Solo entonces advirtió Waxillium que no había ninguna línea azul apuntando a la pistola del hombre. Tarson sonrió, su rostro ceniciento rematado por el sombrero de Wayne. Entonces se dio media vuelta, colocándose detrás de Marasi, a quien agarró por el cuello con una mano mientras apretaba firmemente su arma contra su cabeza con la otra.
No hay líneas azules. «Herrumbre y Ruina… ¿Una pistola entera hecha de aluminio?»
Waxillium y Tarson se quedaron quietos. Los bandidos de detrás no habían advertido la huida de Waxillium con la bandeja: se acercaban al lugar donde se había escondido. El jefe todavía estaba en la puerta, mirando a Waxillium. Wax tenía que estar equivocado respecto a su identidad. La gente podía parecerse, hablar igual. Eso no significaba…
Marasi gimió. Y Waxillium fue incapaz de moverse, incapaz de alzar la mano para disparar. El disparo que había hecho para salvar a Lessie se repitió de nuevo una y otra vez en su mente.
«Puedo hacer un tiro así —se dijo, furioso—. Lo he hecho una docena de veces.»
Solo había fallado una vez.
No podía moverse, no podía pensar. Seguía viéndola morir una y otra vez. Sangre en el aire, un rostro sonriente.
Tarson advirtió al parecer que no podía disparar. Así que dejó de apuntar a la cabeza de Marasi y enfiló a Waxillium.
Marasi se quedó rígida. Ancló las piernas y le dio un cabezazo al desvanecedor en la barbilla. El disparo de Tarson salió desviado y el hombre retrocedió, tambaleándose, llevándose la mano a la boca.
Con Marasi algo más apartada, la mente de Waxillium se despejó, y pudo volver a moverse. Le disparó a Tarson aunque no pudo apuntarle al pecho, no con Marasi tambaleándose tan cerca. Se contentó con darle en el brazo. Marasi se llevó horrorizada la mano a la boca al verlo caer.
—¡Está aquí!
Voces desde atrás, los tres bandidos contra los que había estado luchando entre las mesas. Una bala de aluminio hendió el aire a su lado.
—Agárrese —le dijo Waxillium a Marasi, saltando hacia delante y cogiéndola por la cintura. Alzó la pistola y disparó la última bala que le quedaba hacia la puerta, alcanzando en la cabeza al enmascarado líder de los desvanecedores.
El hombre se desplomó.
«Bueno, se acabó esa teoría», pensó Waxillium. Miles no habría caído con una simple bala. Era un nacidoble de variedad particularmente peligrosa.
Tarson rodaba, sujetándose el brazo y gruñendo. No había tiempo. No tenía munición. Waxillium soltó el arma y la empujó mientras agarraba con fuerza a Marasi. El empujón los lanzó a los dos al aire; una andanada de balas roció el lugar donde habían estado. Por desgracia, no alcanzaron a Tarson, que rodaba por el suelo.
Marasi gritó, aferrándose a él mientras volaban hacia las brillantes lámparas. Waxillium empujó una de ellas, haciendo que oscilara de un lado a otro. El empujón los impulsó a Marasi y a él hacia el balcón cercano, que estaba ocupado por un grupo de aterrorizados músicos.
Waxillium aterrizó con fuerza en el balcón: había perdido el equilibrio por ir cargado con Marasi, y no había tenido tiempo de juzgar con precisión el empujón. Rodaron en un amasijo de tela roja y blanca. Cuando se detuvieron, Marasi se agarró a él, temblando y jadeando en busca de aire.
Él se sentó y la abrazó un momento.
—Gracias —susurró ella—. Gracias.
—No hay de qué —respondió él—. Ha sido muy valiente al detener al bandido como lo ha hecho.
—Siete de cada diez secuestros pueden frustrarse si el objetivo ofrece la resistencia adecuada —dijo ella, las palabras brotaron libremente de su boca. Volvió a cerrar los ojos—. Lo siento. Eso ha sido muy, muy inquietante.
—Yo…
Waxillium se detuvo.
—¿Qué? —preguntó ella, abriendo los ojos.
Waxillium no respondió. Rodó a un lado, soltándola mientras advertía las líneas azules que se movían a la izquierda. Alguien subía las escaleras hasta el balcón.
Waxillium se levantó junto a una gran arpa cuando la puerta del balcón se abría de golpe para revelar a dos desvanecedores, uno con un rifle y otro con un par de pistolas. Waxillium aumentó su peso decantando su mente de metal, luego avivó desesperadamente acero, empujando contra las molduras, cuerda y clavos de metal del arpa. El instrumento voló hacia la puerta de madera y aplastó a los hombres contra la pared. Se desplomaron y cayeron bajo el arpa rota.
Waxillium corrió a comprobar su estado. Convencido de que no serían peligrosos de momento, cogió las armas y corrió de vuelta al borde del balcón para escrutar la sala de abajo. Los muebles que había apartado de su paso componían un espacio circular perfectamente despejado en el salón de baile. Los asistentes a la fiesta se dirigían a las cocinas cada vez en mayor número. Buscó a Wayne, pero solo vio los cuerpos rotos de los bandidos caídos.
—¿Steris? —preguntó Marasi, arrastrándose junto a él.
—Iré a por ella ahora mismo —dijo Waxillium—. Se la han llevado fuera, pero no tendrán tiempo de…
Se calló al advertir un borrón junto a la lejana puerta. Se detuvo, y de repente Wayne quedó yaciendo en el suelo, rodeado de sangre. Un bandido se alzó sobre él, con aspecto complacido, empuñando una humeante pistola.
«¡Maldición!», pensó Waxillium, sintiendo una punzada de temor. Si había alcanzado a Wayne en la cabeza…
¿Steris o Wayne?
«Ella estará a salvo —pensó—. Se la llevaron por un motivo: la necesitan.»
—¡Oh, no! —dijo Marasi, señalando a Wayne—. ¿Lord Ladrian, significa eso…?
—Se pondrá bien si puedo alcanzarlo —respondió Waxillium, poniéndole apresuradamente una pistola en las manos—. ¿Sabe usarlas?
—Yo…
—Empiece a disparar si alguien la amenaza. Yo vendré.
Saltó a la barandilla del balcón. Los candelabros le bloqueaban el paso: no podía saltar directamente hacia Wayne. Tendría que saltar hacia abajo, luego volver a hacerlo, y rebotar…
No había tiempo. Wayne se estaba muriendo.
«¡Ve!»
Waxillium se arrojó desde lo alto del balcón. En cuando sus pies quedaron libres, decantó su mente de metal y extrajo tanto peso como pudo. Eso no lo proyectó hacia el suelo: los objetos caían a la misma velocidad, no importaba su peso. Solo importaba la resistencia del aire.
Sin embargo, el peso importaba mucho cuando se empujaba, y eso hizo Waxillium, lanzando todo lo que tenía contra los candelabros, que se apartaron en fila, el metal dentro de ellos retorciéndose sobre sí mismo, los cristales explotando en una lluvia hacia fuera. Eso le proporcionó espacio de sobra a lo largo de la porción superior de la sala para saltar en arco hacia Wayne.
En un segundo, Waxillium dejó de decantar su mente de metal y empezó a llenarla, reduciendo su peso a casi nada. Empujó el arpa rota de atrás, y un simultáneo empujón rápido contra los clavos del suelo lo mantuvieron en las alturas.
El resultado fue que surcó la sala trazando un grácil arco, atravesando el espacio que habían ocupado los grandes candelabros. Los chispeantes candelabros más pequeños seguían brillando a cada lado mientras los cristales seguían cayendo, cada diminuto pedazo dividiendo la luz en un chorro de colores. La cola de su frac ondeó, y bajó la mano con el revólver mientras caía, apuntando al bandido que se alzaba sobre Wayne.
Waxillium vació seis balas contra el ladrón. No podía permitirse correr riesgos.
Notó la pistola resbaladiza en la mano cuando aterrizó, empujando los clavos del suelo para no romperse las piernas. El ladrón se desplomó contra la pared, muerto.
Justo cuando Waxillium alcanzaba a Wayne, una burbuja brotó alrededor. Waxillium resopló aliviado mientras Wayne se movía. Se arrodilló para volver boca arriba a su amigo. La camisa de Wayne estaba empapada de sangre, con un agujero de bala visible en el vientre. Mientras Waxillium miraba, el agujero se cerró lentamente, curándose solo.
—Maldición —dijo Wayne, gimiendo—. Las heridas en la barriga duelen.
Wayne no podía haber alzado la burbuja mientras el bandido estaba vivo: eso le habría dicho que Wayne no estaba muerto. Los forajidos y los vigilantes por igual estaban acostumbrados a los nacidos del metal: si la burbuja se hubiera alzado, el bandido le habría pegado rápidamente un tiro a Wayne en la cabeza.
Así que Wayne se había visto forzado a soltar la burbuja y hacerse el muerto. Por suerte, el bandido no le había dado la vuelta para comprobar su estado y advertir que la herida estaba sanando. Wayne era un hacedor de sangre, un tipo de feruquimista que podía acumular salud igual que Waxillium acumulaba peso. Si Wayne pasaba algún tiempo enfermo y débil (su cuerpo sanando de forma mucho más lenta de lo normal) podía almacenar salud y capacidad curativa en una mente de metal. Luego, cuando la decantaba, sanaba a ritmo aumentado.
—¿Cuánto te queda en la mente de metal? —preguntó Waxillium.
—Esta ha sido la segunda herida de bala de la noche —dijo Wayne—. Podré curar tal vez una más. —Wayne se levantó mientras Waxillium le ayudaba a incorporarse—. Me llevó estar mis dos buenas semanas en cama almacenar toda esa cantidad. Espero que esa chica tuya merezca la pena.
—¿Esa chica mía?
—Oh, vamos, socio. No creas que no he visto cómo la mirabas durante la cena. Siempre te han gustado listas —sonrió.
—Wayne —dijo Waxillium—. Lessie no lleva muerta ni siquiera un año.
—Tendrás que pasar página tarde o temprano.
—Se acabó esta conversación —dijo Waxillium, mirando las mesas cercanas. Había desvanecedores por todas partes, los huesos rotos por los bastones de duelo de Wayne. Waxillium divisó a unos cuantos con vida ocultos bajo las mesas, como si no se hubieran dado cuenta todavía de que Wayne no llevaba armas de fuego.
—¿Quedan cinco? —preguntó Waxillium.
—Seis —dijo Wayne, recogiendo sus bastones y haciéndolos girar—. Hay otro allí en las sombras. He abatido a siete. ¿Y tú?
—A dieciséis, creo —respondió Wax, distraído—. No he llevado bien la cuenta.
—¿Dieciséis? Maldición, Wax. Esperaba que te hubieras oxidado un poco. Creía que podría alcanzarte esta vez.
Waxillium sonrió.
—Esto no es una competición —vaciló—. Aunque yo vaya ganando. Unos tipos salieron por la puerta con Steris. Le disparé al tipo que te quitó el sombrero, aunque sobrevivió. Probablemente se habrá escapado ya.
—¿No me cogiste el sombrero? —preguntó Wayne, ofendido.
—Estaba un poco ocupado recibiendo disparos.
—¿Ocupado? Ah, socio. No hace falta ningún esfuerzo para que te peguen un tiro. Creo que estás poniendo excusas porque tienes envidia de mi sombrero de la suerte.
—Será eso —dijo Waxillium, buscando en su bolsillo—. ¿Cuánto tiempo te queda?
—No mucho. Casi no me queda bendaleo. Tal vez veinte segundos.
Waxillium inspiró profundamente.
—Yo voy a por los tres de la izquierda. Tú ve por la derecha. Prepárate para saltar.
—De acuerdo.
—¡Vamos!
Wayne corrió hacia delante y saltó a una mesa que tenían delante. Soltó la burbuja de velocidad justo cuando se impulsaba, y Waxillium se preparó aumentando su peso y luego empujó las mentes de metal de Wayne, enviándolo por el aire hacia los bandidos. Cuando Wayne estuvo ya volando, Waxillium pasó de decantar su mente de metal a llenarla, y entonces empujó unos clavos, lanzándose al aire en una trayectoria levemente distinta.
Wayne golpeó primero, aterrizando con tanta fuerza que probablemente tuvo que sanarse mientras rodaba entre un par de bandidos escondidos. Se puso en pie y golpeó con sus bastones el brazo de uno de ellos. Se volvió y golpeó con un bastón el cuello del segundo hombre.
Waxillium lanzó su arma mientras caía, empujándola con fuerza contra la cara de un sorprendido bandido. Aterrizó y lanzó el cartucho vacío que Wayne le había dado antes, el que contenía el mensaje, contra un segundo hombre. Al empujarlo, convirtió el casquillo en una bala improvisada que alcanzó al hombre en la frente y le atravesó el cráneo.
Waxillium empujó el casquillo con tanta fuerza que cayó de lado. Golpeó con el hombro al tipo al que le había lanzado el arma. El hombre retrocedió tambaleándose, y Waxillium le golpeó en la cabeza con el antebrazo (y con el brazalete de metal), abatiéndolo.
«Uno más —pensó—. Detrás de mí, a la derecha.» Iba a ser difícil. Waxillium le dio una patada al arma que había arrojado, con intención de empujarla hacia el último bandido.
Sonó un disparo.
Waxillium se quedó inmóvil, esperando el dolor de la bala. No sucedió nada. Se dio media vuelta y se encontró al último bandido desplomado sobre una mesa, sangrando, con una pistola que caía de entre sus dedos.
«¿Por las cicatrices del Superviviente, qué…?»
Alzó la cabeza. Marasi estaba arrodillada en el balcón donde la había dejado. Había cogido un rifle del bandido que él había aplastado, y obviamente sabía cómo usarlo. Mientras la miraba, ella volvió a disparar, abatiendo al bandido en las sombras que había mencionado Wayne.
Wayne se levantó tras acabar con sus dos atacantes. Pareció confundido hasta que Waxillium señaló a Marasi.
—Guau —dijo, acercándose a él—. Cada vez me gusta más y más. Definitivamente, de las dos, es la que yo elegiría si fuera tú.
De las dos…
«¡Steris!»
Waxillium maldijo y saltó hacia delante, lanzándose con un empujón de acero hacia la otra salida. Golpeó el suelo sin dejar de correr, advirtiendo con preocupación que el cadáver del jefe no estaba donde había caído. Había sangre en la entrada. ¿Se lo habían llevado a rastras?
A menos… Tal vez su teoría no estaba equivocada después de todo. Pero maldición, no podía estar enfrentándose a Miles. Miles era vigilante. Uno de los mejores.
Waxillium salió a la noche: esta salida daba directamente a la calle. Había algunos caballos atados a una verja, y lo que parecía un grupo de mozos de establo atados y amordazados en el suelo.
Steris, y los bandidos que se la habían llevado, ya no estaban. No obstante, encontró a un gran grupo de alguaciles que llegaban a caballo al patio.
—A buenas horas, amigos —dijo Waxillium, sentándose en los escalones, exhausto.
—No me importa quién es usted ni cuánto dinero tiene —dijo el alguacil Brettin—. Ha creado usted un auténtico lío, señor.
Waxillium estaba sentado en un taburete, escuchando solo a medias mientras descansaba con la espalda apoyada contra la pared. Iba a estar todo dolorido por la mañana. No había forzado tanto su cuerpo desde hacía meses. Tenía suerte de no haberse lastimado nada ni distendido un músculo.