»Ya ves, patrón, que introducía algunos cambios adaptados a las circunstancias.
Y se van, y se van...
(¡Vamos, madre, que se van!)
¡Ay, mi Nussa!
¡Ay, mi Nussa!
¡Vay!
»Y con el rebuzno de
¡Vay!
, me echo sobre Nussa y la beso.
»Era lo que hacía falta. Como si les hubiera hecho la señal que esperaban, y sólo eso era lo que esperaban, algunos jayanes de barbas rojas apresuradamente apagaron las luces.
»Las mujeres, redomadas pícaras, empiezan a chillar como si tuvieran miedo; pero al instante oyéronse en la oscuridad unos ¡ji! ¡ji! ¡ji!... Sentían cosquillas y reían.
»Lo que entonces ocurrió, patrón, sólo puede saberlo Dios. Y es probable que no lo sepa tampoco, pues de saberlo, nos fulmina a todos con una centella. El hecho es que hombres y mujeres en mezcolanza yacían en el suelo; yo traté de dar con Nussa, ¡pero cómo hallarla! En fin, al alcance de la mano di con otra y arreglé el asunto con ella.
»Al amanecer, me levanto para retirarme con mi mujer. Todavía reinaba la oscuridad en la sala. No distinguía bien las cosas. Cojo un pie, tiro de él: no era el de Nussa. Cojo otro: tampoco. Cojo otro: tampoco era. Y al fin y al cabo, después de buscar trabajosamente, doy con los pies de Nussa, la saco de debajo de dos o tres jayanes que la tenían aplastada, pobrecilla, y la despierto. "Nussa —le digo—, ¡nos vamos!" "¡No te olvides el abrigo!", me contesta. "¡Vamos!" y nos fuimos.
—¿Y después? —le pregunté viendo que se callaba.
—¡Otra vez con los "¿después?"! —dijo Zorba con fastidio.
Suspiró.
—Viví seis meses con ella. Desde entonces, Dios es testigo, no temo nada. ¡Nada, te digo! Nada más que una cosa: que el diablo, o Dios, si quieres, borren de mi memoria el recuerdo de aquellos seis meses. ¿Comprendes? "Comprendo", debías contestarme.
Zorba cerró los ojos. Parecía muy conmovido. Era la primera vez que lo veía tan hondamente sacudido por un recuerdo lejano.
—¿Tanto la querías a esa Nussa? —le pregunté al cabo de un instante.
Zorba abrió los ojos.
—Eres joven, patrón —dijo—, eres joven y por eso no comprendes. Cuando se te ponga blanco el pelo, volveremos a conversar acerca de esta eterna historia.
—¿Qué eterna historia?
—¡La mujer, caramba! ¿Cuántas veces he de decírtelo? La mujer es una eterna historia. Por ahora, tú eres como los jóvenes gallos que cubren a las gallinas en un periquete y luego hinchan el buche, se suben a un montón de estiércol y rompen a cantar fanfarroneando. No miran a la gallina, sino a la cresta. Entonces ¿qué demonios pueden entender en materia de amor? ¡Mala centella los parta!
Escupió en el suelo despectivo. Luego giró la cabeza; no quería mirarme.
—¿Y después, Zorba? —volví a preguntarle—. ¿Qué fue de Nussa?
Zorba, con la mirada perdida a lo lejos, hacia el mar, me respondió:
—Una noche, al volver a casa, no la encontré. Se había marchado. Un militar buen mozo visitó el pueblo esos días, y se fue con él. ¡Todo había acabado! Se me destrozó el corazón. Pero pronto volvió a juntar los pedazos ¡el mísero! ¿Viste esas velas remendadas con trozos rojos, amarillos, negros, cosidos con hilo grueso, y que ya no se rompen ni en los más fuertes temporales? Así es mi corazón. Treinta y seis mil agujeros, treinta y seis mil remiendos, ¡ya a nada teme!
—¿Le guardaste rencor a Nussa, Zorba?
—¿Por qué había de guardárselo? Digas lo que se te antojare, la mujer, en mi opinión, es cosa distinta, patrón, no es cosa humana. ¿Por qué guardarle rencor? Es algo que no entra en nuestra comprensión, la mujer, y todas las leyes del Estado y de la religión se equivocan a su respecto. ¡No debían tratar así a la mujer, no! Son muy duras, patrón, esas leyes, y muy injustas. Yo, si alguna vez hubiera de dictar las leyes, no las haría iguales para los hombres y para las mujeres. Diez, cien, mil obligaciones para el hombre. Para eso es hombre, para aguantarlas. Pero ni una para la mujer. Porque ¿cuántas veces será necesario que te lo diga, patrón?, la mujer es una criatura sin fuerza.
»¡A la salud de Nussa, patrón! ¡A la salud de la mujer! ¡Y porque Dios nos asiente los sesos a los hombres!
Bebió; alzó el brazo y lo dejó caer con fuerza como quien maneja un hacha.
—¡Que nos asiente los sesos —repitió—, o de lo contrario que nos someta a un corte quirúrgico! Si no, créeme lo que te digo, estamos fritos.
H
OY
ha vuelto la lluvia y el cielo se enlaza con la tierra con infinita ternura. Recuerdo un bajo relieve hindú de piedra gris parda: un hombre abraza a una mujer y se une a ella con tal dulzura y resignación que, como el tiempo ha pulido y roído casi los cuerpos, el espectador piensa que son dos insectos enlazados sobre los que va cayendo la lluvia y les empapa las alas, mientras la tierra los absorbe sin prisa, glotonamente, en su apretado abrazo.
Estoy sentado dentro de la cabaña. Desde allí veo cómo se empaña el suelo y cómo relumbra el mar con brillo de ceniza verde. De un extremo a otro de la playa, no se divisa un hombre, ni una vela, ni un ave. Sólo el olor de la tierra mojada penetra por la ventana abierta.
Me levanto, tiendo la mano bajo la lluvia como un mendigo. De pronto me embarga el deseo de llorar. Una aflicción, no por mí, no mía, más profunda, más oscura, surgía de la tierra húmeda. El pánico que debe de sentir la bestia que pace, despreocupada, y que, de repente, sin haberlo advertido antes, huele en el aire un cerco que la apresa y del que no puede salirse.
Estuve a punto de lanzar un grito, para aliviarme; pero me contuvo la vergüenza.
El cielo se oscurecía paulatinamente. Miré por la ventana; el corazón me palpitaba sin violencia.
Voluptuosas, embargadas en una vaga pena, pasan las horas del lento llover. Acuden a la mente muchos recuerdos amargos encerrados en el pecho: la partida de un amigo, las muertas sonrisas de alguna mujer, las esperanzas a las que se les cayeron las alas, como a mariposas que quedaran convertidas de nuevo en larvas. Y esas larvas se hallan posadas sobre las hojas de mi corazón y las roen sin descanso.
Poco a poco, al través de los hilos de la lluvia y desde la tierra mojada, fue surgiendo nuevamente el recuerdo de mi amigo, que se hallaba desterrado allá lejos, en el Cáucaso. Cogí la pluma, me incliné sobre el papel, y me puse a charlar con él para quebrar la red de la lluvia y respirar libremente.
Amigo querido, te escribo desde una ribera solitaria de Creta, donde el Destino y yo convinimos en que me quedaría unos meses jugando: jugando a que soy capitalista. Si el juego sale bien, diré entonces que no era juego, sino la realización de un gran propósito, el de cambiar el rumbo de mi vida.
Recuerdas que al marcharte me llamaste "rata papiróvora". En aquel momento el mote me hirió, inspirándome la resolución de abandonar por un tiempo, ¿o para siempre?, el papel garrapateado y dedicarme de lleno a la acción. He arrendado una lomita en cuyo subsuelo corren vetas de lignito, y con la ayuda de obreros, picos, palas, lámparas de acetileno, cestos, vagonetas, abro galerías bajo la loma y me meto en ellas. Para que rabies. Así, de rata papiróvora, a fuerza de cavar y abrir corredores subterráneos, me he convertido en topo. Confío en que la metamorfosis merezca tu aprobación.
Mis alegrías son aquí grandes porque son muy sencillas, conformadas con elementos eternos: aire puro, sol, mar, pan de trigo y, por la noche, sentado a la turca, frente a mí, un extraordinario Sinbad el Marino que me habla; y al hablar ensancha el mundo. A veces, cuando no le bastan las palabras, se levanta de un brinco y baila. Y cuando la misma danza no le es suficiente, apoya en las rodillas su
santuri
y tañe: en ocasiones, una melodía salvaje, y tú te sientes sofocado, porque comprendes de pronto que tu vida transcurre insípida y mísera, indigna de un hombre; en otras, la melodía es dolorosa, entonces sientes que la vida pasa y se te desliza por entre los dedos como arena, y que no hallarás salvación.
Mi corazón va y viene, de un lado a otro del pecho, como la lanzadera del tejedor. Está tejiendo la tela de estos meses que he de pasar en Creta y, ¡quiéralo Dios!, creo que soy feliz.
Dice Confucio: "Muchos buscan la dicha más alto que el hombre; otros, más bajo. Sin embargo, la felicidad está a la altura del hombre." Es verdad. Existen, pues, tantas felicidades como estaturas. Tal es, querido alumno y maestro, mi dicha de hoy: la mido, vuelvo a medirla, intranquilo, para conocer cuál es ahora mi talla. Porque, como bien lo sabes, la estatura de un hombre no es siempre la misma.
Los hombres, vistos desde mi soledad, aquí, no se me presentan como hormigas, sino, por lo contrario, como enormes monstruos, dinosaurios y pterodáctilos, que viven en una atmósfera saturada de ácido carbónico, entre una espesa podredumbre creadora. Una selva incomprensible, absurda y lamentable. Las nociones de "patria" y de "raza" que te son caras, las nociones de "superpatria" y de "humanidad" que me sedujeron, adquieren igual valor ante el soplo todopoderoso de la destrucción. Nos parece como si hubiéramos emergido para pronunciar algunas sílabas —a veces ni siquiera sílabas, sino sonidos inarticulados, un "¡ah!" o un "¡sí!"— después de lo cual nos rompemos. Y las ideas más elevadas, si se les abre el vientre, aparecen cual muñecas rellenas de aserrín, dentro del cual llevan oculto un resorte de hojalata.
Tú sabes que estas crueles cavilaciones, lejos de obligarme a ceder son encendedores indispensables para mi llama interior. Porque como lo dijo mi maestro Buda: "he visto". Y pues he visto y me he entendido mediante una guiñada con el invisible director de escena que rebosa buen humor y fantasía, puedo, en lo sucesivo, desarrollar hasta el fin, es decir, en forma coherente y sin desmayo, el papel que me ha tocado representar en la tierra. Pues, habiendo visto, he colaborado yo también en la obra que estoy representando en el escenario de Dios.
Y así es cómo, al pasear la mirada por la escena universal, te veo, allá, en las legendarias guaridas del Cáucaso, donde desempeñas tú también el papel que te ha tocado; te empeñas en salvar a algunos miles de almas de nuestra raza del peligro mortal en que se encuentran. Seudo-Prometeo, padeces, sin embargo, verdadero martirio al combatir contra las fuerzas oscuras del hambre, del frío, de la enfermedad y de la muerte. Pero tú, de natural orgulloso, debes de sentirte regocijado por tener ante ti fuerzas oscuras tan numerosas e invencibles: pues de tal modo tu empresa, al ser casi sin esperanza se hace más heroica y tu alma alcanza una grandeza más trágica.
Ciertamente, consideras la vida que vives como una dicha. Y si así la entiendes, así es. Tú también has cortado la felicidad a tu altura, y la talla tuya, ¡loado sea Dios!, es ahora mucho mayor que la mía. El buen maestro no desea recompensa más brillante que ésta: la de formar un discípulo que lo sobrepase.
En cuanto a mí, te confieso que a menudo olvido, denigro, me extravío, que mi fe es un mosaico de incredulidades; en ocasiones me entran ganas de realizar un trueque: coger un minutito y dar mi vida entera. En cambio, tú tienes fuertemente empuñado el timón, sin olvidar ni en los más dulces de los instantes mortales, hacia dónde pusiste el rumbo.
¿Recuerdas el día que ambos cruzábamos Italia para regresar a Grecia? Teníamos decidido irnos a la región del Ponto que entonces corría peligro, ¿te acuerdas? En un pueblo, bajamos del tren apresuradamente. Nos quedaba una sola hora de espera para tomar el tren que combinaba con aquél. Entramos en un frondoso jardín, cercano de la estación, donde había árboles de anchas hojas, bananos, cañas de oscuros colores metálicos, abejas prendidas a una rama llena de flores, que vibraba contenta de verlas libar.
Avanzábamos sin hablar, como en un sueño, extáticos. De pronto, en un recodo del paseo florido aparecieron dos jovencillas que caminaban leyendo. No recuerdo ya si eran bonitas o feas. Sólo sé que una de ellas era rubia, la otra morena, y que ambas vestían primaverales blusas.
Y con el atrevimiento que uno tiene en los sueños, nos acercamos a ellas y tú les dijiste riendo: "Sea cual fuere el libro que ustedes leen, vamos a comentar su contenido." Leían a Gorki. Entonces, con prisa, pues nos corría el tiempo, nos pusimos a hablar de la vida, de la miseria, de la rebelión de las almas, de amor...
Nunca podré olvidar el placer y la pena que nos trajo el incidente. Ya éramos, nosotros dos y ambas jóvenes desconocidas, viejos amigos, amantes desde mucho tiempo atrás; responsables de sus almas y de sus cuerpos, nos apurábamos: unos minutos después tendríamos que separarnos para siempre. En el aire estremecido, palpitaba el rapto de la muerte.
Llegó el tren, silbando. Nos sobresaltamos como si nos despertara. Nos dimos las manos. ¿Cómo podría olvidarse el apretón fuerte y desesperado de nuestras manos, de los diez dedos que se negaban a separarse? Una de las jóvenes estaba muy pálida, la otra reía y temblaba.
Y yo te dije entonces, lo recuerdo: "¿Qué significado tienen Grecia, patria, deber? ¡Aquí está la verdad!" Y tú me dijiste: "Quizás no signifiquen nada Grecia, patria, deber. Sin embargo, por esa nada nos arrojamos voluntariamente a la muerte."
Pero, ¿para qué te estaré escribiendo estas cosas? Para decirte que no he echado en olvido nada de lo que hemos vivido juntos. Para aprovechar también la oportunidad de expresarte lo que nunca, en razón de nuestro hábito, bueno o malo, de dominar las emociones, me ha sido posible manifestarte cuando estuvimos uno al lado del otro.
Ahora, pues no te hallas a mi lado, pues no ves el semblante de tu amigo, y no corro el riesgo de parecerte ridículamente enternecido, te diré sin vacilar que te quiero mucho.
Acabé la carta. Había charlado con mi amigo y me sentía aliviado. Llamé a Zorba. Acurrucado bajo la saliente de un peñasco para no mojarse, estaba ensayando su cable teleférico.
—Ven, Zorba —le grité—. Levántate y vayamos de paseo hasta el pueblo.
—Tienes buen humor, patrón. Está lloviendo. ¿No quieres ir solo?
—Sí, estoy de buen humor y no quiero perderlo. Yendo en tu compañía no hay riesgo de que lo pierda. Ven.
Rió.
—Me hace feliz —dijo— que tengas necesidad de mí. ¡Vamos!
Se echó encima la capilla cretense de lana y capucha puntiaguda que le había regalado y llegamos al camino chapoteando barro.