoloteaban en los campos. Uno de los durmientes estaba ya en pie, y varios chicos llevaban los caballos al camino.
—Padrecito —gritó uno de los muchachos a Lievin—, también hay ánades por aquí; ayer vimos bastantes.
Lievin tuvo la satisfacción de matar tres becadas más a la vista de los muchachos.
L
A
superstición sobre el primer tiro no dejó de confirmarse esta vez; Lievin volvió a la casa a eso de las diez, cansado y hambriento, pero muy satisfecho; había recorrido una treintena de
verstas
, y muerto diecinueve becadas y un ánade, algunas de las cuales debió de suspender del cinto porque no le cabían en el morral. Sus compañeros habían tenido tiempo para esperarlo, rabiando de hambre, y para almorzar después.
El sentimiento de envidia que Stepán Arkádich experimentó al ver aquellas hermosas aves con la cabeza inclinada y tan diferentes de lo que eran en los otros pantanos, causó cierta satisfacción a Lievin, y para colmo de felicidad le dieron una nota de Kiti.
Sigo muy bien —escribía—, y si no me crees suficientemente segura, tranquilízate, porque la comadrona Maria Vlásievna ha venido ya. Dice que estoy muy bien y que permanecerá algunos días con nosotros; de modo que si te diviertes, no te apresures en volver.
La cacería y la carta hicieron olvidar a Lievin dos incidentes menos agradables: el primero era la fatiga del caballo delantero, que, maltratado la víspera, rehusaba comer; y el segundo la circunstancia de no haber encontrado nada de las provisiones entregadas por Kiti. Lievin contaba sobre todo con unos pastelillos que le gustaban mucho; pero todos habían desaparecido, así como los pollos y la carne, cuyos huesos fueron devorados por los perros.
—¡Y luego dirán que como mucho! —exclamó Oblonski, señalando a Váseñka—. No me puedo quejar de mi apetito, pero ese mozo me deja muy atrás.
Incomodado, Lievin no pudo menos de exclamar:
—Me parece que hubieran podido guardarme alguna cosa.
Hubo de contentarse con la leche que su cochero fue a buscar; pero mitigado su apetito, se avergonzó de haber manifestado tan vivamente su enojo, y fue el primero en burlarse de su cólera.
Aquella misma noche, después de terminada la última cacería, los tres compañeros emprendieron el regreso. En el camino reinó la mejor inteligencia; Veslovski no dejó de reír y bromear recordando sus aventuras con las jóvenes campesinas, y Lievin, reconciliado con su huésped, olvidó sus prevenciones contra él.
A
eso de las diez de la mañana, después de pasar su revista de inspección, Lievin llamaba a la puerta de Veslovski.
—Adelante —dijo este—; dispénseme usted, ahora termino mis abluciones.
—No se moleste. ¿Ha dormido usted bien?
—Como un muerto.
—¿Qué toma usted por la mañana, café o té?
—Ni una cosa ni otra; almuerzo a la inglesa. Me avergüenzo de haberme retardado tanto; las señoras se habrán levantado ya sin duda, y en tal caso el momento sería oportuno para dar un paseo. ¿Me enseña sus caballos?
Lievin consintió; dieron una vuelta por el jardín, visitaron la cuadra, hicieron un poco de ejercicio en el gimnasio y volvieron al salón.
—Nos hemos divertido mucho en la cacería —dijo Veslovski, acercándose a Kiti—. ¡Qué lástima que las señoras no puedan disfrutar de este placer!
«Preciso es que diga algunas palabras al ama de la casa», pensó Lievin, amostazado ya al ver el aire conquistador del joven.
La princesa hablaba con la comadrona y Stepán Arkádich sobre la necesidad de instalar a su hija en Moscú para la época de su parto, y llamó a su yerno a fin de consultarle sobre esta grave cuestión. Nada molestaba a Lievin tanto como que se hablara con ligereza del nacimiento de un hijo, ¡porque sería un hijo!, acontecimiento verdaderamente extraordinario, y no admitía que esta inverosímil felicidad, rodeada de tanto misterio para él, fuese discutida como un hecho común por aquellas mujeres que contaban por los dedos los días que faltaban para el alumbramiento. Por eso eludía siempre la conversación, como en otro tiempo cuando se trató de los preparativos de su matrimonio.
La princesa no comprendía las impresiones de su yerno, viendo en aquella indiferencia aparente aturdimiento y apatía, y por lo mismo no le dejaba punto de reposo; acababa de encargar a Stepán Arkádich que buscara casa y tenía empeño en oír el parecer de Lievin.
—Haga usted lo que mejor le parezca, princesa —contestó—; yo no entiendo nada de eso.
—Pero es preciso resolver para que sepamos en qué época volverás a Moscú.
—Lo ignoro; lo que sé es que fuera de esa ciudad nacen millones de criaturas.
—En ese caso…
—Kiti hará lo que quiera.
—Kiti no debe preocuparse de esos detalles, que podrían alterarla; recuerda que Natalia Golítsina murió de sobreparto la primavera pasada por falta de una buena comadrona.
—Haré lo que ustedes quieran —repitió Lievin con expresión sombría y dejando de escuchar a su suegra para fijar su atención en otra parte.
«Esto no puede durar así», pensaba, dirigiendo de cuando en cuando una mirada a Váseñka, que estaba inclinado hacia Kiti, a la vez que observaba la turbación y el rubor de esta. La actitud de Veslovski le pareció inconveniente, y así como la antevíspera, cayó de pronto desde la altura de la felicidad más ideal a un abismo de odio y confusión. El mundo le parecía insoportable.
—Haga lo que a usted le parezca bien, princesa —dijo de nuevo volviéndose hacía la otra parte.
—No todo es de color rosa en la vida conyugal —le dijo Stepán Arkádich en broma, refiriéndose no solo a la conversación con la princesa, sino también a la causa de la turbación de Levin, de la que se había dado cuenta.
—¿Cómo bajas tan tarde? —preguntó Stepán Arkádich a Dolli, que entraba en el salón; al mismo tiempo estaba observando el rostro de Lievin.
—Masha ha dormido mal, y no me dejó dormir —contestó Dolli.
Váseñka se levantó para saludar, y sentándose de nuevo, prosiguió su conversación con Kiti; le hablaba aún de Anna, discutiendo sobre la posibilidad de amar en condiciones ilegales; y aunque el diálogo desagradase a la joven, era demasiado inexperta e ingenua para saber cómo terminarlo, disimulando la molestia y la especie de placer que a la vez le causaban las atenciones del joven. El temor a los celos de su esposo aumentaba su emoción, sabiendo muy bien que interpretaría mal todas sus palabras y ademanes. En efecto, cuando Kiti preguntó a Dolli cómo se encontraba Masha y Veslovski, esperando que acabara una conversación tan aburrida, se puso a mirar a Dolli, la pregunta le pareció a Lievin falsa, una simple artimaña.
—¿Qué, vamos hoy por setas? —preguntó Dolli.
—Sí; vamos, yo también iré —respondió Kiti y se ruborizó. Quería preguntar a Váseñka por cortesía, si iba a ir él también, pero no se atrevió—. ¿Adónde vas, Kostia? —le preguntó con aire contrito, al verlo salir resueltamente.
—Voy a buscar al mecánico alemán que ha venido durante mi ausencia —contestó Lievin sin mirarla, convencido de la hipocresía de su esposa.
Apenas estuvo en su despacho, oyó los pasos bien conocidos de Kiti, que bajaba la escalera con imprudente ligereza, un momento después llamó a la puerta.
—¿Qué quieres? —preguntó Lievin con sequedad—. Ahora estoy muy ocupado.
—Dispense usted —dijo Kiti, dirigiéndose al alemán—; necesito hablar dos palabras con mi esposo.
El mecánico quiso salir, pero Lievin lo detuvo, diciéndole que no se molestara.
—Quisiera aprovechar el tren de las tres —repuso el alemán.
Sin contestarle, Lievin salió con su esposa al corredor.
—¿Qué quieres? —le preguntó con frialdad, sin mirarla, porque no quería ver qué aspecto penoso y humillado, con su rostro tembloroso, tenía ella en su estado.
—Yo…, yo quería decirte que esta vida es un suplicio… —murmuró Kiti.
—Hay gente en la oficina; no demos qué hablar —dijo Lievin con acento de cólera.
Kiti quiso conducirlo a la habitación contigua, pero allí estaba Tania tomando su lección de inglés, y, por tanto, se dirigió al jardín.
Allí se hallaba el hortelano barriendo las alamedas; pero sin cuidarse del efecto que podría producir en aquel hombre su rostro bañado en lágrimas, Kiti avanzó, seguida de Lievin, que comprendía la necesidad de una explicación para mitigar su tormento.
—Esta vida es un martirio —dijo Kiti—. ¿Por qué sufres así? ¿Qué he hecho yo? —preguntó Kiti cuando hubieron llegado a un banco.
—Confiesa que su actitud tenía algo de ofensiva y de inconveniente —dijo Lievin, oprimiéndose el pecho con ambas manos como la otra vez.
—Sí… —contestó Kiti, con voz temblorosa—; pero ¿no ves, Kostia, que no es culpa mía? Desde por la mañana quise hacerle guardar su lugar… ¡Dios mío!, ¿por qué habrán venido todos cuando éramos tan felices?
Y los sollozos ahogaron su voz.
Cuando el jardinero vio a los cónyuges poco después con la expresión tranquila que revelaba felicidad, no comprendió lo que podría haber ocurrido de bueno en aquel banco aislado.
C
UANDO
Kiti estuvo en su habitación, Lievin fue a ver a Dolli, y la encontró muy excitada, paseando de un lado a otro del cuarto y reprendiendo a la pequeña Masha, que lloraba amargamente.
—Ahí te estarás todo el día, sin comer y sin muñecas, y no te haré el vestido nuevo —decía la madre a la hija sin saber qué castigo peor podría inventar.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Levin con cierta indiferencia, al ver que llegaba en momento tan inoportuno, pues quería consultar a Dolli.
—Es una niña perversa. Se fue con Grisha donde crece la frambuesa y allí… ni te puedo contar lo que estaban haciendo… ¡Ah!, cuánto echo de menos a
miss
Elliot, esta nueva no hace nada, como si fuera una maquina… Imagínate que…
Y refirió las fechorías de la culpable Masha.
—No veo en todo eso nada muy grave —intentó calmarla Levin—; son niñadas…
—Pero ¿qué tienes tú, que tan trastornado pareces? —preguntó Dolli—. ¿Qué ha pasado?
Y por el tono con que hizo estas preguntas, Levin comprendió que le iba a ser fácil contárselo todo.
—Acabo de tener una discusión con Kiti; es la segunda desde la llegada de Stepán.
Dolli lo miró con ojos inteligentes.
—Con la mano en la conciencia —continuó Lievin—, dime si no te parece que ese joven observa una conducta desagradable e intolerable para un marido.