Amor a Cuadros (26 page)

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Authors: Danielle Ganek

BOOK: Amor a Cuadros
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—La condesa me los envió por Federal Express —explica Lulú, señalando una pila de lienzos. Debe haber costado una fortuna mandarlos por correo.

Nunca había visto a nadie que hubiese transformado los detalles externos de su vida tan rápidamente y de forma tan radical. La única que hizo algo parecido fue mi tía Ginny, ahora fallecida, que a los veintidós años juró los votos y pasó de ser una chica rockera bastante gamberra a vivir como monja en un convento. Ella también se cortó el pelo.

En el caso de Lulú, esta transformación radical era de esperar. Es una transición lógica. Que Lulú Finelli viva en un estudio de pintora en Tribeca resulta más natural que el que se dedique a trabajar en Wall Street y duerma en una caja pulcramente ordenada.

—En mi antigua vida, representaba el papel equivocado —admite—. No iba conmigo: ni el trabajo, ni el apartamento, ni el miedo. No quiero ponerme demasiado transcendental con el tema, pero todo el mundo debería saber lo que se siente al vivir la vida de la forma en que de verdad quieres vivirla. Al ser la persona que crees que eres.

Para ti resulta fácil decirlo, pienso.

—¿Y qué pasa con el dinero?

—Ya he empezado a pintar —dice, señalando un caballete cubierto con una lona—. Pero no puedo enseñártelo. Mañana voy a dar la primera clase con Dane. Si no tiene demasiada resaca después de la inauguración. Aunque me ha confesado que en realidad no bebe tanto, sólo cuando representa su papel frente al mundillo del arte; o eso dice.

—Lulú, esto es asombroso. —Y asombro es precisamente lo que siento. Asombro y, si te soy sincera, celos. Lulú tiene dinero, lo ahorró mientras trabajaba, y una pequeña herencia que le dejaron sus padres. Ahora tiene tiempo para pintar. Y tiene el apoyo que le ofrece Dane. Y lo más importante, si el cuadro que pintó en el estudio de Jeffrey es representativo, tiene talento.

Me pregunto si la condesa le enviaría el cuadro a Lulú cuando le mandó por FedEx el resto del contenido del estudio.

—Estoy decidida —anuncia Lulú—. Llego tarde a mi carrera como pintora, pero vengo con el celo de los recién convertidos.

«Carrera como pintora». ¿Son imaginaciones mías o suena un tanto presuntuoso?

*

Después del desayuno me voy al trabajo algo deprimida. Es la última vez que voy a poder estar sola en la galería con los cuadros de Jeffrey. Aunque Lulú me ha dicho que le entristece pensar que nunca más verá su retrato excepto en fotografía, esta mañana estaba llena de luz y de calor. Yo, sin embargo, me siento abrumada por la tristeza al pensar que van a meter el cuadro en un cajón y enviarlo a California, donde el actor seguramente lo colgará en su casa de la piscina.

Me paso casi toda la mañana jugando con el ordenador, imprimiendo el jpeg de
Lulú conoce a Dios
en papel fotográfico, cambiando las tintas y los matices y recortando la imagen digital. Hago dos copias, una para Lulú y otra para mí.

La tristeza que me provoca el pensar en el destino del cuadro no es lo único que afecta a mi estado de ánimo esta mañana. Aquella noche en el estudio de Jeffrey Finelli fue como un jarro de agua fría que me devolvió bruscamente a la realidad. El talento de Lulú, mucho más patente que el de cualquiera de mis amigos de la universidad, me hizo darme cuenta con brutal claridad de que necesito otro plan. Porque jamás voy a llegar a ser la pintora con la que sueño llegar a ser.

La enorme imagen de Lulú sobre la pared me contempla desde las alturas como si me comprendiese. Estoy lista para que bajen el cuadro. Ahora mismo, toda esa inspiración resulta demasiado para mi frágil alma creativa.

*

Los transportistas ya han empaquetado las piezas más pequeñas y están listos para encargarse del retrato de Lulú. En ese momento, después del mediodía, la propia Lulú se presenta en la galería.

—He venido a despedirme del cuadro —dice—. ¿No es extraño?

—No. Yo he hecho lo mismo.

Adopta una postura que ha adoptado muchas veces este último mes, de pie delante de su retrato en el centro de la galería, dándome la espalda.

—Es como una descarga de endorfinas —dice—. Es como si Dios estuviese aquí presente. Así es como se siente una cuando está en esa zona creativa.

Recuerdo esa sensación. Prefiero no contarle en qué se va convirtiendo con el tiempo. Es mejor que siga pensando que siempre va a sentirse así de bien. Puede que en su caso sea así. Para alguien con tanto talento, puede que el sufrimiento sea mínimo.

—Algo me dice que ésta no es la última vez que voy a ver este cuadro —dice.

—Puede que no —respondo—. Zach dice que los coleccionistas sólo toman prestadas las obras de arte. Nunca pueden ser realmente sus dueños. Tal vez ésta volverá cuando ese tipo se canse de tenerla en préstamo. —En realidad, no me creo lo que estoy diciendo. El cuadro va a viajar al otro extremo del país. Hay un largo camino hasta Hollywood. Mañana, sobre estas mismas paredes colgarán otras obras de arte. Grandes fotografías a color de cementerios por la noche realizadas por un artista llamado Carlos Peres. Láminas de un metro ochenta y cinco en edición limitada. Simon ya ha vendido unas cuantas, con la ayuda de la reciente popularidad que le ha traído el interés que han levantado los Finelli.

—Adiós a mí de pequeña —le dice Lulú al cuadro que cuelga de la pared.

—Adiós —añado yo.

*

Si el número de personas que acuden a una inauguración está de alguna forma relacionado con la calidad de las obras de arte que se exponen, las de Dane O’Neill son todas obras maestras. Hay una multitud que se extiende a lo largo de la acera y llega casi hasta la Décima Avenida. Un fornido gorila con gafas de sol pone orden en el caos desde detrás de un cordón de terciopelo, igual que a las puertas de una discoteca.

Alexis y el resto de mujeres guapas y hombres de pobladas melenas que trabajan para LaReine están de pie detrás del cordón y se dedican a guiar a los coleccionistas de prestigio y a la gente que reconocen hasta el principio de la cola. A la gente a la que no conocen se limitan a ignorarla. Alexis nos indica con un gesto que Lulú y yo podemos pasar.

Está bien, lo admito: me proporciona cierto placer poder pasar por delante de la masa de gente sin contactos sociales que debe contentarse con guardar cola, una cola muy larga, a cambio de tener el privilegio de entrar en la galería la misma noche en que se inaugura esta nueva exposición.

¿No se da cuenta la multitud de que ver la exposición esta misma tarde no tiene ninguna ventaja? Las obras están todas vendidas —nos encontramos en plena burbuja, ¿recuerdas?—. A pesar de los comentarios de los más pesimistas, que predecían que el mercado iba a venirse abajo, se han vendido todas y cada una de las composiciones supuestamente inacabadas de Dane O’Neill. Esto no es una fiesta. No se sirve comida ni bebida en la galería. Y la gente que guarda cola hasta que el gorila decide que ya han salido suficientes personas de la galería como para dejarles entrar no está invitada a cenar con el artista. Y sin embargo, esperan. Esperan simplemente por tener el privilegio de contemplar las obras de arte.

Detritus de la construcción, en eso consiste la nueva exposición de Dane, compuesta enteramente por obras sin título. Es una metáfora, eso está claro. Pero ¿de qué? ¿De la vida? ¿De la muerte? ¿Del sexo? Alguien como yo debería saberlo. Ante la duda, opta siempre por el sexo. Sí, eso debe ser. Las obras son grandes composiciones realizadas con escombros provenientes de solares en construcción. Hay pilas de madera podrida de las que sobresalen clavos. Montones de polvo blanco y botellas de cristal de distintas formas y tamaños llenas de suciedad aparecen amontonados sobre estantes de maltratada madera pintada.

Nadie parece comprender las obras. Pero puede que ésa sólo sea mi impresión personal de la multitud que da vueltas por la Galería Pierre LaReine. Puede que todos entiendan perfectamente la metáfora del sexo.

Sybil Worthington cree que las obras son absolutamente geniales. Nos lo suelta a Lulú y a mí sin ningún tipo de saludo previo. Parece que es incapaz de saludar, como si le faltase el gen del saludo. Algo le falta, eso está claro.

—Dane es un genio —nos ladra, como desafiándonos a que nos mostremos en desacuerdo—. Por fin se ocupa de la situación política en su país natal.

Lulú pregunta:

—¿Cómo se relacionan estas obras con la política irlandesa?

Sybil se coloca ambas manos sobre las caderas, como si Lulú estuviese intentando tomarle el pelo.

—¿Es que no lo ves?

Las dos negamos con la cabeza.

—El conflicto religioso. La prisión, la trampa que el telón de fondo religioso representa para su país.

—Es madera —dice Lulú—. Y ni siquiera creo que estén acabadas.

—Hablan de sexo —añado yo.

Sybil nos dedica, primero a Lulú y después a mí, sendas miradas de odio.

—Son brillantes. Y Dane no para de hablar de dejar esto por la pintura figurativa. —Escupe las palabras «pintura» y «figurativa» como si fuesen tóxicas.

—¿No crees que la capacidad de trabajar con distintos medios es prueba de la madurez del artista? —le pregunto.

Me ignora. Está observando a Lulú.

—Está encantado contigo.

—Es una relación meramente profesional —explica Lulú—. Es mi profesor.

Sybil cruza los brazos sobre el cóncavo pecho.

—Supongo que te has convertido en su musa. ¿No es especial?

Sybil tiene razón. Los motivos de Dane para ofrecerse a darle clases a Lulú no son puramente altruistas, por supuesto. Quiere pintarla. En homenaje a Jeffrey, o eso le ha dicho.

—Déjame que te pregunte algo —le dice Lulú a Sybil—. Si no supieses que estas cosas las ha hecho un artista de renombre y que hay gente dispuesta a pagar, cuánto, unos cuantos cientos de miles de dólares por el privilegio de poseer una de ellas, ¿te parecerían igual de buenas?

Sybil parece pensar que la pregunta es impertinente, porque se limita a arrugar la nariz y a alejarse de nosotras. Lulú y yo nos dirigimos a la sala más grande, la que está al fondo de la Galería LaReine. Me fijo en los bebés, dos hasta ahora, que babean sobre el pecho de sus padres.

—Ahí está —le digo a Lulú, señalando a Pierre LaReine, con su pelo cano. Lleva a una morena casi tan guapa como Lulú del brazo.

—Deja que te pregunte algo
a ti
—dice Lulú, sin prestarle atención al guapo marchante—. ¿Crees que es posible enamorarse de un artista aunque no te gusten sus obras?

Me detengo frente a uno de los enormes rectángulos cubiertos de pedazos de madera y trocitos de latón incrustados.

—Doy por hecho que hablas de Dane O’Neill, ¿me equivoco?

Se echa a reír.

—No des nada por hecho. Se trata de una pregunta puramente hipotética.

Hago una pausa, porque no estoy segura de si debo contarle la verdad. Cuando respondo, estoy pensando en Zach y en cómo se gana la vida.

—Sí, creo que es posible.

—Odio estas cosas —dice, indicando a su alrededor con un gesto—. Y por cierto, Zach Roberts está allí mismo, y no te ha quitado ojo desde que entramos.

Me giro para ver a qué se refiere. Zach me mira fijamente desde el otro lado de un cordón de terciopelo que separa las zonas públicas de la galería de las privadas. Está hablando con dos de los vendedores menos importantes de LaReine, y Alexis revolotea por detrás de él. Cuando mi mirada se cruza con la suya, se le dibuja una sonrisa en la cara. Me hace un gesto para que me acerque.

Me doy la vuelta.

—No seas absurda —le digo a Lulú—. Está con Alexis.

Y entonces aparece, el hombre del momento, Dane O’Neill, ataviado con una chaqueta a cuadros escoceses que parece sacada de la película
Los locos del golf
y que se ha puesto, supongo, para impactar. Nos saluda a mí y después a Lulú con sendos besos en la mejilla, y cuando besa a Lulú un fotógrafo inmortaliza el momento.

—¿Esta exposición tiene algo que ver con la situación política en Irlanda? —le pregunta Lulú.

Dane parece sorprendido. Se echa a reír.

—Caramba. Eres muy graciosa.

Alguien se lo lleva de allí, y él arrastra a Lulú consigo. Ella se deja llevar mientras me saluda con la mano. Pierre LaReine los detiene a los dos y se inclina sobre la mano de Lulú, saludándola. Estoy segura de que me sentiría tremendamente avergonzada en una situación así, pero Lulú se mantiene serena. Saluda a LaReine como si no hubiera pasado nada entre ellos dos.

Observo cómo los dos hombres se acercan a ella con afán de propietarios. Mientras contemplo la situación, Zach vuelve a cruzar su mirada con la mía, mientras conversa con un coleccionista que parece extremadamente entusiasmado con la exposición.

Veo que le dice adiós y se dirige hacia mí. Me doy la vuelta en busca de alguien con quien hablar, pero me sorprende sola.

—McMurray —dice—. No has contestado mis e-mails.

Es cierto. Me envió unos cuantos e-mails cuando estuve en Florencia, y no he respondido. Estoy segura de que ya sabe que el retrato de Lulú está vendido, y estoy segura de que ya se ha enterado de lo del estudio vacío. Alexis siempre dispone de información más interesante que yo; que le cuente ella cómo anda el tema.

—He estado ocupada —le digo—. Ya se ha clausurado la exposición de Finelli.

Zach hace una pausa, como intentando averiguar si le estoy diciendo la verdad o no.

—Y ¿qué ha pasado con el cuadro de Lulú?

—Como si no lo supieras.

—No lo sé —dice, echándose a reír—. Mi cliente sigue pensando que será para ella. Aunque quiere un descuento.

Y allí está ella. Simon está de pie justo a la derecha de Zach y de mí, y ésa parece ser la dirección en la que avanza Connie. Va derecha hacia Simon, y detrás de ella está Lulú, ahora arrastrada no por Dane sino por Connie, que parece querer alistarla para poner en práctica un ataque contra Simon.

—¿Qué clase de sórdida operación te traes entre manos? —la voz de Connie es un chillido chirriante, tan agudo que apenas logra pronunciar las palabras.

Lulú se queda detrás, mientras que Connie se coloca frente a Simon.

—Nos has quitado el cuadro de las manos a las dos.

Hasta cierto punto es de admirar que Connie se enfrente a Simon en una batalla cuerpo a cuerpo, en vez de esconderse detrás de Zach o de comunicarse con él por medio de e-mails vituperantes. Ha sido una maniobra sabia por su parte reclutar a Lulú para que la apoye.

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