«Pero aún vivo —pensó—. ¿Qué haré ahora?» Y cogiendo una bujía se levantó muy despacio, se acercó al espejo y examinó su rostro y su cabello; en las sienes vio ya algunos hilos plateados; sus dientes empezaban a malearse; pero, en cambio, sus brazos se conservaban musculosos y llenos de fuerza. El pobre Nikolái, por el contrario, respiraba penosamente con el escaso pulmón que le había quedado, aunque también tuvo en otro tiempo un cuerpo vigoroso. De repente se acordó como de niños se acostaban juntos y solo esperaban a que saliera Fiódor Bogdánych, el criado, para montar una guerra de almohadas y reírse, reírse a carcajadas sin parar; y el miedo a Fiódor Bogdánych no podía con esa conciencia de la felicidad de vivir que se desbordaba de ellos y que crecía como la espuma. «¡He ahí a mi pobre hermano —pensó— con su pecho hueco y convertido en un esqueleto viviente! Ante este espectáculo, me pregunto yo lo que será de mí, y no sé nada, nada.»
—¿Qué diablos haces ahí, y por qué no duermes? —preguntó la voz de Nikolái.
—No sé nada; es un insomnio.
—Yo he dormido bien, y no sudo; ven a tocarme y lo verás.
Lievin obedeció, y después se acostó de nuevo, apagando la bujía; pero, en vez de dormir, siguió reflexionando.
«Sí —se dijo—, morirá en primavera. ¿Qué puedo hacer yo para ayudarle? ¿Qué puedo decirle?» Hasta había olvidado que era preciso morir.
L
IEVIN
había observado a menudo hasta qué punto la cortesía y la excesiva humildad de ciertas personas se transforman súbitamente en exigencias y malas intenciones, y preveía que la dulzura de su hermano no duraría largo tiempo. En efecto, Nikolái se irritaba por las menores cosas, y se complacía en zaherir a su hermano en sus puntos más sensibles.
Konstantín se sentía culpable; mas no podía expresar abiertamente su pensamiento. Si aquellos dos hermanos hubiesen sido sinceros, se hubieran mirado de frente, y Konstantín habría repetido siempre: «¡Vas a morir, vas a morir!». A lo que Nikolái hubiera contestado: «Ya lo sé, y tengo un miedo terrible». Tal era posible, y Konstantín intentaba lo que siempre hacía sin resultado: hablar de asuntos indiferentes. Nikolái adivinaba su pensamiento, se irritaba y pesaba cada una de sus palabras.
Al día siguiente, Nikolái quiso tocar la cuestión de las reformas de su hermano, a quien criticó y censuró por sus principios sobre el comunismo.
—Tú has tomado las ideas de otro —le dijo— para desfigurarlas y aplicarlas aquí donde no son aplicables.
—Yo no quiero —repuso Lievin— copiar al comunismo, que niega el derecho a la propiedad, al capital y a la herencia; y estoy lejos de negar estimulantes de tal importancia. Solo trato de regularizar.
—En una palabra, tú tomas una idea extraña, le quitas su fuerza y quieres hacerla pasar por nueva —repuso Nikolái, estirándose la corbata.
—Pero puesto que mis ideas no tienen relación alguna con…
—Esas doctrinas —continuó Nikolái, sonriendo irónicamente y con expresión irritada— tienen al menos el atractivo, que yo llamaré geométrico, de ser claras y lógicas. Son tal vez utópicas, pero compréndase que se pueda producir una nueva forma de trabajo si se consigue prescindir del pasado, si no hubiese ya propiedad ni familia; pero tú no admites esto.
—¿Por qué confundes siempre? Yo no he sido nunca comunista.
—Pues yo sí, y me parece que si el comunismo es prematuro, tiene porvenir y lógica, como el cristianismo de los primeros siglos.
—Y yo creo que el trabajo es una fuerza elemental, que es preciso estudiar desde el mismo punto de vista de una ciencia natural, de la que es necesario reconocer las propiedades y…
—Es del todo inútil; es fuerza obrar de por sí, y según el grado de civilización toma formas diferentes. En todas partes ha habido esclavos, y después labradores y obreros libres. ¿Qué más buscas?
Lievin se excitó al oír estas últimas palabras, tanto más cuanto que creía que su hermano tuviese razón al censurarlo por querer descubrir un término medio entre las formas de trabajo existentes y el comunismo.
—Bueno —dijo, animándose—, una forma de trabajo que aproveche a todos, lo mismo a mí que a los obreros.
—No, tú has buscado la originalidad toda tu vida, y ahora quieres probar que no explotas a tu gente, sino que introduces principios.
—Puesto que lo comprendes así, dejemos este asunto —contestó Lievin, que sentía ya estremecérsele el músculo de su mejilla derecha.
—Tú no has tenido jamás convicciones; tú no tratas más que de lisonjear tu amor propio.
—Está bien; pero ahora déjame en paz.
—Ciertamente que te dejaré en paz; ya debía haberlo hecho. ¡Que el diablo te lleve! Solo siento haber venido.
Lievin trató en vano de calmar a Nikolái; pero este no quiso escuchar nada, y persistió en decir que era mejor separarse: mientras Konstantín hubo de confesarse que la vida en común no era posible. Sin embargo, fue a buscar a Nikolái cuando este se preparaba a marchar, para ofrecerle sus excusas, no sin alguna violencia, rogándole que lo dispensase si le había ofendido.
—¡Ah, ah! —exclamó Nikolái, sonriendo—. ¡Ahora te las echas de magnánimo! Si te atormenta la necesidad de tener razón, supongamos que estás en lo cierto, pero de todos modos me marcho.
En el último instante, sin embargo, Nikolái miró a Konstantín con expresión grave y le dijo:
—¡Kostia, no me guardes rencor! —y su voz tembló.
Estas fueron las únicas palabras sinceras cambiadas entre los dos hermanos. Lievin comprendió que significaban: «¡Tú lo ves, tú lo sabes; me voy, y tal vez no volvamos a vernos jamás!». Las lágrimas corrieron de sus ojos; abrazó otra vez a su hermano, y no pudo decirle nada.
Dos días después, Lievin marchó también. En la estación encontró al joven Scherbatski, primo de Kiti, que extrañó su tristeza.
—¿Qué tienes? —preguntó el joven.
—Nada; hay tan pocas cosas alegres en la vida.
—¿Qué no es alegre? Ven a París conmigo, en vez de irte a un punto como Mulhouse, y ya verás si la existencia es divertida.
—No, para mí ya ha concluido todo; ya es hora de morir.
—¡Vaya una ocurrencia! —exclamó Scherbatski, riendo—. Pues yo me preparo a comenzar la vida.
—Yo pensaba lo mismo hace poco tiempo; pero ahora sé que moriré pronto.
Lievin decía lo que pensaba, sin ver ante sí más que la muerte, lo cual no le impedía interesarse en sus proyectos de reforma, porque era preciso ocupar su vida hasta el fin o le parecía tinieblas, pero sus proyectos le servían de hilo conductor, al que se acogía con todas sus fuerzas.
L
OS
Karenin continuaron viviendo bajo el mismo techo, viéndose diariamente, pero mostrándose completamente extraños uno al otro. Alexiéi Alexándrovich se imponía como un deber evitar los comentarios de los criados, para lo cual veía todos los días a su esposa, pero rara vez comía en casa. En cuanto a Vronski, no aparecía por allí; Anna iba a verlo fuera, y su esposo lo sabía.
Los tres se resentían de una situación que hubiera sido intolerable si cada uno de ellos no la hubiese juzgado transitoria. Alexiéi Alexándrovich esperaba que aquella pasión se extinguiera, como todo en este mundo, antes que su honor se manchara ostensiblemente. Sobre Anna, de quien dependía esa situación, pesaban las consecuencias de una manera más dolorosa; aceptaba su posición, porque tenía la seguridad de que la situación iba a resolverse rápidamente. También Vronski había acabado por creer lo mismo.
Hacia mediados del invierno, el conde pasó una semana aburrida, pues le encargaron que acompañase a un príncipe extranjero para que viese los sitios emblemáticos de San Petersburgo. Este honor se debía a que Vronski tenía buena presencia, dominaba el arte de mantener la compostura digna y respetuosa y tenía costumbre de tratar con personajes de alta clase. El príncipe quería hallarse en estado de contestar a cuantas preguntas se le dirigieran al regresar de su viaje, y aprovecharse de todas las diversiones esencialmente rusas. Era preciso, por tanto, recorrer la ciudad por la mañana y divertirlo por la tarde. Ahora bien: nuestro personaje gozaba de una salud excepcional incluso entre los príncipes, y gracias a los ejercicios y minuciosos cuidados higiénicos, había llegado a tal fuerza que, aunque se pasase a veces con los placeres de la vida, parecía siempre un pepino holandés, grande, verde y brillante. Había viajado mucho, y consideraba la facilidad de las comunicaciones modernas como una ventaja preciosa para poder divertirse de diversas maneras. En España había participado en serenatas y tuvo una relación con una española que tocaba la mandolina; en Suiza había cazado gamuzas; en Inglaterra se entretuvo en saltar los vallados como un jóquey, haciendo una vez la apuesta de matar doscientos faisanes; en Turquía penetró en un harén; en la India se paseó en elefantes, y ahora quería conocer los placeres de Rusia.
Vronski, en su calidad de maestro de ceremonias, organizó, no sin dificultad, el programa de las diversiones: el príncipe comenzó por probar los
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, asistió a las carreras de trotones, a la caza del oso, a las expediciones en trineo y a las fiestas con los gitanos que generalmente terminaban rompiendo los platos y las copas. El príncipe se familiarizaba con estas diversiones sin dificultad alguna, y se extrañaba, después de haber tenido a una gitana sentada en sus rodillas y de romper cuanto se le venía a la mano, que el brío ruso no pasara de ahí. A decir verdad, las actrices francesas, las bailarinas y el champaña fue lo que más le divirtió.
El conde conocía a los príncipes en general; pero bien fuese porque había cambiado en los últimos tiempos o porque la intimidad de aquel a quien debía divertir fuese particularmente penosa, la semana le pareció cruel; experimentó la impresión de un hombre encargado de cuidar de un loco peligroso, que temiera a su enfermo, y que fuese a perder la razón. Vronski sentía constantemente la necesidad de mantener aquella manera formal y respetuosa para no mostrarse ofendido. Vronski se llevó una sorpresa al ver que a aquellos, quienes se dejaban la piel para que el príncipe se divirtiese y disfrutase, los trataba con desprecio absoluto. A pesar de su reserva oficial, se sonrojaba de cólera más de una vez al escuchar las reflexiones del príncipe sobre las mujeres rusas que se dignaba estudiar. Lo que más irritaba a Vronski en aquel personaje era reconocer en él como un reflejo de su propia individualidad y este espejo no tenía nada de lisonjero; la imagen que veía era la de un hombre de buena salud, muy remilgado, necio, satisfecho de su persona, de trato siempre igual con sus superiores, sencillo y bonachón con sus iguales, fríamente benévolo con sus inferiores y conservando siempre la desenvoltura y modales de un caballero. Vronski se reconocía en esto, pero como su categoría era inferior a la del príncipe, la expresión desdeñosa de este lo exasperaba. «¡Qué personaje! —se decía—. ¿Será posible que yo me semeje a él?» Al finalizar la primera semana experimentó un gran alivio: el príncipe emprendía un viaje a Moscú. Lo acompañó a la estación del ferrocarril, tras regresar de una cacería nocturna de osos, donde se puso a prueba la audacia rusa. El príncipe le expresó su agradecimiento y Vronski se sintió feliz de librarse de tan enojoso espejo.
A
L
volver a su casa, Vronski encontró un billete de Anna, escrito en estos términos:
Estoy indispuesta y soy desgraciada; no puedo salir ni tampoco pasar más tiempo sin verte. Ven esta noche; Alexiéi estará en una reunión del consejo, de siete a diez.
Esta invitación, hecha a pesar de la prohibición terminante del marido, le pareció extraña; pero, finalmente, resolvió ir a ver a su amante.
Desde principio de invierno, Vronski era coronel; entonces abandonó el regimiento y quiso vivir solo. Cuando hubo acabado de almorzar, se recostó en el diván, y el recuerdo de las escenas de la víspera se relacionó de una manera singular en su espíritu con el de Anna y el de un campesino que acertó a encontrar en la cacería; al fin se durmió, y, al despertar, vio que ya era de noche, por lo cual encendió una bujía, dominado por una impresión de terror que no podía explicarse. «¿Qué me ha sucedido? —se preguntó—. ¿Qué he visto yo de terrible en sueños? Sí, sí, el campesino, un hombrecillo sucio y de espesa barba; tenía el cuerpo inclinado hacia no sé qué, pronunciando en francés palabras extrañas. No he soñado otra cosa, ni me explico mi espanto.» No obstante, al acordarse del campesino y de sus palabras incomprensibles, se estremeció de pies a cabeza. «¡Qué locura!», pensó. Y sacando su reloj para mirar la hora vio que eran las ocho y media; llamó a su criado, se vistió rápidamente, salió, y olvidó completamente su sueño preocupado de su retraso.
Al acercarse a casa de Karenin, miró de nuevo su reloj, eran las nueve menos diez. A la puerta vio un coche tirado por dos caballos grises; era el coche de Anna.
«Sin duda quiere ir a verme —se dijo—; más vale así, porque aborrezco esta casa; pero no quiero que se crea que me oculto.» Y con la sangre fría de un hombre acostumbrado desde la infancia a no inquietarse por nada, saltó de su trineo y se introdujo en el zaguán. La puerta se abrió y el portero hizo avanzar el coche. Por poco observador que fuese Vronski, la expresión de asombro del portero llamó su atención, pero siguió avanzando, y fue a tropezar casi con Alexiéi Alexándrovich. La luz de un mechero de gas que había a la entrada del vestíbulo iluminó de lleno su rostro pálido, de expresión fatigada; llevaba sombrero negro y su corbata blanca resaltaba bajo el cuello de pieles. La mirada lúgubre de Karenin se fijó en Vronski; este saludó, y Alexiéi, oprimiendo los labios, acercó la mano a su sombrero y siguió adelante. Vronski lo vio subir al coche sin volver la cabeza, tomar por la portezuela el abrigo y los gemelos que le daba el portero y desaparecer.
«¡Qué situación! —pensó Vronski, entrando en la antecámara con los ojos brillantes de cólera—. Si quisiera, al menos, defender su honor, podría obrar, traducir mis sentimientos de un modo cualquiera; pero esa debilidad, esa cobardía… Parece que vengo a engañarlo, y yo no quiero esto.»
Desde la explicación que tuvo con Anna en el jardín Wrede las ideas de Vronski habían cambiado mucho; renunciando a sueños de ambición incompatibles con su posición irregular, y no creyendo ya en la posibilidad de un rompimiento, se había dejado dominar por las debilidades de su amante y por los sentimientos que esta le inspiraba. En cuanto a la señora de Karenin, después de entregarse, nada esperaba del porvenir, como no fuere por parte de Vronski. Al franquear la antecámara, el conde oyó pasos que se alejaban, y comprendió que Anna volvía al salón, después de estar acechando el momento de su llegada.