Authors: Danielle Ganek
Cuando nos estrechamos la mano, mi mirada se cruza con la suya. Veo en sus ojos la misma expresión que Jeffrey capturó tan brillantemente en el cuadro, una especie de distancia envuelta en una nube de duda. He conocido a montones de mujeres preciosas durante el tiempo que llevo en el mundillo del arte. Algunos días me da la impresión de que la mitad de la población del centro de Nueva York se compone de altos bellezones con pómulos ridículamente prominentes y piernas como las de una joven yegua. Pero nunca he conocido a nadie así de guapa, y de esta forma tan interesante.
—Hola —dice simplemente. Desprende una energía serena. Lleva un abrigo largo y gris hecho a medida con dos hileras de botones abrochados hasta el cuello, y su cabello es igual de liso, fino y claro como aparece en el cuadro, cuando tenía nueve años. No sólo es preciosa, también tiene aspecto de ir a la última. Es chic.
Noto que Simon se marea nada más verla. Me imagino que así deben sentirse la mayoría de los hombres, incluso aquéllos de sexualidad dudosa, como Simon, en su presencia. Me resulta extraño pensar que Lulú sea capaz de atontar a hombres adultos tan sólo por ser como es. Simon se pone todo nervioso, e intenta besarle la mejilla cuando ella extiende la mano para que se la estreche. Casi se chocan, y él intenta convertir su movimiento en una especie de reverencia. Después intenta abrir torpemente la puerta con la llave, sin dejar de inclinar la cabeza en dirección a Lulú.
—Acabo de dar una conferencia —le dice Simon mientras intenta abrir la puerta—. Precisamente sobre el tema de la musa. Te hubiera parecido reveladora.
En realidad fue una mesa redonda para un público compuesto por siete personas, pero Simon lo dice como si hubiera dado un discurso detrás de un podio frente a cientos de personas. Me doy cuenta, por la manera en que frunce el ceño, de que Lulú no entiende por qué tendría que darle importancia a una charla sobre las musas. Pero coloca la mano sobre el brazo de Simon, un gesto discreto y coqueto que le sale de forma natural.
Simon se atusa el pelo con las manos, devolviéndolo a su forma original, aunque el viento y la lluvia apenas han dejado huella en él. Por fin abre de un solo gesto la puerta de la galería y la sostiene para que entre Lulú. Justo cuando me dispongo a seguirla, Simon la suelta para deslizarse tras ella mientras la puerta me golpea con fuerza en el hombro.
Los ojos de Lulú se posan de inmediato sobre el tabique que separa la entrada de la galería propiamente dicha. Allí, sobre el blanco lechoso de la escayola y dibujado con plantilla, se encuentra el nombre de Jeffrey Finelli en sobrias letras negras. Extiende la mano y la pasa por encima del nombre de su tío.
—¿Te dijo él algo sobre la exposición? —pregunta Simon. Lleva en la mano su paquete de Lacasitos, y se lo ofrece a Lulú como es su costumbre.
Ella niega con la cabeza mientras sigue palpando las letras como si fuesen braille.
—Me dijo que descendemos de una larga estirpe de artistas fracasados —dice.
Simon la coge del codo.
—Sólo lo decía porque le gustaba cómo sonaba. Pero él no era un artista fracasado.
Lulú me mira a los ojos. Da la impresión de que quiere que nos sintamos a gusto. Me pregunto si siempre se comportará así con gente a la que acaba de conocer, si tiene algo que ver con que sea tan bella. O puede que sencillamente se deba a que comprende lo extraño de la situación en la que nos encontramos, a que sabe que la vida a veces reúne a un grupo completamente dispar de seres humanos y los obliga a una forzada intimidad. Igual que ahora, con los tres apiñados de forma incómoda frente a unas cuantas letras sobre un tabique.
Intento imaginarme lo que está a punto de experimentar. Está a punto de encontrarse inesperadamente con una imagen pintada de sí misma, lo suficientemente grande como para cubrir una pared entera, ejecutada por un tío al que hacía veinte años que no veía y que de repente está muerto. Resulta difícil de concebir. Lulú es la primera persona que conozco, me doy cuenta de repente, que, como yo, ha perdido a toda su familia.
Jeffrey me contó que Lulú era hija única y que había perdido a ambos padres. Como Lulú, yo también fui hija única. Supongo que sigo siéndolo. Entonces mi padre murió cuando yo tenía once años, y mi madre murió hace seis, no seis años y medio. Me doy cuenta cuando nuestros ojos se encuentran: ella lo entiende. Sabe lo que es estar completamente sola en este mundo, como lo estoy yo.
Simon la guía hasta el otro lado del tabique y entran en la galería. Lulú observa la habitación entera una vez, rápidamente, prestando atención a todos los cuadros. Sus ojos vuelven al cuadro grande y se detienen sobre él.
—¿Ésa soy yo?
Tengo que reconocer los méritos de Simon. Es paciente. Le da tiempo de sobra para que tome conciencia de lo que está viendo, como haría con un cliente que ve a un artista nuevo por primera vez. No dice nada hasta que ella está lista.
Poso los ojos sobre el cuadro grande, igual que hace ella. El colorido es tan intenso, con todos esos naranjas vivos y rosas y tantas tonalidades de amarillo que intentan crear la ilusión de la luz natural, la clase de luz natural que me imagino que existe en Florencia. ¡Dios!, era un gran pintor.
Los tres nos quedamos allí de pie, fascinados por la niña del lienzo. Hasta Simon parece conmovido al observar el cuadro con Lulú a su lado.
—No lo entiendo —dice Lulú, tras largo rato. Tiene la voz tomada, como si fuese a echarse a llorar—. ¿Yo de pequeña con un pincel? ¿Qué significa eso? Supongo que tiene alguna clase de significado.
Simon tiene una respuesta. Contesta rápidamente, como si la hubiera ensayado.
—Tú representas la creatividad pura. Todos los niños la tienen, tienen una relación directa con su propia inspiración. Y por medio de ella, con Dios.
Estoy impresionada. Parece que Simon de verdad ha comprendido de qué hablaba Jeffrey.
—Jeffrey nos habla de la duda, y de su relación con la fe y con el arte —explica—. De la duda sobre uno mismo.
Lulú se acerca a inspeccionar los demás cuadros, los paisajes, más de cerca. Se mueve con elegancia, como si de pequeña hubiese hecho danza. Simon la sigue, manteniendo una distancia respetuosa pero haciéndole compañía. Yo me quedo donde estoy.
—Jeffrey creía que el esfuerzo creativo es la única manera de conectar con la espiritualidad —prosigue Simon—. De llegar a sentir a Dios, que fue el Creador original.
Lulú parece perpleja.
—Y ¿qué tiene que ver eso conmigo?
—Tú eres la siguiente en esa estirpe de artistas fracasados —dice.
—Yo no soy artista —dice con voz apenas audible, bajando los ojos hasta el suelo—. Soy una mera contable, lo que menos tiene que ver con un artista.
—Tu tío sentía que todos llevamos dentro el potencial de ser artistas. De crear —dice Simon.
—Trabajo en Wall Street —contesta Lulú.
Me resulta extraño oírle decir que trabaja en Wall Street. No se parece en nada a la idea que solemos tener de una mujer con un trabajo así. Wall Street. Suena tan masculino, tan serio. Wall Street es el mundo real, un lugar donde todos se dedican a ganar dinero, hasta las secretarias. Por alguna razón, estoy segura de que Lulú no es secretaria.
Todos nos quedamos en silencio una vez más mientras contemplamos el enorme lienzo que cuelga de la pared, observándolo con atención, como si buscásemos pistas.
—¿Os apetece una taza de té? —sugiere Simon después de un rato. Segundos después me doy cuenta de que quiere que yo me ocupe del té, pero para entonces Lulú ya ha hablado, y nos olvidamos de la idea.
—¿De dónde sacó la historia de que era conde?
—Puede que comprara el título —aventura Simon—. Los americanos siempre andan comprando títulos. —Le encanta señalar lo que hacen o no hacen los americanos, en su papel de exiliado que comenta sobre los nativos.
Simon había apagado el móvil durante la mesa redonda. Ahora lo enciende para ver si tiene mensajes.
—¿Diecisiete mensajes nuevos? —exclama. Se acerca a su despacho con el teléfono pegado a la oreja y una expresión de sorpresa en la cara. Me da la impresión de que se mueve con una nueva confianza y que anda con un cierto pavoneo de que no estaban ahí ayer por la noche—: Perdona, ¿me disculpas un momento? Quédate, pasa tiempo con tu retrato —le dice a Lulú—. Vete acostumbrando a la idea de que has sido musa sin siquiera saberlo.
Ella le sonríe, levantando ligeramente una mano para dedicarle un discreto saludo. Es un gesto encantador, que implica intimidad. Simon parece complacido, le devuelve el saludo y se retira a su oficina.
Musa sin saberlo. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí.
—Hay una condesa —le digo a Lulú cuando Simon ya se ha ido—. Creo que de ahí le viene el título. Aunque él nunca decía que era conde.
Fija sus ojos en los míos de una manera que me recuerda a Jeffrey, llena de curiosidad.
—Sí, me ha llamado esta mañana. No entendí ni la mitad de lo que me dijo.
—Ella se ocupa de todo.
—Creo que eso es lo que dijo. Y que no vaya a Italia hasta dentro de tres semanas. Quiere organizar un funeral conmemorativo para entonces.
Es como una ilusión óptica: la versión más joven de la cara sobre la pared se cierne sobre la misma cara que tengo delante, sólo que veinte años mayor. La Lulú de ahora tiene los rasgos más marcados, la cara menos redondeada, más bella y más adulta, pero por lo demás se parecen mucho. Es científica y matemáticamente bella.
—¿De qué hablaste con mi tío? —pregunta Lulú.
¿Que de qué hablamos? No recuerdo nada en concreto. Madagascar. El pastel de carne con patatas.
—Estaba deseando verte.
—Entonces, ¿por qué esperó al día antes de la inauguración para llamarme? —Lulú lleva un grueso anillo de plata en el pulgar, y ahora juguetea con él. No es un accesorio propio de Wall Street, pienso. Aunque ¿qué sé yo de Wall Street?
—Estoy segura de que quería que fuese una sorpresa —digo—. Volver a saber de él después de todos estos años.
—¿Una sorpresa? A mí me pareció más bien una especie de usurpación de identidad.
*
Lulú se queda en la galería hasta bien entrada la tarde. A ratos contempla su retrato, para después acercarse a las otras piezas antes de volver a él. A veces se acerca mucho para examinar las pinceladas. Otras veces lo contempla desde lejos.
Yo me quedo sentada tras mi escritorio, intentando trabajar. Cuando observo el enorme lienzo que tengo delante, me vence una oleada de algo que sólo puedo describir como resentimiento. Quiero ser yo la que está ahí, sobre la pared, representada por uno de mis propios cuadros, y no detrás del escritorio intentando vender lo que cuelga de las paredes.
Resentimiento
, a la palabra le falta intensidad. Y lo que experimento entonces, en presencia de la Lulú pintada y de la Lulú real, se parece más a una inspiración teñida de un sentimiento de culpa ante lo fácilmente que me he permitido dejar de pintar, sencillamente porque no soy lo bastante buena. Intensidad, eso es lo que siento.
Empieza a oscurecer cuando Lulú dice:
—Este cuadro resulta conmovedor, ¿no te parece?
—Como si estuviera imbuido de poder especial —añado. Y ésa es la impresión que tengo, es como si el cuadro se hubiese apoderado de mí.
—Pero ¿es arte contemporáneo? ¿Esta clase de cuadros? Yo me esperaba algo más rompedor, lienzos pintados de negro y cajas llenas de pelo. ¿Cómo era eso de los objetos prefabricados, los urinales, por ejemplo? Esto es algo muy distinto.
—Cada artista es diferente. Cada uno tiene su propio estilo —digo—. Y el arte de tu tío tiene un componente conceptual. En cómo lo relaciona con el proceso creativo.
—Ojalá le hubiese hecho más preguntas cuando hablé con él —dice. Da un paso atrás para contemplar su retrato desde una cierta distancia.
*
Se está haciendo tarde, más tarde de la hora a la que suelo irme a casa. Simon no ha vuelto a salir de su despacho. Me gustaría proponerle a Lulú que nos fuéramos juntas a alguna parte, a tomar un café o un bocado. Pero me parece que tal vez le parezca raro, porque acabamos de conocernos. Se da cuenta de que miro hacia la puerta.
—Lo siento mucho —dice—. ¿Es tarde?
—En absoluto —digo—, aunque cuando abrimos solemos cerrar a las seis.
—¿Tienes planes? —me pregunta—. Me encantaría oír más sobre mi tío. ¿Te apetece ir a comer algo?
Echo una ojeada en dirección al despacho de Simon. Se ha repantigado en su sillón, ha puesto los zapatos John Lobb hechos a mano sobre el escritorio, ha estirado un brazo y se lo ha colocado alrededor de la cabeza para sostener el teléfono junto a su oreja. Parece animado, dominado por la exaltación que por lo general sólo sale a la luz cuando ha bebido. De repente me pregunto, casi de pasada, si me habré equivocado al descartar mis sospechas. Todo esto le está saliendo demasiado bien a Simon.
Cuando se da cuenta de que lo estoy observando, le pregunta a la persona al otro lado del teléfono si no le importaría esperar un segundito.
—No quiero perderte —le susurra al teléfono, y se ríe con un resoplido. Dios, qué repelente es.
—Lulú y yo nos vamos —anuncio. Una vez más, descarto mis sospechas. Puede que Simon Pryce tenga mal talante, que sea mezquino, rencoroso y estúpido y, por encima de todo, puede que sea avaricioso; pero no es un asesino.
Debe haber olvidado que Lulú sigue aquí. Cuando menciono su nombre se levanta de un salto y rápidamente se escaquea de su llamada.
—No puedes imaginarte la demanda que hay —me dice, prácticamente bailando cuando pasa por mi lado.
—Supongo que no.
—Te vas a quedar impresionada —dice. Como si pudiese impresionarme. Oh, Simon—: Me he aprovechado de la atención que estamos recibiendo para vender por adelantado algunos de los Carlos Peres de nuestra próxima exposición —prosigue.
Hace una pausa, esperando que aplauda su sabia decisión. No lo hago, así que continúa hablando. Ahora pone tono conspiratorio, como si tuviéramos la costumbre de intercambiar confidencias.
—Sé que tiene que haber más obras de Finelli. Aunque la mujer italiana se ha puesto en plan misterioso —dice—. Estoy destrozado, por supuesto, por haber perdido un artista como Jeffrey.
No parece muy destrozado, sino más bien feliz, con las mejillas sonrosadas y a punto de echarse un bailecito.
—Me voy con Lulú —le recuerdo.