Alexis Zorba el griego (30 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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Me miró ansioso nuevamente.

—La tercera de mis teorías —continuó, de prisa porque le pesaba mi silencio—, es la de que hay Eternidad, aun en nuestra vida efímera; pero nos resulta difícil descubrirla solos. Los cuidados cotidianos nos lo impiden. Pocos seres privilegiados alcanzan a vivir en lo efímero la Eternidad. Como los demás se perdieron, Dios hubo compasión de éstos y les envió el socorro de la religión. Gracias a ella la misma multitud de los humanos podría vivir la eternidad.

Había terminado y evidentemente sentía alivio después de haber hablado. Alzó los párpados sin pestañas y me miró sonriente. Como si dijera: "He aquí cuanto poseo: te lo doy. ¡Tómalo!" Me conmoví ante el viejecillo que apenas me conocía, me brindaba ya de todo corazón el fruto de toda su vida. Los ojos se le llenaban de lágrimas.

—¿Qué opinas de mis meditaciones? —preguntó tomándome la mano entre las suyas y clavando en mí la mirada. Dijérase que mi respuesta le diría si su vida había tenido o no alguna utilidad. Yo sabía que por encima de la verdad estricta hay un deber mucho más importante, mucho más humano.

—¡Esas verdades pueden salvar a tantas almas! —le contesté.

Se le iluminó el semblante. Su vida hallaba, pues, justificación.

—Gracias, hijo —murmuró estrechándome la mano con ternura.

Zorba dio un brinco en su sitio.

—Yo he concebido una cuarta teoría —exclamó.

Lo miré inquieto. El Obispo se volvió hacia él.

—Habla, hijo, y que tu idea sea bendita. ¿Cuál es tu teoría?

—¡Que dos y dos son cuatro! —dijo gravemente.

El Obispo lo contempló estupefacto.

—¡Y aquí va la quinta, buen anciano: que dos y dos nunca son cuatro! ¡Anda, viejo mío, ánimo, escoge la que más te agrade!

—No comprendo —balbuceó el Obispo interrogándome con la mirada.

—¡Pues yo tampoco! —dijo Zorba estallando en una carcajada.

Me dirigí al desconcertado anciano, cambiando el tema de la conversación:

—¿A qué estudios se consagra usted en el monasterio? —le pregunté.

—Copio los antiguos manuscritos que aquí se conservan, hijo, y en estos días estoy recogiendo los santos epítetos con que nuestra Iglesia ha coronado a la Virgen, desde los tiempos más remotos.

Suspiró.

—Soy viejo, no dan mis fuerzas para otra cosa. Me alivio enumerando los adornos de la Virgen y olvido así las miserias del mundo.

Acodóse en la almohada, entornó los párpados y comenzó a recitar como delirando:

—Rosa Inmaculada, Tierra Fecunda, Vid, Fontana, Fuente de la que manan milagros, Escala del Cielo, Fragata para náufragos, Llave del Paraíso, Alba, Eterna Veladora, Columna Ardiente, Santa Amazona, Torre Inconmovible, Fortaleza Inexpugnable, Consuelo, Júbilo, Luz de ciegos, Madre de los huérfanos, Sacra Mesa, Pan del alma, Paz, Serenidad, Miel y Leche...

—Desvaría, el pobre... —dijo Zorba a media voz—. Lo cubriré con la manta para que no tome frío.

Así lo hizo y le enderezó también la almohada.

—Hay setenta y siete clases de locuras, según he oído decir. Ésta es la septuagésima octava.

Amanecía. Oyóse el son de la
simandra
.
[17]
Me asomé a la ventana. A las primeras luces del alba, vi a un monje delgado, cubierta la cabeza por largo velo negro, que recorría lentamente el contorno del patio golpeando con un martillito en una tabla, maravillosamente sonora. Llena de dulzura, de armonía y cual un llamado, la voz de la
simandra
se expandía en el aire mañanero. Había callado el ruiseñor, y en la arboleda comenzaban a piar los pajarillos.

Escuchaba yo, seducido, la suave y sugestiva melodía de la
simandra
.

"¡De qué intensa manera —pensé—, un ritmo de vida elevada, aun en plena decadencia, conserva íntegra su forma externa, imponente y noble! El alma que le daba vida huyó, pero ha dejado intacta la morada que, durante muchos siglos, semejante a un caracol, fue labrando, amplia, compleja, para acomodarse en ella a sus anchas. Conchas vacías —pensé—, son asimismo las maravillosas catedrales que se alzan en las grandes ciudades rumorosas y descreídas. Monstruos prehistóricos de los que se conserva sólo el esqueleto, roído por las lluvias y por el sol."

Llamaron a la puerta de la celda. La voz tartajeante del padre hospedador sonó en el corredor:

—¡Levantaos para asistir a maitines, hermanos!

Zorba dio un bote:

—¿Qué fue el tiro de revólver? —preguntó con tono airado.

Esperó un instante. Silencio. Sin embargo, el monje debía de hallarse aún detrás de la puerta, pues se oía su respirar asmático. Zorba golpeó en el suelo con el pie.

—¿Qué fue ese tiro de revólver? —repitió irritado.

Oyéronse pasos que se alejaban rápidamente. De un salto, Zorba llegó a la puerta y la abrió.

—¡Canallas! ¡Crápulas! —dijo escupiendo hacia el monje fugitivo—. ¡Popes, monjes, monjas, sacristanes, yo escupo en vosotros!

—Nos iremos de aquí —dije—, esto huele a sangre.

—¡Si sólo fuera sangre! —gruñó Zorba—. Tú, asiste a maitines, patrón, si lo deseas. Yo iré a indagar por ahí qué ha sucedido.

—Prefiero que nos vayamos —dije de nuevo, asqueado—. Y hazme el favor de no meter las narices donde no debes.

—¡Pues precisamente ahí es donde me gusta meterlas! —exclamó Zorba.

Reflexionó un momento; luego sonrió malicioso:

—El diablo nos ha prestado un magnífico servicio. Creo que ha puesto las cosas en su punto. ¿Sabes, patrón, a cuánto le sale al monasterio el tiro de revólver? ¡Siete mil dracmas!

Bajamos al patio: aroma de árboles en flor, dulzura matinal, felicidad paradisíaca. Zaharia atisbaba nuestra llegada; tomó del brazo a Zorba, diciéndole con insegura voz:

—¡Hermano Canavaro, ven, salgamos pronto de este infierno!

—¿Qué significa el disparo? ¿Han matado a alguien? ¡Vamos, monje, habla o te estrangulo!

Al monje le temblaba la barbilla. Echó una mirada en torno: en el patio no había nadie, las celdas estaban cerradas, desde la capilla llegaban a oleadas las melodías del canto matinal.

—Seguidme —dijo—. ¡Peor que Sodoma y Gomorra!

Yendo por junto a las paredes salimos del patio y cruzamos el huerto. A un centenar de metros del convento estaba el cementerio. Entramos en él. Pasamos por encima de las tumbas, Zaharia abrió la puerta de la capillita y entramos siguiéndolo. En el suelo, sobre una estera, yacía un cuerpo, con hábitos de monje. Ardía un cirio cerca de la cabeza y otro a los pies. Me incliné sobre el cadáver.

—¡El monjecito! —exclamé—. ¡El novicio rubio del padre Dometios!

Por sobre la puerta del santuario irradiaba el arcángel Miguel, con las alas desplegadas, desnuda la espada en la mano, calzado con sandalias rojas.

—¡Arcángel Miguel —clamó el monje—, lanza fuego y llamas, que ardan todos! ¡Sal del icono, arcángel Miguel, empuña la espada y hiere! ¿No oíste el disparo?

—¿Quién lo mató? ¿Quién? ¿Dometios? ¡Habla, barbas de cabrón!

El monje se desprendió de las manos de Zorba y cayó boca abajo a las plantas del Arcángel. Permaneció largo rato inmóvil, alzando la cabeza, desorbitados los ojos, abierta la boca, como en acecho.

De pronto se levantó jubiloso:

—¡Los quemaré! —exclamó con resuelto tono—. ¡El Arcángel se movió, yo lo he visto, me ha hecho una señal!

Acercóse al icono, pegó los gruesos labios a la espada del Arcángel:

—¡Dios sea loado! —dijo—. Ahora siento gran alivio.

Zorba tomó nuevamente al monje del brazo.

—Ven, Zaharia, vamos, tú harás lo que te indique.

Y dirigiéndose a mí:

—Dame el dinero, patrón, yo firmaré los papeles. Ahí dentro son todos unos lobos; tú eres un cordero, te devorarían. Déjame a mí. No te preocupes, que los tengo bien agarrados. No se me escaparán esos tocinos andantes. A mediodía nos marchamos llevándonos en el bolso el pinar. ¡Vamos, viejo Zaharia!

Se deslizaron furtivamente hacia el monasterio. Yo fui a pasearme a la sombra de los pinos.

El sol estaba ya alto, el rocío brillaba en el follaje. Un mirlo voló delante de mí, se posó en las ramas de un peral silvestre, agitó la cola, abrió el pico, me miró y silbó dos o tres veces como con intención burlona.

Al través de los pinos entreveía en el patio las filas de monjes que salían de la capilla con las espaldas encorvadas y cubiertas con velos negros. Había terminado el oficio y ahora se dirigían al refectorio.

"¡Lástima grande —pensé—, que tanta austeridad y tanta nobleza carezcan ya de alma!"

Me sentía cansado, no había dormido suficientemente; me tendí en la hierba: violetas silvestres, retamas, romeros, salvias, embalsamaban el aire; numerosos insectos zumbadores se metían hambrientos por los cálices como piratas asaltantes y libaban el néctar. A lo lejos las montañas deslumbraban, transparentes, serenas, como una niebla movediza, a la ardiente luz del sol.

Cerré los ojos, apaciguado. Una discreta alegría, misteriosa, se apoderó de mi ánimo, cual si todo el milagro verde que me circundaba fuera el Paraíso, cual si toda aquella frescura, aquella leve embriaguez de la natura fuera Dios mismo. Dios varía a cada instante de apariencia. ¡Dichoso del que alcanza a divisarlo en cada uno de los semblantes que adopta! Ya como vaso de agua fresca, ya como un niño que cabalga en vuestras rodillas, ya como una mujer seductora, o ya, sencillamente, como un paseíto matinal.

Poco a poco, cuanto me rodeaba, sin cambiar de forma, se convirtió en ensueño. Me sentía feliz. Tierra y Paraíso eran una sola cosa. La vida se me apareció cual flor de los campos que llevara una gota de miel en el corazón. Y mi alma, abeja silvestre, libaba esa gota.

De pronto me sentí arrancado bruscamente de la beatitud circundante. Oí cercano rumor de pasos y cuchicheos. Y en seguida una voz jubilosa:

—¡Patrón, nos vamos!

Zorba estaba delante de mí; en sus ojillos había un fulgor diabólico.

—¿Nos vamos? —dije con hondo alivio—. ¿Todo está listo?

—¡Todo terminado! —dijo Zorba, dando una palmada en el bolsillo superior de la chaqueta—. Aquí llevo el pinar. ¡Ojalá nos traiga suerte! Y aquí tienes las siete mil dracmas que nos comió Lola.

Extrajo de un bolsillo interior un rollo de billetes.

—Toma —me dijo—, queda saldada la deuda, ya no he de sonrojarme ante ti. Ahí van comprendidos, también, bolsos, medias, perfumes y sombrilla de la señora Bubulina. ¡Y hasta los cacahuetes del loro! ¡Y el
halva
que te traje a ti, por añadidura!

—Guárdalas como obsequio mío, Zorba —le dije—. Y llévale a la Virgen que ofendiste un cirio grande como tú.

Zorba miró hacia atrás. Zaharia se acercaba, con el hábito raído y grasiento, rotas las botas. Zorba le mostró el rollo de billetes.

—Padre José, compartamos. Podrás comprarte cien kilos de bacalao y darte un atracón que te desfonde las tripas. Luego vomitarás y quedarás libre del antojo. Ven, dame la pata.

El monje arrebató los billetes, metiéndoselos entre la pechera de la camisa y la piel.

—Compraré petróleo —dijo.

Zorba, inclinado hacia el oído del monje, le dijo en voz baja:

—Debe ser de noche, cuando duerman todas esas barbas de cabrón, y cuando sople fuerte el viento. Regarás las paredes por los cuatro rincones. Empaparás bien en petróleo, papeles, trapos, estopa, todo lo que tengas a mano y le darás fuego. ¿Comprendes?

El monje temblaba.

—¡No tiembles monje! ¿Acaso no te lo ordenó el Arcángel? ¡Dale petróleo y sea lo que Dios quiera! ¡Que te conserves bien!

Montamos. Eché postrer mirada al monasterio.

—¿Averiguaste algo, Zorba?

—¿Con respecto al disparo? No te preocupes, patrón. Zaharia está en lo cierto: ¡Sodoma y Gomorra! Dometios mató al monjecito. ¡Nada más!

—¿Por qué?

—No lo menees, patrón, te lo aconsejo; no hallarás más que podredumbre y hedor.

Miró hacia el monasterio. Los monjes salían del refectorio, inclinando la cabeza; con las manos cruzadas, para dirigirse a sus celdas respectivas.

—¡Que vuestra maldición caiga sobre mi cabeza, santos padres! —exclamó.

XIX

L
A
primera persona con quien nos encontramos al poner las plantas en la playa de la mina fue con nuestra sirena, acurrucada ante la puerta de la cabaña. Cuando al encender la lámpara vi el semblante que tenía, quedé impresionado.

—¿Qué te pasa, señora Hortensia? ¿Te sientes enferma?

Desde la hora en que alumbró a su vista la gran esperanza, el matrimonio, a nuestra vieja Bubulina se le cayó de golpe la indefinible y sospechosa seducción que la distinguía. Ahora se afanaba por borrar las huellas del pasado, por desechar las plumas con que se adornara a expensas de bajaes, de beyes y de almirantes; sólo aspiraba a ser un grajo serio y correcto. Una mujer honesta. Ya no usaba afeites, ya no se acicalaba, ya se mostraba tal cual era: un viejo pingajo que quería casarse.

Zorba no abría la boca. Retorcía nerviosamente las puntas del bigote poco ha teñido. Se agachó para dar lumbre a la cocinilla, puso a hervir agua para el café.

—¡Cruel! —dijo de pronto la voz enronquecida de la vieja cantante.

Zorba alzó la cabeza y la miró. Suavizáronsele las miradas. Era cosa inevitable: no podía oír el lamento de una mujer sin que se le turbara el ánimo. En una lágrima de mujer se ahogaba sin remedio.

Sin embargo, no pronunció una palabra; echó azúcar al café, lo revolvió.

—¿Por qué aplazas tanto la boda? —arrulló la vieja sirena—. Ya no me atrevo a mostrarme en la aldea. ¡Estoy avergonzada! ¡Deshonrada! ¡Me mataré!

Cansado, yo me había tendido un rato en la cama. Acodándome en la almohada, me solazaba en el espectáculo a la vez cómico y afligente que me brindaba la pareja.

—¿Por qué no trajiste las coronas de boda?

Zorba sintió que la mano gordezuela de Bubulina temblaba apoyada en su rodilla. Es que aquella rodilla significaba el último lugar de la tierra a que le era dado agarrarse a la criatura que sufriera mil y un naufragios en el curso agitado de su vida.

Dijérase que así lo entendía Zorba y por eso latíale compasivo el corazón. Pero siguió callado; mientras vertía el café en tres tazas.

—¿Por qué no trajiste las coronas, querido mío? —repitió la voz estremecida.

—No las había bonitas en Candía —respondió Zorba secamente.

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