Authors: Danielle Ganek
—Con un retrato mío en el mundo ya es suficiente.
En ese momento alguien, seguramente el director del museo, manda callar a todo el mundo para que Connie pueda hacer un discurso. Connie suelta una risita y se tapa la boca con las notas que lleva en la mano, como si le diese vergüenza. Andrew observa la escena, en silencio como siempre, mientras sus diminutos ojos de trol se pasean, recelosos, de una cara a la siguiente. Su esposa se encoge y se hace la tímida, desafiando a los invitados a no encontrarla encantadora.
—Bienvenidos todos —dice Connie, con otra risita—. Espero que os guste la comida del catering de Daniel Boulud. Tenéis que probar las patatas con caviar. Últimamente, el caviar de beluga está prohibitivo.
Mientras habla, Pierre LaReine se acerca a Lulú y le rodea la cintura con un brazo. Dane está de pie al otro lado de Lulú y mira hacia adelante con atención.
—Todo lo que hay en este apartamento tiene valor —afirma Connie, rimbombante—. Muebles, obras de arte, coleccionables. Por favor, no perdáis la oportunidad de admirar la colección completa.
Mientras habla, la gente que estaba en las demás habitaciones del apartamento van entrando en el recibidor, congregados por los impacientes susurros de los empleados de museo, que no quieren perder la donación ni la subvención que les han prometido públicamente. Saben que es mucho más difícil que un donante reniegue de su promesa una vez que la ha expresado en voz alta.
—Nos sentimos honrados de haber podido añadir el nombre de Dane O’Neill a la colección con la pieza que ven detrás de mí —dice Connie cuando me rodean las galerinas, Alexis, Julia y Meredith. Las tres llevan puestas variaciones de los vestidos negros con los que siempre van ataviadas, aunque el de Julia tiene un lazo muy poco favorecedor en la cadera, y Meredith luce un modelito de mangas largas que le llega por las rodillas y un cordón con una cruz de madera, así que parece una monja. Todas me saludan con dos besos, y no se molestan en hacerlo con discreción.
Connie les lanza una mirada fulminante, pero sigue adelante, felicitándose por su riqueza y buen gusto.
—Una colección de este calibre necesita un Dane O’Neill.
Dane parece más interesado en observar a LaReine y a Lulú que en lo que Connie está diciendo sobre su trabajo. Connie prosigue, ahora dándose una palmadita en la espalda por su extrema generosidad.
—He donado esta obra al museo —anuncia, sin mencionar a su marido, Andrew, que, incluso aquí, no es capaz de separarse de su BlackBerry. Al igual que Dane, Andrew no parece estar escuchando a Connie—. Junto con la subvención necesaria para que se celebre una retrospectiva de las obras de Dane O’Neill hasta la fecha.
Cuando por fin termina se oye un débil aplauso, y nos dejan marchar para que podamos seguir bebiendo y hablando. Sigo aferrando mi enorme copa de martini, aunque sólo he bebido unos pocos sorbos. Dane se para a saludarme.
—¿Ha venido Simon? —pregunta. Las chicas de las galerías se muestran apropiadamente impresionadas, y forman un grupito a nuestro alrededor, esperando a que las presente.
Dane conoce a su público. Le estrecha la mano a las tres, repite sus nombres con su acento irlandés, hace redoblar la «r» de Meredith y alarga la «e» de Alexis. Están todas encantadas, incluida Alexis. Resulta obvio a pesar de, o puede que precisamente debido a, la expresión de su cara, que parece decir: «fuera de mi vista, sucio personaje de los bajos fondos». Alexis trabaja para el marchante de Dane, pero, o bien no se han visto nunca o, peor, Dane no se acuerda de ella.
En cuanto Dane termina con los saludos, aparece Connie, que lo arrastra hacia un fotógrafo.
—Quiero que salga en el
New York Magazine
.
—¿Es cierto que incluyó una cláusula sobre artistas en su acuerdo prematrimonial? —susurra Meredith, inclinando la cabeza hacia Connie y Dane—. ¿Que especifica que si consigue convencer a un artista de que se acueste con ella, puede hacerlo?
—Ya lo sé. Dane O’Neill seguramente estaría dispuesto, se ha vendido por completo —replica Julia, sin molestarse en susurrar—. ¿No os parece increíble que sea el mismo tipo que una vez le devolvió un cheque a un coleccionista y tiró su propia obra a la basura?
—Ese fue Malcolm Morley —corrige Alexis, asqueada. Da por hecho que la gente tiene que enterarse bien de las cosas.
—Dane O’Neill también lo hizo —insiste Julia, molesta—. En homenaje a él.
—En cualquier caso, no hay acuerdo prematrimonial —dice Alexis, poniendo fin a la discusión. Se vuelve hacia mí con las manos sobre las caderas—. He oído que mi jefe se interesa por Finelli.
—Tienes toda la razón. También se han interesado Robert Bain y Martin Better —añade Julia. Adopta su posición de siempre, cerca de Alexis pero un paso por detrás.
—Lo importante es estar al tanto de todo —dice Alexis—. Nuestro negocio es el último bastión legal de la compra-venta con información privilegiada.
—Connie Kantor también lo quiere. Pero sólo porque los demás andan detrás de él —apunta Meredith, que siempre comenta lo evidente.
Admito que ha habido mucha demanda, sobre todo por el cuadro de Lulú.
—Ya lo sé. Hay demasiada gente joven que no sabe qué hacer con el dinero —dice Julia. Está claro que repite como un loro algo que ha oído decir a alguien. ¿Gente joven? Ella tiene veintiséis años.
Meredith y Alexis asienten con la cabeza, mostrándose de acuerdo. A Julia no le hace falta que le den más ánimos.
—Después de comprar el enorme apartamento, la casa de la playa y el avión, lo siguiente es la colección de arte. Quieren completarla al momento. Por eso nos encontramos en plena burbuja. Pero ¿qué pasará cuando pasen página y empiecen con el vino?
Julia hace una pausa y mira a su alrededor para asegurarse de que todas estamos escuchándola.
—Que reventará la burbuja —responde, con dramatismo.
—Eso no va a ocurrir durante los próximos años —dice Alexis, haciendo explotar la burbuja de felicidad que ha sentido Julia al ser el centro de atención durante tanto tiempo. Es un público desagradecido—. ¿Quién va a comprar el
Lulú conoce a Dios
? —me pregunta. Aún tiene las manos sobre las caderas, y ahora adelanta un pie, agresiva, desafiándome a que no se lo diga.
Dejo caer el nombre del actor.
—Creí que lo había comprado Martin Better —comenta Meredith.
—Lo reservó. Todos lo reservaron. O eso creen ellos. Connie también. —Esto lo digo en voz baja para que nadie pueda escuchar nuestra conversación. Sé que ocurre a menudo en reuniones como éstas—. Pero Lulú dice que es suyo. Su tío se lo regaló.
Meredith, antigua aspirante a actriz, se cubre la boca con la mano, con exagerada sorpresa.
Julia dice:
—¿Qué?
—No tiene ningún derecho sobre él —sentencia Alexis—. ¿No es Simon el dueño de los cuadros?
—Me da la impresión de que es toda una lagarta —exclama Meredith, desviando la mirada hacia Lulú, que está de pie en un rincón del
hall
de entrada con Pierre LaReine a un lado y Dane O’Neill al otro. Lulú hace gala de un perfecto aplomo, de pie, muy quieta entre los dos hombres, que se mueven y gesticulan a su alrededor. Lleva un vestido de seda gris pálido que se desliza sobre su cuerpo desde los hombros, y escucha a Dane y a Pierre, que parecen estar hablando al mismo tiempo. Consigue mantener una apariencia de serenidad e indiferencia y al mismo tiempo parecer interesada.
—No es ninguna lagarta —dice Alexis. Ella sabrá, ya que es una lagarta de las buenas—. Se siente abrumada por todo esto.
—Bueno, pues es de lagarta pensar que puedes quedarte con un cuadro tan sólo porque sea un retrato tuyo —insiste Julia.
En este momento, Alexis se aburre de la conversación.
—No va a salirse con la suya. Simon está intentando vendérselo a Marty Better. Y yo estoy haciendo todo lo que puedo para convencerle de que no lo compre. ¿Para qué necesita esa basura? —se aleja entre la multitud, en busca de una presa, es decir, un coleccionista. No es de las que pierden el tiempo en fiestas como ésta.
—Ahí está Zach —dice Julia, señalando a la puerta mientras Alexis se aleja de nosotras. Me da una sacudida el corazón al oír su nombre. Zach.
Meredith suelta una risita.
—Son la pareja con más tirón del mundillo del arte. Alexis y Zach.
¿De qué está hablando? No puede ser cierto. Meredith nunca se entera bien de las cosas.
—Ya lo sé —añade Julia. «Ya lo sé» es una de sus muletillas, junto con «Tienes toda la razón»—. Aunque no llevan mucho tiempo saliendo, van súper en serio. Alexis dice que no le importaría casarse con él.
¿Será cierto? ¿Zach y Alexis? No es posible. Definitivamente, no es posible.
Meredith prosigue:
—Alexis dice que piensa celebrar la boda en la galería de LaReine.
Oh, vamos. ¿No resulta tremendamente irónico? Yo no quiero ni pensar en Zach, y resulta que ni siquiera está disponible.
—Se están planteando hacer negocios juntos, buscar piezas que comprar —apunta Julia.
Siento que me sube la bilis por la garganta. Lo que me faltaba, vomitar en el suelo de Connie Kantor. Salgo corriendo al
hall,
donde he visto un baño, mientras Julia dice algo del estilo de: «¿Qué bicho le ha picado?».
*
Entro en el cuarto de baño de invitados de los Kantor y cierro la puerta con llave tras de mí. Ojalá fuera imposible que a Zach le gustase Alexis, pero tiene una cierta lógica. La pareja con más tirón del mundillo del arte, ¿no? Zach y Alexis, la verdad es que suena bien. Respiro hondo. Justo cuando empezaba a interesarme por él. Había intentado ser estricta conmigo misma. Nadie del mundillo del arte, ¿recuerdas? Pero no me escuché, ¿verdad?
Tras respirar hondo un par de veces más, algo de agua fría y unas palabras recriminatorias contra mí misma, abro la puerta del baño. Al salir, veo que Connie ha acorralado a Lulú en el
hall
.
—¿No es estupendo el apartamento? ¿Te gusta? —Connie está demasiado cerca de Lulú—. Sabía que teníamos el mismo gusto.
Lulú me ve.
—¿Es ése el baño? Es lo que andaba buscando.
Connie la coge de la mano.
—¿Aún no has entrado en el tocador? Espera a ver las incrustaciones de madreperla. Tardaron un año en instalarlas.
Pasa por mi lado arrastrando a Lulú en dirección al servicio.
—Mia, espera —grita Lulú—. Me voy contigo.
—No puedes irte —dice Connie—. Tengo que enseñarte mi colección de frascos de perfume.
—Mia y yo tenemos que irnos —dice Lulú, firme, en el tono en que le habla un adulto a un niño quejica.
—Será mejor que consigas que Simon me venda ese cuadro —me grita Connie—. Pienso comprarlo, escucha lo que te digo.
*
Una vez en el ascensor, Lulú dice:
—¿Qué clase de persona utiliza esa expresión? ¿«Escucha lo que te digo»?
—Escucha lo que te digo —repito—. Simon jamás le venderá ese cuadro.
—¿Son imaginaciones mías, o ha sido una fiesta patética? —pregunta—. Qué presuntuosa. Y toda esa gente fingiendo que me conocía, dando por hecho que soy una pintora de nueve años de edad. Me da la impresión de que les he decepcionado... —calla de repente y me mira con atención a la cara—. ¿Te pasa algo?
Niego con la cabeza, como si no fuese nada. Pero entonces se me escapan las palabras, vacilantes. Le cuento lo de Zach.
—Y durante todo este tiempo he estado intentando convencerme a mí misma de que no debía salir con él. Pero no ha funcionado.
—¿Por qué estás tan segura de que es verdad? —dice Lulú mientras recogemos los abrigos del perchero que hay en el vestíbulo del edificio de los Kantor.
—Meredith y Julia son sus mejores amigas —explico—. Ellas deben saber la verdad. Se encargarían de averiguarla.
—Ellas sólo saben lo que les dice Alexis.
—Da igual —digo, intentando que suene convincente—. Lo último que necesito es otra aventura. Y ya te lo he dicho: no es el hombre de mi vida. Ni siquiera recuerdo la primera vez que nos conocimos, o al menos eso es lo que dice él.
Salimos juntas del edificio.
—Te invito a cenar —dice Lulú—. Pero no en esta parte de la ciudad. Vayamos al centro.
—¿Y qué pasa con tu cita, el señor LaReine?
Se encoge de hombros.
—Me parece que estoy perdiendo interés.
—Dijiste que estabas enganchada —le recuerdo—. Enganchada a él, enganchada al arte, enganchada a sus intensos poderes de seducción. Dijiste que era irresistible.
Me agarra del brazo para que pare.
—Es bajito. Y no está circuncidado —dice—. ¿Tengo que darte más detalles?
Me echo a reír.
—¿Resistible?
—No es una buena combinación —concluye Lulú, riendo también. De repente las dos perdemos el control, y nos chocamos la una contra la otra al reírnos con tantas ganas.
Nuestra risa nos sirve de catarsis, y para cuando nos dirigimos hacia el centro en un taxi ya me siento mucho mejor. Es un alivio, me convenzo a mí misma, descartar a Zach Roberts. De todas formas, nunca me gustó la historia. ¿Qué clase de persona conoce al hombre de su vida y se olvida de él?
El conductor de nuestro taxi toma un atajo por una calle lateral y luego se dirige hacia el centro por la Quinta Avenida. Dejamos atrás los cinco imponentes bloques del Metropolitan Museum, con sus enormes galerías repletas de obras de arte desde los tiempos antiguos hasta la actualidad, y de repente me da la impresión de que todos los problemas del mundo se han solucionado, como a veces pasa cuando te acompaña una buena amiga.
Por favor, reúnase con Pierre LaReine en Teterboro. Levantamos ruedas a las 8:00
Últimos días de marzo
Levantamos ruedas a las ocho en punto. Ése es el mensaje que recibo, redactado en una jerga que sólo entienden unos pocos privilegiados. Que ahora yo forme parte de ese grupo de personas me resulta extraño. Éste es el dialecto que hablan los que poseen un jet privado. Significa, según me han enseñado, que despegaremos —las ruedas del avión se elevarán en el cielo— cuando al dueño del avión le apetezca que despeguemos.
Hay muy pocos marchantes de arte en el mundo lo suficientemente importantes como para poder dictar a qué hora se levantarán las ruedas de su avión. Pierre LaReine es uno de ellos. La mayoría de los marchantes, si tienen la suerte de volar en un jet privado, lo hacen a instancias de sus acomodados clientes. Pero los clientes les dicen a qué hora levantar las ruedas. Se da por hecho que no lo deciden ellos. Simon no se ha subido nunca a un jet privado, aunque intenta fingir que lo sabe todo sobre las acciones de Netjet.