Authors: Danielle Ganek
Además, Simon es antipático; tiene la mezquina maldad de un niño que pisa insectos tan sólo porque sabe que puede hacerlo. Esto seguramente tiene algo que ver con que lo enviasen a un internado a la tierna edad de siete años. Sabe que odio esta parte de mi trabajo: las falsas amistades, las pesquisas en busca de información, las pretenciosas conversaciones sobre arte, uff, el establecer contactos. (También odio esa expresión). Estoy segura de que Simon me obliga a acompañarle tan sólo para verme sufrir.
Al principio me daba tanta vergüenza que apenas era capaz de decir hola. Siempre se me secaba la boca, lo cual hacía que se me quebrase la voz. Y acababa hablando con alguien como el primo del encargado del cáterin o con el guardaespaldas del importante coleccionista en vez de con alguien que resultase útil para los negocios de Simon. Simon se molestaba y se ponía a hacerme muecas que intentaban expresar lo mucho que le había decepcionado.
Ahora sufro mucho menos que las primeras veces. Para empezar, me encanta mirar las obras de arte. Y las obras de arte me proporcionan un tema sobre el que hablar, si me veo obligada a hablar. Siento un vínculo inmediato con cualquiera al que también le apasione el arte, aunque sea de otro país y apenas hable inglés.
Además, el gen adquisitivo de los coleccionistas despierta vivamente toda mi curiosidad. Hay muchas cosas por las que siento curiosidad, pero ¿los coleccionistas? Son tan friquis que me fascinan. Me encanta ver cómo los coleccionistas nuevos comienzan por las obras más suaves: obras impresas que no son tan difíciles de conseguir ni de tener en casa, como fotografías o láminas, obras sobre papel. Algunos se quedan ahí, en el dulce colocón de marihuana que les proporciona una colección de fotografías. Otros pasan a drogas más duras: cuadros, esculturas grandes, piezas que no pueden tener en casa. Me gusta ver cómo la gente convive con sus colecciones. Incluso cuando esa gente son Connie y Andrew Kantor.
Una vez en la barra, intento decidirme entre un martini, una copa de vino blanco, o una cola light. Gana el martini. Me entregan una enorme copa triangular que parece una moderna pecera con tres aceitunas dentro. Es la copa más grande que he visto en mi vida; casi me hacen falta las dos manos para sujetarla. ¿Qué intenta hacer Connie con sus invitados? Simon opta por un
gin tonic
, y después nos separamos. Aprovecho mi oportunidad para perderme entre la gente.
Cuando empecé a recibir invitaciones para ir a las casas de los coleccionistas, me sorprendió lo cómodos que la mayoría parecen sentirse a pesar de tener la casa llena de completos extraños que curiosean cada rincón de su espacio privado. Al principio me resultaba extraño encontrarme en el baño de alguien, con sus frascos de pastillas y sus cosméticos y sus cepillos de dientes todos expuestos, admirando el armarito de las medicinas de Damien Hirst que con tanto ingenio han colgado junto al verdadero armarito de las medicinas. O aspirar el olor del dormitorio de una pareja mayor, con sus gafas de cerca sobre la mesita de noche, las zapatillas debajo de la silla, mientras contemplo el Matthew Barney que hay sobre el cabecero. Ahora ya estoy acostumbrada a la intimidad de estas fiestas en casa de los coleccionistas. Pero tienes que admitir que no deja de ser un poco raro.
A los Kantor les van las drogas duras. Les gusta todo aquello, que causa conmoción. Como el Dane O’Neill del recibidor, que prácticamente te da una bofetada al entrar. Es una pieza que incluye, entre otras cosas, una rata disecada, un hacha, y un cubo de la basura oxidado. Yo no diría que es una de las mejores obras de Dane, pero tiene un cierto, cómo definirlo, carisma existencial.
Muchas de las piezas que conforman la colección de los Kantor son la clase de cosas que algunas personas llamarían, bueno, pornografía: una enorme fotografía de unas nalgas, ligeramente enrojecidas y con unos cuantos granitos, un mal cuadro de una mujer aferrándose los bamboleantes pechos, una serie de fotos de una pareja follando, los dos con aspecto aburrido. Ninguna de estas piezas las ha realizado un artista de renombre. No me extraña que los Kantor quisiesen celebrar una fiesta en honor de Dane O’Neill.
Hay muebles franceses de todos los periodos posibles. En todas las habitaciones hay una pieza discordante. Muy bien, ya lo comprendemos: ¡lo importante es causar conmoción! En el salón hay una silla roja especialmente horrenda en forma de dos labios que lanzan un beso. En el comedor han contratado a un artista para que pinte infinitas caras de mono sobre el aparador.
La mesa que hay en el comedor está puesta, aunque los Kantor no piensan servir ninguna cena. No, la mesa está puesta para resaltar una colección de objetos a juego con los monos del aparador. Todo lo que hay sobre la mesa repite motivos simiescos: los platos, los tenedores y cuchillos, la cristalería —hay monos que escalan los tallos de las copas, que por definición son muy
monas
— y las servilletas. Hasta los cuadros que cuelgan de las paredes de esta habitación se ciñen al tema, con una serie de lienzos con monos ocupados en lo que parece ser, sí, una vez más, follar.
Me alejo rápidamente de la orgía simiesca. Próxima parada de la visita: la biblioteca. Aquí me topo con dos ancianitas de pelo blanco con unos formales trajes de chaqueta.
—Sólo quería ver cómo han decorado la casa —le dice una a la otra—. Se han gastado una fortuna en ella.
—Después de que aquellos dos museos los rechazaran, andaban desesperados por encontrar una cooperativa que los aceptase.
—Lucinda estará revolviéndose en su tumba —dice su amiga, bebiendo un trago de su güisqui escocés. Creo que no se han dado cuenta de que he entrado.
—Es como el traje nuevo del emperador —concluye la segunda señora, satisfecha con su comentario, con un ademán de desdén.
Me dirijo otra vez hacia el recibidor, en busca de Zach. Me sorprende lo mucho que me apetece verlo. Me sorprende y, si te soy sincera, hasta cierto punto me irrita. No tengo intención de enamorarme de Zach Roberts. Mi plan consiste en ignorarlo. Dejar que él se acerque a mí. Mordaz, ¿recuerdas?
Remoloneo delante del Dane O’Neill, en la posición perfecta para escuchar —vale, para espiar— a nuestra anfitriona. No es que esté intentando espiar las conversaciones de otras personas deliberadamente. Simplemente da la casualidad de que tengo unas orejas extremadamente prominentes que me sobresalen por los lados de la cabeza. Reciben cantidad de transmisiones.
—Cuando entres en una galería —dice Connie, hablándole con grandiosa autoridad a alguien, una nueva coleccionista, por lo que parece—, durante los diez primeros minutos habla de cualquier cosa menos de arte. Nunca muestres demasiado interés. Tienes que compenetrarte con ellos, romper el hielo, ¿me sigues?
Me giro ligeramente para poder echarle un vistazo a la mujer a la que Connie está sermoneando. Lo único que veo desde aquí atrás es que tiene un cabello largo que parece planchado.
—Pero tampoco aceptes un no por respuesta —continúa Connie—. Si quieres llegar a ser una coleccionista de élite, tienes que ser un poco bulldog.
La cabeza de la mujer asiente con entusiasmo. Bulldog, entendido.
—No te cortes a la hora de dejar caer nombres. Todo el mundo lo hace. Sobre todo, no olvides mencionar los nombres de los demás artistas de tu colección. Y siempre es útil decir que uno o dos son amigos tuyos.
La otra mujer dice algo que no consigo captar. Su voz es mucho más grave que los estridentes chillidos de Connie, así que no llega tan lejos, pero creo que está dejando claro que ninguno de los artistas es amigo suyo.
—Estrecharles la mano en una inauguración ya los convierte en amigos tuyos —dice Connie, acercándose demasiado a la otra mujer—. Y bajo ninguna circunstancia debes admitir que no has oído hablar de un artista que te mencionen. Miente si tienes que hacerlo.
Hace una pausa para beber un sorbo de su gargantuesca copa. La bebida de Connie es de un matiz extraño —¿qué será? ¿Naranja sanguina? ¿Fruta de la pasión?—. El color pertenece a la familia del siena tostado. Desentona por completo con su vestido turquesa estampado. ¿Sabes esas prendas tan feas que te extraña incluso que hayan llegado a producirlas, y mucho menos, a venderlas? El armario de Connie parece estar compuesto sola y exclusivamente de versiones muy, muy caras de esa clase de prendas. Las suyas llevan etiquetas, pero hasta los grandes diseñadores cometen errores.
—Cuando te tropieces con otros coleccionistas, jamás les digas qué piensas comprar —prosigue Connie. Su mirada se posa sobre mí, y se gira indicando que no tiene intención de interrumpir lo que está diciendo para decirme hola—. Es como con el cuadro de Finelli. Estoy obsesionada por él. Pero avanzo con cautela. Hay muchos copiones en busca de trofeos. El mundillo del arte está lleno de
lemmings
.
Su oyente de pelo planchado deja escapar lo que parece una risa forzada.
—No te molestes en ser modesta —sigue Connie—. Nadie lo es. Y no creas que estás obligada a admitir que no tienes ninguna obra de un artista que esté de moda... simplemente di que acabas de vender una o que andas detrás de una.
Connie se balancea un momento sobre sus finísimos tacones Jimmy Choo.
—Ups —dice, recuperando el equilibrio. ¿Estará borracha, o son sólo los zapatos?
—Yo no necesito que me asesoren —continúa—. Se lo que me gusta. Pero no es mala idea contratar a un asesor. Pueden proporcionarte acceso al mundillo, hacerte el trabajo sucio, aunque querrán llevarse el mérito de todas y cada una de las ideas que tengas e intentarán sacarte todo el dinero que puedan. Y no creas que no aceptan sobornos del otro bando.
La mujer asiente, esta vez más despacio, como si estuviese confusa, y murmura algo con tono de desconcierto.
—Voy a presentarte a alguien —sugiere Connie la sabelotodo—. Es joven, guapo y muy pagado de sí mismo. Pero creo que es honrado, que es más de lo que se puede decir de la mayoría de ellos. Va a venir esta noche, os presentaré.
Siguen adelante antes de que Connie diga algo más sobre Zach. Presto atención a las calaveras que hay pintadas en la base del Dane O’Neill. Calaveras. ¿Por qué esta fascinación con las calaveras? En este momento, me llega la inspiración. Quiero realizar mi propia versión de un cuadro con calaveras. Estoy pensando en mi próxima obra cuando oigo excitados susurros que comentan la entrada de una intrigante pareja.
Alguien dice:
—¿Quién es ésa que va con Pierre LaReine?
—Yo la he visto antes —contesta otra persona—. Una chica muy atractiva.
Lulú y Pierre LaReine están de pie, juntos, en mitad del recibidor. Él le susurra algo al oído.
A lo largo de las últimas tres semanas Lulú ha pedido tres días libres en el trabajo y ha cenado tres veces con LaReine, una de ellas en la casa de campo de un conocido coleccionista de Rothko. A esta cena llegaron en un helicóptero donde LaReine le regaló una pulsera de oro. Han visitado los estudios de cuatro artistas distintos y han pasado un día a puertas cerradas en el Whitney Museum en compañía de un encargado del museo, que les ha hecho una visita guiada exclusiva para ellos dos. Después de eso, Lulú se acostó con LaReine.
Lulú me ve y me saluda con la mano. Alguien se acerca a LaReine para hablar con él, y ella viene hacia donde estoy y me da un abrazo.
—¿Ésta es la pieza? —señala la pared donde está la obra de Dane O’Neill. Como es tan alta, la cola de la rata cuelga aproximadamente al nivel de sus ojos—. Dios mío —dice, echándose a reír.
—Se supone que debe hacerte pensar —comento.
—Y me hace pensar. Me hace pensar que el artista está como una cabra —replica—. Y que la persona que lo compró lo está aún más.
—Nos gusta pensar que los artistas están como cabras.
—Éste lo está, eso está claro.
—¿Lo está? ¿O es que le conviene que lo creamos? —pregunto.
—Este artista
de verdad
está como una cabra —concluye, enfática.
El artista en cuestión aparece de repente entre nosotras dos. Dane está riéndose de algo que ha dicho alguien de la otra habitación y mete la cabeza entre Lulú y yo.
—¿Qué artista?
—El artista que creó esta pieza —dice, señalando la composición que está detrás de Dane. Es un gesto de tonteo, que le quita cualquier posible maldad a sus palabras.
—Soy todo tuyo —dice él, casi, pero no del todo, dócil.
—Veo que te cuelgan bien —replica ella. Vaya, eso sí es mordaz.
—Y tú eres muy inteligente. —Dane la señala con un dedo—. Nunca se me han dado bien las chicas inteligentes.
—Yo nunca he conocido a un hombre inteligente —repone Lulú, con la cara completamente inexpresiva—. Sólo a algunos que creían serlo.
—Mi marchante es el hombre más inteligente que conozco —dice Dane, dedicándole una mirada penetrante a Lulú—. Y el más seductor. Es capaz de convencer a cualquiera de que haga cualquier cosa. A cualquiera.
Ella le devuelve la mirada sin pestañear.
—¿Y lo que quieres decir es…?
—Lo que quiero decir es —prosigue Dane—, que debes tener cuidado con la gente inteligente. Con la gente estúpida está uno mucho más cómodo.
—Y tú eres estúpido, ¿verdad?
—Hace falta ser bastante estúpido para hacer cosas así —repone, indicando con un ademán su propia pieza, que cuelga de la pared.
—Tu marchante me ha dicho que has dejado de componer esta clase de piezas —dice Lulú—. Y que ni siquiera quieres terminar los trabajos para tu exposición. Dice que lo único que haces ahora es pintar.
Se produce un silencio. De repente me doy cuenta de que esta conversación es privada y que no debería estar allí, pero si me muevo tendría que interrumpirlos, ¿no? ¿O podría escaquearme sin más? Si te soy sincera, estoy fascinada. Cualquier noción que haya podido tener de contemplar a Dane O’Neill como posible candidato amoroso ha desaparecido tan por completo de mi mente que apenas logro recordar haberla tenido.
—Desde que vi tu retrato —dice Dane, en voz baja—, el cuadro se ha apoderado de mí.
Lulú asiente con la cabeza. Yo también lo hago. No puedo evitarlo.
—¿Dejarías que te pintase? —pregunta Dane.
Está claro que no se refiere a embadurnarle el cuerpo de pintura, pienso, recordando lo que me dijo aquel día en la galería. ¿De verdad me preguntó eso? Ahora me parece un comentario supercutre.
Lulú niega con la cabeza.