Authors: Danielle Ganek
—Tú eras su amigo —le dice a Dane—. ¿Nunca estuviste aquí? Deberías haberlo sabido.
Dane se sienta en la cama. Inclina la cabeza y mira a Lulú, pensando.
—Muchos artistas se niegan a hablar de sus obras mientras están en proceso de creación. No tenía ni idea de que destruyese sus propias piezas. Nunca hablamos de ello. Me resulta extremadamente severo, e impropio de Jeffrey, una especie de infanticidio.
Lulú saca una paleta de madera de una ranura de la caja y le quita el tapón a la pintura azul. Deposita un pegote sobre la paleta y después examina la caja en busca de otros colores. Durante un buen rato, nadie dice nada. Observamos cómo selecciona los colores y se acerca a los pinceles.
—Lo que hay aquí en el estudio es todo tuyo —afirma la condesa, magnánima, como si fuera ella la que le concede el regalo—. Las pinturas, los lienzos, todo te pertenece. Puedes hacer lo que quieras con ellos.
—Pero ni una obra de arte, ni siquiera un boceto pequeño, ni siquiera un estudio de algo —dice Lulú—. ¿No os resulta extraño?
Lulú mira fijamente a la condesa. La condesa desvía la mirada, y se le llenan los ojos de lágrimas.
—Nunca debí haberle dejado ir a Nueva York.
Dos lágrimas perfectas e idénticas se derraman de cada uno de sus ojos oscuros y le caen lentamente por las mejillas. Menuda actuación.
Le tiembla la mano cuando saca un cigarrillo del bolso y lo enciende con una réplica exacta del encendedor que Jeffrey llevaba siempre en el bolsillo. Entonces lo recuerdo. El encendedor. Aún está en el bolsillo de mi abrigo. Ahora lo saco y lo sostengo en la mano.
—¿Eso es hachís? — pregunta Dane.
La condesa no le responde, tan sólo nos mira a uno después del otro. Las lágrimas le caen limpiamente por las mejillas. Una vez está segura de que hemos recibido todo el impacto visual de su pena se marcha, dejando tras de sí una nube de humo perfumado.
—Caramba; está colocada —exclama Dane.
—Ojalá hubiera algo que pudiera hacer por ti —le dice Simon a Lulú. Creo que, por una vez, dice la verdad.
—Deja que te compre el cuadro, Simon —dice Dane. Se golpea el pecho con un puño y señala a Lulú—. Y te lo regalo.
—No tienes que hacerlo —contesta ella—. Simon va a hacer lo correcto. ¿Verdad que sí?
Interesante. Lulú sabe leerle el pensamiento a Simon. A Simon le gusta hacer lo que él considera que es lo correcto. Tiene mucho talento a la hora de racionalizar su comportamiento.
Simon se aclara la garganta.
—Sí, debo hacer lo correcto. Que en este caso es venderle el cuadro a la primera persona que lo reservó.
—¿A Connie? —escupo.
Me mira como si fuese una imbécil.
—Por supuesto que no —replica.
—Vamos, tío —insiste Dane.
Simon se estira hasta alcanzar su altura máxima.
—Lo siento —concluye—. No puedo decepcionar a mi cliente.
Deja caer el nombre del famoso actor, que se queda un rato suspendido en el aire.
—Si me dice que no, para ti. Pero primero debo darle la oportunidad de comprarlo.
Simon se gira sobre los talones y se coloca cuidadosamente la bufanda color melocotón alrededor del cuello.
Cuando cierra la puerta tras de sí, Dane dice:
—Idiota.
—Creo que os agradecería que me dejaseis sola —dice Lulú. Ha colocado uno de los lienzos grandes sobre uno de los caballetes.
Dane le da un beso en la mejilla y le coloca un mechón de pelo detrás de la oreja. Ella le devuelve la mirada. Los observo a los dos, y noto que se sienten completamente solos, aunque hay otras dos personas en la habitación.
—Puedo ayudarte —dice Dane con tono amable—. Con tu cuadro. Soy profesor. No muy bueno. Pero me encantaría ayudarte a encontrar tu camino.
—Me lo pensaré —responde ella. Se quita los zapatos.
—Es un remedio que también yo conozco —dice Dane, desde la puerta—. Para las heridas que causan las decepciones. Perderse en el proceso creativo. Disfruta.
Le dice adiós a Lulú con la mano, y el estudio se queda en silencio. La energía cambia de repente en el espacio que nos rodea, es como si alguien acabara de atenuar las luces. Para ser la casa de un hombre que ha fallecido, el estudio es sorprendentemente alegre, un lugar en el que no te importaría quedarte más tiempo. No quiero volver al hotel, pero comprendo que Lulú quiera quedarse a solas aquí.
Antes de irme, le entrego el encendedor que he estado aferrando en el puño.
—Era de Jeffrey.
—Gracias. —Sus ojos se fijan en los míos—. Seguramente piensas que ojalá nunca te hubieses visto envuelta en todo esto.
—¿Estás de broma? Antes de la semana pasada, mi vida era tan aburrida que me costaba trabajo mantenerme despierta —le digo. Y es la verdad. ¿Por qué si no necesitaba tanta cafeína para poder acabar el día?
Me entrega varios tubos de pintura y tres pinceles de distintos tamaños.
—Usemos éstos. Tú coge ese lienzo. Yo pintaré en éste.
Me alarga uno de los lienzos pequeños, del mismo tamaño que el que coge ella.
—Quieres estar a solas —protesto—. No pasa nada. Lo entiendo.
—Quería que se fueran ellos. No tú —dice—. Hazme compañía.
—No, en serio —insisto.
—Por favor —replica Lulú—. Me está pasando algo muy extraño. Y no tiene nada que ver con todo el revuelo que se ha formado en torno a la compraventa de las obras de mi tío. De alguna manera, siento que he vuelto a casa. Aunque nunca había estado aquí antes.
—Vale —concedo—. Pero tan sólo me quedaré sentada. No necesito pintar. Inténtalo tú.
—A mí también me da miedo —admite—. No lo hago desde la universidad. Inténtalo conmigo. ¿Alguna vez has pintado?
De repente, me invade la urgencia de decírselo. Pero entonces miro el lienzo en blanco y me asalta la turbación.
—Adelante —dice—. Recuerda: lo importante es el proceso, no el producto.
Veo cómo exprime un par de tubos y deja caer su contenido sobre una paleta.
No he pintado delante de otra persona desde las clases de Arte de la universidad. Sólo pensarlo le resulta aterrador a una perfeccionista en fase terminal como yo. Dudo. Y entonces me invade la urgencia. ¿Existe algo más satisfactorio para el alma que un lienzo sin empezar, pinceles nuevecitos de cerdas de jabalí de distintos tamaños y un surtido de óleos de diferentes colores, todos impecables en sus tubos nuevos?
Elijo mis colores con cuidado: una gama de verdes, un gris claro parecido al brezo, tonos tierra. No sé qué voy a plasmar en el lienzo, simplemente permito que mi cuerpo se deje llevar por los colores. Antes me llevaba días, semanas enteras, haciendo bocetos antes de atreverme a usar pintura, más cara. Ahora dejo que el pincel goteante se deslice directamente sobre el lienzo, sin pensar en lo que voy a hacer. Sencillamente, disfruto de la sensación del pincel al entrar en contacto con el lienzo, de la forma en que se desliza con suma facilidad al estar impregnado de tanta pintura. Mojo y doy otra pincelada.
Tan sólo tocar el lienzo con el pincel me proporciona una agradable sensación de alivio. Me siento como un pez que ha estado fuera del agua y vuelve a meterse en el río. Estoy pintando de verdad, no devanándome los sesos y sufriendo por lo fea que es la imagen que hay en el lienzo. Dios, ¿estás ahí?
Ambas perdemos la noción del tiempo. Ni siquiera paramos para ir al baño.
Después de un rato —es inevitable—, se me va pasando la alegría. No puedo evitar esperar que salga algo brillante de todas estas buenas sensaciones. Pero el cuadro brillante está tan sólo en mi mente, es una visión de algo que debería ser maravilloso pero que una vez sobre el lienzo resulta ser, bueno, nada.
Cuando por fin me retiro, Lulú me habla por primera vez en lo que parecen horas.
—Ahora lo entiendo —dice—. Lo de conocer a Dios. Creo que lo he sentido. Es como si alguien o algo me guiase. ¿Crees que a eso se refería mi tío?
La miro. Es como si el retrato que Jeffrey pintó de Lulú hubiese cobrado vida. Aferra un pincel goteante y me dedica la misma media sonrisa de complicidad. Y en sus ojos, los ojos de Jeffrey, está esa nube de duda.
—¿Es eso lo que quería decirme? —pregunta— ¿Se referiría a la sensación de alegría que te invade cuando te pierdes en esa zona, en ese lugar de creatividad pura donde te olvidas de la noción del tiempo y del mundo exterior? Es una experiencia espiritual, supongo.
Le echo una ojeada a su lienzo. El cuadro que veo allí dista mucho de estar acabado, pero la imagen que está tomando forma es inconfundible. Es la figura de una mujer que se parece sospechosamente a Lulú. Un autorretrato.
La mujer del cuadro está de pie delante de un lienzo, con un pincel goteante en una mano y una expresión de puro éxtasis en el rostro. En su estado actual es algo burdo, pero ya se intuyen dos cosas con toda claridad. La primera es que la mujer del cuadro es ella misma. Y la segunda es que Lulú Finelli tiene un talento increíble.
En cierto modo, era de esperar.
*
El cielo comienza a iluminarse cuando decidimos volver al hotel. Enrollo el lienzo sobre el que he estado pintando para llevármelo, sin preocuparme de que los colores aún están frescos y que, por tanto, van a mezclarse. De todas formas, no es más que un barullo de colores fangosos, y lo único que me propongo hacer con él es destruir la evidencia. Evidencia, eso es lo que veo en él. La evidencia de que, por mucho que me esfuerce por pintar un buen cuadro, Dios, si existe, no consideró oportuno concederme las habilidades más básicas para conseguirlo.
Espero, casi deseo, que Lulú haga algún comentario sobre mi lienzo. Quiero que me haga algún cumplido. Pero no me presta atención, sino que se concentra sólo en su obra.
Firma su cuadro con una floritura, simplemente «Finelli», a lo largo de la esquina inferior derecha, exactamente como Jeffrey hacía con sus cuadros. Me pregunto si estará intentando copiar su firma o si es una simple coincidencia que se parezcan tanto. La «F» enorme, la cola que sigue a la «i».
Lavamos nuestros pinceles en el fregadero. Ahora nos movemos lentamente, estamos exhaustas. Lulú deja su lienzo sujeto al caballete, y nos dirigimos hacia la puerta. Yo llevo mi lienzo enrollado bajo el brazo.
—¿No quieres llevártelo? —pregunto, señalando el suyo. Podría venderlo si ella no lo quiere, pienso. Si me interesase vender cuadros.
—Aún está húmedo —dice—. De todas formas, no lo quiero. Tengo un largo camino por delante.
No es hasta más tarde, apretujada en la sección de la dase turista del vuelo comercial de Roma a Nueva Vork, cuando se me ocurre preguntarme por lo que habrá querido decir. ¿Un largo camino por delante hasta llegar a casa con un lienzo bajo el brazo, como he hecho yo? ¿O un largo camino por delante como pintora?
Fiesta de inauguración de la exposición de Dane O’Neill: Galería Pierre LaReine
Abril
La semana después de nuestro regreso desde Florencia cierra la exposición de Jeffrey Finelli. El último cuadro,
Lulú conoce a Dios y duda de Él
, ha sido vendido. Sí, al actor. Por supuesto. ¿De verdad creías que Simon iba a poder resistirse a una oportunidad como ésta?
Simon le ha enviado al famoso actor una factura por valor de doscientos setenta y cinco mil dólares. Ya nos ha transferido el dinero, y ya está previsto que los siete cuadros de Finelli, incluyendo el retrato de Lulú se bajen de las paredes y se envíen a sus nuevos dueños. ¿Hace falta que mencione que Simon está increíblemente satisfecho de sí mismo? Para celebrarlo, se ha comprado un nuevo par de zapatos hechos a mano, y se pavonea por la galería como si fuese Pierre LaReine. Maldito pavo real.
La exposición de Jeffrey Finelli en la Galería Simon Pryce cierra el mismo día, el primer jueves de abril, en el que se inaugura la nueva exposición de Dane O’Neill en la Galería LaReine, al final de esta misma calle. Esta sincronización resulta gratamente apropiada.
La mañana en la que van a descolgar los cuadros, Lulú me pide que vaya a desayunar con ella. No la he visto en los pocos días que han pasado desde que volvimos de Florencia, aunque hemos hablado por teléfono todos los días.
Me da una dirección en Tribeca, y yo asumo que vamos a encontrarnos en un restaurante. La dirección, sin embargo, resulta ser la de un edificio con una hilera de timbres junto a la puerta principal, que está cerrada con llave. Estoy a punto de sacar mi móvil para preguntarle a Lulú adónde se supone que debo ir cuando aparece una mujer en el umbral de la puerta. No la reconozco de inmediato. Entonces me doy cuenta de que es Lulú, con el pelo corto. Lleva un jersey naranja y parece más joven que cuando tenía el pelo largo. Si eso es posible, está aún más guapa sin melena. Ahora es toda pómulos.
—Bienvenida a mi nueva vida —dice, echándose a reír—. Nuevo piso, nuevo look, nuevo trabajo. En realidad, estoy sin trabajo.
—¿De qué estás hablando?
—Pasa, pasa —dice, abriendo la puerta para que pueda pasar—. Cuidado con las escaleras, hay que subir.
Sigo a Lulú, que me conduce hacia arriba por una estrecha escalera de aspecto industrial.
—Siento no haberte dicho nada por teléfono —se disculpa, mirando hacia atrás por encima del hombro—. No quería decírselo a nadie hasta que no estuviese todo listo. El día que volvimos de Florencia le dije a mi jefe que no iba a volver al trabajo. Me ofrecí a trabajar dos semanas más, pero le dije que estaba muy triste por la muerte de mi tío. Él captó la indirecta y me dijo que no hacía falta que volviera. Al día siguiente llevé cinco bolsas de ropa negra y gris a la tienda de segunda mano de una iglesia.
Llegamos al tercer piso y seguimos subiendo. Yo estoy sin aliento, pero Lulú sigue hablando.
—Dane O’Neill tiene un amigo que iba a pasar una temporada en Tokio, así que arregló las cosas para que pudiera subarrendar su piso. Y tengo una amiga cuyo primo pensaba mudarse a Nueva York, así que le ha pasado mi contrato de arrendamiento. Y luego me corté el pelo. ¿Qué te parece?
—Me gusta —digo—. Me gusta todo lo que has hecho.
—Es bueno cambiar —replica Lulú.
El estudio es pequeño pero lo ilumina por completo la luz del sol, y se nota que Lulú ya se siente como en casa. Hay una colcha marroquí naranja sobre su sofá cama anteriormente blanco, y los caballetes y los lienzos, las pinturas y los pinceles que estaban en el estudio de Jeffrey en Florencia están pulcramente ordenados.