Amor a Cuadros (24 page)

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Authors: Danielle Ganek

BOOK: Amor a Cuadros
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—El conde era muy ordenado —dice la condesa, como si fuese la voz en off de un documental—. Le gustaba empezar a trabajar a las nueve de la mañana. Jeffrey era muy, ¿cómo se dice?, muy puntual a este respecto. Se ponía manos a la obra exactamente a las nueve, después del desayuno y de los periódicos. Pintaba desde las nueve hasta la hora de almorzar. Después de almorzar volvía al trabajo hasta las cuatro de la tarde.

Todos la escuchamos con atención, y esperamos a sus palabras cuando hace una pausa para que uno de los camareros nos sirva más Bellinis a todos. Tan sólo LaReine parece distraído; está echándole un vistazo a su BlackBerry por debajo de la mesa.

—Por la tarde daba clases —continúa la condesa—. A veces recibía visitas. Le gustaba hablar de arte. Nunca pintaba por la noche. Le encantaba comer buena comida y beber vino, y la noche la dedicaba a eso.

—Todo lo contrario que yo —comenta Dane—. Yo sólo soy capaz de trabajar por las noches. Suelo empezar a las nueve de la noche. Aunque la verdad es que nadie me lo ha preguntado.

La condesa se ríe de la ocurrencia y coloca su mano sobre la de Dane.

—Adoro a los artistas —dice—. Sois como los copos de nieve, todos parecidos, y sin embargo únicos. En cierto sentido, mi Jeffrey era como un operario de una fábrica. Siempre llegaba puntual. Mantenía sus herramientas y su lugar de trabajo limpios y ordenados. Trabajaba hasta que llegaba la hora de parar.

—¿Es cierto que era muy prolífico? —Simon le da un sorbo a su copa como si sólo hubiese lanzado una pregunta casual, aunque resulta obvio que de casual no tiene nada. Todos y cada uno de nosotros, los cinco que estamos sentados a la mesa con la condesa, nos preguntamos lo mismo: ¿qué hay en el estudio?

—Lo importante es el proceso y no el producto —canturrea la condesa—. Eso es lo que le importaba al conde.

—El conde —repite Lulú, como si se estuviese probando la palabra—. ¿De verdad era conde?

La condesa asiente con la cabeza, pensativa.

—Para mí lo era.

—Condesa —dice Lulú, con aire diplomático—. Por teléfono dijiste que tenías algo importante que contarme. Sé que ya no te acuerdas, pero me preguntaba si tendría algo que ver con el motivo por el que mi tío me dijo que iba a regalarme un cuadro que no le pertenecía.

Una expresión de culpabilidad cruza el rostro de la condesa durante un instante. Desvía la mirada y le da una larga calada a su boquilla de marfil antes de contestar:

—No le gustaban las finanzas. Yo me ocupaba de esas cosas por él.

Ahora le toca a Lulú hacer una pausa.

—¿No sabía que los habías vendido?

—Por supuesto que lo sabía —se inmiscuye Simon.

—Sí, sabía que pensábamos venderlos —concede la condesa. Otra vez esa expresión de culpa—. Pero tal vez no le prestase atención a la forma en que iban a venderse. Si antes o después de la inauguración. No le importaba venderlos. Le hacía falta el dinero, por supuesto. Y se gastó el dinero. Pero la verdadera razón por la que accedió a organizar la exposición fue para poder exhibir ese retrato tuyo en Nueva York. Donde tú vives. Su ciudad natal. Para él fue como volver a casa. Y sabía que era hora de volver a casa. Puede que de alguna manera presintiera que tenía los días contados, no lo sé.

El barullo de la fiesta parece haber enmudecido, y en nuestra mesa se hace el silencio. Ahora, hasta Pierre LaReine presta atención.

Simon es el primero en hablar.

—En definitiva —dice—, Jeffrey estaba encantado con la idea de vender. Le hacía falta el dinero.

—Porque yo se lo dije —admite la condesa, bajando la vista hacia su copa, aún por empezar—. No nos quedaba dinero. Mi dinero se ha esfumado.

Lulú suspira.

—Así que aún no estamos seguros de que quisiese que el cuadro fuera para mí.

—Oh, él quería que fuera para ti —afirma Dane—. Esa pieza fue hecha para ti. Ese regalo contiene un mensaje para ti. Y ese mensaje no quiere decir que tengas que llevarte el cuadro a tu casa. De eso estoy bastante seguro. Quiere decir que debes convertirte en la artista que estás predestinada a ser.

La condesa asiente con la cabeza.

—Él quería que fuese una fuente de inspiración. Sobre todo para ti, sí, Lulú. Y para todo el mundo que siente el dolor de ser un artista fracasado.

—Él decía que descendemos de una larga estirpe de artistas fracasados —dice Lulú, en voz baja—. Pero yo no soy artista. Nunca he sabido siquiera dibujar.

Nos quedamos otra vez en silencio.

—No hace falta ser un buen dibujante para crear obras de arte —dice Dane, después de un momento—. Eso es lo que les digo a mis estudiantes. Prueba otra cosa. Pintura, fotografía, escultura. Cualquier forma de expresarte es buena. En el arte contemporáneo, lo importante son las ideas. Si es necesario, busca a otra persona que plasme lo que tú ves.

—¿Sabes cuántos artistas mediocres hay ahí fuera? —Pierre LaReine no había dicho nada hasta este momento. Ahora se anima—. Eso por no mencionar a todos los guionistas y guitarristas horribles y a todos esos aspirantes a triunfitos. Empiezan sin talento, y después se niegan a trabajar. Nadie quiere practicar. Todos quieren ser famosos.

—Jeffrey hubiera estado de acuerdo contigo —repone Dane—. Porque esa gente se equivoca al buscar lo que busca. La transformación ocurre precisamente por medio del proceso. Y entonces encuentras a Dios.

—¿Y ahí es donde hace su aparición la duda? —pregunta Lulú, que ahora parece aún más cansada. Me doy cuenta de que no es sólo por el
jet lag
.

—«¿Será arte?», pregunta la gente, inmersa en la duda, como si no estuviese segura —Dane se levanta para enfatizar sus ideas—. «¿Existe Dios?», preguntan, inmersos en la duda. «¿Quién soy?», preguntan. Una vez más, viven en la duda. —Señala a Lulú con un gesto de la mano—. La duda siempre está ahí.

La condesa se excusa, y todos la observamos salir de nuestro círculo. Se abre paso entre el grupo de gente vestida de luto, dándole caladas a otro cigarrillo, dejando tras de sí el aroma del hachís. Al ritmo que lleva, creo que va a desmayarse antes de que lleguemos al estudio, aunque sea lo que sea lo que fuma, parece no afectarle.

Comemos
gnocchi
con tomate fresco y finas lonchas de ternera. Hay melón con
prosciutto
e higos frescos. Bandejas de relucientes verduras a la plancha. Un flujo continuo de Bellinis. Y por debajo de la superficie, una embriagadora combinación de expectación y temor cuando pensamos en la visita que haremos dentro de poco al estudio del artista fallecido.

Cuando termina la fiesta, los cinco, Lulú, Dane, Simon, Pierre y yo, seguimos a la condesa hacia el otro lado de la calle cubierta de polvo, hasta el edificio cercano en el que se encuentran la
salumeria
, su apartamento y, en el piso superior, el estudio en el que Jeffrey vivía y trabajaba.

La condesa sigue estando increíblemente elegante después de tres o cuatro cigarrillos con una pizca de hachís. Va a la cabeza de nuestro grupo ataviado de negro, dando gráciles zancadas sobre sus tacones de aguja de charol negro como si llevase unas Puma.

—Vamos, mujer, danos una idea de lo que estamos a punto de ver —le suplica Simon, dando pasos rápidos para seguir el ritmo de sus zancadas—. ¿Cuadros, dibujos, alguna vez hizo fotografías?

—Sí, dínoslo —añade LaReine.

La condesa les dedica una mirada enigmática. Lleva en la mano un enorme anillo negro de metal del que penden unas llaves. No dice ni una palabra mientras nos aproximamos a un viejo y desconchado edificio pintado de amarillo.

Hay una reja de metal bajada frente a la puerta la
salumeria
, y unas persianas largas y verdes cubren todas las ventanas.

—Está en la planta de arriba —anuncia—. Yo vivo en los dos pisos de encima de la tienda.

Le entrega a Lulú una llave grande de metal que ha separado del manojo. Lulú nos conduce hasta el descansillo que hay delante del estudio de Jeffrey. Simon está justo detrás de ella, con Pierre pisándole los talones. Yo voy detrás de Pierre, y Dane cierra la retaguardia.

Lulú mete la llave en la enorme puerta de madera y la abre de repente. Entramos en el estudio, uno a uno, todos imaginándonos una habitación repleta de obras maestras. Con tanto interés en el «proceso», ¿no resulta lógico pensar que Jeffrey debió de ser extremadamente prolífico?

14

Visita privada al estudio de Jeffrey Finelli en Florencia

El estudio de Jeffrey es una habitación grande que ocupa todo el piso superior del edificio. Además de éste, hay una cocina que da al resto del apartamento y un anticuado cuarto de baño. Los suelos de madera, anchas tablas que han ido madurando con la edad, salpicadas de años de pintura, están relucientes. A través de las altas ventanas vemos el cielo de color azul marino, y me imagino la preciosa luz dorada que debe entrar durante el día, el mismo tono radiante que impregnaba todos los cuadros de Jeffrey.

En un rincón hay una cama de matrimonio cubierta con una colcha de terciopelo marrón. La cama está flanqueada a un lado por un maltratado escritorio y una silla y por una mesita cubierta de libros al otro.

Al otro lado del estudio hay un largo sofá y dos sillas mal tapizadas. No hay televisión y no cuelgan obras de arte de las paredes. En realidad, no hay paredes, ya que las ventanas nos rodean por todos los lados del edificio.

En el centro de la pared del fondo hay tres caballetes cubiertos con lonas. Alineados bajo las ventanas veo unas viejas cajas de madera que contienen tubos de pintura, botellas de aguarrás y pinceles. Hay una mesa enorme, cubierta de arañazos y de gotas de pintura, y bajo ella se encuentran unos lienzos en blanco, llenos de potencial, listos para ser usados, pero vacíos.

No hay obras maestras. No hay lienzos terminados apoyados contra las paredes. No hay ninguna obra de arte, al menos ninguna que resulte inmediatamente visible. Da la impresión de que han limpiado el estudio con sumo cuidado, casi parece estéril.

—Os dejaré a solas —dice la condesa.

Cierra la puerta tras de sí al salir. Simon parece no saber qué hacer. Dane tampoco. Pierre LaReine, el rey de los marchantes, y por tanto, extremadamente seguro de sí mismo, parece nervioso. Es como si no quedase aire en el estudio. Hay demasiado silencio.

Miramos a Lulú, esperando a que dé el primer paso. Se acerca con gracia a uno de los caballetes de la pared del fondo y se para frente a él. Duda durante unos segundos y después tira de la lona. Todos contenemos el aliento.

La lona se desliza hasta el suelo para descubrir... nada. Tan sólo un caballete de madera vacío cubierto de gotas de pintura.

Lulú se acerca al segundo caballete, igualmente cubierto con la lona. Lo mismo: caballete vacío. Me mira antes de retirar la tercera lona. No parece haber más sitio para guardar los grandes lienzos que esperábamos encontrar.

Tira de la lona. No hay nada sobre el tercer caballete.

¿Dónde están las otras obras de Jeffrey?

Pierre se ha colocado junto a la puerta, como si planease salir huyendo. Los demás miramos debajo de la mesa de trabajo y abrimos las puertas del armario. Abrimos el pequeño horno y miramos dentro de la nevera. Revisamos la bañera y debajo de la cama. Rebuscamos por todo el estudio, sin encontrar ni un solo cuadro. Ni siquiera uno pequeñito.

Nadie dice nada. Los únicos ruidos en la estancia son los que hacemos nosotros al echar a un lado un lienzo en blanco o al retirar una pila de rebecas del armario para ver si hay algo escondido detrás.

Lulú se sienta frente al escritorio. Abre los cajones, uno a uno, aunque son demasiado pequeños como para contener otra cosa que no sea material de oficina.

Pierre da un paso hacia la puerta.

—Tienen que estar en alguna parte —dice—. Guardados en alguna parte. Le preguntaré a la condesa.

Lulú sigue revisando los diminutos cajones del escritorio.

—¿Qué significa todo esto? —pregunta, sin mirar a nadie. No me queda claro si espera una respuesta.

Se levanta, dejando abiertos los cajones.

Dane se tumba sobre la cama y levanta la vista hacia Lulú.

—Significa que te quería mucho. Esa exposición fue el trabajo de toda una vida. La vida entera de un artista y su relación con la familia con la que se había enemistado.

—No estábamos enemistados —dice ella—. Nos alejamos, eso sí. Pero nunca llegamos a enemistarnos. Fue él el que decidió irse a vivir a otro país. Nadie le dijo que no volviera.

Se mueve lentamente por el apartamento, rozando ligeramente los lienzos vacíos. Levanta algunos para volver a echarles un vistazo a los de debajo, igualmente en blanco, como si temiese haber pasado algo por alto.

Pierre vuelve con la condesa. Tiene el móvil pegado a la oreja y no mira a Lulú.

—Parece ser que no hay otras obras aquí —dice, dirigiéndose a todos nosotros por encima del teléfono. No nos mira a ninguno a los ojos.

—Lo importante es el proceso, y no el producto —dice la condesa, asintiendo firmemente con su bonita cabeza. Mira a LaReine—. Destruía cada pieza en cuanto la acababa. Los resultados nunca deben ser más importantes que el viaje que te llevó hasta ellos. Ahí es donde reside Dios, en el viaje, no en los resultados.

Da la impresión de que repite algo que Jeffrey debió haber dicho muchas veces. Simon suspira, y expulsa el aliento entre los dientes.

—Biee-ee-ee-een.

De repente, Pierre parece estar muy ocupado. No deja de observar su BlackBerry, y aduce una emergencia en su galería de Londres.

—Tengo que volar para allá enseguida —nos dice a todos en general, y a nadie en particular. Tras un apresurado saludo, desaparece. Ni una mirada tierna para Lulú, ni un largo beso. Ni siquiera un adiós. Supongo que esto significa que no piensa llevarnos a casa en su G-5.

Parece que Lulú casi se esperaba un comportamiento así por parte de Pierre, o al menos eso es lo que leo en la expresión distraída que cruza su cara. Da la impresión de que puede concentrarse sólo en lo que ocurre en el estudio. Eso no me sorprende tanto como debería; Lulú Finelli está jugando a un juego completamente distinto de todos los que conozco. Sencillamente, parece saber comprender a estos hombres y sus necesidades.

Ahora se acerca a las cajas de madera en las que se encuentran los tubos de los óleos, pulcramente ordenados. Saca uno y examina el color, un azul cerúleo.

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