Amor a Cuadros (16 page)

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Authors: Danielle Ganek

BOOK: Amor a Cuadros
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Aún sigo admirándola cuando Lulú y Zach se unen a mí.

—Lulú quiere ver más —explica él—. Kranach tiene a una pintora joven. De Arizona. Se crió en una reserva, y su familia es más pobre que las ratas. Su padre es un jefe indio o algo así, pero no tienen dinero. Su obra incluye elementos de la cultura nativoamericana, es muy interesante.

—Vamos, Mia —sugiere Lulú—. Creo que me ha picado el gusanillo del arte.

*

Los tres echamos a andar juntos hacia Kranach. Imágenes nativoamericanas, colores intensos, algunas frases. Son piezas con fuerza, sí, pero no puedo evitar pensar que no me importaría haber nacido pobre y en una reserva, si hubiese sabido que, como resultado de ello, iba a acabar siendo una pintora con una exposición en Chelsea.

—En estas pinceladas se ve claramente la mano del artista, ¿verdad? —me pregunta Zach cuando nos detenemos frente a uno de los cuadros, el uno al lado del otro. Lulú ha seguido adelante para admirar otra pieza.

—Todos esos rojos tan intensos —añado—. Tiene buena mano para el color.

—Aunque también tiene algo de primitivo —dice—. Te golpea directamente al estómago. Casi como Basquiat.

La galería está abarrotada, pero nosotros estamos solos en mitad de un claro donde no hay gente. Como hago a veces, me pierdo en la contemplación del cuadro que tenemos delante, absorta en el tono de la pintura. Zach es una de las pocas personas que he conocido que siente el mismo entusiasmo por el arte que yo. A los otros hombres —vamos, tampoco fueron tantos— les interesaba mucho más el arte de los negocios que el arte propiamente dicho.

—¿Qué te parece? —me pregunta, en voz baja. Parece que de verdad le interesa mi opinión. Otra vez esa sinceridad suya.

—Me da la impresión de encontrarme en mitad de una reserva —digo—. ¿Cómo lo hace? Es como si de alguna manera nos hubiera transportado a otro lugar.

—No estoy seguro de querer ir a ese lugar —añade Zach—. Pero estoy de acuerdo contigo. Te transporta.

Después de esta galería nos pasamos por otras dos inauguraciones. Una es una exposición de fotos de presos; la otra, una composición con un montón de cristal y de flores. Zach sabe muchísimo sobre la historia del arte, y nos va enseñando cosas a las dos mientras recorremos las exposiciones. Hay algo que resulta muy sexy me doy cuenta de repente, como si se me hubiese encendido una bombilla sobre la cabeza, en alguien tan inteligente como Zach. Parece capaz de almacenar una cantidad enorme de información en el cerebro.

Me resulta agradable cómo toma sutilmente la iniciativa, señalando los puntos fuertes de cada obra, mencionando a artistas que les sirvieron de inspiración. Lulú y yo escuchamos con atención.

—¿Se os ocurre otra exposición que podamos visitar? —pregunta Lulú cuando salimos de la galería perfumada de flores—. Por mí, podemos seguir adelante.

—¿Alguien tiene hambre? —Zach nos mira primero a una y después a la otra.

—La verdad es que me muero de hambre —responde Lulú.

—Yo también —añado.

—Vivo en la Calle Dieciocho —dice Zach—. Vayamos a mi piso. Os haré algo.

Entonces recuerdo que la noche del martini me dijo que era chef aficionado. Un apasionado de la comida fue lo que dijo, creo.

*

El apartamento de Zach es precioso, todo decorado en maderas cálidas e iluminado con luces indirectas. Hay un salón grande con una cocina incorporada y una mesa de comedor a un lado. Una pared entera está cubierta de libros; de las demás cuelgan fotografías.

Hay una chimenea.

—¡Una chimenea! —exclamamos Lulú y yo al unísono. Me siento inmediatamente atraída por las fotografías, y me acerco a inspeccionarlas. Reconozco a Diane Arbus, Robert Frank y Lee Friedlander, pero no logro ubicarlas todas.

—Encenderé el fuego —sugiere Zach, sacando una cajita de cerillas largas del cajón con leña que hay a un lado de la chimenea. En un rincón, junto a las altas ventanas, hay una mesa de
backgammon
, a mitad de una partida, según parece. Los dos sofás parecen cómodos y muy mullidos, como si fueran a hacer que te hundieses en sus profundidades y que nunca más quisieses levantarte.

—Qué bonito —digo—. ¿Estás seguro de que no eres gay?

—No eres la primera persona que se extraña —dice, echándose a reír—. Lo dan por hecho porque trabajo en el mundillo del arte. Pero si lo soy, sigo en estado latente. Aún no he salido del armario.

—Entonces debes ser lo que llaman metrosexual —añado. No me reconozco a mí misma en mis comentarios. Creo que será mejor que deje de intentar ser mordaz, si eso es lo que soy. Está claro que no está funcionando—. ¿Has decorado el apartamento tú solo?

—Con mucha ayuda de mi madre.

—Mira, Mia, juega al
backgammon
—dice Lulú, señalando la mesa—. Tendremos que retarle a que se eche una partida con nosotras.

Zach abre una botella de vino tinto que, según dice es su favorito, y llena tres copas. Se mueve por su apartamento con una cierta gracia desgarbada, cómodo de estar en su piel. Es fácil que te guste alguien así, y a mí me gusta. Pero ahora estoy decidida. No pienso volver a enamorarme ni un poquito de nadie que trabaje en el mundillo del arte. Ni de un artista, ni de un marchante, ni de un coleccionista, ni siquiera del encargado de un museo. Debería buscarme a un científico simpático, o a un arquitecto, puede que incluso a un profesor.

—Por Jeffrey Finelli —dice Zach, alzando su copa. Me da la impresión de que Zach es una de esas personas que se dan cuenta de cuándo hay que celebrar algo. Seguramente es de esos chicos que organizarían una fiesta sorpresa por tu cumpleaños, o que te enviarían flores tan sólo porque es viernes.

—Por Jeffrey —repetimos, Lulú y yo, con las copas levantadas.

—¿Quién es el fotógrafo? —pregunta Lulú—. Bueno, no son todas del mismo, ¿verdad?

—Estas dos son de Diane Arbus, y no son reproducciones —dice Zach, señalando dos de mis fotografías favoritas de Diane Arbus—. Ésas son de Robert Frank.

—¿Quién hizo éstas? —pregunta Lulú, señalando tres fotografías borrosas de ruinas antiguas, castillos. Son fotos bonitas, pero no logro reconocer el estilo.

—Las hice yo —dice Zach, sacando una sartén de un cajón en la zona de la cocina.

—Guau —replica Lulú.

Vuelvo a mirar las fotografías. Evocadoras. Apasionadas. No son mi tipo, pero resultan muy interesantes.

Zach se pone manos a la obra, blandiendo un cuchillo grande. Mientras corta ajo en piezas diminutas, pone a cocer unos espagueti y remueve el aliño de una ensalada. Lulú y yo colocamos cubiertos de plata y unas servilletas sobre la mesa.

Mientras cocina, un delicioso aroma invade el apartamento, y Lulú y yo ponemos a Zach al día en cuanto a la exposición de Finelli.

—Todos vendidos —le digo—. Excepto el grande. El que Finelli le dijo a Lulú que pensaba regalarle.

—Bueno —interviene Lulú—. Ahora no estoy segura. Dane dijo que lo que quería regalarme era el mensaje. No el cuadro en sí.

—Dijo: ¿voy a regalarte
el
cuadro? ¿No
un
cuadro? —intenta aclarar Zach.

—Voy a regalarte un cuadro. Es la imagen que aparece en las invitaciones para la exposición.

—Yo también le oí decirlo —añado—. Me dijo que había tenido que regalarle un cuadro para conseguir que viniese.

—Entonces, ¿qué dijo? ¿
Un
cuadro o
el
cuadro? —repite Zach, haciendo una pausa junto al fuego para beber un sorbo de su copa.

Intento recordar las palabras de Jeffrey. El olor que desprende el ajo al dorarse es muy penetrante, y me doy cuenta de que tengo un hambre feroz.

—Ahora mismo no me acuerdo.

—No importa —dice Lulú—. No sé a qué cuadro se refería. Tampoco sé si lo que quiso decir es que quería regalarme el mensaje del cuadro o el cuadro propiamente dicho. Pero no importa, porque ahora lo quiero. Quiero mi retrato.

—Entonces tendrás que convencer a Simon Pryce de que te lo venda —dice.

—Aún mejor —replico—. Se ha ofrecido a cambiárselo. Puede vender todo lo que hay en el estudio si le da a ella esa obra maestra.

Zach asiente con la cabeza. Me doy cuenta de que ésta es exactamente la clase de información que anda buscando, pero estoy disfrutando demasiado del calor del fuego, de los aromas provenientes de la cocina y de la luz indirecta como para preocuparme de que lo que digo puede ayudarle a tramar una estrategia para que Connie Kantor se quede con el cuadro.

Llenamos nuestros platos. Espagueti perfectamente al dente con salsa pesto, finos filetes de pollo con salsa de limón, una crujiente ensalada con una vinagreta sorprendentemente buena. Zach es un cocinero increíble. Sospecho que se le dan bien la mayoría de las cosas que hace.

Después de nuestros elogios por la comida, la conversación parece discurrir sin un fin en concreto, y tocamos temas tan variados como la religión, el arte o el pretzel de chocolate perfecto. A Zach no le da miedo reírse de sí mismo ni de sus clientes, y cuenta unas anécdotas estupendas. Está al tanto de todo lo que se cuece en el mundillo del arte, y en las historias él siempre es el tío normal, el cuerdo en un mundo de locos. Para disfrute nuestro, representa ciertos papeles, imitando con exactitud algunos de los acentos. Lulú y yo no podemos evitarlo; no paramos de reír.

—Vamos, McMurray —dice Zach una vez hemos dejado los platos de la cena en el fregadero—. Vamos a echarnos una partida de
backgammon.
Lulú, tú te enfrentas al ganador.

—No pasa nada, vosotros jugad —dice Lulú—. Yo tengo que irme a casa.

—No, no te irás antes del postre —dice Zach.

—No, de verdad, mañana tengo que trabajar temprano —explica Lulú—. Aunque he decidido que odio mi trabajo.

Mientras Zach se acerca a la cocina a coger el postre, Lulú me arrastra hasta el tablero de
backgammon
y susurra:

—Perdona. Tres son multitud.

—No seas ridícula —protesto—. Seguramente soy yo la que sobra aquí, si sobra alguien.

Oh, Dios, entonces me doy cuenta: sobro aquí. Tres son multitud. Y ni siquiera había pensado en ello.

—¿Estás loca? Vosotros dos tenéis una química increíble. Será mejor que me vaya —insiste.

—No te atrevas —le digo—. No hay ninguna química. Ni mucho menos. Se trata de negocios. Quiere información, eso es todo. Es a ti a quien le gustaría conocer más a fondo.

Zach ha puesto un pastel a calentar en el horno.

—Fresa y ruibarbo. Sólo tardará unos minutos —anuncia.

Lulú y yo nos damos la vuelta para mirarlo, incrédulas.

—Da la casualidad de que tienes un pastel —dice—. Pero si no sabías que íbamos a venir esta noche.

Añado:

—¿Qué clase de persona guarda un pastel en la nevera?

Zach se encoge de hombros.

—Lo dices como si guardase una pistola cargada.

El pastel está increíble, dulce y ácido al mismo tiempo, caliente del horno con nata fresca por encima. Devoramos los primeros trozos, y después repetimos. Antes de que esta historia esté siquiera encaminada, voy a pesar ciento cincuenta kilos.

Después de la cena Zach y yo jugamos una partida de
backgammon
. Se nota que sabe jugar. Dame un respiro, pienso. Resulta que el
backgammon
es otra cosa más que se le da bien.

Sospecho que me ha dejado ganar. No hace falta, siento ganas de decirle. Lulú se disculpa por no jugar contra la ganadora, y las dos nos marchamos juntas.

—Lo he pasado genial —dice en el taxi, de camino a casa—. Parece que está completamente loco por ti.

—Tú eres la que está loca —replico—. No me interesa.

—¿Por qué no? Es adorable. Guapo, inteligente, gracioso. Las tres cualidades más importantes. Es un partidazo.

—Si es un partidazo, quédatelo tú.

—Pero ¿qué te pasa? Está claro que le interesas. Y no has dejado de sonreír en toda la noche. ¿Por qué ibas a rechazar a un chico tan estupendo?

No quiero verme obligada a contarle toda la historia, que todos causan muy buena impresión al principio. Y después, rápidamente, una vez han conseguido lo que quieren, se largan. No quiero verme obligada a contarle lo que pasó con Ricardo, el de Milán, que me dijo que me quería. Entonces tendría que hablarle también de Giles, y de Jean-Paul, y de los demás. Tendría que poner los distintos acentos, igual que hice cuando se lo conté a mis amigos, convirtiendo las partes más vergonzosas en anécdotas, como si así fueran a dejar de dolerme.

—Digamos simplemente que tengo una reputación que mantener —le digo—. Nada de tíos del mundillo del arte. Definitiva, terminante y categóricamente, no me interesa Zach Roberts.

Lulú niega con la cabeza.

—Como dijo Shakespeare: «Paréceme que mucho protestáis».

*

Aquella noche, impulsada por la ola de calor y de esperanza que han creado el pastel, el vino y la amistad, intento una vez más trabajar en el autorretrato. Coloco el caballete en posición en mitad de mi, simbólicamente, desordenado apartamento, mientras vierto el contenido de las carísimas pinturas al óleo en pequeños recipientes para mezclarlos, e intento situar la cabeza en el ángulo adecuado. Cuando me miro al espejo veo que tengo algo en los ojos, ¿qué será? No es duda. Más bien es inseguridad. Quiero plasmar una expresión que dé una idea de lo que significa tener veintiocho años y saber que eres adulta, pero al mismo tiempo preguntarte qué deberías ser cuando seas mayor. Quiero capturar el aspecto que tiene una persona cuando empieza a darse cuenta de que va a tener que renunciar a sus sueños. Quiero que el dolor de mis aspiraciones artísticas quede plasmado ahí, sobre el lienzo.

Mientras pinto, me pierdo en la alegría del trabajo. Después me invade una conocida sensación de vaga esperanza, de que tal vez logre capturar algo sobre el lienzo, la esencia de lo que percibe el ojo de mi mente. ¿Será eso a lo que se refería Jeffrey cuando hablaba de conocer a Dios? ¿Dios, eres tú?

A la fría luz de la mañana, por supuesto, me invade otra conocida sensación. El miedo. Lo que me imaginé como una especie de mirada interrogativa resulta parecerse más a un primitivo bulto de antiestética pintura marrón con una forma que recuerda lejanamente a un ojo humano.

9

Por favor, acudan a la reunión de marzo del club de lectura en casa de la Sra. de Martin Better

Lunes

El lunes, Simon me entrega las llaves de su adorado Jaguar.

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