Tendió a cada uno una taza y se acurrucó en un rincón.
—Escribí a Atenas para que nos envíen unas hermosas coronas —agregó—. Igualmente encargué cirios blancos y confites de chocolate y de almendras asadas.
A medida que iba hablando se le exaltaba la imaginación. Brillábanle los ojos y cual el poeta en el instante ardoroso en que la inspiración le abrasa el alma, Zorba volaba por regiones donde la ficción y la realidad se confunden en fraterno abrazo. Puesto en cuclillas, reposaba. Absorbía ruidosamente el café, y dio lumbre al segundo cigarrillo: la jornada había resultado beneficiosa, en el bolsillo traía un pinar entero, las deudas quedaban liquidadas, sentíase satisfecho. Se lanzó, pues, sin meditarlo más:
—Nuestro casamiento, mi Bubulina, tiene que marcar época. ¡Ya verás qué traje de boda encargué para ti! Por eso me quedé tanto tiempo en Candía, amor de mi vida. Llamé a dos famosas modistas de Atenas y les dije: "La mujer con quien me caso no reconoce rival ni en Oriente ni en Occidente. Era la reina de cuatro potencias; hoy viuda por defunción de las potencias, consiente en aceptarme por esposo. ¡Quiero, por tanto, que su traje de boda no tenga par tampoco: seda, perlas; estrellas de oro!" Las modistas se asombraron: "¡Será demasiado hermoso! ¡Los invitados se deslumbrarán!" "¡Que se deslumbren —les dije—. ¡Qué me importa a mí del mundo entero, si mi bien amada está contenta!"
Apoyada en la pared, doña Hortensia escuchaba. Una sonrisa espesa, carnosa, se había inmovilizado en el rostro blando, arrugado, y la cinta rosada del cuello parecía a punto de desgarrarse.
—Te traje una cosilla esta noche —susurró.
Extrajo de la blusa un pañuelo anudado en una punta y se lo dio a Zorba. Él tomó con dos dedos el pañuelito, lo dejó sobre la rodilla y dirigió la mirada al mar.
—¿No desatas el nudo, Zorba? —dijo ella—. ¡Qué poca curiosidad tienes!
—Déjame que beba antes el café y termine de fumar el cigarrillo. Ya sé lo que hay dentro del nudo.
—¡Desátalo! ¡Desátalo! —suplicó la sirena.
—Antes quiero fumar mi cigarrillo, te he dicho.
Y me lanzó una mirada llena de reproche, como diciéndome: "¡Todo esto es por tu culpa!"
Fumaba lentamente, arrojando el humo por las fosas nasales, mientras contemplaba el mar.
—Mañana soplará el siroco —dijo—. Ha cambiado el tiempo. Los brotes se hincharán en las ramas, los pechos de las jóvenes también ¡pícara primavera, invento del diablo!
Calló. Luego, al cabo de un rato:
—Todo lo bueno que se encuentra en el mundo ¿no lo has observado, patrón?, es invento del diablo: las mujeres bonitas, la primavera, el lechoncito asado, el vino, todo obra del diablo. Y Dios ha creado a los monjes, al ayuno, a las mujeres feas ¡puah!
Y diciendo esto lanzó una mirada cruel a la pobre doña Hortensia que lo escuchaba acurrucada en un rincón.
—¡Zorba! ¡Zorba! —le suplicaba a cada instante.
Impertérrito, él encendió otro cigarrillo y siguió contemplando el mar.
—En primavera —continuó—, quien reina es Satán. Se aflojan las cinturas, se desabrochan los corpiños, suspiran las viejas... ¡Ea, doña Bubulina, abajo las patitas!
—¡Zorba! ¡Zorba!... —imploró de nuevo el lamentable andrajo. Se inclinó, tomó el pañuelito y lo puso por fuerza en la mano de Zorba.
Arrojó él entonces el cigarrillo, desató el nudo, y extendiendo el pañuelo en la palma, observó el contenido.
—¿Qué es esto, señora Bubulina? —dijo con desdén.
—Anillos, anillitos, tesoro mío. Alianzas —murmuró la vieja sirena muy temblorosa—. Presente se halla nuestro testigo ¡que Dios bendiga!, hermosa es la noche, anúnciase el siroco, Dios nos contempla ¡sellemos nuestros esponsales, Zorba de mi alma!
Zorba paseaba la mirada de doña Hortensia a mi persona, luego la bajaba a los anillos. Una turba de demonios luchaban en su ánimo, sin llevar ventaja ninguno de ellos. La desdichada lo miraba a él, en angustiosa espera.
De pronto sacudió la cabeza: la suerte estaba echada. Se le iluminó el semblante. Dio unas palmadas y se levantó de un salto.
—¡Salgamos —exclamó—, sea a la luz de las estrellas; que Dios nos vea! Patrón, toma los anillos. ¿Sabes salmodiar?
—No —le contesté, divertido—. ¡Pero no importa!
Ya había yo saltado del lecho y ayudado a la buena mujer a levantarse.
—Yo sí sé. Olvidé contarte que he sido también monaguillo, iba con el pope a las bodas, a los bautismos, a los entierros; aprendí de memoria los cantos de la Iglesia. ¡Ven, mi Bubulina, ven, pichoncito mío, acércate, mi fragata de Francia, ponte a mi derecha!
Una vez más, de todos los demonios interiores de Zorba, el demonio jocoso había salido vencedor. Sintió lástima de la vieja cantante, el corazón se le desgarraba ante las miradas tan ansiosas de aquellos abatidos ojos femeninos.
—¡Al diablo! —murmuró al decidirse—. Todavía puedo procurarle algún placer a la especie hembra. ¡No vacilemos!
Avanzó hacia la playa del brazo de doña Hortensia; me entregó los anillos; se volvió hacia el mar y comenzó a salmodiar:
"¡Bendito sea Nuestro Señor por los siglos de los siglos, amén!"
Luego se volvió hacia mí:
—Tiende el anzuelo, patrón.
—Esta noche no hay patrón —le dije—. Llámame compadre.
—Tiende el anzuelo, compadre, pues. Cuando te diga: "¡Ohé!", tú nos alcanzas los anillos.
Reanudó la salmodia con su fuerte voz de asno:
"¡Para el servidor de Dios, Alexis, y para la servidora de Dios, Hortensia, desposados uno con la otra, imploramos al Señor!"
—
¡Kyrie eleison! ¡Kyrie eleison!
—canturrié, conteniendo con dificultad la risa y las lágrimas.
—Quedan todavía una cantidad de historias, de las que maldito si me acuerdo... Pero vayamos al punto escabroso.
Brincando como un pez exclamó:
—¡Ohé! —y tendió hacia mí la manaza.
»Dame la mano, dueña de mi corazón —dijo a la novia.
La mano gordezuela, agrietada por las lejías del lavado, se tendió temblorosa.
Yo les puse los anillos a uno y otra, mientras Zorba, enajenado, gritaba como un derviche:
"¡El servidor de Dios, Alexis, queda desposado con la servidora de Dios, Hortensia, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén! ¡La servidora de Dios, Hortensia, queda desposada con el servidor de Dios, Alexis!"
»¡Ya está, se acabó, hasta el año próximo! Ven, pollita mía, que te dé el primer beso honrado que hayas recibido en tu vida.
Pero doña Hortensia rodaba por el suelo. Prendida a las piernas de Zorba, lloraba a lágrima viva. Zorba meneó la cabeza, compasivo:
—¡Pobres mujeres —murmuró—, qué bestias son!
Doña Hortensia se levantó, sacudióse las faldas y abrió los brazos.
—¡Eh! ¡Eh! —exclamó Zorba—. ¡Que estamos en Martes Santo, hoy; abajo las patas! ¡Que estamos en plena Cuaresma!
—¡Zorba mío!... —murmuró ella, desfallecida.
—Paciencia, rica mía; hasta Pascua de Resurrección, ayuno y abstinencia. Ahora, ya llegó el momento de que regreses a tu casa. ¿Qué dirá la gente si andas a estas horas por las calles?
Bubulina le imploraba con la mirada.
—¡No, no, no! —dijo Zorba—. ¡Hasta Pascuas! Ven con nosotros, compadre.
Y al oído me dijo:
—¡No nos dejes solos, por amor de Dios! Que no ando con ganas de broma.
Tomamos el sendero de la aldea. El cielo centelleaba, el aroma del mar nos envolvía, las aves nocturnas ululaban. La vieja sirena, colgada del brazo de Zorba, dejábase arrastrar, feliz y melancólica.
Había arribado al fin al puerto tan deseado. Su vida entera había sido un puro cantar, jarana tras jarana, y mofa continua de las mujeres honestas. Pero el corazón le sangraba. Cada vez que ambulando por las calles de Alejandría, de Beirut o de Constantinopla, perfumada, densamente revocada, cubierta de llamativos atavíos, veía a unas mujeres que amamantaban a sus pequeñuelos, el pecho le hormigueaba, se le henchía, erguíansele los pezones, anhelantes de la succión de una boquita infantil. "Casarme, casarme, tener un hijo..." Suspiró su más íntimo deseo a lo largo de toda la vida, aunque jamás había confiado su pena a nadie. Y ahora ¡loado sea Dios!, un poco tarde quizás, pero más vale tarde que nunca, desmantelada, castigada por el batir de las olas, entraba al fin en el puerto tan ardiente y persistentemente deseado.
Alzaba de tanto en tanto los ojos y furtivamente observaba al hombrón que la llevaba de bracero: Sin duda, no es éste, pensaba, un rico bajá de fez con borla de oro, ni un hermoso hijo de bey; pero mejor que nada es, y ¡Dios sea loado!, será mi marido, mi marido de veras ¡mil veces loado sea Dios!
Zorba sentía el peso de la mujer en el brazo y se apuraba por llegar a la aldea cuanto antes y verse libre de ella. Y la infeliz tropezaba en las piedras, casi se le arrancaban las uñas del dedo gordo de los pies, le dolían los callos; pero no se quejaba. ¿Para qué hablar? ¿Por qué lamentarse? ¡Si todo estaba bien, muy bien, gracias a Dios!
Habíamos dejado atrás la higuera de la Señorita y el huerto de la viuda. Las primeras casas de la aldea aparecieron. Nos detuvimos.
—Buenas noches, tesoro —dijo la vieja sirena, zalamera, alzándose en puntas de pie para llegar con los suyos a los labios del novio.
Pero Zorba no se inclinó.
—¿Quieres que me eche a tus pies y te los bese, mi amor? —dijo la mujer a punto de prosternarse.
—¡No, no! —protestó Zorba, conmovido, estrechándola entre sus brazos—. Yo soy quien debía besar los tuyos, corazón; pero me siento fatigado. ¡Buenas noches!
Nos separamos de ella y emprendimos callados el camino de regreso respirando a pleno pulmón el aire embalsamado. Zorba me interpeló de repente:
—¿Qué corresponde hacer, patrón? ¿Reír? ¿Llorar? Dímelo tú.
No le di respuesta: yo también sentía anudada la garganta y no sabía por qué. ¿Sollozo? ¿Ganas de reír?
—Patrón, ¿cómo llamaban a ese bandolero de dios antiguo que no dejaba a ninguna hembra quejosa? Algo oí contar a su respecto. Al parecer, también él se teñía las barbas, y llevaba tatuados en los brazos corazones, flechas y sirenas; se disfrazaba, según dicen: tomaba forma de toro, de cisne, de cabrón, de asno —dicho sin ofensa—, de cualquier cosa que deseara cada una de sus pícaras amigas. ¡Dime su nombre!
—Supongo que te refieres a Zeus. ¿Cómo te acordaste de él?
—¡Que Dios haya su alma! —exclamó Zorba alzando los brazos—. ¡Las habrá pasado duras, el pobrecillo! ¡Lo que habrá tenido que padecer! ¡Un verdadero mártir, patrón, créelo, que lo dice quien lo sabe! Tú te tragas todo lo que te cuentan los libros: detente un momento a considerar qué gente es la que los escribe. ¡Pedantones! ¿Qué saben en materia de mujeres y de los que andan tras las mujeres? ¡Nada en absoluto!
—¿Por qué no escribes tú, Zorba, y nos explicas todos los misterios del mundo? —dije con intención burlona.
—¿Por qué? Pues por la razón de que yo los vivo, esos misterios que tú dices, y no me queda tiempo para otra cosa. A veces es la guerra, a veces la mujer, a veces el
santuri
: ¿dónde el ocio para la pluma destiladora de disparates? Por eso hubo de caer en manos de los rascapapeles. Todo el que vive los misterios, ya lo ves, no tiene tiempo para escribirlos; los que los escriben no tienen tiempo para vivirlos. ¿Comprendes?
—Volvamos a lo nuestro: ¿decías de Zeus?
—¡Ah, pobre tipo! —suspiró Zorba—. Sólo yo sé cuánto ha padecido. Quería a las mujeres, ciertamente, pero no al modo que suponen ustedes los emborronadores de papeles. ¡No, por cierto! Él se compadecía de ellas. Comprendía cuál era su padecer, se sacrificaba por ellas. Cuando advertía que en un rincón provinciano alguna solterona se agostaba de deseo y de pesar por el tiempo perdido, o alguna hermosa mujercita —aunque no fuera hermosa, aunque pareciera un monstruo— abandonada por ausencia de marido, no podía conciliar el sueño, se persignaba el pobre, el hombre de buen corazón, cambiaba de traje, adoptaba la figura que imaginaba en ese instante la mente de la mujer, y sin vacilar se entraba en su alcoba.
»No lo movía el afán de amoríos, te lo aseguro. A menudo, hasta se sentía sin fuerzas, y la cosa es comprensible: ¡cómo dar satisfacción a tantas cabrillas, pobre macho! Más de una vez, la fatiga lo acorralaba, se hallaba fuera de caja ¡desventurado Zeus! Al amanecer regresaba diciendo: "¡Ay, Dios mío, cuándo me será dado acostarme y dormir tranquilo! ¡Ya no doy más!" Pero hete que oye de pronto un suspiro: en la tierra, una mujercita ha arrojado de sí las sábanas, se ha salido a la terraza casi en cueros vivos, y lanza unos suspiros capaces de mover aspas de molino... Y ahí tienes a nuestro Zeus trastornado: "¡Qué miseria —exclama—, tengo que bajar nuevamente a la tierra; una mujer se lamenta y he de consolarla!"
»Tanto fue el cántaro a la fuente... Pues, señor, al fin lo dejaron huero las mujeres: con los riñones quebrados, vomitando, paralítico, se murió. Entonces fue cuando su heredero, Cristo, llegó. Vio en qué lamentable estado había quedado el viejo. Y exclamó: "¡Cuidado con las mujeres!"
Admiraba yo la frescura de espíritu de Zorba y me desternillaba de risa.
—Ríete, patrón, ríete. Mas si el diablo-dios hace que nuestros asuntos marchen bien —cosa que dudo, ¡pero en fin!— ¿sabes qué tienda pienso abrir? ¡Una agencia matrimonial! Sí, viejo mío... "Agencia matrimonial Zeus". Y las desventuradas mujeres que no pudieron hallar marido, se me vendrán a montones: las solteronas, las feotas, las tuertas, las bisojas, las cojas, las corcovadas; y yo las recibiré en un bufete cuyas paredes estarán cubiertas de retratos de jóvenes hermosos, y les diré: "Escojan, señoras mías, elijan al que más les guste y yo me encargo de las diligencias necesarias para que ese solterito sea un buen marido." Entonces, buscaré a cualquier mozo más o menos parecido, lo vestiré como aparece en el retrato, le daré dinero y le indicaré: "Tal calle, tal número. Allí hallarás a una fulana, le arrastrarás el ala; no te muestres asqueado: yo pago. Acuéstate con ella. Dile todas las ternezas que los hombres suelen decirles a las mujeres y que ella no ha oído en su vida, pobre criatura. Júrale que te casarás con ella. Procúrale un poquillo de placer a la infortunada, de ese placer que ignora y que cualquier cabra, y hasta cualquier tortuga o cualquier mosca ha gozado."
»Y si ocurriere que alguna vieja chiva, como nuestra Bubulina ¡que Dios bendiga!, no hallara a nadie, por mucho que se le pagare, dispuesto a consolarla, pues bien, después de persignarme, yo mismo, el director de la Agencia, lo tomaré a mi cargo. Y aunque todos los tontos del mundo digan: "¡Vea usted eso! ¡Viejo libertino! ¿Acaso no tiene ojos para ver ni narices para oler?" Yo les retrucaré al instante: "Sí tal, cáfila de burros, tengo ojos; sí, gente sin corazón, tengo narices; ¡pero también tengo compasiva el alma! Y cuando late el corazón en el pecho, no hay ojos ni narices que valgan."