—Oh. Desde luego.
Waxillium fingió no advertir su embarazo.
—Creo que voy a ir a ver cómo están Wayne y Ranette —dijo Marasi.
—Buena idea. Esperemos que ella no haya descubierto que él se ha llevado una de sus armas para cambiarla.
Waxillium se retiró y se dirigió rápidamente hacia la puerta.
—¿Lady Marasi? —llamó Waxillium.
Ella se detuvo y se volvió, esperanzada.
—Hiciste un buen trabajo leyéndome —dijo él, asintiendo con respeto—. No mucha gente puede hacerlo. No muestro mucho mis emociones.
—Clase de técnicas de interrogatorio avanzado —dijo ella—. Y… ejem, he leído tu perfil psicológico.
—¿Tengo un perfil psicológico?
—Me temo que sí. El doctor Murnbru lo escribió después de su visita a Erosión.
—¿Esa rata de Murnbru era psicólogo? —dijo Waxillium, genuinamente sorprendido—. Estaba seguro de que era un tahúr que pasaba por la ciudad buscando marcos que embolsarse.
—Bueno, sí. Eso está en el perfil. Tienes, ejem, tendencia a pensar que todo el que va vestido de rojo es un tahúr crónico.
—¿Ah, sí?
Ella asintió.
—Maldición —dijo él. «Voy a tener que leer eso.»
Ella salió y cerró la puerta. Waxillium volvió de nuevo a su plan. Alzó la mano y se colocó el pendiente en la oreja. Se suponía que debía de llevarlo cuando rezaba, o cuando hacía algo de gran importancia.
Supuso que esta noche haría las dos cosas.
Wayne cojeaba por la estación de tren, apoyándose en su bastón marrón, caminando con paso lento e intencionadamente frágil. Una multitud se daba empujones y contemplaba el tren. Un grupo estuvo a punto de derribarlo.
Todos eran tan altos que Wayne, encorvado por la edad, no tenía esperanza de ver a qué venía todo aquel jaleo.
—No tienen respeto por una pobre vieja —gruñó. Un tono grave, nasal y más agudo que su voz normal, mezclado con un bonito acento del Distrito Margociano. El distrito ya no existía, o al menos no del mismo modo: había sido consumido por el barrio industrial de su octante, y sus residentes se habían mudado. Un acento moribundo para una mujer moribunda—. No hay ningún respeto. Una vergüenza, ya digo. Pura y simplemente, eso es lo que es.
Unos cuantos jóvenes en la multitud la miraron, apreciando su viejo abrigo (le llegaba hasta los tobillos) y la cara arrugada por la edad, el pelo canoso bajo una gorra de fieltro.
—Lo siento, señora —dijo uno de ellos por fin, dejándole paso.
«Ese sí que es un buen chico», pensó Wayne, dándole una palmadita en el brazo y avanzando. Uno a uno, los demás le dejaron sitio. A veces hacía falta un arrebato de tos que parecía que podía ser contagioso. Wayne tenía cuidado de no parecer una mendiga. Eso atraería la atención de los alguaciles, que podrían pensar que estaba buscando marcos que robar.
No, no era una mendiga. Era Abrigain, una anciana que había venido a ver a qué se debía todo este alboroto. No era rica, ni era pobre. Frugal, con un abrigo meticulosamente zurcido, y un sombrero que una vez estuvo de moda. Gafas gruesas como los brazos de un estibador. Unos cuantos chicos muy jóvenes la dejaron pasar, y Abrigain les dio a cada uno un caramelo y les acarició las cabezas. Buenos chicos. A Abrigain le recordaban a sus nietos.
Wayne llegó por fin a la primera fila. Allí se encontraba el
Inexpugnable
en toda su gloria. Era un vagón de tren construido como una fortaleza, con grueso acero blindado, brillantes esquinas redondeadas y una puerta enorme en el costado. Esa puerta parecía la de una enorme caja fuerte, con una cerradura giratoria en el exterior.
La puerta estaba abierta, y la cámara interior casi vacía. Una gran caja de acero había sido soldada al suelo en el centro del vagón. De hecho, a través de la puerta podía verse que la caja parecía soldada por todas partes.
—¡Oh, cielos! —dijo Wayne—. Es impresionante.
Cerca había un guardia que llevaba las insignias de la fuerza de seguridad privada de la Casa Tekiel. Sonrió, hinchando el pecho con orgullo.
—Marca el amanecer de una nueva era —dijo—. El final del bandidaje y los robos de tren.
—Oh, es impresionante, joven —dijo Wayne—. Pero sin duda exagera. He visto trenes antes… incluso viajé en uno, maldito sea aquel día. Mi nieto Charetel quería que fuera con él a conocer a su prometida en Covingtar, y era la única forma, aunque yo creía que viajar en coche de caballos siempre había funcionado bastante bien para mí antes. Progreso, lo llamó. Progreso es estar encerrada en una caja, supongo, incapaz de ver el sol en el cielo o disfrutar del viaje. Aquel vagón era igual que este. Pero no tan brillante.
—Le aseguro que este es inexpugnable de verdad —dijo el guardia—. Lo cambiará todo. ¿Ve esa puerta?
—Se cierra —respondió Wayne—. Eso lo veo. Pero las cajas fuertes pueden abrirse, joven.
—Esta no. Los bandidos no podrán abrirla porque no puede abrirse… no podrán ellos, ni nosotros. Cuando esa puerta se cierra, pone en marcha un mecanismo con un reloj dentro de las puertas. Esas puertas no pueden volver abrirse de nuevo durante doce horas, no importa que alguien conozca o no el código de apertura.
—Explosivos —dijo Wayne—. Los bandidos siempre están volando cosas. Lo sabe todo el mundo.
—Ese acero tiene seis pulgadas de grosor —respondió el guardia—. La cantidad de dinamita que haría falta para abrirlo destruiría con toda seguridad el contenido del vagón.
—Pero sin duda un alomántico podría entrar.
—¿Cómo? Podrían empujar el metal todo lo que quisieran: es tan pesado, que los lanzaría hacia atrás. Y aunque lograran entrar de algún modo, tendremos ocho guardias viajando dentro del vagón.
—Vaya —dijo Wayne, perdiendo su acento—. Eso sí que es impresionante. ¿Con qué estarán armados los guardias?
—Con cuatro… —empezó a decir el hombre, pero entonces se calló y miró con más atención a Wayne—. Cuatro… —entornó los ojos, receloso.
—¡Oh, que se me enfría el té! —exclamó Wayne, y se dio media vuelta y empezó a abrirse paso cojeando entre la multitud.
—¡Detengan a esa mujer! —dijo el guardia.
Wayne dejó de fingir y se irguió, abriéndose paso entre la gente con más fervor. Miró por encima del hombro. El guardia lo perseguía.
—¡Alto! —gritaba—. ¡Deténgase, maldición!
Wayne alzó su bastón y apretó el gatillo. Su mano empezó a temblar como siempre que intentaba usar un arma de fuego, pero esta solo tenía cartuchos de fogueo, así que no pasaba nada. El estampido llenó a la multitud de pánico, la gente se agachó formando una ola como si el viento barriera un campo de trigo.
Wayne corrió entre las figuras prostradas, saltando sobre algunas, hasta llegar al fondo de la multitud. El guardia alzó su arma; Wayne dobló una esquina del edificio de la estación. Entonces detuvo el tiempo.
Se quitó el abrigo y la blusa que llevaba debajo, descubriendo un traje de caballero: chaqueta negra, camisa blanca, pañuelo rojo. Wax lo había llamado «portentosamente falto de imaginación», significara lo que significara eso. Se quitó los artilugios que, atados por dentro de la blusa, habían formado el busto de la anciana: una bolsa pequeña, un sombrero de hombre plegable, y una bayeta. Desplegó el sombrero y metió la blusa en el espacio interior antes de quitarse la peluca y encasquetarse el sombreo en la cabeza.
Desgarró la capa exterior de su bastón, volviéndolo negro. Arrojó la peluca a un lado, luego dejó la bolsa junto a la pared. Finalmente, se limpió el maquillaje de la cara con la bayeta, y retiró su burbuja de velocidad.
Salió dando tumbos de la esquina, actuando como si lo hubieran empujado. Maldijo, poniéndose derecho el sombrero y alzando su bastón negro, que agitó con furia.
El guardia se detuvo a su lado, jadeando.
—¿Se encuentra bien, mi señor?
—¡No! —replicó Wayne, llenando su voz de todo el desprecio aristocrático que pudo conseguir. Acento de Madion Ways, la zona más rica del Primer Octante, donde la Casa Tekiel poseía tantos terrenos—. ¿Qué clase de rufián era ese, capitán? ¡Se suponía que la inauguración debía hacerse con cuidado y contención!
El guardia vaciló, y Wayne pudo ver su mente en funcionamiento. Esperaba un noble cualquiera, pero esta persona hablaba como si fuera miembro de la Casa Tekiel… los jefes del guardia.
—¡Lo siento, milord! —dijo—. Pero lo espanté.
—¿Quién era? —preguntó Wayne, acercándose a la peluca—. Arrojó esto cuando pasó por mi lado.
—Iba disfrazado de anciana —dijo el guardia, rascándose la cabeza—. Me hizo preguntas sobre el
Inexpugnable
.
—Maldita sea, hombre. ¡Debía de ser uno de los desvanecedores!
El guardia palideció.
—¿Sabe la vergüenza que pasará nuestra casa si sucede algo en este viaje? —dijo Wayne, dando un paso al frente y agitando el bastón—. Nuestra reputación está en juego. Nuestras
cabezas
están en juego, capitán. ¿Cuántos guardias tiene?
—Tres docenas, mi señor, y…
—¡No son suficientes! ¡No son suficientes en absoluto! Mande pedir más.
—Yo…
—¡No! —dijo Wayne—. ¡Lo haré yo! Tengo aquí a varios de mis guardias. Enviaré a uno a traer a otra división. ¿Sus hombres están vigilando la zona por si hay más
criaturas
como esa?
—Bueno, no se lo he dicho todavía, mi señor. Verá, pensé que podía detenerlo yo mismo, y…
—¿Dejó su puesto? —gritó Wayne, llevándose las manos a la cabeza y agitando el bastón entre sus dedos—. ¿Permitió que lo hiciera abandonar su puesto? ¡Idiota! ¡Vuelva allí, hombre! Alerte a los demás. Oh, Superviviente en las alturas. Si esto sale mal, estamos muertos. ¡Muertos!
El capitán de la guardia se dio media vuelta y echó a correr hacia el tren, donde la gente se retiraba llena de pánico. Wayne se apoyó contra la pared, comprobó su reloj de bolsillo, y esperó el momento de tener suficiente espacio para emplazar una burbuja de velocidad. Estaba razonablemente seguro de que no había nadie mirando.
Se quitó el sombrero. Soltó el bastón y le dio la vuelta a la chaqueta, convirtiéndola en una guerrera militar amarilla y marrón, a juego con la de los guardias. Se quitó la nariz postiza y sacó una gorra triangular de tela de la bolsa que había dejado junto a la pared.
Se la puso en la cabeza en lugar del sombrero de caballero. Llevar siempre el sombrero adecuado. Esa era la clave. Se ató una pistola después de quitarse los pantalones, revelando el uniforme de soldado de debajo. Luego dejó caer su burbuja y rodeó la esquina y corrió hacia las vías. Encontró al capitán organizando a sus hombres, gritando órdenes. No muy lejos, había algunos nobles furiosos discutiendo entre sí.
No habían sacado el cargamento. Eso era bueno. Wayne había supuesto que desistirían con todo este jaleo, pero Wax no estuvo de acuerdo. Dijo que los Tekiel habían creado tanta expectativa con el
Inexpugnable
que no los detendría un par de incidentes.
«Idiotas», pensó Wayne, sacudiendo la cabeza. Farnsward no estaba de acuerdo con esta decisión. Llevaba ya diez años como guardia privado de la Casa Tekiel, aunque había servido principalmente en los Estados Exteriores con su señor, enfermo crónico. Farnsward había visto muchas cosas en su vida, y había aprendido que había motivos para correr riesgos. Para salvar una vida, para ganar una batalla, para proteger el nombre de la casa. ¿Pero correr un riesgo sólo porque decías que ibas a correrlo? Una idiotez.
Corrió hasta el capitán con el que había hablado antes y lo saludó.
—Señor —dijo—. Soy Farnsward Dubs. Lord Evenstrom Tekiel dijo que me presentara ante usted.
Un acento de los Estados Exteriores con una pizca de aristocracia, contagiada tras una larga asociación con los aristócratas.
El capitán parecía apurado.
—Muy bien. Supongo que no nos vendrá mal tener más gente.
—Lo siento, señor —dijo Wayne, inclinándose hacia delante—. Lord Evenstrom se pone nervioso, a veces. Sé cómo es: esta no es la primera vez que me envía a ayudar a alguien que no lo necesita. Bren y yo no entorpeceremos su trabajo.
—¿Bren?
—Oh, venía justo detrás de mí —dijo Wayne, dándose la vuelta, con aspecto confuso.
Wax salió de la estación, vestido con un uniforme similar al de Wayne. También tenía una barriga falsa donde ocultaba los materiales concretos que necesitaría para esta noche.