Alexis Zorba el griego (32 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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»Más tarde, cuando me venzan las calaveradas y me vea impotente y me llegue la hora, Pedro, el de las llaves, me abrirá las puertas del Paraíso, diciendo: "¡Entra, pobre Zorba, entra, mártir Zorba, acuéstate ahí, al lado de tu colega Zeus! ¡Descansa, valiente, que has trajinado bastante en la tierra, yo te bendigo!"

Zorba charlaba. Su imaginación le tendía lazos en que caía sin advertirlo. Poco a poco iba creyendo en los cuentos que inventaba, divertido y vibrante de emoción a la vez. Cuando pasamos por delante de la higuera de la Señorita, suspiró hondamente y tendió el brazo como para prestar juramento:

—No te aflijas, mi Bubulina, mi vieja barcaza carcomida y ruinosa. ¡No te aflijas, que no he de dejarte inconsolada, no! ¡Las cuatro grandes potencias te abandonaron, la juventud te abandonó, Dios mismo te ha abandonado, pero yo, Zorba, no te abandonaré!

Era más de medianoche cuando llegamos a nuestra playa. Se levantó viento. Desde allá lejos, desde África, venía el austro, el viento cálido que hincha de vida a los árboles, a los viñedos, a los pechos ubérrimos de Creta. La isla entera, acostada en el mar, recibe estremecida el soplo tibio del viento a cuyo llamado despierta la savia. Zeus, Zorba y el viento del sur se confundían en mi mente y yo divisaba muy nítido, en la sombra nocturna, el rostro macizo de un hombre de negras barbas, de aceitados cabellos negros, que se inclinaba para posar los labios rojos y ardientes en los de doña Hortensia, la Tierra.

XX

E
N
cuanto llegamos, nos acostamos. Zorba se frotaba las manos, satisfecho.

—¡Buena jornada la de hoy, patrón! ¿Qué entiendes por buena?, preguntarás. ¡Que ha sido bien llenada! Recuerda y medita: por la mañana en los quintos infiernos, allá en el monasterio, donde nos burlamos bien del
higúmeno
¡sea su maldición sobre nosotros! Después, el regreso a nuestra vivienda, donde nos encontramos con doña Bubulina y realizamos la ceremonia de esponsales. Mira el anillo. Oro puro. Le quedaban aún dos libras inglesas, de las que le había dado, a fines del otro siglo, el almirante de Su Majestad Británica. Las conservaba, según dice, para pagar su entierro y ¡la hora le sea favorable!, hete aquí que se las entrega a un orfebre para que las convierta en anillos. ¡Curioso misterio humano!

—Duerme, Zorba. ¡Cálmate! Por hoy es suficiente. Mañana tenemos una ceremonia solemne: colocaremos el primer pilar del teleférico. Le pedí al pope Stéfano que viniera.

—Hiciste bien, patrón. ¡No es proceder de tonto! Que venga el pope barbas-de-cabrón, que vengan asimismo los notables de la aldea; les distribuiremos sendos cirios y los encenderán. Tales actos impresionan a la gente: ayudan a consolidar los negocios. No debes tomar en cuenta lo que yo hago o digo; porque yo tengo un Dios para mi uso y un diablo particular; pero la gente...

Se echó a reír; no podía dormirse, hervíale el cerebro.

—¡Vaya con mi viejo abuelo, que Dios tenga en la gloria! Era un libertino tal como yo; y, sin embargo, el viejo bandido se fue en peregrinación al Santo Sepulcro, de donde volvió con el título de
Hach
,
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¡vaya uno a saber por qué! Cuando estuvo de regreso en su pueblo, uno de sus compadres, inveterado ladrón de cabras, que en la vida ejecutara una acción decente, le dijo: "¿Así que, compadre, no se te ocurrió traerme un fragmento de la Cruz desde el Santo Sepulcro?" "¿Cómo que no la he traído, compadre? —le contesta el pillo de mi abuelo—. ¿Iba yo a olvidar precisamente eso? Ven esta noche a casa y trae contigo al pope para la bendición, que te la entregaré. Tráete, también, un lechoncillo asado y vino, para que nos acompañe la buena suerte."

»Por la noche, de vuelta a su casa, mi abuelo sacó de la puerta apolillada un trocito de madera no mayor que un grano de arroz, lo envolvió en un poco de algodón, le echó una gota de aceite y esperó. Al cabo de un rato llega el compadre con el pope, el lechón y el vino. El pope se coloca la estola y bendice. Se procede a la entrega del precioso trocito y luego se ataca de firme al lechón. ¡Pues bien, lo creerás si te parece, patrón: el compadre se hincó ante el trocito de madera, se lo colgó al cuello, y desde ese día se convirtió en otro hombre! Cambió por completo. Se fue a las montañas, afiliado a los armatolos y kleftas guerreros, para incendiar las aldeas turcas durante la guerra de independencia. Avanzaba siempre intrépido en medio de las balas. ¿Por qué habría de sentir miedo? Llevando consigo un pedazo de la Santa Cruz, no había plomo que pudiera alcanzarlo.

Zorba lanzó una carcajada.

—La idea lo es todo —dijo—. ¿Tienes fe? Pues una astillita de puerta carcomida se te convierte en santa reliquia. ¿No tienes fe? Pues la mismísima Santa Cruz es para ti sólo un madero carcomido.

Admiraba yo a ese hombre cuyo cerebro funcionaba con tal agilidad y tal audacia, y cuya alma dondequiera se la tocare echaba chispas.

—¿Estuviste en otro tiempo en la guerra, Zorba?

—¡Qué se yo! —respondió ceñudo—. No me acuerdo. ¿Qué guerra?

—Pues, lo que quiero decir es si has luchado por la patria.

—Hablemos de otra cosa ¿no te parece? Las tonterías pasadas, vale más echarlas en olvido.

—¿Tonterías, dices? ¿Y no te sonrojas? ¿Así hablas tú de la patria?

Zorba irguió la cabeza y me miró. Yo me hallaba tendido en la cama; a la cabecera ardía la lámpara de aceite. Me miró severamente durante largo rato, luego, retorciéndose el bigote a plena mano, exclamó:

—¡Pobre inocente! ¡Carne de sacristán, sesos de pedante! Todo cuanto yo te digo es como soplo de aire, sin que sea falta de respeto, patrón.

—¿Cómo? —protesté—. ¡Yo entiendo lo que me dicen, Zorba!

—Sí, comprendes con la cabeza que tienes. Dices: "Eso es cierto; eso no es cierto; eso es así; eso no es así; tienes razón; estás en un error." ¿Pero a qué conclusión llegamos? Mientras tú opinas, yo observo tus brazos, tu pecho. ¿Y qué veo en ellos? Que se quedan mudos. Que no dicen nada. Como si no los animara una gota de sangre. Entonces ¿qué es lo que comprendiste? ¿Lo que supone tu cabeza? ¡Pff!

—¡Anda, Zorba! ¡Contesta y no trates de escurrir el bulto! —le dije con intención de excitarlo—. ¡Creo que no te afanas mucho por la patria, gandul!

Se enojó y dio un puñetazo en la pared que hizo sonar las viejas latas con que estaba construida.

—Aquí donde me ves —vociferó—, yo mismo bordé con mis propios cabellos la iglesia de Santa Sofía en un trozo de tela y la llevaba conmigo, al cuello, como un amuleto. Así como te lo digo, viejo, con estas manazas la he bordado y usando estas crines, que entonces eran negras como azabache. Yo, en persona, tomé parte en las correrías que en las montañas de Macedonia acaudillaba Pablo Melas.
[19]
Era yo mozo atrevido, un coloso más alto que esta cabaña, que lucía
fustanela
,
[20]
fez rojo, dijes de plata, amuletos, yatagán, cartucheras, pistolas. Iba forrado en hierro, en plata, en clavos. ¡Y cuando caminaba, resonaba como un ejército en marcha! ¡Ven y mira aquí, y aquí, y aquí!

Abrióse la camisa y bajó los pantalones.

—¡Acerca la luz! —ordenó.

Aproximé la lámpara al cuerpo flaco y curtido: hondas cicatrices, recuerdos de sablazos, de balas, teníanle hecha la piel un colador.

—¡Y ahora mira atrás!

Se volvió y me mostró la espalda.

—¡Ni un rasguño! ¿Entiendes lo que eso significa? Llévate la lámpara.

»¡Tonterías! —exclamó un instante después, con tono furioso—. ¡Una vergüenza! ¿Cuándo el hombre será hombre de veras? Por más que se echen encima pantalones, cuellos postizos, sombreros, los hombres no dejan de ser mulos, lobos, zorros, cerdos. Dicen que hemos sido hechos a semejanza de Dios: ¿quiénes? ¿Nosotros? ¡Puah!...

Era evidente que le acudían a la memoria recuerdos espantosos que lo exasperaban; por entre los dientes movedizos y huecos salían palabras ininteligibles. Se levantó, empuñó la jarra de agua, bebió de ella a grandes sorbos; después de lo cual pareció algo más calmado.

—Dondequiera que me toques, grito. Soy una llaga viva. ¿Hablábamos de mujeres? Pues, en cuanto comprendí que había llegado a la edad de hombre cabal, ni siquiera volvía la cabeza para mirarlas. Las tocaba un rato, al pasar, como gallo, y me marchaba. "Las marranas —me decía a mí mismo—, querrían sorberme todas las fuerzas ¡que se las lleve el diablo!" Descolgué, entonces, el fusil y ¡en marcha! A la montaña, como guerrillero. Un día, a la caída de la noche, me escurro en una aldea búlgara y me escondo en un establo. Era la propia casa del pope búlgaro, feroz
comitadji
, bebedor de sangre. De noche se quitaba la sotana, vestía de pastor, cogía las armas e incursionaba en las aldeas griegas. Por la mañana regresaba antes que aclarara, embarrado y cubierto de sangre, y se iba a cantar misa. Unos días antes, había asesinado a un maestro de escuela griego, mientras éste dormía en su cama. Así, pues, me meto en el establo del pope y espero. Me acuesto de espaldas en el estiércol, detrás de los dos bueyes y aguardo. A la noche, viene el pope a darles de comer a las bestias. Me lanzo contra él y lo degüello como a un cordero. Le corto las orejas y me las meto en el bolsillo. Coleccionaba, entonces, orejas búlgaras, como ves; me meto las orejas del pope en el bolsillo y huyo.

»A los pocos días, heme de vuelta en el mismo pueblecillo. En pleno mediodía. Venía como buhonero. Había dejado las armas en la montaña y había bajado a la aldea para comprar pan, sal y zapatos para los compañeros. Pues bien, delante de una casa veo a cinco chiquillos vestidos de negro, descalzos, que cogidos de la mano, mendigaban. Tres niñas y dos varones. El mayor apenas tendría diez años, el menor era aún una criatura. La mujercita mayor lo llevaba en brazos y lo acariciaba y besaba para que dejara de llorar. No sé cómo, inspiración divina, quizás, se me ocurrió acercarme a ellos.

»¿De quién sois hijos, chiquillos? —les pregunto en búlgaro.

»El mayor de los niños alzó la cabecita:

»Del pope que degollaron la otra noche en el establo —me respondió.

»Se me llenaron de lágrimas los ojos. El suelo empezó a girar como rueda de molino. Me apoyé en la pared, dejó de girar.

»Acercaos, niños —les dije—, venid junto a mí.

»Saqué la bolsa de la cintura, la tenía repleta de libras turcas y de
medjidiés
. Poniéndome de rodillas, la vacié en el suelo.

»¡Ea, tomad —les grité—, tomad, tomad!

»Las criaturas se echan al suelo para recoger libras y
medjidiés
.

»¡Es vuestro, es vuestro, tomadlo todo!

»Y además les dejé el cesto de chucherías y baratijas.

»¡Esto también es vuestro, tomadlo!

»Y al instante tomé yo las de Villadiego. Salí de la aldea, abrí la camisa, arranqué la figura de Santa Sofía que había bordado, la desgarré, la arrojé al aire, y escapé a todo correr.

»"Todavía no he parado de aquella carrera...

Zorba se recostó en la pared y volviéndose hacia mí me dijo:

—De tal modo me he liberado.

—¿Liberado de la patria?

—Sí, de la patria —afirmó con voz segura y tranquila. Luego, al cabo de un rato:

»Liberado de la patria, liberado de los popes, liberado del dinero. Voy cribando. Y cuanto más vivo, más cuidadosamente paso las cosas por la criba. Echo lastre. ¿Cómo te diré? Me libero, me convierto en hombre.

Brillábanle los ojos, la amplia boca se abría en sonrisa de satisfacción.

Después de breve pausa, reanudó el discurso; el corazón le desbordaba y no podía dominarlo.

—Momento hubo en que solía decir: "Este es turco; éste otro, búlgaro; el de aquí, griego." Yo cometí en aras de la patria hazañas que te pondrían los pelos de punta, patrón. Degollé, robé, incendié pueblos, violé mujeres, exterminé familias. ¿Por qué motivo? Por la sencilla razón de que eran búlgaros o turcos. ¡Qué asco! Vete al infierno, puerco, me digo a menudo a mí mismo reprochándome todo aquello ¡puah!, vete al diablo, so bruto, ¡asnísimo asno! Ahora, en cambio, sólo digo: "Este es una buena persona, el de más allá un sinvergüenza." Así sea búlgaro o griego, tanto me da. ¿Es bueno? ¿Es malo? Esto es lo único que pregunto hoy en día. Y a medida que envejezco, te lo juro por el pan que como, me parece que comenzaré a no preguntar siquiera eso. ¡Sea bueno, sea malo, a todos los compadezco, se me desgarran las entrañas si veo a un hombre, aunque en apariencias me interese tanto como el "Preste Juan de las Indias"! Lo que pienso, te lo diré patrón: este pobre diablo, también tiene que comer, beber, y amar, y morirse de miedo; también él tiene un dios y un diablo que se ha creado, él también ha de morir y lo pondrán rígido bajo tierra donde se lo coman los gusanos. ¡Pobre, pobre! Todos somos hermanos. Todos pasto de gusanos. Y si se tratare de una mujer ¡oh, lo que es, entonces, me entran unos deseos locos de llorar! Tu señoría me hostiga continuamente reprochándome que me encariño demasiado con las mujeres. ¿Cómo no habría de quererlas, amigo? Si todas ellas son débiles criaturas que no saben lo que hacen y si tú les tomas el pecho, se rinden a discreción...

»A mí me ocurrió en otra ocasión que al entrarme en una aldea búlgara, un viejo cochino que me conocía, uno de los notables del pueblo, me denunció. Rodearon la casa en que me había refugiado. Yo me escurrí por la terraza y saltando de tejado en tejado como gato traté de huir. Alumbraba la luna, me vieron, persiguiéronme a tiros de fusil. ¿Qué hice, entonces? Me dejé caer al patio interior de una casa, donde una mujer búlgara estaba durmiendo. Se irguió en camisa al notar mi presencia y abrió la boca para gritar; pero yo tendí los brazos diciéndole en voz baja: "¡Por favor, por favor, calla!", y le puse las manos en el pecho. La mujer empalideció, desfallecida.

»Entra —me dijo quedamente—, entra, que no nos vean...

»Entré, me estrechó la mano y me dijo:

»¿Eres griego?

»Soy griego, no me delates.

»La tomé de la cintura; ella no opuso resistencia. Me quedé y el corazón se me henchía de ternura: "Aquí tienes", me decía, "aquí puedes contemplar, bendito Zorba, a una verdadera mujer, a un verdadero ser humano. ¿A qué pueblo pertenece? ¿Es búlgara, griega, papú? ¡Qué importa, viejo! Es un ser humano, un ser humano que tiene boca, que tiene pechos, que ama. ¿No te llena de vergüenza, a ti, ser asesino de tus hermanos, inmundo puerco?

»Tales palabras me decía yo, mientras me hallaba junto a ella, en contacto con la tibieza de su cuerpo. Pero la patria, como perra en celo, no cesaba de incitarme. Marchéme por la mañana vistiendo ropas que me diera la búlgara. Era ella viuda y había sacado del arca ropas de su difunto esposo para vestirme de modo que burlara a mis perseguidores. Y me abrazaba las rodillas, al despedirme, suplicándome que volviera.

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