Ana Karenina (53 page)

Read Ana Karenina Online

Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

BOOK: Ana Karenina
2.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Por qué se lo digo? —replicó Alexiéi Alexándrovich, encendido en cólera—. Se lo digo para que sepa usted que, por no haber respetado mi voluntad; adoptaré las medidas necesarias para poner término a esta situación.

—Muy pronto acabará por sí sola —dijo Anna, con los ojos llenos de lágrimas, al pensar en aquella muerte que creía próxima y que deseaba ya.

—¡Más pronto de lo que usted y su amante se imaginan! ¡Ah! ¿Conque usted busca la satisfacción de las pasiones sensuales?…

—¡Alexiéi Alexándrovich! Es poco generoso y es conveniente herir al que está caído.

—¡Oh!, usted no piensa nunca más que en sí misma; los padecimientos de aquel que ha sido su esposo no le interesan. ¿Qué le importa a usted que se haya trastornado su vida y que sufra?…

Dominado por su emoción, Karenin hablaba tan deprisa que tartamudeaba, y esto pareció muy cómico a Anna, que se reprochó haberse mostrado sensible al ridículo en semejante momento; por primera vez, y durante un segundo, comprendió el sufrimiento de su esposo y lo compadeció; pero ¿qué podía decir y hacer sino callarse y bajar la cabeza? Alexiéi Alexándrovich calló también, pero continuó después con voz severa, recalcando palabras que no tenían ninguna importancia especial:

—He venido a decirle…

Anna lo miró, y recordando su modo de hablar, se dijo: «No, ese hombre, tan poseído de sí mismo, no puede sentir nada, y yo he sido juguete de mi imaginación. No puedo cambiar nada», murmuró.

—He venido a decirle que salgo para Moscú, y que no volveré más a esta casa; ya tendrá usted conocimiento de mis resoluciones por el abogado que se encargue de los preliminares del divorcio; y en cuanto a mi hijo, irá a casa de mi hermana —añadió, recordando con esfuerzo lo que pensaba decir sobre este punto.

—¡Se lleva usted a Seriozha para hacerme padecer! —balbució Anna—. Usted no lo quiere, déjelo permanecer conmigo.

—Es verdad que la repulsión que usted me inspira alcanza también a mi hijo; a pesar de esto, permanecerá conmigo. Adiós.

Hizo ademán de salir, pero Anna lo retuvo.

—Alexiéi Alexándrovich déjeme usted a Seriozha; no le pido otra cosa; déjelo conmigo hasta después de mi alumbramiento…

El señor Karenin se sonrojó, rechazó el brazo que lo retenía y salió sin contestar.

V

C
UANDO
Alexiéi Alexándrovich llegó a casa del abogado, la sala de espera estaba llena de gente. Se hallaban allí, esperando su turno, tres damas, una de ellas mayor, la otra joven y la tercera perteneciente, al parecer, a la clase de comerciantes; un banquero alemán que ostentaba en un dedo una enorme sortija, un mercader de luenga barba y un funcionario que lucía una condecoración; la espera había sido, evidentemente, larga para todos.

Dos auxiliares escribían, raspando el papel con sus plumas; como buen apasionado de la escritura, Alexiéi Alexándrovich no podía pasar por alto que las plumas eran estupendas; uno de ellos, descontento, volvió la cabeza hacia el recién venido, y le preguntó, guiñando los ojos, qué deseaba.

—Quisiera hablar al señor abogado.

—En este momento está ocupado —contestó secamente el auxiliar, señalando con su pluma a los que ya esperaban; y continuó escribiendo sin decir más.

—¿No podría disponer de un momento para recibirme? —preguntó Karenin.

—El señor abogado no tiene un instante libre; siempre está ocupado. Sírvase usted esperar.

—Hágame usted el favor de pasarle mi tarjeta —dijo Karenin con dignidad, viendo que era imposible guardar el incógnito.

El auxiliar tomó la tarjeta con expresión de descontento, la examinó y salió.

Alexiéi Alexándrovich aprobaba en principio la reforma judicial, pero criticaba ciertos detalles, en cuanto era capaz de criticar una institución sancionada por el poder supremo; en todas las cosas admitía el error como un mal inevitable, que se podía remediar en ciertos casos; pero la importancia que se daba a los abogados por dicha reforma había sido siempre objeto de su desaprobación, y el recibimiento que se le hacía acrecentaba sus prevenciones.

—Ahora vendrá el abogado —dijo el auxiliar, volviendo al poco tiempo.

Efectivamente, a los dos minutos se abrió la puerta y apareció el abogado, precedido de un jurisconsulto viejo y flaco.

El abogado era un hombrecillo calvo, fornido, de barba negra con matices rojos; tenía la frente combada y espesas cejas; el traje, la corbata, la gruesa cadena del reloj y las puntas de las botinas acharoladas formaban un conjunto pretencioso y de mal gusto; su rostro, aunque de expresión inteligente, era vulgar.

—Sírvase usted entrar —dijo, volviéndose hacia Karenin y, dejándolo pasar delante, cerró la puerta.

Después acercó un sillón al bufete, cargado de papeles, invitó a Karenin a sentarse, y frotando sus manos cortas y velludas, se instaló ante su mesa en posición atenta. Mas, apenas sentado, un insecto atravesó el aire; el hombrecillo se levantó, lo cogió al vuelo y volvió a sentarse.

—Antes de comenzar a explicarle a usted mi asunto —dijo Alexiéi Alexándrovich observando con extrañeza los movimientos del abogado— permítame advertirle que la cuestión de que voy a tratar debe mantenerse secreta entre nosotros.

Una imperceptible sonrisa entreabrió los labios del abogado.

—Si no fuese capaz de guardar un secreto —replicó, no sería lo que soy; pero si usted desea asegurarse…

Alexiéi Alexándrovich fijó una mirada en su interlocutor, y le pareció, al ver sus ojos grises llenos de inteligencia, que lo había adivinado todo.

—¿Conoce usted mi nombre? —preguntó.

—Sé hasta qué punto son útiles a Rusia los servicios que usted presta —contestó el abogado, inclinándose, después de cazar al vuelo otra polilla.

Karenin suspiró, y no sin hacer un esfuerzo, se decidió al fin a hablar; pero cuando hubo comenzado, continuó sin detenerse, con su voz clara y penetrante, recalcando ciertas palabras:

—Tengo la desgracia de ser un marido engañado —dijo—, y quisiera romper legalmente por el divorcio los lazos que me unen a mi esposa, separando, sobre todo, al hijo de la madre.

El abogado hizo lo posible para que sus ojos grises no revelasen lo que sentía; pero no pudo ocultar que expresaban el contento, no solo por la perspectiva de un buen negocio, sino por el entusiasmo de un futuro triunfo.

—¿Desea usted mi auxilio para obtener el divorcio?

—Precisamente; pero tal vez me expongo a abusar de su atención, pues solo he venido ahora para consultarle: quiero mantenerme en ciertos límites y renunciaría al divorcio si no se conciliase con las formas que deseo guardar.

—¡Oh! Usted quedará completamente libre.

El hombrecillo, temeroso de ofender a su cliente con una alegría que su semblante disimulaba mal, fijó la vista en los pies de su interlocutor, y aunque vio de reojo volar otro insecto, hizo un esfuerzo para retener sus manos, por respeto a la situación.

—Las leyes que rigen el divorcio las conozco en líneas generales —dijo Alexiéi—; pero quisiera conocerlas más ampliamente y, sobre todo, su aplicación práctica.

—En una palabra, desea saber por qué medios podría obtener un divorcio legal —repuso el abogado, tomando con cierta satisfacción el tono de su cliente.

Y como este hiciese una señal afirmativa, añadió, dirigiendo de cuando en cuando una rápida mirada a su cliente, cuyo rostro se cubría de manchas rojizas por efectos de la emoción.

—El divorcio, según nuestras leyes —pronunció estas dos últimas palabras con cierto desdén—, es posible, como usted sabe, en los tres casos siguientes… ¡Que esperen! —gritó al ver a su auxiliar que entreabría la puerta, pero se levantó, fue a decirle algunas palabras y volvió a sentarse—. He dicho —continuó— que en los tres casos siguientes: defecto físico de uno de los esposos, desaparición de uno de ellos durante cinco años —al hacer esta enumeración doblaba sus dedos gruesos y velludos unos sobre otros— y, por último, adulterio —pronunció esta palabra con aire satisfecho—. He aquí la parte teórica; pero yo pienso que al hacerme el honor de consultarme, lo que desea usted conocer es la práctica. No existiendo, pues el caso de defecto físico ni el de ausencia de uno de los cónyuges, en cuanto he podido comprenderlo —Karenin hizo una señal afirmativa con la cabeza—, resta el adulterio de uno de los esposos, en cuyo caso una de las dos partes debe reconocerse culpable para con la otra, a falta de esto, solo queda el flagrante delito. Este último caso, debo convenir en ello se produce raras veces en la práctica.

El abogado calló, mirando a su cliente con la expresión de un armero que, explicando a un comprador el uso de dos pistolas de diferente sistema, le dejara libertad de elección, pero como Alexiéi Alexándrovich guardase silencio, añadió:

—Lo más sencillo y razonable, en mi concepto, es reconocer el adulterio por consentimiento mutuo. Yo no osaría hablar así a todo el mundo, pero supongo que nos comprendemos.

Karenin estaba tan turbado que no comprendió las ventajas de la última combinación que el abogado le proponía, y su semblante reveló el asombro; el hombre de leyes acudió en su auxilio.

—Supongo —dijo— que dos esposos no puedan vivir ya juntos; si ambos consienten en el divorcio, los detalles y las formalidades pierden su importancia, y este medio es el más sencillo y seguro.

Karenin comprendió esta vez; pero sus sentimientos religiosos se oponían a semejante medida.

—En el caso presente —dijo— ese medio queda fuera de cuestión. ¿Podrían establecer indirectamente el adulterio ciertas pruebas como, por ejemplo, una correspondencia escrita? Yo tengo en mi poder tales pruebas.

El abogado, contrayendo los labios, profirió una exclamación a la vez de compasión y de desdén.

—No olvide usted —dijo— que los asuntos de esta especie son de la competencia del alto clero. A nuestros arciprestes les agrada mucho empaparse en ciertos detalles, y las pruebas exigen testigos. Si me hace usted el honor de confiarme su asunto, es preciso dejarme la elección de las medidas que se han de adoptar. Quien quiere llegar al fin, debe aceptar los medios, cualesquiera que sean.

Karenin se levantó muy pálido, mientras que el abogado corría otra vez hacia la puerta para responder a una nueva pregunta de su auxiliar.

—Dígale usted —gritó— que no estamos en una tienda.

Y al volver a su sitio atrapó al vuelo otra polilla, murmurando tristemente:

—¡Mi
reps
[41]
no resistirá a sus ataques! Conque decíamos… —continuó.

—Le escribiré a usted para manifestarle mi resolución —repuso Alexiéi Alexándrovich apoyándose en la mesa—, y puesto que puedo deducir de sus palabras que el divorcio es posible, le agradeceré que me indique sus condiciones.

—Todo es posible si usted quiere dejarme libertad de acción —dijo el abogado, eludiendo la última cuestión—. ¿Cuándo podré contar con su respuesta? —preguntó, acompañando a su cliente y mirándolo con unos ojos que brillaban tanto como sus botas.

—De aquí a ocho días. Entonces tendrá usted la bondad de manifestarme si acepta el negocio y con qué condiciones.

—Perfectamente.

El abogado saludó con respeto, dejó salir a Alexiéi Alexándrovich, y cuando estuvo solo, dio rienda suelta a su alegría; estaba tan contento que, contrariamente a sus principios, hizo una rebaja a cierta señora muy hábil en el arte de regatear, y olvidando incluso las polillas, resolvió revestir de terciopelo su sillería para el invierno siguiente, a fin de no ser menos que su cofrade Sigonin.

VI

L
A
brillante victoria alcanzada por Alexiéi Alexándrovich en la sesión del 17 de agosto no dejó de tener enojosas consecuencias. La nueva comisión nombrada para estudiar la situación de las minorías étnicas había obrado con una prontitud que llamó la atención de Karenin, pues a los tres meses presentó ya su informe. La situación de dichas poblaciones estaba estudiada desde los puntos de vista político, administrativo, económico, etnográfico, material y religioso. Cada pregunta iba seguida de una respuesta admirablemente redactada y que no podía dejar la menor duda, porque las contestaciones no eran obra del espíritu humano, siempre sujeto a error, sino de una burocracia llena de experiencia; se basaban en datos oficiales: informes de los gobernadores y arzobispos, apoyados a su vez en los de los jefes de distrito y superintendentes eclesiásticos, que tomaban sus noticias de las administraciones comunales y de las parroquias del campo. ¿Cómo dudar de su exactitud? Preguntas como esta: «¿Por qué las cosechas son malas?» y «¿Por qué los habitantes de ciertas localidades se obstinan en practicar su religión?», preguntas a las que solo la máquina oficial podía contestar, y a las cuales no se habría hallado respuesta en varios siglos, fueron resueltas claramente según las opiniones de Alexiéi Alexándrovich.

Pero Striómov, picado su amor propio, imaginó una táctica que su adversario no podía esperar; atrayendo a su favor a varios individuos del consejo, se pasó de repente al partido de Karenin, y no contento con apoyar las medidas de este último calurosamente, propuso otras en el mismo sentido, que excedían en mucho a lo que Alexiéi Alexándrovich se proponía.

Llevadas al extremo, estas medidas parecían tan absurdas, que el gobierno, la opinión pública, las damas influyentes y la prensa se indignaron, recayendo de rechazo el descontento en el padre de la comisión, en Karenin.

Muy satisfecho de esta astucia, Striómov se hizo el inocente, se admiró de los resultados obtenidos y se atrincheró tras la fe ciega que le había inspirado el plan de su colega. Alexiéi Alexándrovich, aunque enfermo y muy afectado por tantos enojos, no se rindió, y se produjo una escisión en el seno del comité; unos, con Striómov, explicaron su error achacándolo a la excesiva confianza, y declararon que los informes de la comisión investigadora eran absurdos; otros, siguiendo a Karenin y temiendo aquel proceder revolucionario contra la misma, la sostuvieron con todas sus fuerzas. Las esferas oficiales, y hasta la sociedad, llegaron a embrollar de tal manera tan interesante cuestión, que la miseria y la prosperidad de las minorías étnicas fueron al fin igualmente problemáticas. La posición de Alexiéi Alexándrovich minada ya por el mal efecto que producían sus desgracias domésticas, pareció falsearse; pero entonces tuvo valor para adoptar una resolución atrevida; con gran asombro de la comisión, pidió que se le autorizase para ir a estudiar por sí mismo el asunto en las localidades, y habiéndosele concedido permiso, partió para una provincia lejana.

Other books

House of Angels by Freda Lightfoot
The Cherry Harvest by Lucy Sanna
The Runaway Countess by Amanda McCabe
Doctor's New Patient by Rene Pierce
The Faded Sun Trilogy by C. J. Cherryh
Possessed by Desire by Naughton, Elisabeth
Murder at the Mansion by Janet Finsilver
The Other Man (West Coast Hotwifing) by Haynes, Jasmine, Skully, Jennifer
Trapper Boy by Hugh R. MacDonald