—Era un perro, Wax. Un sabueso controlado con falsas promesas y órdenes severas. —Miles retrocedió unos pasos, luego echó a correr hacia delante, cubriendo de un salto la distancia que los separaba.
Waxillium se levantó con cautela y retrocedió.
—No me digas que nunca lo sentiste —gritó Miles, con una mueca—. Trabajabas cada día para arreglar el mundo, Wax. Intentabas acabar con el dolor, la violencia, los robos. No funcionó nunca. Cuantos más hombres abatías, más problemas causaba.
—Es la vida del vigilante de la ley… —respondió Waxillium—. Si renuncias, bien. Pero no tienes por qué unirte al otro bando.
—Ya estaba en el otro bando —dijo Miles—. ¿De dónde salen los criminales? ¿Fue el tendero de la esquina quien empezó a comportarse como un loco y asesinar? ¿Fueron los niños que crecían cerca de la ciudad, trabajando en la yerma granja de su padre?
»No. Fueron los trabajadores de las minas, enviados desde la Ciudad para excavar en las profundidades y explotar los últimos yacimientos encontrados… para ser abandonados cuando estuvieran agotados. Fueron los cazadores de fortunas. Fueron los necios ricos de la Ciudad que querían aventuras.
—No me importa quiénes fueran —dijo Waxillium, todavía retrocediendo. Estaba en el penúltimo vagón. Se quedaba sin espacio para retirarse—. Yo servía a la ley.
—Yo la servía también —exclamó Miles—. Pero ahora sirvo a algo mejor. La esencia de la ley, pero mezclada con justicia de verdad. Una aleación, Wax. Las mejores partes de ambas en una sola. Hago algo mejor que perseguir la escoria enviada desde la ciudad.
»No puedes decirme que nunca te has dado cuenta. ¿Qué hay de Pars
el Muerto
, tu “gran captura” de los últimos cinco años? Te recuerdo cazándolo, recuerdo tus noches sin dormir, tu ansiedad. La sangre en la tierra en el centro de Erosión cuando dejó el cadáver de la hija de Burlow para que la encontraras. ¿De dónde vino?
Waxillium no respondió. Pars era un asesino de la Ciudad, un carnicero al que habían atrapado matando a mendigos. Huyó a los Áridos, y allí empezó de nuevo a trabajar para saciar su macabra obsesión.
—Ellos no lo detuvieron —escupió Miles, avanzando—. Ellos no te enviaron ayuda. No les importan los Áridos. A nadie le importan los Áridos: apenas parecen fijarse en nosotros excepto como el sitio donde depositar su basura.
—Y por eso les robas —replicó Wax—. ¿Por eso secuestras a sus hijas, asesinas a todo el que se interponga en tu camino?
Miles dio otro paso adelante.
—Hago lo que hay que hacer, Wax. ¿No es ese el código del vigilante de la ley? No he dejado de serlo: nunca se deja de ser vigilante. Se te mete dentro. Haces lo que nadie más hará. Te alzas a favor de los pisoteados, mejoras las cosas, detienes a los criminales. Bueno, yo decidí apuntar a un tipo más poderoso de criminal.
Waxillium negó con la cabeza.
—Te has convertido en un monstruo, Miles.
—Dices eso —respondió Miles, el viento agitando sus cortos cabellos—, pero tus ojos, Wax… muestran la verdad. Puedo verlo. Entiendes lo que estoy diciendo. Lo has sentido también. Sabes que tengo razón.
—No voy a unirme a ti.
—No te lo estoy pidiendo, Wax —dijo Miles, bajando la voz—. Siempre has sido un buen sabueso. Si tu amo te golpea, solo gimes y te preguntas cómo servir mejor. Creo que no habríamos trabajado bien juntos. No en esto.
Miles se lanzó hacia delante.
Waxillium descargó todo su peso en su mente de metal y saltó hacia atrás, dejando que el viento lo arrastrara unos seis metros. Aumentó su peso y aterrizó en el último vagón. Se acercaban al extrarradio de la población; la flora de los Estados Exteriores menguaba.
—¡Vamos, corre! —gritó Miles—. ¡Yo volveré atrás y me llevaré a la pequeña Lady Harms la bastarda! Y a Wayne. Llevo mucho tiempo esperando tener una excusa para meterle una bala en la cabeza.
Se dio media vuelta y echó a andar en la dirección contraria.
Waxillium maldijo y se abalanzó. Miles se volvió, los labios abiertos en una fría sonrisa. Sacó un cuchillo de larga hoja de la parte posterior de su bota. Era de aluminio: no tenía en su cuerpo ni una sola pieza de metal que reaccionara alománticamente que Waxillium pudiera ver.
«Tengo que arrojarlo del tren», pensó Wax. No podía derrotar a Miles aquí, no definitivamente. Necesitaba un entorno más controlado. Y necesitaba tiempo para planear.
Mientras se acercaba, Wax alzó su pistola y trató de arrancarle de un tiro el cuchillo a Miles, pero el otro hombre lo giró y se lo clavó en su propio antebrazo, clavándolo en la piel hasta que asomó por el otro lado. Ni siquiera parpadeó. Las historias que se contaban por todos los Áridos decían que después de sufrir cientos de heridas que deberían de haberlo matado, Miles se había vuelto completamente ajeno al dolor.
Miles extendió las manos, dispuesto a agarrar a Waxillium… pero también podría coger aquel cuchillo en un segundo. Waxillium desenvainó su propio cuchillo y lo empuñó en la mano izquierda. Los dos caminaron en círculo un momento, el peso aumentado de Wax le permitía afianzarse sobre el traqueteante vagón. Seguía sin ser un lugar seguro, y el sudor le corría por la frente, empujado por el viento.
Unos cuantos necios asomaron la cabeza en los vagones lejanos, tratando de ver qué pasaba. Por desgracia, ninguno de aquellos necios era Wayne. Wax hizo amago de avanzar con un rápido paso, pero Miles no picó el anzuelo. Wax era solo un buen luchador con el cuchillo, y Miles tenía fama de ser uno de los mejores. Pero si Wax podía hacer que ambos cayeran del tren…
«A esta velocidad acabará conmigo, pero no con él —pensó—. A menos que pueda empujar debajo de mí. Herrumbres. Va a ser difícil.»
Solo tenía una oportunidad, y era terminar la lucha rápidamente.
Miles avanzó para atacarlo. Wax tomó aire y avanzó también, cosa que pareció sorprender a Miles, aunque consiguió agarrarlo por el brazo. Con la otra mano, Miles se arrancó el cuchillo del brazo, preparándose para embestir con él a Wax. Desesperado, este aumentó su peso y cargó con el hombro contra el pecho de Miles.
Por desgracia, Miles había previsto ese movimiento. Se tiró al suelo, rodó, y le dio una patada en las piernas.
En un abrir y cerrar de ojos, Wax voló por los aires hacia la grava y las rocas junto a la vía del tren. Una parte primigenia en su interior supo qué hacer. Empujó el cuchillo que tenía en la mano, soltándolo y lanzándolo a la tierra que tenía directamente debajo. Eso lo impulsó al aire mientras reducía simultáneamente su peso. El viento lo capturó. Estaba girando, y perdió toda sensación de dirección.
Golpeó el suelo, rodó y chocó contra algo duro. Dejó de moverse, pero su visión continuó agitándose. El cielo giraba.
Todo se quedó quieto. Su visión regresó lentamente a la normalidad. Estaba solo en mitad de un campo de hierbas. El tren se alejaba.
Gimió y se dio la vuelta. «Un hombre de mi edad no tendría que estar haciendo estas cosas», pensó mientras se ponía lentamente en pie. No había empezado a sentir la edad hasta los últimos años, pero tenía ya más de cuarenta. Eso era ser viejo para los baremos de los Áridos.
Contempló el tren alejarse, mientras notaba dolorido el hombro. Lo cierto era que Miles había dicho algo que era verdad.
Nunca dejas de ser vigilante.
Wax apretó los dientes y echó a andar. Recogió la pistola que había soltado al caer (fue fácil de encontrar con su alomancia), y luego saltó sin romper el paso y se posó sobre las vías.
Empujó, lanzándose al aire. Alcanzó buena altura, luego empujó las vías de atrás y se abalanzó hacia delante. Un cuidadoso empujón abajo, un empujón continuo detrás. El viento rugía a su alrededor, las ropas eran un ruidoso borrón, la sangre manaba de la herida en su costado.
El vuelo del lanzamonedas era emocionante. Era una libertad que ningún otro alomántico podía conocer. Cuando el aire se volvía suyo, sentía el mismo júbilo que años atrás, cuando buscó por primera vez su fortuna en los Áridos. Deseó llevar puesto su gabán de bruma y que las brumas lo rodearan. Todo parecía siempre funcionar mejor con las brumas. Se decía que protegían a los justos.
Alcanzó al tren en unos instantes, luego se lanzó en un poderoso arco por encima. Una pequeña figura caminaba por encima de los vagones, dirigiéndose hacia Wayne y Marasi.
Wax empujó hacia abajo para no golpear demasiado fuerte, pero aumentó su peso al mismo tiempo, hasta chocar contra el techo del vagón y formar un cráter a su alrededor. Se irguió, y luego abrió el revólver, como para volver a cargarlo. Los casquillos vacíos y las balas sin disparar volaron al aire y cogió uno.
Miles se dio media vuelta. Wax le lanzó el cartucho.
Sorprendido, Miles lo cazó al vuelo.
—Adiós —dijo Wax, y luego lanzó el empujón más poderoso que pudo contra el cartucho.
Miles abrió los ojos de par en par. Su mano chocó contra su pecho, y entonces salió volando del tren, el empujón al cartucho transferido a él. El tren dobló una curva mientras Miles surcaba los aires y caía al suelo rocoso de atrás.
Wax se sentó, luego se tumbó, los ojos hacia el cielo. Inspiró profundamente, dolorido, y se llevó la mano al costado herido. Viajó así hasta la siguiente parada antes de bajarse.
—Teníamos órdenes, mi señor —dijo el maquinista—. Aunque oyera disparos en los vagones de pasajeros, no podía parar por nada. Los desvanecedores te atacan cuando paras.
—No importa —dijo Waxillium, cogiendo alegremente un vaso que le ofrecía un joven con el chaleco de aprendiz de maquinista—. Si hubiera parado, probablemente habría significado mi muerte.
Se hallaban en un cuartito en la estación, que (por tradición) era propiedad de un miembro menor de la casa que poseía las tierras cercanas. El lord en cuestión estaba fuera, pero el mayordomo había mandado llamar inmediatamente al médico local.
Waxillium se había quitado la chaqueta, el chaleco y la camisa, y se sujetaba una venda en el costado. No estaba seguro de tener tiempo para esperar al médico. Miles tardaría una hora en llegar corriendo a la estación. Por fortuna, no era un feruquimista de acero, capaz de aumentar su velocidad.
Una hora, probablemente, pero era más conveniente prepararse para lo peor. Si encontraba un caballo, Miles podría llegar antes. Y Waxillium no estaba seguro de cómo su Composición afectaría a su vigor. Tal vez podría correr distancias más largas de lo que debería.
—Casi hemos sacado a los suyos, milord —dijo otro aprendiz nada más entrar—. ¡Se supone que esos cerrojos no son tan difíciles de abrir!
Waxillium bebió su agua. Miles había planeado bien su trampa. Wayne y Marasi habían quedado confinados en su vagón, junto con todos los demás pasajeros, por trozos de metal que habían metido en las cerraduras de las puertas. Miles había esperado hasta que Waxillium salió de su compartimento, y luego atrapó rápidamente a los demás antes de cazarlo.
Al menos era una suerte. Miles no los había matado sin más. Sin embargo, tenía sentido que no lo hubiera hecho. Habría sido peligroso entrar para intentar matar a Wayne, que podía curarse, y arriesgarse a atraer a Waxillium, y luego enfrentarse a ambos. Miles era demasiado cuidadoso para eso. Waxillium era el verdadero objetivo. Los otros estaban mejor encerrados hasta que se consiguiera el objetivo principal.
—Tiene que volver a poner su tren en marcha —le dijo Waxillium al maquinista. Era un hombre fornido con barba marrón oscura y una gorrilla plana—. Los desvanecedores podrían ser un peligro. Tenemos que llegar al corazón de la Ciudad. No podemos retrasarnos.
—¡Pero su herida, mi señor…!
—Me pondré bien —dijo Waxillium. En los Áridos a menudo había pasado días o semanas con una herida antes de que un médico pudiera atenderla.
—Nosotros…
La puerta se abrió de golpe y entró Marasi. Su vestido azul estaba todavía chamuscado por la explosión en la mansión, pero lo llevaba bien, a pesar de los pliegues de encaje bajo la brillante capa exterior. Al chaleco azul que cerraba el corpiño le faltaba un botón abajo, probablemente arrancado en la caída. Él no lo había advertido antes.
Marasi se llevó las manos a la boca al ver el vendaje ensangrentado, pero inmediatamente se puso roja como un tomate al verlo sin la camisa puesta. Él sintió un momento de orgullo por el hecho de que, aunque tenía alguna cana, todavía tenía los músculos torneados de un hombre mucho más joven.
—¡Oh, Armonía! —exclamó ella—. ¿Estás bien? ¿Esa sangre es tuya? ¿Debo estar aquí? Puedo irme. Probablemente debería irme, ¿no? ¿Estás seguro de que te encuentras bien?
—Vivirá —dijo Wayne, asomándose tras ella—. ¿Qué has hecho, Wax? ¿Tropezaste camino del cuarto de baño?
—Miles me encontró —dijo Waxillium, quitándose la venda. Parecía que la herida había dejado de sangrar. Cogió otra venda que le ofreció uno de los aprendices y se preparó para colocarla en su sitio.
—¿Está muerto? —preguntó Marasi.
—Lo maté unas cuantas veces —dijo Waxillium—, y fue tan efectivo como lo que todo el mundo ha intentado.
—Hay que quitarle sus mentes de metal —dijo Wayne—. Es la única manera.
—Tiene treinta distintas, todas perforando su piel, todas con suficiente capacidad curativa para recuperarlo de prácticamente cualquier herida.
Un brazo de peltre, o incluso un hacedor de sangre menor como Wayne podían morir de un tiro directo a la cabeza. Miles podía sanar tan rápidamente que ni siquiera eso lo mataba. Se decía que mantenía la curación en marcha continuamente. Por lo que Waxillium sabía de la Composición, podía ser peligroso parar cuando habías empezado.
—¡Parece un desafío! —dijo Wayne.
Marasi se quedó en la puerta un momento más, luego aparentemente tomó una decisión y terminó de entrar.
—Déjame ver esa herida —dijo, arrodillándose junto a la silla de Waxillium.
Él frunció el ceño pero dejó de intentar atarse la venda y dejó que ella la retirara e inspeccionara la herida.
—¿Sabe usted algo de medicina, mi señora? —preguntó el maquinista. Parecía un poco nervioso ante su presencia en la habitación.
—Voy a la universidad —dijo ella.
«Ah, es verdad», pensó Waxillium.
—¿Y? —preguntó Wayne.
Marasi examinó la herida.
—Las reglas universitarias, establecidas por el mismísimo Armonía, dictan una amplia educación.
—Los estudiantes tienen que recibir un poco de formación en todo —dijo Waxillium—, antes de poder elegir una especialidad.