Alexis Zorba el griego (37 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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Zorba, sentado a la cabecera de la enferma, contemplaba el par de zapatos sin poder apartar de ellos la mirada. Apretaba los labios para evitar los sollozos que pugnaban por brotar. Entré, me senté detrás de él, sin que me oyera.

La infeliz respiraba con dificultad, sofocada, Zorba descolgó un sombrero adornado con rosas bordadas para abanicarla. Agitaba la manaza muy rápida y desmañadamente, como si apantallara unos carbones húmedos para darles lumbre.

Abrió ella espantados ojos y miró en torno de sí. Todo estaba oscurecido, no distinguía cosa alguna, ni siquiera a Zorba que la abanicaba con el florido sombrero.

Todo era inquietante y sombrío; unos vapores azules surgían del suelo y variaban de formas, convirtiéndose en bocas reidoras, en pies ganchudos, en alas negras. Clavó las uñas en la almohada humedecida con lágrimas, saliva y sudor, y lanzó un grito clamoroso:

—¡No quiero morirme! ¡No quiero!

Las dos plañideras de la aldea, noticiosas del estado en que se hallaba, acudieron; se deslizaron en la habitación y permanecieron sentadas en el suelo, de espaldas a la pared.

El loro fijó en ellas el redondo ojo, irritóse, tendió el cuello y gritó: "¡Canav...", pero Zorba alzó la mano con enojo hacia la jaula y el loro calló.

De nuevo oyóse el clamor desesperado:

—¡No quiero morirme! ¡No quiero!

Dos jóvenes imberbes y atezados asomaron las narices, miraron con atención a la enferma, cruzaron satisfechos entre sí una señal de conformidad y desaparecieron luego. Al instante se oyeron en el patio cacareos asustados y batir de alas: alguien daba caza a las gallinas.

Una de las plañideras, la tía Malamatenia, se dirigió a su compañera:

—¿Los viste, tía Lenio, los viste? ¡Qué prisa llevan, los muertos de hambre; les van a retorcer el cuello a las gallinas y a comerlas todas! Cuanto holgazán hay en la aldea se está ahora en el patio entrando a saco con lo que a mano encuentren.

Luego volviéndose hacia el lecho de la moribunda:

—Muérete de una vez, viejecilla, apúrate a entregar el alma, que podamos nosotras también llevarnos algo.

—Para que sepas la verdadera verdad de Dios —dijo la tía Lenio frunciendo la desdentada boquita—, para que sepas la verdadera verdad de Dios, tía Malamatenia, esos mozos obran bien... "Si quieres comer, hurta; si quieres poseer algo, róbalo", me aconsejaba mi finada madre. En cuanto a nosotras, con cumplir de prisa con las lamentaciones fúnebres, tiempo nos quedará para coger un puñado de arroz, un poco de azúcar, alguna cacerola, y colmar de bendiciones la memoria de esta pobre... No tenía hijos ni padres vivos, ni deudos ¿quién se comería, pues, las gallinas y los conejos? ¿Quién se bebería el vino? ¿Quién hereda los carretes de hilo, los peines y los dulces? ¡Eh, tía Malamatenia! ¿Qué te diré yo? ¡Dios me perdone, siento unas ganas muy vivas de hincar ya la uña en lo que pueda!

—¡Espera, mujer, no te apresures demasiado! Yo pienso lo mismo; pero esperemos a que entregue el alma antes.

Entretanto, la moribunda farfullaba nerviosa en la almohada. Había retirado del cofre, en cuanto se vio en trance de muerte, un crucifijo de hueso pulido y lo tenía bajo la almohada. Desde años atrás lo tenía olvidado en el cofre, entre camisas deshilachadas y andrajos de terciopelo. Como si Jesús fuera un remedio que sólo se usa en las enfermedades graves, y mientras dure la buena salud y se coma bien, se beba bien y se ame sin cuidados, para nada sirviera.

Tomó a tientas el crucifijo, lo apretó contra el pecho bañado en sudor.

—¡Mi Jesús! ¡Jesús mío de mi alma...! —murmuraba fervorosamente, estrechando contra sí al último de sus amantes.

Las palabras, a medias francesas, a medias griegas, se le confundían en la expresión de su ternura apasionada. El loro la oyó. Percibió que el tono de la voz había cambiado, recordó las noches en vela de otrora y se irguió jubiloso:

—¡Canavaro! ¡Canavaro! —gritó con voz ronca, tal como un gallo que anuncia la salida del sol.

Zorba no tuvo fuerzas para imponerle silencio. Contempló a la mujer que lloraba y besaba al Crucificado, mientras inesperada dulzura le iluminaba el rostro consumido.

Abrióse la puerta y entró el tío Anagnosti quedamente, con el gorro en la mano. Se acercó al lecho de la enferma, se inclinó e hincó las rodillas.

—¡Perdóname, buena mujer, y Dios te perdone a ti! ¡Si en alguna ocasión oíste una palabra dura de mis labios, flacos hombres somos, perdónamela!

Pero la buena mujer se hallaba ahora tendida muy tranquila, sumida en inefables delicias, y no oía la voz del viejo Anagnosti. Todos los tormentos de su alma habíanse borrado: vejez mísera, burlas de la gente, tristes veladas solitarias, cuando sentada a la puerta sin compañía alguna tejía medias groseras de campesina, cual otra cualquiera honrada mujer sin importancia del pueblo. Y había sido una parisiense elegante, irresistible, incitadora, que había mecido en sus rodillas a las cuatro grandes potencias y había recibido el saludo de cuatro grandes escuadras... Mar azul oscuro, olas espumosas, fortalezas flotantes que las olas mecen, pabellones que ondean en los mástiles. Se percibe el olor de las perdices que se asan y de los salmonetes en la parrilla; llegan las frutas refrescadas en platos de cristal tallado; el corcho del champaña salta hasta el techo. Barbas negras, castañas, grises y muy rubias, perfumes diversos, agua de colonia, violeta, almizcle, ámbar; las puertas del camarote metálico se cierran, las pesadas colgaduras caen, se encienden las luces. Doña Hortensia cierra los ojos: toda su vida de amor, toda su vida de tormento ¡ay, Señor! apenas había durado un segundo... Va pasando de rodillas en rodillas, estrecha entre sus brazos túnicas bordadas de oro, hunde los dedos en espesas barbas perfumadas. Los nombres, no los recuerda, como no los recuerda su loro. Sólo recuerda el de Canavaro, porque era el más joven y porque el nombre era el único que el loro podía decir; los otros eran embrollados, difíciles, y se perdieron.

Doña Hortensia suspiró profundamente y apretó con unción el crucifijo contra el pecho.

—Mi Canavaro, mi Canavarito... —murmuraba delirante.

—Ya no sabe lo que dice —murmuró la tía Lenio—. Debe de haber visto a su ángel de la guarda y se asustó... Desatemos las pañoletas y acerquémonos.

—Oye ¿no tienes temor de Dios? —dijo la tía Malamatenia—. ¿Querrías dar comienzo a las lamentaciones cuando aún no ha muerto?

—¡Ea, tía Malamatenia —gruñó sordamente la otra—, en lugar de pensar en los cofres y en las ropas que contienen, y afuera, en las gallinas y conejos y otros bienes, me dices que antes ha de entregar el alma! ¡Toma lo que pueda quien se atreva!

Y diciendo esto se levantó y la otra la siguió con desgano. Desatáronse las negras pañoletas, despeináronse las escasas canas, agarrándose de los bordes del lecho. La tía Lenio dio comienzo a la ceremonia lanzando un grito agudo que estremecía de espanto:

—¡Iiiiii!...

Zorba de un brinco tomó a las viejas de los cabellos y las empujó hacia atrás.

—¡Callad, viejas lechuzas! —exclamó—. ¿No veis que vive aún? ¡El diablo os lleve!

—¡Viejo chocho —gruñó la tía Malamatenia—, qué tendrá que meterse en lo ajeno, este forastero!

Doña Hortensia, la vieja sirena tan sacudida de los temporales, oyó el estridente grito y su grata visión se desvaneció; la nave almirante naufragó; las carnes asadas, el champaña, las perfumadas barbas, desaparecieron y ella volvió a verse de nuevo en su lecho de muerte, que hedía, allí en un apartado rincón del mundo. Hizo un movimiento como para levantarse, como para huir; pero cayó sin fuerzas y clamó otra vez, más quedamente, con tono lamentoso:

—¡No quiero morirme! ¡No quiero!...

Zorba se inclinó hacia ella, tocóle con la callosa manaza la frente que ardía, separó los cabellos pegados al rostro y con los ojos de pájaro llenos de lágrimas, murmuró:

—Calla, calla, querida, aquí estoy yo, Zorba, no tengas miedo...

Y de rondón los muertos recuerdos volvieron como enorme mariposa de color del mar y recubrieron la cama por completo. La moribunda tomó la rugosa mano de Zorba, estiró lentamente el brazo y lo echó en torno de su cuello inclinado hacia ella. Los labios se movieron:

—Mi Canavaro, mi Canavarito...

El crucifijo cayó de la almohada, rodó por el suelo y se quebró. Una voz de hombre llegó desde el patio:

—¡Eh, compañero, pon la gallina, que el agua hierve!

Yo estaba sentado en un rincón de la pieza; de cuando en cuando se me llenaban de lágrimas los ojos. Esto es la vida, decía entre mí, abigarrada, incoherente, indiferente, perversa. Despiadada. Estos primitivos campesinos cretenses rodean a una vieja cantante venida del extremo del mundo y contemplan el espectáculo de su muerte con alegría cruel, como si no fuera la pobre un ser humano como ellos. Como si un pájaro exótico de plumaje de variados colores, con las alas rotas, hubiera caído en la costa, y ellos se congregaran para contemplarlo. O tal como si se estuviera muriendo a vista de todos ellos un viejo pavo real, una vieja gata de angora, una foca enferma...

Desprendió suavemente Zorba el brazo que le sujetaba el cuello y se levantó pálido. Con el dorso de la mano se enjugó los ojos. Miró a la enferma, sin distinguir nada. No veía. Enjugóse nuevamente los ojos y vio entonces que agitaba los pies hinchados y que torcía la boca con espanto. Sacudió el cuerpo una vez, dos veces; la sábana se deslizó al suelo y se la vio casi desnuda, bañada en sudor, hinchada, mostrando la piel un color amarillo verdoso. Lanzó un gritito agudo, estridente, de ave de corral degollada, y luego se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos, horrorizados, vidriosos.

El loro saltó al suelo de la jaula, se agarró de los alambres y observó curioso cómo Zorba alargaba la pesada mano por sobre su ama, y con indecible ternura le cerraba los ojos.

—¡Pronto, ayudad vosotras! Que ya ha finado —chillaron las plañideras arrojándose hacia el lecho. Lanzaron largo grito meciendo el busto de adelante hacia atrás, cerrando los puños y dándose golpes con ellos en el pecho. Poco a poco la lúgubre y monótona oscilación las llevaba a leve estado de hipnosis; antiguas aflicciones las invadían como un veneno, la corteza del corazón se rasgaba y el canto fúnebre surgía clamoroso de sus labios.

"No era tiempo aún de que te ocultaran bajo tierra."

Zorba salió al patio. Sentía ganas de llorar, pero se avergonzaba ante las mujeres. Recuerdo que un día me dijo: "No me sonroja llorar, no, siempre que sea sólo en presencia de hombres. Entre hombres existe cierta fraternidad. Y uno no se avergüenza ¿no es cierto? Pero en presencia de mujeres es necesario conservar la entereza de ánimo. Porque si damos nosotros también rienda suelta al llanto ¿qué sería de las pobres infelices? ¡El fin del mundo!"

Laváronle el cuerpo con vino; la vieja amortajadora abrió el cofre; sacó de él ropa limpia, para cambiarla; le echó encima un frasquito de agua de colonia. Desde los cercanos huertos acudieron las moscardas a depositar sus huevos en las fosas nasales, en los párpados y en las comisuras de la boca.

Caía la tarde. El cielo, hacia occidente, irradiaba infinita calma. Nubecillas rojas, algodonosas, nimbadas de oro, flotaban lentas en el violeta oscuro del atardecer, cambiando continuamente de forma: navíos, cisnes, monstruos fantásticos de algodón y de seda desgarrada. Por entre los juncos del cerco se veía a lo lejos la bruñida superficie del mar.

Dos cuervos bien nutridos bajaron de una higuera y echaron a andar por el patio. Zorba, irritado, cogió una piedra y los espantó.

En el otro extremo del patio los merodeadores de la aldea tenían aprontada una comilona copiosa. De la cocina sacaron la mesa grande, rebuscaron por todas partes y hallaron pan, platos, cubiertos, una damajuana de vino; hirvieron varias gallinas, y ahora, contentos y hambrientos, comían y bebían entrechocando los vasos.

—¡Que Dios haya su alma! ¡Y que se borren de la cuenta todas las acciones que puedan condenarla!

—¡Y que todos sus amantes, muchachos, convertidos en ángeles se lleven su alma!

—¡Anda! —dijo Manolakas—. ¡Ahí está el viejo Zorba arrojándoles piedras a los cuervos! Se ha quedado viudo, invitémoslo a beber una copa en memoria de su pollita. ¡Eh, viejo Zorba, eh, paisano!

Zorba se volvió hacia ellos. Vio la mesa servida, las gallinas humeantes en las fuentes, el vino centelleante en los vasos, los robustos mozos bronceados por el sol con los pañuelos atados a la cabeza, rebosantes de juventud despreocupada.

—¡Zorba! ¡Zorba! —murmuró para sí—. ¡Ánimo! ¡Aquí quiero verte!

Se acercó, bebió un vaso de vino, luego otro, y un tercero, de un trago; comió un muslo de pollo. Le hablaban y no contestaba. Comía y bebía de prisa, glotonamente, a grandes bocados, a grandes tragos, silenciosamente. Miraba hacia la pieza donde yacía inmóvil su vieja amiga y escuchaba el canto fúnebre que llegaba desde la ventana abierta. De tanto en tanto se interrumpían las melódicas lamentaciones para dar paso a un rumor de gritos, de disputas, de puertas de armarios que se abrían y cerraban, de pataleos precipitados como de gente que riñera. Y, de nuevo, el lastimero canto resurgía monótono, desesperado, suave, como el zumbido de una abeja.

Las plañideras corrían de aquí para allá por la cámara mortuoria, cantando las lamentaciones rítmicas a la vez que registraban frenéticas todo rincón. Abrieron un armarito, hallaron en él cinco o seis cucharillas, un poco de azúcar, un pote con café en grano, otro pote con bollos. La tía Lenio sin vacilar se apoderó del café y de los bollos, la vieja Malamatenia del azúcar y de las cucharillas. Cogió también dos bollos, se los metió en la boca y de este modo el canto funerario surgió ahogado al través de las azucaradas pastas.

—"Que lluevan flores para ti, y manzanas en tu delantal..."

Dos viejas se escurrieron en la pieza, se arrojaron sobre el cofre, hundieron en él las manos, sacaron algunos pañuelitos, dos o tres servilletas, tres pares de medias, unas ligas, se los metieron en el corpiño, volvieron el rostro hacia la muerta y se persignaron.

La tía Malamatenia viendo el pillaje del cofre montó en cólera:

—¡Sigue tú, vieja, que vuelvo al instante! —le gritó a la tía Lenio. Y se echó a su vez de cabeza en el cofre. Guiñapos de raso, una gastada bata de color de berenjena, viejas sandalias rojas, un abanico roto, una sombrilla escarlata nuevecita y allá en el fondo un tricornio viejo de almirante, fue el mirífico botín. El tricornio era un obsequio de mejores tiempos: cuando se hallaba a solas lo calzaba frente al espejo y con gravedad melancólica admiraba su propia figura.

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