Alexis Zorba el griego (39 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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Un día me levanté y me lavé. Dijérase que la tierra también acababa de levantarse y lavarse: resplandecía, nuevecita. Tomé el camino de la aldea. A la izquierda, el mar añil estaba inmóvil. A la derecha, a la distancia, como ejércitos armados de lanzas de oro, los trigales maduros. Pasé cerca de la higuera de la Señorita, que lucía verdes hojas y frutos pequeñitos; pasé a lo largo del huerto de la viuda, a prisa y sin volver la cabeza, y entré en la aldea. La casita de doña Hortensia, abandonada, sin puertas ni ventanas, era refugio de perros que entraban y salían vagando por las habitaciones desiertas. En la que fuera cámara mortuoria no quedaba cama, ni cofre, ni sillas. Sólo en un rincón una chinela andrajosa, con una borla roja, conservaba fiel la forma del pie de su dueña. Esa mísera chinela, más compasiva que el alma humana, no había olvidado al pie querido y tan penosamente ajetreado.

Tardé en regresar. Zorba tenía ya encendida la lumbre y se disponía a guisar la comida. En cuanto alzó la cabeza comprendió de dónde venía yo. Frunció las cejas. Después de tantos días de callar, quitó los cerrojos de su corazón y habló:

—Las penas, patrón —me dijo como justificándose— me parten el corazón. Pero este veterano, cubierto de cicatrices, cierra al instante la herida y ya no se la ve. Estoy acribillado de heridas cicatrizadas, patrón, y por eso resisto.

—¡Pronto echaste al olvido, Zorba, a la pobre Bubulina! —le dije con tono que, pese a mí, sonó violento.

Disgustóse con ello Zorba y alzó la voz:

—¡Nueva ruta, proyectos nuevos! He dejado de acordarme de lo que ayer ocurrió y de preguntarme qué ocurrirá mañana. Lo que ocurre hoy, en el minuto presente, es lo que me interesa. Yo digo: ¿Qué haces Zorba en este momento? Duermo. ¡Pues, entonces, duérmete bien! ¿Qué haces en este momento, Zorba? Trabajo. ¡Pues entonces, trabaja bien! ¿Y ahora qué haces, Zorba? Estoy besando a una mujer. ¡Pues entonces, bésala bien, Zorba, olvídate de todo, que en el mundo sólo existís ella y tú, hala!

Y un rato después:

—Mientras vivió la Bubulina, como tú la llamabas, ningún Canavaro le procuró el placer que yo le di, yo el andrajoso, el viejo Zorba. ¿Sabes por qué? Porque todos los Canavaro del mundo, en el preciso momento en que la besaban estaban pensando en sus navíos, en Creta, en su rey respectivo, en sus galones, en sus esposas. Pero yo me olvidaba de todo, de todo, y ella, la zorra, bien que lo comprendía; y has de saber esto, sapientísimo: para la mujer no existe placer más intenso; la mujer verdadera, anótalo para tu gobierno, goza más con el placer que da que con el que recibe.

Inclinóse para echar leña al fuego y calló.

Yo lo miraba y mi alegría era grande. Percibía que esos minutos, trascurridos en la desierta playa, desbordaban de riquezas, en su sencilla, en su profunda esencia humana. Y nuestras comidas de cada noche se asemejaban a los guisos que los marinos aderezan al desembarcar en alguna costa desierta, con pescados, ostras, cebollas y abundante pimienta, más sabrosos que otro manjar alguno y sin par para alimento del alma. Aquí, en un apartado lugar del mundo, ambos éramos como náufragos.

—Pasado mañana inauguramos el teleférico —dijo Zorba, siguiendo el hilo de sus pensamientos—. Ya no ando sobre la tierra, soy un ser aéreo, me sostienen poleas de los hombros.

—¿Recuerdas, Zorba, el cebo que me echaste en el café de El Pireo? Me dijiste que sabías preparar sopas suculentas y es ése el plato que más me gusta. ¿Cómo lo adivinaste?

Zorba meneó la cabeza con cierto desdén.

—¡Qué sé yo, patrón! Se me ocurrió así... Te veía sentado en un rincón del café, muy tranquilo, reservado, leyendo un librito de cantos dorados, y no sé por qué, pero me dije que debían de gustarte las sopas. Se me ocurrió así, te digo ¡vaya uno a entenderlo!

Calló prestando oído a algún rumor de afuera.

—Calla —dijo—, alguien viene.

Oyéronse pasos precipitados y el fatigoso respirar de alguien que corría. Y al instante se nos presentó, iluminado por los reflejos de la llama, un monje con el hábito hecho jirones, descubierta la cabeza, achicharradas las barbas y medio quemado el bigote. Exhalaba fuerte olor a petróleo.

—¡Ea, bienvenido, padre Zaharia! —exclamó Zorba—. ¿Quién te ha puesto de tal manera?

El monje se desplomó junto al fuego. Le temblaba la barba.

Zorba se inclinó y le guiñó un ojo.

—Sí —respondió el monje.

—¡Bravo, monje! —exclamó—. Ahora sí que vas derecho al Paraíso, y con una lata de petróleo en la mano.

—¡Amén! —murmuró el monje, persignándose.

—¿Cómo fue eso? ¿Cuándo? ¡Cuéntanos!

—Vi al arcángel san Miguel, hermano Canavaro. Me ordenó que lo hiciera. Escúchame: me hallaba en la cocina desvainando guisantes, solo, con la puerta cerrada, mientras los padres cantaban vísperas, en la mayor tranquilidad. Oía los cantos de los pájaros y me parecía que eran ángeles. Me sentía muy sereno; todo lo tenía listo y esperaba. Había comprado una lata de petróleo y la tenía oculta en la capilla del cementerio, bajo la mesa del altar, para que el arcángel Miguel la bendijera.

»Así, pues, ayer después de mediodía, desvainaba guisantes y pensaba en el Paraíso, diciendo: ¡Jesús mío, concédeme que entre en el reino de los Cielos y consiento en desvainar guisantes durante toda la eternidad en las cocinas del Paraíso! En eso pensaba yo y me rodaban las lágrimas. De pronto oí sobre mi cabeza el batir de alas. Comprendí. Incliné la cabeza tembloroso. Y entonces escuché una voz: "Zaharia, alza la mirada, no temas." Pero yo temblaba y me eché al suelo: "¡Alza la mirada, Zaharia!", ordenó la voz. Levanté la mirada y vi: la puerta se había abierto y en el umbral aparecía el arcángel Miguel tal como está pintado en la pared, sobre la puerta del santuario, idéntico: alas negras, sandalias rojas, aureola de oro. Sólo que en lugar de espada llevaba en la mano una tea encendida.

»¡Salve, Zaharia! —me dijo—. Soy el servidor de Dios —contestéle—, ¡ordena!

»¡Toma esta tea y que el Señor sea contigo! —Tendí la mano y sentí que la palma me quemaba. Pero el arcángel había desaparecido. He visto solamente una línea de fuego en el cielo, como la que deja una estrella fugaz.

El monje se enjugó el sudor del rostro. Se había puesto pálido. Le castañeaban los dientes como si ardiera en fiebre.

—¿Y después? —dijo Zorba—. ¡Ánimo monje!

—En ese momento salían los padres de la iglesia y entraban en el refectorio. Al pasar, el
higúmeno
me dio un puntapié como a un perro. Rieron la gracia los otros padres. Yo, calladito. Desde el paso del arcángel quedaba en el aire como un olor a azufre, aunque nadie lo advertía. Sentáronse a la mesa. "Zaharia —me dijo el padre encargado de la mesa—, ¿no vienes a comer?" Yo, siempre con la boca cerrada. "El pan de los ángeles le basta", dijo Dometios el sodomita. Los padres rieron de nuevo. Entonces me levanté y me fui al cementerio. Me arrojé de bruces a las plantas del arcángel. Durante horas y horas sentí la presión de su pie en la nuca. Y el tiempo transcurrió como un relámpago. Así han de pasar las horas y los siglos en el Paraíso. Llegó la medianoche. Todo estaba en calma. Los monjes acostados. Yo me levanté, hice la señal de la santa cruz y besé los pies del arcángel: "¡Cúmplase tu voluntad!", le dije. Tomé la lata de petróleo, la destapé. Llevaba atiborrado el hábito de trapos. Salí.

»La noche como tinta. La luna no se había levantado aún. El monasterio negro como el infierno. Entré en el patio, subí la escalera, llegué hasta la celda del
higúmeno
, regué de petróleo puerta, ventanas, muros. Corríme a la de Dometios y desde allí empecé a echar petróleo a las celdas y a la larga galería de madera, tal como me lo indicaste. Y luego entré en la iglesia, puse un cirio ante la imagen de Cristo y di fuego a todo.

Sofocado, calló el monje. Le echaban chispas los ojos.

—¡Loado sea Dios! —exclamó, persignándose—. ¡Loado sea Dios! De golpe se envolvió en llamas el monasterio. "¡Fuego de infierno!", grité con todas mis fuerzas y huí. Corrí cuanto pude, mientras oía sonar las campanas y los gritos de los monjes, y no paré de correr y correr... Amaneció el día. Me oculté en el bosque. Tiritaba. El sol salió; oí que los monjes exploraban el bosque buscándome. Mas el Señor tenía tendida una niebla sobre mí y no me veían. Hacia el anochecer, escuché una voz: "¡Vete hacia el mar, huye!" "¡Guíame, tú, arcángel!", exclamé, y emprendí de nuevo el camino. No sabía adónde iba, sino que el arcángel me guiaba, a veces en forma de relámpago, a veces como un pájaro negro desde la copa de los árboles, a veces como sendero cuesta abajo. Y yo corría cuanto podía tras él, con entera confianza. ¡Y he aquí que en su infinita bondad me trajo hasta ti, querido hermano Canavaro! Ahora me hallo en salvo.

Zorba no decía nada, pero el rostro se le dilataba en una risa muda, amplia, carnal, que le corría desde las comisuras de la boca hasta las peludas orejas de asno.

La comida estaba en su punto: la retiró del fuego.

—Zaharia —preguntó—, ¿qué es eso del "pan de los ángeles"?

—El espíritu —dijo el monje persignándose.

—¿El espíritu? ¿O sea, dicho de otro modo, aire? Eso no alimenta, viejo; ven y come pan, sopa de pescado y un bocado de carne para recobrar fuerzas. ¡Has trabajado bien, monje, come ahora!

—No tengo apetito —dijo el monje.

—Zaharia no tiene apetito, ¿pero José? ¿Tampoco tiene apetito José?

—José —dijo en voz baja el monje como confiando un secreto—, José el maldito, ardió ¡gracias a Dios!

—¿Ardió? —exclamó Zorba riendo—. ¿Cómo así? ¿Cuándo? ¿Lo viste tú?

—Hermano Canavaro, ardió en el mismo momento en que le encendía el cirio a Jesús. Yo lo vi con mis propios ojos cuando se salió de mi boca como una cinta negra con letras de fuego. La llama del cirio se inclinó hacia él y retorciéndose como una serpiente quedó reducido a cenizas. ¡Qué alivio! ¡Gloria a Dios! ¡Me parece que ya entré en el Paraíso!

Se levantó de junto al fuego, donde había permanecido enroscado.

—Iré a acostarme a la orilla del mar, tal como me ha sido ordenado.

Dio unos pasos hacia la ribera y desapareció en la oscuridad.

—Pesa sobre ti la responsabilidad de lo que le ocurra a este hombre, Zorba; si los monjes dan con él, está perdido.

—No darán, te lo aseguro, patrón. Yo entiendo en contrabando de esta índole: mañana temprano, lo afeito, le pongo un traje humano y lo embarco. No te carcomas la sangre, patrón, que no vale la pena. ¿Está buena la sopa? Cómete con buen apetito el pan de los hombres y deja que las cosas sigan su curso sin preocuparte.

Zorba cenó con ganas, bebió, se enjugó el bigote. Ahora tenía de nuevo deseos de charlar.

—Viste —dijo— que se le murió el demonio. Y así a estas horas el infeliz se halla huero, completamente vacío, perdido sin remedio. Ha vuelto a ser un hombre como los demás.

Meditó un instante.

—¿Crees, patrón, que ese demonio era...?

—Por cierto —interrumpí—. La idea de quemar el monasterio se había apoderado de su ánimo; lo quemó; quedó aliviado. Esa idea quería comer carne, beber vino, madurar, convertirse en acción. El otro Zaharia no había menester de carnes ni vinos. Maduraba en el ayuno.

Zorba dio vueltas y vueltas en su imaginación a estas palabras mías.

—¡Claro está! Creo que tienes razón, patrón, como creo que hay en mí cinco o seis demonios atareados.

—Todos los tenemos, Zorba, no te espante. Y cuantos más tenemos, mejor es. Basta con que todos ellos tiendan hacia el mismo fin por diferentes caminos.

Este pensamiento lo conmovió: metióse la cabeza entre las rodillas, meditando.

—¿Y cuál es el fin? —preguntó al rato levantando la mirada.

—¿Acaso lo sé yo, Zorba? Me preguntas cosas muy difíciles, no sé cómo explicártelas.

—Dilo lo más sencillamente, para que lo entienda. Hasta la hora presente yo he dejado a mis demonios en libertad de obrar como se les antojara, de encaminarse hacia donde quisieran, y por eso algunos me tachan de deshonesto, unos me creen muy honrado, otros me dicen loco, y los de más allá me creen tan sabio como Salomón. Y yo soy todo eso y muchas cosas más todavía, una verdadera ensalada rusa. Así, pues, ilumina mi mente, dime ¿cuál es el fin a que han de tender?

—Creo, Zorba, aunque bien puedo estar errado, que hay tres distintas índoles de hombres: los que fijan como objeto de su vida el vivir la vida, como dicen, con lo que entienden comer, beber, amar, enriquecerse, cobrar fama. Luego, los que tienen por fin no su propia vida, sino la de todos los hombres; los que consideran que los hombres todos son como uno solo, y se esfuerzan por ilustrarlos, por amarlos tanto como puedan, por brindarles todo el bien de que son capaces. Por último, hay aquellos cuyo fin es el de vivir la vida del universo entero: hombres, animales, plantas, astros, para ellos somos una sola cosa, la misma sustancia que está empeñada en el mismo terrible combate. ¿Qué combate? Pues el de transformar la materia en espíritu.

Zorba se rascó la cabeza.

—Tengo el cráneo duro, no me resulta fácil entender ciertas cosas... ¡Ah, patrón, si pudieras bailar todo lo que dices, para que yo entienda!

Me mordí los labios, consternado. ¡Si pudiera traducir en danza todas estas meditaciones desesperadas! Pero no lo podía; mi vida estaba malograda.

—O, por lo menos, si pudieras decírmelo como un cuento. Como lo hacía Hussein Agá. Era éste un viejo turco, nuestro vecino; muy viejo, muy pobre, sin mujer ni hijos, completamente solo. Sus ropas gastadas eran un sol de limpias, él mismo las lavaba. Cocinaba, daba brillo al piso y al anochecer se venía a casa. Sentábase en el patio a la vera de mi abuela y otras viejas, y tejía medias.

»Así pues, como te decía, este Hussein Agá era un santo varón. Un día me puso a horcajadas en las rodillas y posando la mano en mi cabeza como para bendecirme, me dijo: "Hijo, quiero confiarte algo. Eres muy pequeño aún para comprenderlo, Alexis, pero lo comprenderás cuando hayas crecido. Escucha, hijito: tú sabes que ni los siete círculos del cielo ni los siete círculos de la tierra bastan para contener a Dios. Y el corazón del hombre lo contiene. ¡Ten mucho cuidado, Alexis, que mi bendición te acompañe, de herir nunca el corazón del hombre!"

Escuchaba yo callado a Zorba. ¡Si me fuera dado, pensaba, no abrir la boca sino cuando el pensamiento abstracto hubiera alcanzado su punto más alto, cuando se presentara en fama de cuento! Pero eso sólo lo logra un gran poeta, o bien, un pueblo, tras largos siglos de esfuerzos silenciosos. Zorba se levantó.

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