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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

Alexis Zorba el griego (40 page)

BOOK: Alexis Zorba el griego
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—Iré a ver qué está haciendo nuestro incendiario y le echaré una manta para que no tome frío. Llevaré las tijeras, que no estarán de más.

Provisto de ambas cosas, salió, riéndose, hacia la orilla del mar. Acababa de asomarse la luna. Arrojaba sobre la tierra una luz lívida, enfermiza.

Solo, cerca del fuego, iba yo pesando las palabras de Zorba, tan plenas de sentido y que exhalaban como un cálido olor a tierra. Advertíase que surgían de la raíz de sus entrañas y traían consigo todavía la tibieza de la humana temperatura. Las palabras mías eran de papel. Bajaban de la cabeza apenas regadas con una gota de sangre. Y si algún valor tenían era el que esa gota de sangre les daba.

De bruces en el suelo, estaba removiendo las cenizas calientes, cuando entró Zorba sorpresivamente, caídos los brazos, aturdido.

—Patrón, no te asustes...

Me levanté de un brinco.

—El monje ha muerto —dijo.

—¿Ha muerto?

—Lo vi acostado en una roca. Lo iluminaba la luna. Me arrodillé a su lado y comencé a cortarle las barbas y lo que quedaba del bigote. Mientras yo cortaba, él permanecía quieto. Llevado del entusiasmo le corté también los mechones de pelo; por lo menos una libra de pelo le quité. Al verlo así esquilado como una oveja, solté la risa: "¡Oye, señor Zaharia —le dije—, despierta y mira qué milagro hizo la Virgen!" ¡Que si quieres! ¡No se movía! Lo sacudo de nuevo ¡y nada! "¿No habrá liado los petates el pobre viejo?", me pregunto. Le abro el hábito, desnudo el pecho, le pongo la mano en el corazón. ¿Tac, tac, tac? ¡Nada! La máquina estaba parada.

Al paso que hablaba, volvíale la jovialidad a Zorba. La muerte por un instante lo dejó suspenso; pero pronto la colocó en el sitio que le correspondía.

—¿Y qué hacemos ahora, patrón? Mi parecer es que le prendamos fuego. Quien a petróleo mata, a petróleo muere, ¿no lo dice así el Evangelio? Y con el hábito endurecido por la grasa amontonada en tanto tiempo de uso y, además, impregnado de petróleo, arderá como un Judas de Jueves Santo.

—Haz lo que quieras —dije incómodo.

Zorba se sumió en intensa meditación.

—¡Qué fastidio! —dijo por fin—. ¡Qué gran fastidio! La ropa, sí, arderá como una antorcha; pero él, pobre tipo, que no tiene más que piel y huesos... Tan delgado está que tardaría mucho en reducirse a cenizas. Ni siquiera una onza de grasa hay en él para ayudar al fuego.

Meneando la cabeza, agregó:

—Si existiera Dios, ¿no habría previsto el caso y no lo hubiera hecho bien gordito, con grasa en abundancia, para librarnos de fatigas? ¿Qué piensas tú?

—No me enredes en esta historia, te he dicho. Haz lo que te parezca, y pronto.

—Lo mejor sería que de todo este embrollo saliera algún milagro. Que los monjes se convencieran de que Dios mismo se hizo barbero y que después de afeitarlo le dio muerte en castigo de haber dañado al monasterio.

Se rascó el cuero cabelludo.

—Sí, ¿pero qué milagro? ¿Qué milagro? Aquí quiero verte, Zorba.

La luna en cuarto creciente, a punto de ocultarse, se hallaba al borde del horizonte, de color de cobre en ignición.

Cansado, me acosté. Cuando desperté al alba, vi junto a mí a Zorba que preparaba café. Estaba pálido y con los ojos enrojecidos e hinchados por haber pasado en vela toda la noche. Pero los gruesos labios de macho cabrío sonreían con malicia.

—No dormí en toda la noche, patrón; tuve mucho que hacer.

—¿Qué tenías que hacer, desalmado?

—El milagro.

Rióse y apoyó un dedo en los labios.

—No te lo diré. Mañana inauguramos el teleférico. Los tocinos andantes han de venir a bendecir las obras y entonces se revelará el nuevo milagro de la Virgen de la Venganza ¡infinita es su Gracia!

Sirvió el café.

—Viejo, bien podría ser yo
higúmeno
. Si abriera un monasterio, cerrarían todos los demás por falta de parroquia. ¿Queréis lágrimas? Pues con una esponjita detrás de los iconos haría llorar a todos los santos. ¿Truenos queréis? Con un aparato de estruendo bajo la Santa Mesa, satisfago a los más exigentes. ¿Fantasmas deseáis? Con dos monjes de confianza errabundos por la noche en los tejados del monasterio envueltos en sábanas ¡abur! Y cada año aprontaría para la festividad del santo patrono una cáfila de cojos, ciegos y paralíticos que recobraran la vista y se echaran a bailar con frenesí. ¿Por qué ríes, patrón? Un tío mío encontró una vez un pobre mulo viejo en trance de muerte. Abandonado en la montaña para que reventara en paz. Mi tío se lo llevó. Todas las mañanas lo dejaba en un prado y recogíalo por la noche. "¡Eh!, tío Haralambos —le decía la gente—, ¿qué piensas sacar de esa ruina andante?" "Me sirve como fábrica de estiércol", respondía mi tío. ¡Pues bien, a mí, patrón, el monasterio me serviría como fábrica de milagros!

XXV

A
QUELLA
víspera del 1 de mayo no he de olvidarla en los días de mi vida. El aparato teleférico estaba pronto con todos sus pilares, cable y poleas que brillaban al sol mañanero. Enormes troncos de pino, apilados en la cima de la montaña, y un conjunto de obreros esperaban allá arriba el momento de colgar los troncos del cable para lanzarlos hacia el mar.

Una gran bandera griega ondeaba en el pilar de partida, en la montaña, y otra en el pilar de llegada, en la orilla. Frente a la barraca, Zorba tenía listo un barrilito de vino y por allí cerca un cordero bien gordo se cocía al asador. Después de la bendición y de la inauguración del aparato, los invitados beberían un vaso de vino, brindando por nuestra prosperidad.

Zorba había descolgado la jaula del loro y la había colocado en una alta roca, junto al primero de los pilares.

—Como si estuviera presente su dueña —murmuró, y le dio un puñado de cacahuetes.

Vestía ropas domingueras, camisa blanca desabrochada, pantalones grises y sus mejores botas de pala elástica. Además, habíase untado el bigote, que comenzaba a desteñirse, con una sustancia cosmética.

Recibió, con la cortesía de un gran señor rendida a otros grandes señores, a los notables, y les explicaba qué era el teleférico y las ventajas que significaría para la zona, agregando que la Santísima Virgen, en su infinita misericordia, le había concedido las luces necesarias para llevar a término obra tan perfecta como aquélla.

—Es obra de importancia —les decía—. Y difícil: hay que hallar la pendiente exacta ¡toda una ciencia!, para lo cual me estrujé los sesos durante meses sin resultado. Para los trabajos de gran alcance, no basta la inteligencia del hombre; es menester que la ilumine el aliento de Dios. Así pues, viendo lo que yo penaba, la Santísima Virgen se compadeció y dijo: "Este pobre Zorba es un buen tipo; lo que realiza es en beneficio de la aldea; ayudémoslo un poquillo..." ¡Y, oh, milagro...!

Zorba se interrumpió, persignóse tres veces y continuó luego:

—¡Oh, milagro! Una noche se me presentó en sueños una mujer vestida de negro: era Nuestra Señora. Llevaba en la mano un minúsculo transportador aéreo, no mayor que esto. "Zorba —me dijo—, del cielo te traigo el proyecto realizado. Toma, ponle esta inclinación al cable y sea contigo mi bendición." Dicho lo cual desapareció de pronto. Entonces desperté sobresaltado; corrí hacia el lugar en que ensayaba mi invento ¿y qué veo allí? ¡Pues que el hilo había tomado por sí la inclinación exacta y olía aún a benjuí, lo que prueba que la Virgen lo había tenido en sus manos!

Kondomanolio abría la boca para preguntar algo, cuando del sendero pedregoso salieron cinco monjes montados en sendas mulas. Otro monje corría delante de ellos con una gran cruz de leña al hombro, y gritaba. ¿Qué gritaba? No podíamos todavía distinguir sus palabras.

Oíanse salmos; los monjes agitaban los brazos, se persignaban; los cascos de las mulas arrancaban chispas de las piedras.

El monje que iba a pie llegó junto a nosotros, bañado en sudor. Alzó muy alta la cruz y exclamó:

—¡Cristianos, milagro! ¡Milagro, cristianos! Los padres os traen a la Santísima Virgen María. ¡De rodillas, adoradla!

Los aldeanos acudieron conmovidos —notables y obreros— y rodearon al monje persignándose. Yo me mantenía apartado. Zorba me echó una mirada rápida y centelleante.

—Acércate, patrón. ¡Entérate del milagro de la Santísima Virgen!

El monje, de prisa, sofocado, comenzó el relato:

—¡De rodillas, cristianos! ¡Escuchad el milagro divino! ¡Escuchadlo, cristianos! El diablo se apoderó del alma del maldito Zaharia y antes de ayer lo incitó a incendiar el santo monasterio. A medianoche nos sorprendieron las llamas que hacían pasto de él. Nos levantamos apresuradamente: el priorato, la galería, las celdas, ardían en modo espantoso. Tocamos a rebato las campanas y clamamos: "¡Socórrenos, Virgen de la Venganza!" Y acudimos todos con jarras y baldes de agua. Al amanecer, habíamos dominado el fuego con ayuda de la Santísima ¡mil y mil veces loada sea!

»Fuimos a postrarnos ante el icono milagroso que muestra su imagen en la capilla y le pedimos con hondo fervor: "¡Virgen de la Esperanza, blande la lanza y hiere al culpable!" Luego nos congregamos en el patio y allí hemos advertido la ausencia de Zaharia, el Judas. "¡Él es el incendiario!", exclamamos, y al instante marchamos todos en su busca. Todo el día exploramos el contorno inútilmente, toda la noche seguimos explorando en vano. Y sabed ahora que esta mañana, al rayar el día, cuando volvimos a la capilla vimos ¡oh, hermanos! ¡oh, terrible milagro ejemplar!, ¡al entrar en la capilla vimos que el cruel Zaharia yacía muerto al pie del santo icono y que la lanza de la Virgen tenía aún en la punta una gota de sangre del hereje traidor!


¡Kyrie eleison! ¡Kyrie eleison!
—murmuraban los espantados aldeanos.

—¡Y algo más habéis de saber, oh, hermanos, algo que pone pavor en el ánimo —continuó el monje tragando saliva—. Cuando nos inclinamos para retirar el cuerpo del réprobo Zaharia, tremenda sorpresa nos llevamos: la Virgen le había afeitado cabellos, bigotes y barbas ¡tal como a un cura católico, oh hermanos!

Contuve con esfuerzo las ganas de reír y le dije a Zorba en voz baja:

—¡Pérfido farsante!

Pero él contemplaba al monje con los ojos extremadamente abiertos y muy compungido se persignaba sin cesar, en manifestación del más hondo asombro: "¡Grande eres, Señor; grande eres, Señor, y admirables son tus obras", murmuraba.

Entretanto, los demás monjes habían llegado y desmontado de sus caballerías. El padre hospitalario conducía el icono; se subió con él a una roca y todos los presentes se humillaron ante la imagen de la Virgen milagrosa. Detrás, el gordo Dometios recogía la limosna en un platillo e hisopeaba con agua de rosas las duras frentes campesinas. Tres monjes, junto a él, con las manos cruzadas en el abultado vientre, sudaban a mares y entonaban cánticos.

—Recorreremos todos los pueblos de Creta —dijo Dometios—, para que los creyentes se hinquen ante la Virgen y nos traigan sus ofrendas. Debemos recaudar mucho dinero para restaurar el monasterio...

—¡Tocinos! —gruñó Zorba—. ¡Poco provecho esperan de este trance!

Se aproximó al
higúmeno
:

—Santo
higúmeno
, todo está pronto ya para la ceremonia. ¡Bendiga la Virgen nuestra obra!

El sol refulgía en la altura; ni la más leve brisa movía las hojas de los árboles; apretaba el calor. Los monjes se ubicaron al pie del pilar en que se había izado la bandera. Se enjugaron las frentes sudorosas con las amplias mangas de los hábitos y entonaron la plegaria destinada a invocar la protección divina para los cimientos de las casas:

—"¡Señor, Señor, que sea el fundamento de esta fábrica sólida roca, resistente a los embates del viento y de la lluvia..."

Humedecieron el hisopo en el platillo de cobre y rociaron con él a gentes y cosas, pilares, cable, poleas, a Zorba, a mí, a los aldeanos, a los obreros, al mar.

Luego con infinitas precauciones, como si condujeran a una mujer enferma, alzaron el icono; lo colocaron en la roca, cerca de donde estaba el loro y lo rodearon. A un lado se ubicaron los notables, y en medio de ellos Zorba. Yo me había retirado hacia la orilla del mar y esperaba.

Las pruebas habrían de realizarse con tres troncos, en homenaje a la Santísima Trinidad. A última hora se pensó en agregarles un cuarto tronco, como expresión de gratitud a la Virgen de la Venganza.

Monjes, aldeanos y obreros se persignaron.

—¡En nombre de la Santísima Trinidad y de la Virgen! —murmuraron todos.

De una zancada, Zorba llegó al pie del primer pilar. Tiró de la cuerda para arriar la bandera, señal que esperaban los obreros en lo alto de la montaña. Todos los presentes retrocedieron clavando las miradas en la cima.

—¡En nombre del Padre! —exclamó el
higúmeno
.

Difícil de relatar lo que entonces ocurrió. La catástrofe se desató con la rapidez del rayo. Apenas tuvimos tiempo para buscar dónde ampararnos. El pino que los obreros habían colgado del cable se lanzó al espacio con ímpetu demoníaco. El aparato transportador tembló de una punta a otra. Surgieron multitud de chispas, grandes trozos de leña volaron por los aires y cuando el tronco llegó a la parte baja, segundos después de lanzado, estaba convertido en un madero abrasado y medio consumido ya.

Zorba me dirigió una mirada de can castigado. Retiráronse prudentes a cierta distancia monjes y campesinos. Las mulas, atadas, coceaban azuzadas por el temor. El gordo Dometios se desplomó jadeante:

—¡Señor, ten piedad de mí! —murmuraba asustadísimo.

Zorba alzó los brazos.

—No es nada —dijo—. Siempre sucede semejante cosa al lanzar el primer tronco. Ahora se asentará la máquina. ¡Mirad!

Izó de nuevo la bandera, la bajó como señal para los de arriba, y se apartó del lugar a toda prisa.

—¡Y del Hijo! —exclamó con voz algo temblorosa el
higúmeno
.

Salió el segundo tronco. Los pilares se sacudían. El leño tomó impulso y brincando como un delfín se lanzó hacia nosotros. Pero no llegó muy lejos, pues quedó pulverizado a media altura del monte.

—¡El diablo se lo lleve! —musitó Zorba mordisqueándose el bigote—. ¡Condenada inclinación! ¡Todavía no está en su punto!

De un salto llegó al pilar y con rabioso ademán dio la señal para la tercera salida. Los monjes atrincherados detrás de las mulas se persignaron. Los notables esperaban con un pie en alto, listos para emprender la fuga.

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