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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

Alexis Zorba el griego (36 page)

BOOK: Alexis Zorba el griego
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El sueño se apoderó de mí, como un día ciertamente —nada hay más cierto— ha de apoderarse la muerte, y me deslicé blandamente en las tinieblas. No supe cuándo regresó Zorba, ni si regresó esa noche. Por la mañana lo hallé en la montaña reprendiendo a gritos a los obreros.

Nada de lo que hacían lo dejaba satisfecho. Despidió a tres obreros que se atrevieron a hacerle frente; empuñó el pico y con sus propias manos fue abriendo camino en la maleza y en el rocoso terreno, en la línea que él había señalado para colocar postes. Escaló la montaña, se encontró con los leñadores a quienes tenía ordenado que derribaran pinos y echó rayos y centellas contra ellos. Hasta se lanzó contra uno que tuvo la osadía de sonreírse y refunfuñar algunas palabras.

A la caída de la tarde bajó rendido, hecho andrajos, y se sentó junto a mí, en la playa. Le costaba abrir la boca, y cuando se decidía a hablar sólo se refería a maderos de construcción, cables, lignito, como lo haría cualquier contratista codicioso cuyo único propósito fuera entrar a saco en el lugar, retirar de él todo el proyecto que cupiere y marcharse de allí inmediatamente después.

En algún momento, incitado por el consuelo interior que me prodigaran mis meditaciones, estuve a punto de recordar a la viuda; pero Zorba tendió la manaza, y el ademán bastó para cerrarme la boca.

—¡No la menciones! —dijo con voz sorda.

Callé, avergonzado. Esto es ser hombre de verdad, me dije, envidiándole a Zorba la espontaneidad de su aflicción. Un hombre de sangre caliente y huesos sólidos, que cuando padece no disimula los lagrimones de sus ojos, y cuando está contento no avienta su alegría después de pasarla por fino tamiz metafísico.

Tres, cuatro días transcurrieron de tal manera. Zorba trabajaba de un tirón, sin respiro, sin comer, sin beber. Perdía carnes y fuerzas. Una noche le dije que doña Bubulina seguía enferma; no había venido a verla el médico, y ella en el delirio llamaba continuamente a Zorba.

Cerró los puños.

—Bien —dijo.

Por la mañana, al amanecer, se marchó a la aldea y regresó al poco rato.

—¿La viste? —le pregunté—. ¿Cómo sigue?

—No tiene nada —dijo—, sino que se muere.

Y a grandes zancadas se dirigió a la montaña.

Por la tarde, sin detenerse a cenar, cogió el bastón y salió.

—¿Adónde vas, Zorba? ¿A la aldea?

—No. Salgo a dar un paseíto, y vuelvo.

Tomó el camino de la aldea con resuelto paso.

Yo me sentía cansado y me acosté. De nuevo la imaginación me llevó en su vuelo por todo el orbe; resurgieron pasadas desazones, se deslizó el recuerdo por junto a las lejanas ideas y por último volvió a posarse en Zorba.

"Si alguna vez se encuentra en el camino con Manolakas —pensé—, no cabe duda de que el coloso cretense lo acometerá con saña. Dicen que estos días pasados no salió de su casa, que ruge sin parar, que no se anima a presentarse en la aldea y que jura que si da con Zorba "lo desgarra a dentelladas como a una sardina". Anoche, uno de los obreros lo vio mientras rondaba armado alrededor de la cabaña. Si se encuentran esta noche, ocurrirá una desgracia."

Me levanté de un salto, vestíme y a toda prisa me dirigí hacia la aldea. La noche suave, húmeda, tenía el aroma del alelí silvestre. Al cabo de un instante divisé en la sombra la figura de Zorba, que caminaba lentamente, como si estuviera cansado. De tanto en tanto, detenía la marcha para contemplar las estrellas y escuchar los rumores nocturnos; luego reanudaba el andar con paso algo más vivo; yo oía el golpear del bastón en las piedras del camino.

Íbase acercando al huerto de la viuda. Embalsamaban el aire las flores del limonero y de la madreselva. En ese momento desde los naranjos del huerto llegó, como claro manar de agua cantarina, la melodía conmovedora del ruiseñor. Cantaba, desgranaba sus trinos en las tinieblas, y el corazón se le encogía a uno en el pecho. Zorba se detuvo de repente, impresionado por la dulzura de aquel canto.

Sorpresivamente, los juncos que formaban el cerco se separaron; las afiladas hojas produjeron el rumor de aceros que chocan.

—¡Eh, compadre! —dijo una voz dura y agresiva—; ¡eh, viejo chocho, al fin te veo!

Se me heló la sangre en las venas. Sabía quién hablaba así.

Dio un paso Zorba, alzó el bastón y se detuvo de nuevo. Al fulgor de las estrellas, yo veía sus movimientos.

De un brinco, el gigantesco mozo estuvo fuera del cerco.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Zorba alargando el cuello.

—Soy yo, Manolakas.

—¡Sigue tu camino, vete!

—¿Por qué me has humillado?

—No he sido yo quien te ha humillado, Manolakas. Vete, te digo. Eres valiente; pero la suerte te fue adversa; la suerte es ciega ¿no lo sabes?

—Que sea la suerte o que no lo sea, que sea ciega o no —dijo Manolakas, y yo le oía rechinar los dientes—, quiero lavar la afrenta. Ahora mismo. ¿Tienes cuchillo?

—No —respondió Zorba—, sólo el bastón.

—Ve a buscar un cuchillo. Te espero aquí. ¡Ve!

Zorba no se movió.

—¿Tienes miedo? —dijo con irritada burla Manolakas ¡Ve, te digo!

—¿Para qué el cuchillo? —le contestó Zorba que comenzaba a acalorarse—. ¿Qué hago con un cuchillo, viejo, di? Recordarás que en la iglesia quien tenía cuchillo eras tú y no yo ¿verdad? Y, a pesar de todo, no me fue tan mal que digamos.

—¿Con que te mofas, además, eh? ¡Buen momento elegiste para burlas, ahora que tengo un arma en la mano y tú no la tienes! Trae tu cuchillo, puerco macedonio, y nos mediremos.

—Arroja el cuchillo como arrojo yo el bastón y nos mediremos si quieres. ¡Anda, hazlo, puerco cretense!

Y tal como lo decía, arrojó el bastón por encima de los juncos.

—¡Arrójalo! —gritó otra vez Zorba.

En puntas de pie, quedamente, me había acercado a ellos.

A la luz de las estrellas, pude ver el brillo de la hoja que caía entre los juncos.

Zorba se escupió las manos.

—¡Adelante! —exclamó, y dio un salto hacia el adversario.

Pero antes que ambos valientes tuvieran tiempo de asirse mutuamente, me interpuse entre ellos.

—¡Deteneos! —les grité—. Ven acá, Manolakas, ven tú también, Zorba. ¿No os sonroja esta conducta?

Ambos contendientes se acercaron con lentitud. Les tomé la mano derecha a uno y a otro.

—Daos las manos —dije—. Ambos sois buenos y valientes muchachos, debéis reconciliaros.

—Me ha humillado... —dijo Manolakas tratando de retirar la mano.

—No es cosa tan fácil humillarte a ti, Manolakas. Toda la aldea sabe lo valiente que eres. No recuerdes lo que ocurrió en la iglesia días pasados. Fue aquél un momento ominoso. Ya pasó, olvídalo. Ten en cuenta, además, que Zorba es forastero, que llegó aquí de Macedonia, y sería muy afrentoso para nosotros, cretenses, agredir a un huésped de nuestra tierra... ¡Ea!, dale la mano, que ésa es verdadera prueba de valor, y vente con nosotros a la cabaña. Beberemos un vaso de vino y asaremos un metro de salchichón, para confirmar las paces, Manolakas.

Lo tomé de la cintura y apartándolo un tanto del lugar, le dije en voz baja:

—Es un anciano, el pobre hombre. Que un joven fuerte como tú lo ataque, no es honroso.

Manolakas se calmó.

—Sea —dijo—, por darte gusto.

Dio un paso hacia Zorba, tendió la gran mano pesada y dijo:

—Bueno, compadre Zorba, olvídese lo pasado, dame la mano.

—Me has comido una oreja —contestó Zorba—, que te aproveche; toma, aquí tienes mi mano.

Se las estrecharon con fuerza, largo rato. Se las estrechaban cada vez con mayor fuerza y se miraban. Temí que de nuevo riñeran.

—Aprietas fuerte —dijo Zorba—, eres robusto, Manolakas.

—Tú también aprietas. ¡Anda, aprieta más, si puedes!

—¡Basta ya! —exclamé—. Vayamos a echar un trago en prueba de amistad.

Me coloque entre ambos, llevando a Zorba a mi derecha a Manolakas a la izquierda, y como buenos camaradas llegamos los tres a la playa.

—Llovió bastante esta primavera, tendremos magnífica cosecha —dije por variar los pensamientos.

Pero en ninguno de ellos hallaron eco mis palabras. Tenían aún encogido el corazón. Toda esperanza quedaba cifrada ahora en los buenos efectos del vino. Llegamos a la barraca.

—¡Sé bienvenido a nuestra casa, Manolakas! —dije—. Zorba, pon a asar el salchichón y prepara las cosas.

Manolakas se sentó en una piedra, frente a la cabaña; Zorba dio lumbre a unas ramillas, asó el salchichón, y llenó tres vasos.

—¡A tu salud, Manolakas! ¡A tu salud, Zorba! ¡Brindad juntos!

Brindaron; Manolakas dejó caer unas gotas de vino en el suelo:

—Que corra como este vino mi sangre —dijo—, si levanto la mano en tu daño, Zorba.

—Que la sangre de mis venas corra como este vino —replicó Zorba—, si no es cierto que olvidé que me has comido una oreja, Manolakas...

XXIII

A
L
despuntar del nuevo día, Zorba, sentado en la cama, me despertó.

—¿Duermes, patrón?

—¿Qué ocurre, Zorba?

—He tenido un sueño. Un sueño muy raro. Creo que no tardaremos en emprender un viaje. Escucha; que te hará gracia. Era, pues, aquí en el puerto, un barco grande como una ciudad. Sonaba la bocina, anunciando la inminente partida. Y yo llegaba a todo correr de la aldea para embarcarme y llevaba un loro en la mano. Llego, me trepo a bordo, acude el capitán: "¡Su pasaje!", me grita. "¿Cuánto cuesta?", le pregunté yo, extrayendo un puñado de billetes del bolsillo. "Mil dracmas." "¡Hombre! —le digo—, ¿no podrías, por favor, dejármelo en ochocientas?" "No, son mil." "Tengo ochocientas, tómalas." "Mil, ni un céntimo menos. Si no puedes pagarlas, márchate al instante." Entonces, me enojé: "Oye, capitán —le dije—, por tu alma te lo digo, toma las ochocientas que te doy, si no me despertaré, pobre amigo mío, y lo perderás todo".

Zorba lanzó una carcajada.

—¡Qué máquina curiosa, el hombre! Le echas pan, vino, pescados, rábanos, y te produce suspiros, risas y sueños. ¡Es una usina! En la cabeza llevamos un cine sonoro como esos que te dan cintas parlantes.

De improviso, Zorba saltó del lecho:

—¿Pero a qué venía el loro? —exclamó intranquilo— ¿Qué significaba el loro que embarcaba conmigo? ¡Ay!, mucho me temo...

No tuvo tiempo de terminar el pensamiento. Un mensajero, rechoncho y de cabellos rojos, con aspecto de verdadero demonio, entraba jadeante.

—¡Por amor de Dios! La pobre señora clama por el médico. Dice que se está muriendo, sí, que se muere y que ustedes habrán de sentir remordimientos por el abandono en que la dejan.

Me sonrojé: en el trastorno provocado por la triste suerte de la viuda, teníamos olvidada por completo a nuestra vieja amiga.

—¡Muy mala está la infeliz —prosiguió parlero el rojo—, tose de manera tal que tiembla toda la casa! Sí, sí, viejo, tose como un asno, en toda la aldea se la oye.

—¡No te burles —le grité—, cállate!

Escribí unas letras en un papel:

—Toma, llévale esto al médico y no vuelvas hasta que lo hayas visto con tus propios ojos montado en la mula. ¿Entiendes? ¡Márchate, ahora!

Tomó la carta, se la metió en la cintura y se fue.

Zorba, ya levantado, se vestía a toda prisa, sin decir palabra.

—Espérame, voy contigo.

—Tengo prisa, mucha prisa —dijo—, y salió.

Poco después emprendía yo también el camino de la aldea. El huerto de la viuda, abandonado, embalsamaba el aire. Delante de él, Mimito estaba acurrucado, erizado como can que sufrió un castigo; se había puesto más flaco aún, los ojos se le hundían en las órbitas y ardían afiebrados. Al verme, recogió una piedra con propósito hostil.

—¿Qué haces aquí, Mimito? —le pregunté mientras echaba una mirada triste al huerto: sentía en el cuello la tibieza de dos brazos fuertes y acariciantes; olía un perfume de flores de limonero y de aceite de laurel... no hablábamos; sólo veía a la luz del crepúsculo los ojos ardientes, muy negros; la dentadura, frotada con hojas de nogal, relucía, blanquísima...

—¿Por qué lo preguntas? —gruñó Mimito—. Anda, métete en lo tuyo.

—¿Quieres un cigarrillo?

—Ya no fumo. Todos son unos puercos. ¡Todos, todos, todos!

Calló, jadeante, como si buscara una palabra sin hallarla.

—Puercos... miserables... falsos... asesinos...

Ahora, sí, tenía la palabra que buscaba; con alivio dio unas palmadas.

—¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Asesinos! —gritó con voz aguda, y se echó a reír.

Se me encogió el corazón.

—Tienes razón, Mimito, tienes razón —murmuré alejándome con paso rápido.

A la entrada de la aldea vi al viejo Anagnosti, inclinado sobre el bastón, que miraba con curiosidad, sonriendo, el vuelo de dos mariposas amarillas que se perseguían en las frescas hierbas primaverales. En la vejez, libre ya de todo cuidado acerca del campo, de su mujer, de sus hijos, quedábale algún momento para pasear por el mundo una mirada desinteresada. Advirtió mi sombra en el suelo y levantó la cabeza.

—¿Qué buen viento te trae tan temprano? —me preguntó.

Sin duda, vio reflejada en mi semblante la inquietud de mi ánimo, pues sin esperar respuesta continuó:

—Ve pronto, hijo. Quién sabe si la hallarás con vida... ¡Pobrecilla!

El amplio lecho que tantos servicios prestara, compañero fiel, había sido corrido hacia el medio de la habitación, tan reducida, que casi la llenaba. A la cabecera, se inclinaba intranquilo y pensativo el leal consejero privado, con el brazo verde, el bonete amarillo, el ojo redondo y maligno, el loro. Contemplaba desde la jaula a su ama tendida y gemebunda e inclinaba un tanto a un lado la cabeza casi humana para escuchar.

No, no, no eran ya ahogados suspiros de placer amoroso tantas veces oídos, ni tiernos arrullos de paloma, ni risas cosquillosas. Por vez primera veía aquel sudor que rodaba en gotitas heladas por el rostro de su ama, aquella cabellera despeinada que se pegaba a las sienes, aquellas contorsiones de dolor, y lo inquietaba la novedad del espectáculo. Quería gritar: ¡Canavaro! ¡Canavaro! pero no le obedecía la voz.

Su desdichada dueña gemía dolorida; los brazos rugosos y blanduzcos alzaban y dejaban caer la sábana; parecía que se ahogaba. Sin afeites, abotagada, olía a sudor acre y a carne que empieza a echarse a perder. Los zapatos descalañados, deformes, asomaban bajo el lecho, y a su vista se oprimía el corazón. Más triste impresión causaban los zapatos que el estado de quien los usaba.

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