Authors: Danielle Ganek
De alguna manera, todo anda patas arriba desde que Jeffrey y Lulú Finelli llegaron a mi vida. Como parte de esta extraña situación, resulta que me han invitado a volar a Italia con Lulú con ocasión del servicio en memoria de Finelli en el G-5 de LaReine. Aún no estoy segura de cómo ha pasado, pero hay cosas en la vida a las que no se les mira el diente.
Por supuesto, mis planes de viajar irritan a Simon. Le ponen furioso. Eso significa que alarga la palabra «bien» hasta conseguir que tenga cinco sílabas:
—Bi-e-e-e-e-e-n.
Cuando señalo que fue él el que me animó a trabar amistad con Lulú, porque veía en ella un posible ángulo del que tal vez podría beneficiarse, hace pucheros. Le gustaría poder volar en el avión de Pierre La-Reine. Le gustaría poder
ser
Pierre LaReine.
—La gente murmurará —se lamenta, como si el vuelo fuese una traición y una prueba más de mi ambición desmedida. Parece creer que he sido yo la que ha planeado todo esto, en un intento de acercarme a LaReine. ¿Para hacer qué? ¿Pedirle trabajo?
—¿Qué gente? —como si a nadie le interesase mi carrera profesional.
—El mundillo del arte lo mueven los cotilleos —afirma, con algo de insidia.
—¿En seerio? —inflo la palabra con una buena dosis de sarcasmo.
—Lo más importante es la imagen que uno proyecta —dice con toda seriedad, ya que no dispone de un radar para el sarcasmo—. La imagen de uno es vital si uno quiere vender imágenes.
¿Será ésta otra frase apetitosa que ha oído en alguna parte, o se la habrá inventado él solo?
—Y está claro que Pierre LaReine se ha dado cuenta de eso —murmura Simon, malhumorado—. Un G-5. Maldita sea.
*
Lo que hay que hacer cuando alguien te invita a volar en su jet privado es presentarse al menos quince minutos antes de la hora de levantar ruedas y esperar al dueño en el avión. Lo que no hay que hacer es perderse de camino al aeropuerto de Teterboro y llegar más de media hora tarde. El hecho de que alguien que nunca haya volado en jet privado no tenga ni idea de cómo encontrar el aeropuerto de Teterboro en Nueva Jersey no es excusa. Teterboro es parte de la jerga, y saber llegar allí es parte del trato.
Lo que tampoco hay que hacer, si por casualidad te invitan a volar en un jet privado, es presentarte con una enorme y gastada maleta verde que por su aspecto debería ir atada con una cuerda a la vaca de la furgoneta de una familia de domingueros. Esto hace que el dueño del avión —en este caso Pierre LaReine, que nos espera sobre las escaleras del jet— te lance una mirada de furia, como preguntándose qué demonios haces allí.
La bolsa de Lulú es igual de grande que la mía, pero no tan fea. La suya es negra y seria. Alguien carga rápidamente nuestro equipaje en la bodega que hay en la parte de atrás del avión mientras nosotras nos acercamos a las escaleras a saludar a nuestro anfitrión.
Noto que Pierre LaReine mira discretamente a Lulú de arriba abajo, de esa manera en que lo hacen algunos hombres, como si ella fuera una compra que estuviese planteándose.
—Me alegro de verte —dice, en tono de intimidad.
Lulú es la que controla la situación, eso es obvio. Por un lado, ostenta el poder que le conceden los demás por su relación con los cuadros y con su tío, el artista. Por otra parte, está el poder que Lulú sabe que tiene sobre LaReine y su interés en una posible herencia que quedaría bajo el control de Lulú. Y por último, existe un tercer poder que estoy viendo desplegarse dentro de ella. Llamémoslo el poder de la musa. Y me parece que Lulú es perfectamente consciente de que lo posee.
Dane O’Neill ya está en el avión, y le sonríe a Luto cuando entramos en la lujosa crisálida.
—Acabo de ganar veinte libras —anuncia, en tono de provocación.
Lulú lo mira fijamente antes de responder:
—¿Te limpiaste el chocolate de la boca y vendiste la servilleta como obra de arte?
Dane parece positivamente sorprendido, como si no estuviese seguro de que Lulú fuera a ser capaz de devolverle la broma.
—No es mala idea —dice—. Puede que la ponga en práctica para mi próxima exposición. Por lo visto, estoy pasando por una mala racha en lo que se refiere a hacer la clase de obras de arte que se venden por mucho dinero. Mi marchante está muy preocupado.
—Entonces, las veinte libras serán para mí —replica, intentando pasar a su lado sin tocarlo.
—¿No te interesa saber cómo las gané? —pregunta él, echándose a un lado para que podamos pasar.
—No especialmente.
—Pero yo quiero contártelo —insiste.
—Por supuesto que quieres —dice ella. Mordaz.
—Aposté a que llegarías por lo menos veinte minutos tarde —dice—. Y siempre gano las apuestas.
El avión es extremadamente elegante, como hecho a la medida de Pierre, estiloso, como su dueño, decorado en maderas pálidas y con los cojines de los asientos de felpilla en un tono más oscuro. Hay mantas de cachemira azul cielo por todas partes y productos Molton Brown en el baño. Una vez oí que LaReine tenía tres cuadros de Picasso en el avión, pero durante el vuelo de hoy no se los ve por ninguna parte. Tampoco hay nada rojo, ni una pizca de rojo, porque, según la leyenda, Pierre LaReine siente una completa aversión por el rojo. No hay nada rojo en ninguna de sus galerías, ni en la decoración ni en las flores, ni tampoco en la ropa de los empleados. El rojo se permite sólo en las obras de arte.
Además de Pierre y Dane, hay otros dos viajeros en el avión, aparte de una auxiliar de vuelo muy simpática llamada Joy. Uno de ellos es un cliente de Pierre que se llama Robert Bain, que va a volar a Florencia porque Pierre ha conseguido que le enseñen una pieza por la que ha mostrado interés, aunque esa parte es alto secreto, según Alexis. Pierre LaReine nos presenta.
—Soy un gran admirador del trabajo de tu tío —le dice Robert Bain a Lulú, estrechándole la mano con entusiasmo. Por lo visto, Robert compró warhols cuando nadie los quería ni regalados, y koons justo después de que el artista dejara de trabajar en Wall Street. Posee obras de Kooning, Pollock y John, y sabe quién más las tiene—. Tu retrato es una obra maestra.
—Robert está intentando comprarlo —le dice LaReine—. Entre otras cosas. Simon Pryce se está haciendo el interesante.
—¿No es eso lo que se supone que deben hacer los marchantes? —repone ella, haciéndose la tímida. Esta tonteando. Lo hace bien, me doy cuenta. Sutil. No sonríe demasiado a menudo, así que cuando lo hace, es como un regalo. Los tres hombres parecen pendientes de cada palabra que sale de sus labios. Es un grupo bastante difícil. Pero Lulú es perfectamente capaz de mantener la atención no sólo del marchante de renombre mundial, sino también del famosísimo artista y del prominente billonario.
La última pasajera es una severa y antipática encargada de museo llamada Sybil Worthington, de la que he oído que durante un tiempo fue novia de Dane O’Neill. Va vestida de forma extraña, ataviada con una vanguardista prenda blanca con las mangas deshilachadas. ¿Un vestido? ¿Una túnica? Resulta difícil saberlo.
Está preparando una retrospectiva de las obras de Dane y yo diría que está enamorada de él, por la forma en que le mira a la cara, con tanta intensidad que parece estar imaginándose en la cama con él. Se parece bastante a la mirada que Dane le dedica a Lulú mientras sus ojos la siguen por el avión.
Sybil no nos saluda a Lulú y a mí, y nadie nos presenta. Ni siquiera nos mira, tan fascinada está por Dane.
Vale, no es el grupo que hubiera elegido para mi primer, y probablemente último, vuelo en jet privado, pero me siento afortunada de estar aquí. Me divierto pensando que ojalá no me guste
demasiado
y me vuelva tan malcriada que ya no quiera viajar como suelo hacerlo, es decir, con baratos billetes de autobús.
Pierre invita a Lulú a tomar asiento a su lado en la parte delantera del avión. La auxiliar de vuelo Joy le entrega dos pares de mullidos calcetines del mismo color azul cielo que las mantas, y él le pasa un par a Lulú. Se pone el otro par antes de darle a Lulú una de las mantas. Después se cubre con la manta, la remete entre el sillón y su cuerpo y enarca las cejas como diciéndole a Lulú: ¿no es maravilloso?
Me siento en uno de los sillones del fondo que miran hacia delante, me abrocho el cinturón e intento relajarme mientras despegamos. Quiero disfrutar de este vuelo. Me da la impresión de que volamos más rápido que la velocidad de la luz, propulsados hacia el oscuro cielo envueltos en cachemira azul claro. He traído unos libros para leer, y también el bloc que me regaló Lulú. Lo saco ahora y anoto un par de cosillas. Quiero recordar esta experiencia.
A pesar del ambiente agradable que reina en el avión, no resulta fácil relajarse. En el aire se masca la tensión que se crea siempre que dos hombres poderosos —tres, contando a Dane— se reúnen en un espacio pequeño. Probablemente, Robert Bain también tiene un jet privado. Si es así, estoy segura de que encontrará la manera de dejarlo caer en la conversación. Él también levanta ruedas.
Entre Dane y Pierre existe una tensión distinta, y no sólo porque Dane no pueda quitarle ojo a Lulú. Dane aún no ha acabado las obras para la exposición que LaReine va a organizar en su galería de Chelsea en abril. Últimamente se dedica a la pintura, y ha perdido el interés por las grandes esculturas que compondrán la nueva exposición. Por lo visto, no sólo están inacabadas, sino que además son horrorosas. Tan horrorosas que a LaReine no le va a resultar fácil venderlas. Los más pesimistas incluso rumorean que esta exposición, este conjunto de obras al que se le está dando un bombo exagerado y por el que van a pedirse cifras astronómicas, podría ser el alfilerazo que haga que reviente la burbuja del mercado del arte.
*
Una vez estamos en el aire y mientras Joy se dispone a repartir la cena, Lulú se acerca al fondo a ver cómo estoy.
—Me han dicho que, después de probar un jet privado, no quieres viajar de ninguna otra manera —digo, en broma.
—Parece que tenemos un problema —replica Lulú.
Pierre LaReine y Robert Bain siguen a Lulú hasta el fondo del avión, donde mi amiga se inclina sobre mi asiento. Tienen ideas. Bain quiere presentarle a Lulú a un diseñador de moda. LaReine le sugiere que escriba un libro.
—La vida de la musa —dice—. Tu nombre llegará a significar algo.
Bain cree que Lulú podría diseñar su propia línea de ropa, si le interesa la moda.
—Llámala MUSA —ofrece.
Al principio le hablan
a
ella, después hablan
de
ella, por encima de su cabeza, el uno al otro. Lulú me dedica una mueca irónica, como si fuese perfectamente consciente de lo absurda y al mismo tiempo graciosa que resulta la situación. Ambos hombres parecen tener opiniones distintas sobre cómo Lulú Finelli debe ser presentada al mundo, pero los dos intuyen una oportunidad: si para ella o para ellos resulta difícil saberlo.
Lulú soporta su atención de manera estoica, como si se hubiese resignado a ello. Debe estar acostumbrada a que los hombres descubran muchas capas de oportunidades potenciales en su belleza, aunque tal vez no exactamente en este contexto. Escucha sus ideas sin comprometerse a nada.
A lo largo de su conversación, Dane parece cada vez más agitado, y se pone a juguetear con la trabilla de su cinturón, abriéndola y cerrándola. La trabilla se cierra con estrépito, una y otra vez, mientras Dane mira fijamente a Lulú. Cuando se cansa de jugar, abre una botella de Guinness.
Sybil parece estar contrariada, aunque no sabría decir si ése es su estado permanente o una reacción a la imitación que se empeña en hacer Dane de un bebé con una rabieta. Se oculta detrás de un grueso catálogo con letras chinas en la portada. Sybil va a Florencia para investigar sobre arte, no para acudir al servicio en memoria de Finelli, aunque da la impresión de que la verdadera razón por la que viaja es para tener vigilado a Dane. Tal vez hayan vuelto a retomar su relación.
—¿Conocíais a mi tío? —le pregunta Lulú a los dos hombres, Pierre y Robert.
No lo conocían, por supuesto. Pero eso no les impide repetir las historias que han oído contar. Su pasión por la pintura, las fiestas en su estudio, encima de la
salumeria
, la carrera nocturna hacia Madagascar. Como me temía, Bain menciona su jet privado.
—Me encantaría comprar tu retrato —le dice a Lulú.
Ella asiente con la cabeza.
—Hay mucha gente que anda detrás de ese cuadro.
—Voy a ayudarte —dice Pierre LaReine. No queda claro a quién dirige estas tres palabras. Me da la impresión de que eso es lo que quiere, que no quede claro, para que ambos se den por aludidos.
—LaReine —dice Dane de repente, desde la parte delantera del avión. Está ocupado con otra botella de Guinness y empieza a parecer borracho. Debe haber bebido unas cuantas antes de que Lulú y yo llegásemos—. Dile la verdad.
Se levanta y se acerca a nosotros dando bandazos, porque el avión está atravesando una zona de turbulencias.
Sybil dice, en tono de advertencia:
—Dane.
—Lulú merece saber lo que te traes entre manos —dice Dane. Se dirige a Pierre con tono jocoso, como si sólo estuviese bromeando, pero por debajo de lo que dice hay una cierta agresividad implícita—, y por qué nos llevas a todos a Florencia. Está claro que no estás roto de dolor por un artista muerto al que no conocías ni representabas. Y no intentes decirnos que lo haces porque eres un romántico empedernido.
—No lo hago por ninguna de esas razones —dice Pierre LaReine, en el tono sereno y paciente de un padre—. Pensaba volar a Florencia con un cliente este fin de semana. Me ofrecí a llevarte porque siempre me preocupo por mis artistas. Sobre todo de aquellos que tienen que terminar una exposición para abril y que deben perder el menor tiempo posible viajando. Y también me ofrecí llevar a la encantadora Lulú.
Dane se burla de sus palabras.
—Sólo vas a Florencia por una razón. Para ver si hay algo en ese estudio. Dile la verdad a Lulú.
Lulú mira a Dane con la misma media sonrisa que luce en su retrato.
—Ya sé cuál es la verdad, Dane.
—¿En serio? —pregunta Dane.
—Por supuesto que sí —Lulú disipa hábilmente la tensión—. Puede que sea nueva en el mundillo del arte, pero no soy una ilusa.
No. No es ninguna ilusa. Parece saber perfectamente qué motivaciones mueven a un hombre como Pierre LaReine. Lulú se muestra confiada de que el misterio de lo que contiene el estudio de su tío va a resolverse en su favor. Y si Pierre LaReine puede ayudarla, a Lulú parecen darle por completo igual los motivos de su generosidad.